El concepto de “sociedad del espectáculo” se entiende a menudo referido exclusivamente a la tiranía de la televisión y medios similares. Para Debord, sin embargo, este aspecto de mass-media no es sino el aspecto más restringido del espectáculo, “su más abrumadora manifestación superficial”. Sólo aparentemente se trata de la invasión de un instrumento neutro, tal vez mal utilizado. El funcionamiento de los medios de comunicación de masas expresa perfectamente la estructura de toda la sociedad de la que éstos forman parte. La contemplación pasiva de imágenes, por lo demás elegidas por otros, sustituye el vivir y determinar los acontecimientos en primera persona.
La constatación de este hecho es el núcleo de todo el pensamiento y de todas las actividades de Debord. A los veinte años, en 1952, exige un arte que sea creación de situaciones y no la reproducción de situaciones ya existentes. En la plataforma de 1957 para la fundación de la Internacional Situacionista define por primera vez el espectáculo: “La construcción de situaciones comienza más allá del derrumbe moderno de la noción de espectáculo. Es fácil ver hasta qué punto está vinculado a la alienación del viejo mundo el principio mismo del espectáculo: la no intervención”. En los doce números de la revista Internationale Situationniste, publicados entre 1958 y 1969, este concepto viene ocupando un lugar cada vez más importante; pero su tratamiento más sistemático se halla en las 221 tesis de La sociedad del Espectáculo de 1967.
Respecto a una primera fase de la evolución histórica de la alienación, que se puede caracterizar corno una degradación del “ser” en “tener”, el espectáculo consiste en una ulterior degradación del “tener” en “parecer”. El análisis de Debord parte de la experiencia cotidiana del empobrecimiento de la vida vivida, de su fragmentación en ámbitos cada vez más separados y de la pérdida de todo aspecto unitario de la sociedad. El espectáculo consiste en la recomposición de los aspectos separados en el plano de la imagen. Todo aquello de lo cual la vida carece se reencuentra en ese conjunto de representaciones independientes que es el espectáculo. Como ejemplo cabe citar a los personajes famosos, actores o políticos, que deben representar aquel conjunto de cualidades humanas y disfrute de la vida que se halla ausente de la vida efectiva de todos los demás, que se encuentran aprisionados en unos roles miserables. “Alfa y omega del espectáculo” es la separación, y si los individuos se hallan separados unos de otros, sólo reencuentran su unidad en el espectáculo, donde “las imágenes desprendidas de cada aspecto de la vida se fusionan en un cauce común”. Pero los individuos se encuentran reunidos allí sólo en cuanto que separados, puesto que el espectáculo acapara toda comunicación: la comunicación se vuelve enteramente unilateral; es el espectáculo quien habla, mientras los “átomos sociales” escuchan. Y su mensaje es, esencialmente, uno solo: la justificación incesante de la sociedad existente, es decir, del espectáculo mismo y del modo de producción del que ha surgido. Para eso el espectáculo no tiene necesidad de argumentos sofisticados: le basta ser el único que habla, sin tener que esperar réplica alguna. Su condición previa, que a la vez es su producto principal, es, por tanto, la pasividad de la contemplación. Sólo el “individuo aislado” en la “muchedumbre atomizada” puede sentir la necesidad del espectáculo, y éste hará todo lo posible para reforzar el aislamiento del individuo.
Las condiciones principales en que se funda el espectáculo son dos: “la incesante renovación tecnológica” y “la fusión económico-estatal”, y tres son las principales consecuencias, particularmente en su fase más reciente: “El secreto generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente”. El espectáculo no es por tanto un mero añadido del mundo, como podría serlo una propaganda difundida por los medios de comunicación. El espectáculo se apodera, para sus propios fines, de la entera actividad social. Desde el urbanismo hasta los partidos políticos de todas las tendencias, desde el arte hasta las ciencias, desde la vida cotidiana hasta las pasiones y los deseos humanos, por doquier se encuentra la justificación de la realidad por su imagen. Y en este proceso la imagen acaba haciéndose real, siendo causa de un comportamiento real, y la realidad acaba por convertirse en imagen.
Esta imagen es, por lo demás, una imagen necesariamente falsificada. Pues si el espectáculo es. Por un lado, toda la sociedad, por otro lado es una parte de la sociedad, así como el instrumento mediante el cual esta parte domina a la sociedad entera. El espectáculo, por tanto, no refleja a la sociedad en su conjunto sino que estructura las imágenes conforme a los intereses de una parte de la sociedad, lo cual no deja de ejercer un efecto sobre la actividad social real de quienes contemplan las imágenes. Subordinándolo todo a sus propias exigencias, el espectáculo debe, por ende, falsificar la realidad hasta tal punto que, como escribe Debord, invirtiendo la célebre afirmación de Hegel, “en el mundo realmente invertido, lo verdadero es un momento de lo falso”. Todo poder necesita la mentira para gobernar, pero el espectáculo, siendo el poder más desarrollado que jamás ha existido, es también el más mentiroso. Y lo es tanto más cuanto es también el más superfluo y, por consiguiente, el menos justificable.
