12 marzo, 2023

EL CAPITALISMO IMAGINARIO Y LA PARA-TEORÍA DE LA ECONOMÍA «PURA» — Samir Amin

 



Extraído del libro de Samir Amin: El virus liberal, la guerra permanente y la norteamericanización del mundo. (2003)


El concepto de capitalismo no se reduce al de «mercado generalizado», sino que sitúa precisamente la esencia del capitalismo en el poder que se ejerce más allá del mercado. El reduccionismo de la vulgata dominante sustituye el análisis del capitalismo basado en unas relaciones sociales y en una política a través de las cuales se expresan precisamente estos poderes que actúan más allá del mercado por la teoría de un sistema imaginario dirigido por unas «leyes económicas» (el «mercado») que tenderían, liberadas a sí mismas, a producir un «equilibrio óptimo». En el capitalismo realmente existente son inseparables las luchas de clases, la política, el Estado y las lógicas de la acumulación del capital. El capitalismo es entonces por naturaleza un régimen cuyos sucesivos estados de desequilibrio se producen por las confrontaciones sociales y políticas que se sitúan más allá del mercado. Los conceptos sugeridos por la economía vulgar del liberalismo —como el de «desregulación» de los mercados— no son reales. Los mercados llamados «desregulados» son mercados regulados por los poderes de los monopolios que se sitúan más allá del mercado.


La alienación mercantil es la forma específica del capitalismo que gobierna la reproducción de la sociedad en su conjunto y no sólo la de su sistema económico. La ley del valor dirige no sólo la vida económica capitalista, sino toda la vida social de esta sociedad. Esta especificidad explica por qué en el capitalismo la economía se erige en «ciencia», es decir, las leyes que rigen su movimiento se imponen en las modernas sociedades (y a los seres humanos que las constituyen) «como leyes de la naturaleza». Dicho de otro modo, el hecho de que estas leyes sean el resultado no de una naturaleza transhistórica (que definiría «al ser humano» ante el desafío de lo «extraño») sino de una naturaleza histórica particular (unas relaciones sociales específicas propias del capitalismo) se borra de la conciencia social. Esta es, a mi parecer, la definición de Marx del «economicismo», un rasgo propio del capitalismo.


Por otro lado está el movimiento que sigue esta sociedad, cuya inestabilidad inmanente Marx pone en evidencia, en el sentido de que la reproducción de su sistema económico nunca tiende hacia la realización de algún tipo de equilibrio general, sino que se desplaza de desequilibrio en desequilibrio de manera imprevisible, lo cual sólo puede explicarse a posteriori, pero nunca definirse por anticipado. La «competencia» entre los capitales —cuya parcelación define al capitalismo— elimina la posibilidad de alcanzar cualquier forma de equilibrio general y vuelve ilusorio todo análisis que pretenda estar basado en una supuesta tendencia en este sentido. El capitalismo es sinónimo de inestabilidad permanente. La articulación entre las lógicas que resultan de esta competencia de los capitales y las que se desarrollan a través de la evolución de las relaciones de fuerza sociales (entre los capitalistas, entre estos y las clases dominadas y explotadas, entre los estados que conforman el capitalismo como sistema mundial) da cuenta a posteriori del movimiento del sistema, que se desplaza de un desequilibrio a otro. En este sentido el capitalismo no existe fuera de la lucha de clases, del conflicto entre estados, de la política. La idea de que existiría una lógica económica (que la ciencia económica permitiría descubrir) capaz de regir el desarrollo del capitalismo es una ilusión. No hay una teoría del capitalismo distinta de su propia historia. Teoría e historia son indisociables, como igualmente lo son economía y política.


