No se puede denominar a los productos de la industria del entretenimiento «cultura de masas» ni «cultura popular», como sugiere, por ejemplo, el término «música pop», o como afirman los que acusan de «elitismo» a toda crítica de lo que en realidad no es más que el «formateo» de las masas, por utilizar una palabra contemporánea muy elocuente. El relativismo generalizado y el rechazo de toda jerarquía cultural frecuentemente se han hecho pasar, sobre todo en la época «posmoderna», por formas de emancipación y de crítica social, por ejemplo, en nombre de las culturas «subalternas». Si se observa mejor, diríamos más bien que son reflejos culturales del dominio de la mercancía. Ante la mercancía, incapaz de hacer distinciones cualitativas, todo es igual. Todo es material para el proceso —siempre idéntico— de valoración del valor. Esta indiferencia de la mercancía hacia todo contenido se manifiesta en una producción cultural que rechaza cualquier juicio cualitativo y para la cual todo equivale a todo. «La industria cultural lo iguala todo», declaraba Adorno ya en 1944.
Seguramente, no faltará quien acuse a esta argumentación de «autoritarismo» y afirme que es «la gente» misma la que espontáneamente quiere, pide, desea los productos de la industria cultural, incluso si se encuentran en presencia de otras expresiones culturales alternativas; así como millones de personas comen encantadas los fast-food, aunque tengan la posibilidad de comer en cualquier otro lugar por el mismo precio. Para responder a esta objeción, evidentemente se puede recordar el hecho elemental de que, en medio de un bombardeo mediático masivo y continuo a favor de ciertos estilos de vida, la «libre elección» está bastante condicionada. Pero no se trata solamente de «manipulación». Como hemos visto, el acceso a la plenitud del ser humano requiere la ayuda de quien la posee, al menos parcialmente. Dejar libre curso al desarrollo «espontáneo» no implica crear las condiciones para la libertad. La «mano invisible» del mercado termina en monopolio absoluto o en la guerra de todos contra todos, no en la armonía. Así, no ayudar a alguien a desarrollar su capacidad de diferenciación significa condenarlo a un infantilismo perpetuo.
Resulta innegable que una buena parte de la población mundial ahora parece pedir «espontáneamente» Coca-Cola y música rock, tebeos y pornografía en red. Sin embargo, esto no demuestra que el capitalismo, que ofrece todas estas maravillas con gran prodigalidad, esté en sintonía con la naturaleza humana, sino más bien que ha logrado mantener dicha «naturaleza» en su estadio inicial.
Por lo tanto, el éxito de las industrias del entretenimiento y de la cultura de lo «fácil» —un éxito increíblemente mundial que sobrepasa todas las barreras culturales— no se debe sólo a la propaganda y a la manipulación, sino a que tales industrias alientan el deseo «natural» del niño de no abandonar su posición narcisista. La alianza entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la valorización del capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se apoya en una tendencia regresiva ya presente en el hombre. La virtualización del mundo, de la que tanto se habla, es también una estimulación de los deseos infantiles de omnipotencia. «Derribar todos los límites» es la principal incitación que recibimos hoy en día, ya se trate de la carrera profesional o de la vida eterna prometida por la medicina, ya de las infinitas existencias que uno puede vivir en los videojuegos o de la idea de un «crecimiento económico» ilimitado como solución de todos los problemas. El capitalismo es la primera sociedad en la historia que se basa en la ausencia de todo límite, y que lo dice todo el tiempo. Hoy comenzamos a calibrar lo que esto significa.
Resulta innegable que una buena parte de la población mundial ahora parece pedir «espontáneamente» Coca-Cola y música rock, tebeos y pornografía en red. Sin embargo, esto no demuestra que el capitalismo, que ofrece todas estas maravillas con gran prodigalidad, esté en sintonía con la naturaleza humana, sino más bien que ha logrado mantener dicha «naturaleza» en su estadio inicial.