El problema, sin embargo, no es la “imagen”, ni la “representación” en cuanto tal, como afirman tantas filosofías del siglo XX, sino la sociedad que tiene necesidad de esas imágenes. Es cierto que el espectáculo se apoya particularmente en la vista, que es “el sentido más abstracto y el más mistificable”, pero el problema reside en la independencia que han conquistado esas representaciones que se sustraen al control de los hombres y les hablan de forma monológica, desterrando de la vida todo diálogo. Esas representaciones nacen de la práctica social colectiva, pero se comportan como seres independientes. Aquí se evidencia que el espectáculo es heredero de la religión; es significativo que el primer capítulo de La sociedad del Espectáculo vaya encabezado, a modo de epígrafe, por una cita de La esencia del cristianismo de Feuerbach. La vieja religión había proyectado la potencia del hombre en el cielo, donde adquiría los rasgos de un Dios que se oponía al hombre como una entidad extraña; el espectáculo lleva a cabo la misma operación en la tierra. Cuanto mayor poder atribuye el hombre a los dioses que él ha creado, tanto más siente su propia impotencia; y del mismo modo se comporta la humanidad frente a esas fuerzas que ha creado, que se le han escapado y que “se nos muestran en todo su poderío”. La contemplación de esas potencias es inversamente proporcional a lo que el sujeto vive individualmente, hasta tal punto que incluso los gestos más triviales son vividos por algún otro en lugar del sujeto. En este mundo, “el espectador no se siente en su sitio en ninguna parte”. Al igual que en la religión, en el espectáculo cada momento de la vida cada idea y cada gesto encuentran su sentido sólo fuera de sí mismos (1).
Todo eso ni es una fatalidad ni el resultado inevitable del desarrollo de la técnica. La separación que se ha producido entre la actividad real de la sociedad y su representación es consecuencia de las separaciones que se han producido en el seno de la sociedad misma. La separación más antigua es la del Poder, y es ella la que ha creado todas las demás. A partir de la disolución de las comunidades primitivas, todas las sociedades han conocido en su interior un poder institucionalizado, una instancia separada, y todos esos poderes tenían algo de espectacular. Pero sólo en la época moderna el poder ha podido acumular los medios suficientes no sólo para instaurar un dominio capilar sobre todos los aspectos de la vida, sino para poder modelar activamente la sociedad conforme a las propias exigencias. Lo hace principalmente mediante una producción material que tiende a recrear constantemente todo aquello que produce aislamiento y separación, desde el automóvil hasta la televisión. Este estadio “espectacular” del desarrollo capitalista ha venido imponiéndose a partir de los años veinte, y con mayor fuerza desde la segunda guerra mundial. Tal evolución se halla sujeta a una aceleración continua: en l967, cuando caracteriza el espectáculo como “el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia”, Debord parece convencido de que éste ha alcanzado un estadio casi insuperable. Pero en 1988 se ve obligado a reconocer que en 1967 el dominio del espectáculo sobre la sociedad era todavía imperfecto en comparación con la situación que se da veinte años después. Lo que se ha dicho hasta aquí no se aplica únicamente al capitalismo de las sociedades occidentales: el reino de la mercancía y del espectáculo abarca todos los sistemas sociopolíticos del mundo. Así como el espectáculo es una totalidad en el interior de una sociedad, lo es también a escala mundial. El verdadero antagonismo entre el proletariado que reivindica la vida y un sistema en el cual la mercancía se contempla a sí misma en un mundo que ella ha creado es ocultado por el espectáculo de los antagonismos entre sistemas políticos que en verdad son sustancialmente solidarios entre sí. Tales antagonismos no son, sin embargo, puras quimeras, sino que traducen el desarrollo desigual del capitalismo en las distintas partes del mundo.
Al lado de los países del libre desarrollo de la mercancía aparece su seudonegación: las sociedades dominadas por la burocracia de Estado, como la Unión Soviética, China y muchos países del Tercer Mundo. Debord designa estos regímenes en 1967, lo mismo que a los gobiernos fascistas instaurados en los países occidentales en tiempos de crisis, como “poder espectacular concentrado”. El menor desarrollo económico de esas sociedades, en comparación con el de las sociedades de lo “espectacular difuso”, es compensado por la ideología como mercancía suprema; su punto culminante es la obligación de que todos se identifiquen con un líder, sea Stalin, Mao o Sukarno. El poder espectacular concentrado es poco flexible y gobierna, en última instancia, gracias a su policía. Su imagen negativa cumple, sin embargo, una función dentro de la “división mundial de las tareas espectaculares”: la burocracia soviética y sus ramificaciones en los países occidentales, es decir, los partidos comunistas tradicionales, representan de modo ilusorio la lucha contra el poder espectacular difuso. No parece haber más alternativa que elegir entre esas dos formas, de modo que los opositores en el interior de cada uno de los dos sistemas espectaculares toman a menudo por modelo el otro sistema, como sucede en muchos movimientos revolucionarios del Tercer Mundo.