He señalado esas dos dimensiones de la crítica radical de Marx porque precisamente estas son las dos dimensiones de la realidad que ignora el pensamiento social burgués. Este pensamiento es en efecto economicista desde sus orígenes, en tiempos de la Ilustración. La «Razón» que invoca atribuye al sistema capitalista, que ocupa el lugar del Antiguo Régimen, una legitimidad transhistórica de la que se deriva el «fin de la historia». Esta alienación economicista de origen se acentuará más tarde, precisamente con el intento de dar respuesta a Marx. La economía pura, a partir de Walras, expresa esta exacerbación del economicismo del pensamiento social burgués. Esta sustituye el análisis del funcionamiento real del capitalismo por el mito del mercado autorregulado, el cual tendería, por su propia lógica interna, hacia la realización de un equilibrio general. La inestabilidad ya no se considera inmanente a esta lógica, sino el resultado de la imperfección de los mercados reales. La economía se convierte entonces en un discurso que ya no se preocupa por conocer la realidad; su función no es otra que legitimar el capitalismo atribuyéndole unas cualidades intrínsecas que este sistema no puede tener. La economía pura se convierte en la teoría de un mundo imaginario.


Las fuerzas dominantes lo son porque ellas consiguen imponer su lenguaje a sus víctimas. Los «expertos» en la economía convencional han conseguido así hacer creer que sus análisis y las conclusiones que de ellos extraen se han impuesto porque son «científicos», en consecuencia objetivos, neutros e inevitables. Esto no es cierto. La economía llamada «pura» sobre la que basan sus análisis no trata de la realidad, sino de un sistema imaginario que no sólo no constituye ni siquiera una aproximación a la realidad sino que se sitúa diametralmente en sus antípodas. El capitalismo realmente existente es algo completamente distinto.


Esta economía imaginaria amalgama los conceptos y confunde progreso con expansión capitalista, mercado con capitalismo. Los movimientos sociales deben desembarazarse de sus confusiones para poder desarrollar estrategias eficaces.


La confusión entre los dos conceptos —la realidad (la expansión capitalista) y lo deseable (el progreso en un determinado sentido)— es la causa de muchos desengaños de los críticos de las políticas que se llevan a la práctica. Porque los discursos dominantes amalgaman sistemáticamente ambos conceptos: proponen medios que permiten la expansión del capital y califican de «desarrollo» el resultado de ello, o el posible resultado, según ellos. Pero la lógica de la expansión del capital no supone ningún resultado que pueda calificarse en términos de «desarrollo». No supone, por ejemplo, el pleno empleo, ni una cuota previamente establecida de desigualdad (o de igualdad) en la distribución de los ingresos. La lógica de esta expansión está guiada por la búsqueda de beneficios para las empresas. Esta lógica puede conllevar, en ciertas condiciones, el crecimiento o el estancamiento, la expansión del empleo o su reducción, puede servir para reducir las desigualdades de renta o acentuarlas, según las circunstancias.


Una vez más, la confusión existente entre el concepto de «economía de mercado» y el de «economía capitalista» es fuente de un peligroso debilitamiento de la crítica dirigida contra las políticas reales. El «mercado», que por naturaleza hace referencia a la competencia, no es el «capitalismo», cuyo contenido está precisamente definido por los límites a la competencia que implica el monopolio de la propiedad privada, incluido el control oligopólico (de algunos, y por tanto con exclusión de los otros). El «mercado» y el capitalismo constituyen dos conceptos distintos. Como lo ha analizado a la perfección Braudel, el capitalismo realmente existente es incluso lo contrario de lo que sería el mercado imaginario.


Por otra parte, el capitalismo realmente existente no funciona como un sistema de competencia entre los beneficiarios del monopolio de la propiedad (competencia entre ellos y contra los demás). Su funcionamiento exige la intervención de una autoridad colectiva que represente al capital en su conjunto. Así pues, el Estado no puede separarse del capitalismo. Ahora bien, las políticas del capital, y por tanto del Estado en tanto que representante de este y en la medida en que lo es, tienen sus propias lógicas (concretas) para cada etapa. Estas lógicas son las que explican que, en ciertos momentos, la expansión del capital conlleve el aumento del empleo y en otros su reducción. Estas lógicas no son, pues, la expresión de «leyes del mercado», formuladas en abstracto como tales, sino exigencias de la rentabilidad del capital en ciertas condiciones históricas.


