«El opulento mundo desarrollado vestido de volantes de billetes y adornado con abalorios de monedas, vive inmerso en una danza de flujos financieros y de capitales, en un baile de oro y piedras preciosas, en un frívolo ritual de dinero. Por mor de la riqueza se vive en un permanente conflicto, enfrentados unos contra otros. Todos contra todos. De esta forma, el estrés producido por la feroz competencia ha alcanzado una magnitud de tales proporciones que no es extraño que haga estallar a un número cada vez mayor de personas. Son los mártires del andamiaje capitalista, los que ignoran dónde está Wall Street. Las aturdidas calles de las ciudades están llenas de hombres y mujeres incapaces de seguir el ritmo desenfrenado propio del crecimiento material y tecnológico. Llega un momento en el que la marea humana, impregnada de olor a fatiga social, se ve desbordada y, tras una titánica lucha por mantenerse de pie en su frágil peana freudiana, repleta de complejos, termina por claudicar. Su mundo se convierte en un pequeño rincón sin luces. Su horizonte se pliega y se centra sobre un punto único y trágico: la muerte.
El mundo occidental acostumbra a utilizar las fiestas, los banquetes, los regalos, las vacaciones, los homenajes, los premios, los juegos, las bromas, el humor e incluso el sexo, para reactivar y mantener el clima eufórico que la sociedad considera aceptable. Sin embargo, el estable bienestar, que lógicamente se deriva de un empleo estable y de una justa distribución de la riqueza, se excluye paradójicamente como estimulo apropiado para producir alegría. Los ricos, en consecuencia, son cada vez más ricos y los pobres cada vez más numerosos. Y para qué nos vamos a engañar, los pobres de solemnidad no están para saraos y cuchipandas, pues la miseria no se festeja.»
Ana Isabel Zuazu & Fabricio de Potestad, Las crisis existenciales del nuevo siglo.
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