Debord comprendía, ya por entonces, que el modelo triunfante del espectáculo seria aquel que ofreciera la mayor elección entre mercancías diversas. Cada una de esas mercancías promete el acceso a aquella “satisfacción, ya problemática, que se atribuye al consumo del conjunto”, y en el momento de la inevitable decepción aparece ya otra mercancía que promete lo mismo. En la lucha entre objetos, de la cual el hombre es sólo espectador, cada mercancía particular se puede desgastar; el conjunto del espectáculo se refuerza. “El espectáculo es entonces el canto épico de esta confrontación, que ninguna caída de Troya puede concluir El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones”, dice Debord, con una de las más bellas formulaciones de La sociedad del espectáculo. Hoy en día el valor de cambio “ha terminado por dirigir el uso”, y la desvinculación de la mercancía de toda auténtica necesidad humana alcanza finalmente un nivel seudo-religioso con los objetos manifiestamente inútiles: Debord cita el coleccionismo de llaveros publicitarios, que define como una acumulación de “indulgencias de la mercancía. Ello demuestra que la mercancía no contiene ya ni un “átomo de valor de uso”, sino que ha pasado a ser consumida en cuanto mercancía (2).
El espectáculo no se halla ligado, por tanto, a ningún sistema económico determinado, sino que es la traducción del triunfo de la categoría de la economía en cuanto tal en el interior de la sociedad. La clase que ha instaurado el espectáculo, la burguesía, debe su dominio al triunfo de la economía y de sus leyes sobre todos los demás aspectos de la vida. El espectáculo es el «resultado y el proyecto del modo de producción existente”, eso es, “la afirmación omnipresente de la elección ya hecha en la producción, y de su consumo que es su corolario”. No solamente el trabajo, sino también las demás actividades humanas, el llamado “tiempo libre”, están organizadas de modo que justifiquen y perpetúen el modo de producción dominante. La producción económica ha dejado de ser un medio y se ha transformado en un fin, de lo cual es expresión el espectáculo que, con su “carácter fundamentalmente tautológico”, no tiene más objetivo que la reproducción de sus condiciones de existencia. En lugar de servir a los deseos humanos, la economía, en su fase espectacular, crea y manipula incesantemente unas necesidades que se resumen, en fin de cuentas, en “una sola seudonecesidad: la del mantenimiento de su reino”.
La “economía” se ha de entender aquí, por tanto, como una parte de la actividad humana global que domina todo el resto. El espectáculo no es otra cosa que este dominio autocrático de la economía mercantil. La economía autonomizada es ya de por sí una alienación; la producción económica se basa en la alienación; la alienación se ha convertido en su producto principal, y el dominio de la economía sobre la sociedad entera entraña esa difusión máxima de la alienación que constituye precisamente el espectáculo. “La economía transforma el mundo, pero lo transforma solamente en mundo de la economía”
Se habrá comprendido que aquí no se habla de economía en el sentido de la “producción material”, sin la cual, obviamente, ninguna sociedad podría existir. Aquí se habla de una economía que se ha independizado y que somete a la vida humana; lo cual es consecuencia del triunfo de la mercancía en el interior del modo de producción. En el segundo capítulo de La sociedad del espectáculo se analiza el proceso por el cual “la economía entera se transformó entonces en lo que la mercancía había demostrado que era durante esa conquista: un proceso de desarrollo cuantitativo”. La explicación del predominio del valor de cambio sobre el valor de uso no se aparta de la que diera Marx, ni aun cuando recurre a formulaciones figuradas coma esta: “El valor de cambio es el condotiero del valor de uso, que terminó librando la guerra por su propia cuenta” (3). Si Marx había hablado de la ley de la caída tendencial de la tasa de beneficio, Debord habla de una “caída tendencial del valor de uso” corno “constante de la economía capitalista”, es decir, de la subordinación progresiva de cualquier uso, incluido el más trivial, a las exigencias del desarrollo de la economía y, por tanto, a la pura cantidad. Aunque el progreso de la economía haya resuelto en una parte del planeta el problema de la supervivencia inmediata, la cuestión de la supervivencia en sentido lato se vuelve a plantear una y otra vez, puesto que la abundancia de la mercancía no es más que carencia provista de equipos materiales. Cuando Debord concibe la alienación – el espectáculo – como un proceso de abstracción cuyo origen está en la mercancía y su estructura, está desarrollando ciertas ideas que eran fundamentales en Marx pero que no por azar han gozado de escasa fortuna en la historia del marxismo.