No hay entonces unas «leyes de la expansión capitalista» que se impongan como una fuerza casi sobrenatural. No hay determinismo histórico anterior a la historia. Las tendencias inherentes a la lógica del capital siempre chocan con la resistencia a su expansión de ciertas fuerzas sociales. En este sentido el Estado casi nunca es tan sólo el Estado del capital, ya que este también está en el centro del conflicto que existe entre el capital y la sociedad.


Por ejemplo, la industrialización de la periferia a partir de la posguerra, entre 1945 y 1990, no es un resultado natural de la expansión capitalista, sino una consecuencia de las condiciones favorables a la misma creadas por las victorias de los movimientos de liberación nacional que impusieron esa industrialización, a la cual el capital mundializado ha debido adaptarse. Por ejemplo, la erosión de la eficacia del Estado nacional que produjo la mundialización capitalista no es un factor determinante del futuro de manera irreversible. Por el contrario, las reacciones nacionales a esta mundialización pueden imprimir a la expansión mundial trayectorias imprevistas, para bien o para mal, según las circunstancias. Por ejemplo, la preocupación por las cuestiones medioambientales, que están en conflicto con la lógica del capital (porque esta es por naturaleza una lógica de corto plazo) podría forzar un reajuste del capitalismo con transformaciones importantes. Y se podrían multiplicar los ejemplos.


Para hallar una respuesta eficaz a estos desafíos es imprescindible comprender que la historia no está regida por el desarrollo infalible de las leyes de la economía. La historia es el resultado de las reacciones sociales a las tendencias que manifiestan esas leyes, las cuales a su vez definen las relaciones sociales en el marco de las cuales esas leyes actúan. Las fuerzas «anti-sistémicas» modelan la historia verdadera tanto como la lógica «pura» de la acumulación capitalista, entendiendo aquí por fuerzas «anti-sistémicas» a ese rechazo organizado, coherente y eficaz de la sumisión unilateral y total a las exigencias de esas supuestas leyes (en realidad no hay otra ley que la del beneficio, propia del capitalismo como sistema). Estas fuerzas pueden dirigir así las posibilidades y las formas de la expansión que se desarrolla entonces en marcos cuya organización ellas controlan.


El método postulado aquí prohíbe formular «recetas» por anticipado que permitan modelar el futuro. El futuro es el resultado de transformaciones en las relaciones de fuerza sociales y políticas, que a su vez son también un resultado de las luchas cuyos desenlaces no se conocen por anticipado. Podemos sin embargo reflexionar al respecto, en la perspectiva de contribuir a la cristalización de proyectos coherentes y a la vez posibles, para ayudar así al movimiento social a superar las «falsas soluciones» en las cuales, a falta de alternativas, corre el riesgo de deslizarse.


El proyecto de una respuesta humanista al desafío de la expansión del capitalismo mundializado no es de ningún modo «utópico». Al contrario, este es el único proyecto realista posible, en el sentido de que el comienzo de una evolución que vaya en esta dirección debería aunar rápidamente poderosas fuerzas sociales capaces de imponer su lógica. Si existe alguna utopía, en el sentido trivial y negativo del término, no es otra que el proyecto de reducir la gestión del sistema a su regulación por el mercado.



2 comentarios :

  1. Magnífico resumen, que desmonta las explicaciones deterministas. El motor de la Historia es y seguirá siendo la lucha de clases; incesante, aunque su futuro sea difícilmente previsible. Así, podríamos pensar el comunismo, no como un porvenir sonrosado, sino como un siempre presente movimiento real.

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    1. Magnífico escrito, en efecto, y de extraordinaria vigencia tras 20 años de su publicación. Desde luego, se equivoca de lleno quien piense el comunismo como un porvenir rosado.

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