Esa
chatarra jadeante, réplica de nuestra inquietud, y esos espectros que la
conducen, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados, ¿a dónde van,
qué buscan?, ¿qué espíritu de demencia los impulsa? Cada vez que estoy a punto
de absolver a los hombres civilizados, cada vez que tengo dudas sobre la
legitimidad de la aversión o del terror que me inspiran, me basta con pensar en
las carreteras campestres de un día domingo para que la imagen de esa gusanera
motorizada me reafirme en mi asco o en mis temores.
En
medio de esos paralíticos al volante que han abolido el uso de las piernas, el
caminante parece un excéntrico o un proscrito: pronto será visto como un
monstruo. No más contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde se nos ha
vuelto extraño e incomprensible. Desarraigados, incapaces de congeniar con el
polvo o con el lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no sólo con la
intimidad de las cosas, sino con su misma superficie.
¿Es
realmente para ganar tiempo que se inventaron esos aparatos? Más desprovisto,
más desheredado que el troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante
para sí; incluso sus ocios son enfebrecidos y agobiantes: un presidiario con
licencia que sucumbe en el aburrimiento de no hacer nada en la pesadilla de las
playas. Cuando se han recorrido comarcas donde el ocio es de rigor y donde
todos lo ejercen, se adapta uno mal a un mundo donde nadie lo conoce ni sabe
gozarlo, donde nadie respira.
El
ser esclavizado por las horas, ¿es todavía un ser humano? ¿Tiene derecho a llamarse
libre cuando sabemos que se ha
sacudido todas las esclavitudes salvo la esencial? A merced del tiempo que
alimenta y nutre con su propia sustancia, el hombre civilizado se extenúa y
debilita para asegurar la prosperidad de un parásito o un tirano. Calculador a
pesar de su locura, se imagina que sus preocupaciones y problemas aminorarían
si pudiera «programárselos» a pueblos «subdesarrollados» a los que les reprocha
no entrar «al aro», es decir, al vértigo. Para mejor precipitarlos en él, les
inyectará el veneno de la ansiedad y no los dejará en paz hasta que observe en
ellos los mismos síntomas de ajetreo. Con el fin de realizar su sueño de una
humanidad sin aliento, perdida y atada al reloj, recorrerá los continentes,
siempre en busca de nuevas víctimas sobre quienes verter el excedente de su
febrilidad y sus tinieblas. Mirándolo se adivina la verdadera naturaleza del
infierno: ¿acaso no es ahí el lugar donde el tiempo es la condena eterna?
La
civilización nos enseña cómo apoderarse de las cosas, cuando debería iniciarnos
en el arte de despojarnos de ellas, pues no hay libertad ni «verdadera vida» si
no se aprende a renunciar. Me apodero de un objeto, me considero su dueño, y,
de hecho, sólo soy su esclavo, como también soy esclavo del instrumento que manejo.
No hay adquisición que no signifique una cadena más, ni hay factor de poder que
no sea causante de debilidad.
Fragmentos
de La caída en el tiempo, de E. M. Cioran
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