Para Hegel, la alienación está constituida por el mundo objetivo y sensible, hasta que el sujeto llega a reconocer en este mundo su propio producto. También para los “jóvenes hegelianos”, Ludwig Feuerbach, Moses Hess y el primer Marx, la alienación es una inversión de sujeto y predicado, de lo concreto y lo abstracto. Ellos la conciben, sin embargo, de una manera exactamente opuesta a Hegel: el verdadero sujeto es para ellos el hombre en su existencia sensible y concreta. Este hombre se vuelve alienado cuando se convierte en predicado de una abstracción que él mismo ha puesto, pero que no reconoce ya como tal y que se le aparece, por tanto, como un sujeto. Así el hombre acaba dependiendo de su propio producto que se ha independizado. Feuerbach descubre la alienación en la proyección de la potencia humana al cielo de la religión, que deja impotente al hombre terrenal; pero la vuelve a encontrar asimismo en las abstracciones de la filosofía idealista, para la cual el hombre en su existencia concreta no es más que una forma fenoménica del Espíritu de lo universal. Hess y el joven Marx identifican otras dos alienaciones fundamentales en el Estado y en el dinero, dos abstracciones en las que el hombre se aliena en calidad de miembro de una comunidad y de trabajador. Eso significa también que el fenómeno no afecta de igual modo a toda la “humanidad”, sino que una alienación particular pesa sobre aquella parte de la humanidad que debe trabajar sin poseer los medios de producción. Su propio producto no les pertenece y se les aparece, por tanto, como una potencia extraña y hostil. En todas las formas de alienación, el individuo concreto posee valor sólo en cuanto participa de lo abstracto, es decir, en cuanto posee dinero, es ciudadano del Estado, es un hombre ante Dios o un “sí-mismo” en sentido filosófico. Las actividades del hombre no tienen ningún fin en si mismas, sino que sirven exclusivamente para que pueda alcanzar lo que él mismo ha creado y que, aun siendo concebido como mero medio, se ha transformado en un fin. El dinero es el ejemplo más evidente.
El espectáculo es, en efecto, el desarrollo más extremo de esta tendencia a la abstracción, y Debord puede decir del espectáculo que su “modo de ser concreto es justamente la abstracción”. La desvalorización de la vida a favor de las abstracciones hipostasiadas involucra entonces a todos los aspectos de la existencia; las mismas abstracciones convertidas en sujeto no se presentan ya como cosas, sino que se han vuelto más abstractas todavía, transformándose en imágenes. Se puede decir que el espectáculo incorpora todas las viejas alienaciones: el espectáculo es “la reconstrucción material de la ilusión religiosa”, el “dinero que se mira solamente”, “inseparable del Estado moderno”; es “la ideología materializada” (título del último capítulo de La sociedad del espectáculo) (4).
Pocos años después, Marx supera esta concepción, aún demasiado filosófica, de la alienación como inversión de sujeto y predicado y como subordinación de la “esencia humana a sus propios productos. En el Manifiesto del Partido Comunista ironiza contra aquellos “literatos alemanes” que “a continuación de la crítica francesa de las relaciones dinerarias escribían, ’enajenación de la esencia humana’” (5). Pero el concepto de alienación, entendida como abstracción, retorna en los escritos del Marx maduro sobre la crítica de la economía política, donde se revela, por otra parte, el origen histórico del proceso de abstracción. En el primer capítulo del primer volumen de El Capital Marx analiza la forma de la mercancía en cuanto núcleo de toda la producción capitalista y demuestra que el proceso de abstracción, lejos de ser sólo un deplorable revés de la economía moderna, se halla en su corazón mismo. No hay que olvidar que en este análisis de la forma mercancía Marx no habla aún ni de la plusvalía, ni de la venta de la fuerza de trabajo ni del capital. Todas las formas más desarrolladas de la economía capitalista se derivan, en el análisis marxiano, de esa estructura originaria de la mercancía –que es como la “célula del cuerpo” (6)– y de la contraposición entre lo concreto y lo abstracto, entre cantidad y cualidad, entre producción y consumo, entre la relación social y la cosa que ésta produce (7).