Por lo tanto, el éxito de las industrias del entretenimiento y de la cultura de lo «fácil» —un éxito increíblemente mundial que sobrepasa todas las barreras culturales— no se debe sólo a la propaganda y a la manipulación, sino a que tales industrias alientan el deseo «natural» del niño de no abandonar su posición narcisista. La alianza entre las nuevas formas de dominación, las exigencias de la valorización del capital y las técnicas de marketing es tan eficaz porque se apoya en una tendencia regresiva ya presente en el hombre. La virtualización del mundo, de la que tanto se habla, es también una estimulación de los deseos infantiles de omnipotencia. «Derribar todos los límites» es la principal incitación que recibimos hoy en día, ya se trate de la carrera profesional o de la vida eterna prometida por la medicina, ya de las infinitas existencias que uno puede vivir en los videojuegos o de la idea de un «crecimiento económico» ilimitado como solución de todos los problemas. El capitalismo es la primera sociedad en la historia que se basa en la ausencia de todo límite, y que lo dice todo el tiempo. Hoy comenzamos a calibrar lo que esto significa.
Pero si la industria cultural está en total sintonía con la sociedad de la mercancía, ¿acaso podemos oponer el «verdadero» arte en cuanto ámbito de lo humano? La complicidad abierta o camuflada con los poderes establecidos y las formas de vida dominantes siempre ha caracterizado a una gran parte de las obras culturales, incluso a las más elevadas. Lo importante es, con todo, que antes existía la posibilidad de distanciarse. La capacidad característica de las mejores obras de arte del pasado de provocar choques existenciales, de poner en crisis al individuo en lugar de consolarlo y confirmarlo en su forma de existencia habitual, está claramente ausente de los productos de la industria del entretenimiento. Estos tienen como objetivo la «experiencia» y el «acontecimiento». Quien se propone vender se adelanta a los deseos de los compradores y a su búsqueda de una satisfacción instantánea; aspira a confirmar la alta opinión que estos tienen de sí mismos, en vez de frustrarlos con obras que no son inmediatamente «legibles». Hasta una época reciente, se juzgaba —en el campo estético— a una persona a partir de las obras que sabía apreciar, y no las obras a partir de la cantidad de personas a las que atraían, a partir del número de visitantes que acudían a una exposición o a partir del número de descargas producidas. Quien estaba en condiciones de captar la complejidad y la riqueza de una obra particularmente lograda era considerado, en consecuencia, como alguien que había avanzado bastante en la ruta de la realización humana. ¡Qué contraste con la visión posmoderna, según la cual cada espectador es democráticamente libre de ver en una obra lo que quiera y, por tanto, todo lo que él mismo proyecte sobre ella! Ciertamente, de este modo el espectador no se confrontará jamás con nada verdaderamente nuevo y tendrá la tranquilizadora certeza de poder seguir siendo siempre lo que ya es. Exactamente en esto consiste el rechazo narcisista a entrar en una verdadera relación objetual con un mundo distinto al Yo.
texto de Anselm Jappe, extraído de su libro Crédito a muerte.
Un pensamiento muy parecido al de F. Rodrigo Mora, que comparto totalmente en estos aspectos.
ResponderEliminarLa industria del entretenimiento, que ya es terrible que sea una industria de lo que hablamos, es más bien la del ocio, la que nos anima a perder el tiempo, no invertirlo en ninguna cosa que nos aporte nada como seres humanos ni nos haga madurar o evolucionar lo más mínimo, por eso es tan cuidada (€) por los estados, por eso hay que oponerse tanto a ella.
Salud!
Me ha gustado. La cultura industrial lo impregna todo, nuestra vida gira interno a las fábricas. Habrá gente, pero no conozco a nadie que viva solo consumiendo artesanía, aunque sería más que deseable.
ResponderEliminarLa alabanza del pasado en detrimento del presente es muy fácil, y más cuando no hay forma de saber qué hubieran hecho en el pasado con los medios presentes. Hasta el siglo XIX la cultura fue dominada por la iglesia aportando a la sociedad sus falsas ideas de dios sin necesidad de mass media.
Con respecto a los límites y el infantilismo, la constante desde los romanos fue la superstición, el maniqueismo y los tabús. Querer romper con tales es un avance que se produce en el renacimiento y que sigue hasta nuestros días.
En cuanto al ocio, como dice Piedra, es una forma de perder el tiempo que es cierto que no hemos sabido gestionar correctamente, las industrias nos han comido el terreno. Nos queda desarrollar una forma de gestionar el tiempo libre. Con ese espíritu se creo por ejemplo la megacorp facebook, un espacio virtual en el que contactar con tus amigos sin moverte de casa y sin que te rompan las bolas. He importante, alejada de los bares.
Salud!
Das por supuesto que el mundo que te cuentan es el que había, que la gente era estúpida, inculta, supersticiosa... pero eso es lo que pensamos gracias a la industria del cine que nos presenta un pasado siempre peor que el presente.
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