Marx subraya el doble carácter de la mercancía: además de su utilidad –es decir, su valor de uso–, ésta posee un valor que determina la relación por la cual se intercambia con otras mercancías (valor de cambio). La cualidad concreta de cada mercancía es necesariamente distinta de las de todas las demás mercancías, que resultan en este plano inconmensurables entre sí. Pero todas las mercancías tienen una sustancia común que permite intercambiarlas, en la medida en que representan diferentes cuantías de dicha sustancia. Marx identifica esta “sustancia del valor” con la cantidad de tiempo de trabajo abstracto que se necesita para producir la mercancía en cuestión. En cuanto valor la mercancía no posee, por tanto, ninguna cualidad específica; las diversas mercancías se diferencian entre sí solamente desde un punto de vista cuantitativo. Lo que constituye el valor del producto no es, sin embargo, el trabajo concreto y especifico que lo ha creado, sino el trabajo abstracto. “Con el carácter útil de los productos del trabajo desaparece el carácter útil de los trabajos representados en ellos, desaparecen, pues, también las diferentes formas concretas de esos trabajos, que dejan de diferenciarse y se reducen todos juntos a trabajo humano igual, a trabajo humano abstracto” (8). Se pierde el carácter cualitativo de los diversos trabajos que producen productos distintos. El valor de una mercancía es sólo una “cristalización” de aquella “gelatina” que es el “trabajo humano diferenciado” (9) en el sentido de un mero “gasto productivo del cerebro, los músculos, los nervios, la mano, etc., del hombre” (10), cuya única medida es el tiempo que se haya gastado. Se trata siempre del tiempo necesario, por término medio, para producir un determinado producto en una sociedad dada y con unas condiciones de producción dadas; los trabajos más complicados tienen el valor de un trabajo siempre multiplicado, es decir de una mayor cantidad de trabajo simple. En la fórmula aparentemente trivial “veinte metros de tela valen lo mismo que cinco kilos de té”, Marx descubre la forma más general de toda la producción capitalista: dos cosas concretas adquieren la forma de algo distinto que las une, el trabajo abstracto, cuya forma final es el dinero.
Toda mercancía debe tener, sin embargo, un valor de uso y satisfacer alguna demanda, sea ésta real o inducida. El valor de una mercancía se presenta siempre bajo la forma de un valor de uso que en el proceso de intercambio sólo cuenta como “portador” del valor de cambio. El valor de uso, para realizarse, debe convenirse en “«forma de manifestación de su opuesto, el valor” (11). El proceso mediante el cual lo concreto se convierte en un predicado de lo abstracto es entendido aquí por Marx no ya en un sentido antropológico, sino como consecuencia de un fenómeno histórico determinado. La difusión de la mercancía es, efectivamente, un fenómeno de la época moderna. La subordinación de la calidad a la cantidad y de lo concreto a lo abstracto está inscrita en la estructura de la mercancía, pero no toda producción humana se basa en el intercambio ni, por tanto, en la mercancía.
Mientras las diversas comunidades humanas, como las aldeas, producen ellas mismas lo que necesitan y se limitan al intercambio ocasional de los excedentes, la producción está determinada por el valor de uso. Cada trabajo particular forma parte de una división de tareas en el interior de la comunidad, a la cual se halla directamente vinculado, y conserva un carácter cualitativo. Marx dice, por consiguiente, que el vinculo social se produce a la vez que la producción material. Las relaciones entre los hombres pueden ser brutales pero siguen siendo claramente reconocibles cuando, por ejemplo, el siervo de gleba o el esclavo ven que el amo les sustrae una parte de su producto. Sólo cuando el desarrollo y el volumen del intercambio traspasa un cierto umbral, la producción misma se encamina esencialmente a la creación de valores de cambio. El valor de uso del producto propio reside ahora en su valor de cambio, mediante el cual se accede a los otros valores de uso. El trabajo mismo se convierte en fuerza de trabajo que se vende para realizar un trabajo abstracto. Al valor de uso, esto es, a lo concreto, se accede sólo por mediación del valor de cambio o, más concretamente, del dinero.
En la sociedad moderna, los individuos se hallan aislados dentro de una producción en la que cada uno produce sólo conforme a sus propios intereses. El vínculo social que los une se establece sólo o posteriori mediante el intercambio de sus mercancías. Su ser concreto, su subjetividad, se deben enajenar en la mediación del trabajo abstracto que horma todas las diferencias. La producción capitalista significa que las características de la mercancía se hacen extensivas al conjunto de la producción material y de las relaciones sociales. Los hombres no hacen más que intercambiar unidades de trabajo abstracto, objetivados en valores de cambio que luego pueden transformarse de nuevo en valores de uso
El valor de los productos es creado por el hombre, pero sin que él lo sepa. El hecho de que el valor se presenta siempre bojo la forma de un valor de uso, de un objeto concreto, produce la ilusión de que son las cualidades concretas de un producto las que deciden su destino (12). Este es el famoso “carácter fetichista de la mercancía y su secreto” (13) del que habla Marx, parangonándolo explícitamente con la ilusión religiosa, en la que los productos de la fantasía humana parecen dotados de vida propia (14). En una sociedad en la que los individuos se encuentran solamente en el intercambio, la transformación de los productos del trabajo humano y de las relaciones que lo guiaron en algo aparentemente natural implica que toda la vida social parece ser independiente de la voluntad humana y se presenta como una entidad aparentemente autónoma y “dada” que sigue sólo sus propias leyes. Según una formulación de Marx, las relaciones sociales no sólo parecen ser, sino que son efectivamente “relaciones de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas” (15).
En las escasas ocasiones en que se ha mencionado en la discusión marxista el “fetichismo de la mercancía”, se lo ha tratado casi siempre como un fenómeno que pertenece exclusivamente a la esfera de la conciencia, esto es, como una falsa representación de la “verdadera” situación económica. Pero esto no es más que un aspecto. Marx mismo había advertido que “el tardío descubrimiento científico de que los productos del trabajo son, en cuanto valores, meras expresiones objetivadas del trabajo humano gastado en su producción es un descubrimiento que hace época en la historia evolutiva de la humanidad, pero no disipa en absoluto la apariencia objetiva de los caracteres sociales del trabajo” (16). El concepto de “fetichismo” significa más bien que la entera vida humana se halla subordinada a las leyes que resultan de la naturaleza del valor, ante todo la de su permanente necesidad de acrecentarse. El trabajo abstracto, representado en la mercancía, permanece del todo indiferente a sus efectos en el plano del uso. Su único objetivo es producir, al final del ciclo, una cuantía de valor mayor –en forma de dinero– de cuanto había al principio (17). Esto significa que la doble naturaleza de la mercancía contiene ya la característica del capitalismo de ser un sistema en crisis permanente. El “valor”, lejos de ser, como creían los marxistas del movimiento obrero, un hecho “neutro” que se vuelve problemático solamente cuando da lugar a la extracción de “plusvalía” (a la explotación), conduce, por el contrario, inevitablemente a una colisión entre la razón “económica” (creación de cada vez más valor, independientemente de su contenido concreto) y las exigencias humanas. Desde el punto de vista del valor, el tráfico de plutonio o de sangre contaminada vale más que la agricultura francesa: y no se trata de una aberración, sino de la lógica del valor mismo (18). Se comprenderá que el valor no es en modo alguno una categoría “económica”, sino una forma social total que causa a su vez la escisión de la vida social en diversos sectores. La “economía” no es por tanto, como la terminología de Debord acaso pueda inducir a pensar, un sector imperialista que ha sometido a los demás ámbitos de la sociedad, sino que está constituida ella misma por el valor.
En Marx se encuentran efectivamente las dos tendencias: la exigencia de librarse de la economía, y la de liberar a la economía misma y de liberarse mediante la economía, sin que sea posible atribuirlas simplemente a fases distintas de su pensamiento. En su crítica del valor, Marx desveló la “forma pura” de la sociedad de la mercancía. Tal crítica era, en su momento, una anticipación audaz, pero sólo hoy en día puede efectivamente captar la esencia de la realidad social. Marx mismo no era consciente –y mucho menos lo fueron sus sucesores marxistas– del contraste que existía entre la crítica del valor y la mayor parte de su obra, en la que examinaba las formas empíricas de la sociedad capitalista de su época. No podía saber en qué grado ésta estaba aún llena de elementos precapitalistas, de modo que sus formas en gran parte distaban todavía mucho, o incluso eran directamente lo opuesto, de lo que más tarde seria el resultado del progresivo triunfo de la forma-mercancía sobre todos los restos precapitalistas. Marx tomaba, por consiguiente, por rasgos esenciales del capitalismo unos elementos que en verdad eran debidos a su forma todavía imperfecta, tales como la creación de una clase necesariamente excluida de la sociedad burguesa y del disfrute de sus “beneficios”. El marxismo del movimiento obrero –desde la socialdemocracia hasta el estalinismo, con todos sus reflejos más o menos elaborados en el campo intelectual– conservó de la teoría de Marx sólo esta parte. Aun deformándola a menudo (19) el movimiento obrero no dejaba do tener plena razón al reivindicarla puesto que esta parte fue verdadera durante la fase ascendente del capitalismo, cuando se trataba todavía de imponer las formas capitalistas en contra de las preburguesas. Este desarrollo tuvo su apogeo en la época que se resume en los nombres de Ford y de Keynes, y en cuyo transcurso el marxismo del movimiento obrero alcanzó sus mayores triunfos. Durante los años setenta, en cambio, se inició una crisis que no nace ya, como las anteriores, de las imperfecciones del sistema de la mercancía sino precisamente de su triunfo total. Esperamos poder demostrar que el aspecto más actual del pensamiento de Debord es que fue uno de los primeros que supieron interpretar la situación presente a la luz de la critica marxiana del valor, mientras que sus debilidades se encuentran allí donde permaneció ligado al marxismo del movimiento obrero. Debord fue al mismo tiempo el último representante de una cierta corriente de la crítica social y el primer representante de una nueva etapa de la misma.
Recordemos, de momento, dos consecuencias de la crítica del fetichismo que Debord supo captar muy tempranamente. En primer lugar la explotación económica no es el único mal del capitalismo, ya que éste es necesariamente la negación de la vida misma en todas sus manifestaciones concretas. En segundo lugar; ninguna de las numerosas variantes internas de la economía de mercado puede aportar un cambio decisivo. Perfectamente vano sería, por tanto, esperar una solución positiva del desarrollo de la economía o de una distribución adecuada de sus beneficios. La alienación y el desposeimiento son el núcleo de la economía mercantil, que de otro modo no podría funcionar, y los progresos de ésta son necesariamente los progresos de aquéllos. Esto fue un auténtico segundo descubrimiento, si se tiene en cuenta que ni la ciencia burguesa ni el “marxismo” practicaban la “crítica de la enconomía política” sino simplemente la economía política, en la cual el trabajo se consideraba desde el lado abstracto y cuantitativo, sin ver la contradicción con su lado concreto” (20). Este marxismo no veía ya en la subordinación de toda la vida a las exigencias de la economía uno de los resultados más abominables del desarrollo capitalista sino, por el contrario, un dato ontológico, cuya denuncia parecía un hecho revolucionario.
La “imagen” y el “espectáculo” de los que habla Debord se han de encender como un desarrollo ulterior de la forma-mercancía, con la que comparten la característica de reducir la multiplicidad de lo real a una sola forma abstracta e igual. La imagen y el espectáculo ocupan efectivamente en Debord el mismo lugar que en la teoría marxiana ocupan la mercancía y sus derivados. La primera frase de La sociedad del espectáculo dice: “Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos”. Se trata de un détournement [tergiversación] de la primera frase de El Capital: “la riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ’enorme cúmulo de mercancías’”. Una sustitución de la palabra “capital” por “espectáculo” en una frase de Marx se encuentra en otro pasaje: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas, mediatizada por imágenes” (21). Según la teoría marxiana, la acumulación de dinero se transforma en capital cuando traspasa cierto umbral cualitativo; según Debord, la acumulación del capital llega a un punto en que se convierte en imagen. El espectáculo es el equivalente no sólo de los bienes, como lo era el dinero, sino de toda actividad posible, precisamente porque todo lo que “el conjunto de la sociedad puede ser y hacer” se ha convertido en mercancía. “El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo” refleja exactamente el carácter tautológico y autorreferencial del trabajo abstracto cuyo único fin es incrementar la masa de trabajo abstracto, para lo cual trata la producción de valores de uso como mero medio a este fin (22). Debord concibe el espectáculo como una visualización del vinculo abstracto que el intercambio instituye entre los hombres, del mismo modo que el dinero es su materialización. Las imágenes se materializan a su vez y ejercen una influencia real en la sociedad; por eso Debord dice que la ideología dista mucho de ser una quimera.
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Notas
1. Debord/Canjuers, Préliminaires pour une définition de l’unité du programme révolutionaire, Paris, 1960, reproducido en: M. Bandini, L’estetico, il politico, Officina Edizioni, Roma 1977, p. 342.
2. Theodor Adorno había afirmado ya había afirmado ya en los años treinta que actualmente se consume el valor de cambio y se intercambia el valor de uso, y que “cualquier disfrute que se emancipe del valor de cambio adquiere rasgos subversivos” (Dissonanzen, en Gessamelte Schriften, vol. 14, Suhrkamp. Frankfurt. 1977. pp 24-25). · 3. Esta frase era tan del agrado de su autor que la volvió o utilizar citándose a sí mismo más de veinte años después (Panegírico: 83-84). ·
4. Una vez más se puede observar que en el espectáculo se produce una continua inversión entre la imagen y la cosa: aquello que era sólo “ideal”: la religión y la filosofía, se materializa y lo que poseía cierta realidad material, el dinero y el Estado, se reduce a imagen. ·
5. Karl Marx/Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Obras, Crítica Grijalbo. Vol.9, pp. 162. ·
6. Karl Marx, El Capital, vol. 1, Obras, Crítica Grijalbo, pp. 406. ·
7. Nada más erróneo por tanto, que la opinión de aquellos intérpretes que sostienen que fue sólo por motivos metodológicos que Marx comenzara por el análisis del valor, que no tendría sentido más que siendo leído a través del posterior análisis de la plusvalía. Louis Althusser, por ejemplo, recomienda a sus lectores que en la primera lectura salten el capítulo inicial de El Capital, y confiesa el motivo cuando afirma que las páginas sobre el carácter de fetiche de la mercancía, como último nefasto residuo del hegelianismo, han ejercido un influjo extremadamente pernicioso sobre el desarrollo del marxismo (“Averttissement au lecteur du Livre I du Capital” [1969], prólogo a Le Capital. Livre I, Flammarion, París, 1989. pp. 3 y 22). De ser así, sin embargo, la “crítica de la economía política” marxiana no seria más que una variante de la economía política de sus predecesores burgueses como Ricardo. ·
8. El CapitaI. op. cit., Vol. 40, pp. 46. Quien se sorprenda de lo poco que se ha hablado del “trabajo abstracto” encuentra aquí un primer elemento significativo: la traducción francesa de El Capital de Le Roy, de 1872, la más antigua y con mucho la más difundida, omite sin más las palabras “a trabajo humano abstracto”. Es verdad que Marx recibió personalmente dicha traducción, pero también es verdad que lamentó haber tenido que simplificar. muchos pasajes, sobre todo del primer capítulo, a fin de hacerlos aceptables para el lector francés (cf. sus cartas a N. F. Danielson del 28-V-1872, del 15-XI-l878 y del 28-XI-1878, así como la carta de Engels a Marx del 29-X1-1873). Sobre el valor de dicha versión francesa, resulta sumamente instructiva la amplia reseña que le dedica Pedro Scaron en la “Advertencia del traductor”, de su esmerada edición de EI Capital, vol. 1. Siglo XXI. Madrid. 1983. pp. XXlX-XXXVIII. ·
9. Loc. Cit.
10. Marx/Engels, Obras, Vol. 40, pp. 52. ·
11. Marx/Engels, Obras, Vol. 40, pp. 65. ·
12. Si una tonelada de hierro y dos onzas de oro tienen “el mismo valor” en el mercado. el sentido común ve en ello una relación natural; pero en realidad se trata de una relación entre las cantidades de trabajo que las han producido. Marx/Engels, Obras, Vol. 40, pp. 83. ·
13. Título del apartado cuarto del primer capitulo. ·
14. Marx/Engels, Obras, Vol. 40, pp. 83. ·
15. Id. ·
16. Marx/Engels, Obras, Vol. 40, pp. 84. ·
17. En el capital portador de interés, e.e., el “dinero que produce dinero”, el carácter tautológico de la producción de valor alcanza su expresión más clara: “D (Dinero)-D’ (Más dinero); estamos ante el punto de partida primitivo del capital, ante el dinero de la fórmula D-M (Mercancía)- D’, reducido a los dos extremos D-D’, donde D’ = D + ^D, o sea, dinero que engendra más dinero. Es la fórmula general y primitiva del capital, condensada en un resumen carente de sentido” (El Capital. vol. III, FCE, México, 1946. p. 373: trad. revisada). ·
18. En el número 13 (1993) de la revista alemana Krisis, una de las pocas publicaciones de los últimos años que han ahondado en estos temas, escribe Ernst Lohoff: “La actitud contemplativa y afirmativa con la que Hegel hace desarrollarse la realidad a partir del concepto del “Ser” es enteramente ajena a la descripción marxiana (del valor). En Marx, el valor no puede contener la realidad, sino que la subordina a su propia forma y la destruye, destruyéndose en el mismo acto a sí mismo. La crítica marxiana del valor no acepta el “valor” como un dato de base positivo ni argumenta en su nombre, sino que descifra su existencia autosuficiente como apariencia. Precisamente la realización en gran escala de la mediación en forma de mercancía no conduce al triunfo definitivo de ésta, sino que coincide con sus crisis”. ·
19. Los situacionistas, que aborrecían los dogmas y los amos, declaraban que eran tan marxistas “como Marx cuando decía ’Yo no soy marxista’”. (Internationale Situationniste, 9/26). ·
20. Marx califica de “punto de vista burgués” el punto de vista “puramente económico”, es decir cuantitativo. ·
21. Cf. El Capital, Obras, Vol. 41, pp. 412. ·
22. Mientras que el trabajo, por su lado concreto, produce siempre una transformación cualitativa (por ejemplo, del paño en un abrigo), por su lado abstracto no lleva a cabo transformación alguna, sino solamente un aumento de valor (dinero, trabajo muerto objetivado): de ahí su carácter tautológico.
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Esclarecedor y brillante análisis... Como dijo Pasolini "La aparente permisividad de nuestra sociedad de consumo es una falsedad... Hay una ideología real e inconsciente que unifica a todos, y que es la ideología del consumo... El consumismo es lo que considero el verdadero y nuevo fascismo". Sustituyamos sociedad de consumo por sociedad del espectáculo y la cosa queda igual porque lo mismo es.
ResponderEliminarSalud Loam!
Cierto, sólo que la mercancía, hoy, es el propio espectáculo.
EliminarSalud Ángel !