Los éxitos de Stalin no se limitaron a la política exterior ni a conquistas puramente materiales. Su logro más trascendente fue crear una nueva civilización: transformó por entero el modo de vida, la psicología, la cultura del pueblo. La sociedad sufrió una convulsión drástica, despertó del letargo secular, mudó de valores, se encontró inmersa en un mundo diferente; mundo en el que surgió como por ensalmo una sólida conciencia colectiva. Gracias a su sabia política cultural, Stalin consiguió inculcar en el centenar largo de nacionalidades y grupos étnicos integrados desde siglos en el Imperio ruso, generalmente por la fuerza, el sentido de pertenencia a una patria común. La cohesión de la sociedad soviética quedó de manifiesto en la guerra: hombres de Asia Central, del Cáucaso, de la Rusia europea, imbuidos de idéntico patriotismo, lucharon fraternalmente, codo con codo, en las mismas unidades, contra el invasor alemán. Además de ese asombroso milagro, Stalin realizó otras «proezas morales»: supo transmitir a la gran masa de la población su propio paroxismo del esfuerzo, la esperanza en una vida mejor, la aspiración al saber, el sueño de que todo era posible; y el pueblo le siguió con fervor, respondió con entusiasmo a sus llamadas.
Por otra parte, Stalin, como un verdadero demiurgo, tuvo la virtud de «crear desde la nada». Recibió un país arruinado por la Primera Guerra Mundial, la intervención extranjera y la guerra civil, en el que tres cuartas partes de la población, mayoritariamente campesina, era analfabeta, y lo convirtió en una gran potencia; lo encontró con arados de madera, y lo dejó con armamento atómico y a punto de emprender la carrera espacial. Entre sus hechos relevantes, figuran la modernización del país, las previsiones para su defensa, las medidas tomadas durante la guerra, la difusión de la cultura, que son otras tantas pruebas de su inteligencia, su imaginación, su infinita voluntad transformadora.
Modernización del país
«Llevamos entre cincuenta y cien años de retraso respecto a las naciones industrializadas. O las alcanzamos en diez años o seremos aplastados.» Con ese argumento como fuerza motriz, Stalin emprendió la modernización a marchas forzadas del país. Se construyeron a toda prisa canales kilométricos entre mares, centrales hidráulicas enormes (1), infinidad de fábricas de todo tipo —entre ellas Magnitogorsk, la gigantesca acería equiparable a la norteamericana de Indiana, la mayor del mundo en aquel tiempo—; se descubrieron nuevos yacimientos de petróleo, carbón, níquel y otras materias primas, y se renovaron completamente los medios de explotación de los antiguos. El ritmo de esa radical transformación fue tan intenso que ya al término del Primer Plan Quinquenal (1928-1932) la producción industrial de la Unión Soviética solo era superada por Estados Unidos.
Simultáneamente, se realizó la concentración agraria, que respondía a cuatro objetivos básicos: mecanizar la agricultura sustituyendo veinticinco millones de parcelas individuales, cultivadas en gran parte con primitivos arados de madera, por extensas granjas colectivas dotadas de tractores y de la más moderna maquinaria agrícola; multiplicar la producción de grano con vistas a la exportación, único medio de obtener las divisas necesarias para adquirir en el extranjero la maquinaria prevista en los planes industriales; asegurar el abastecimiento de las ciudades, que crecían sin cesar, y del inmenso Ejército Rojo en la guerra que se avecinaba, cosa materialmente imposible con la agricultura de minifundio; incitar a los jóvenes sobrantes en el campo a trasladarse a las áreas urbanas con objeto de cubrir la continua demanda obrera.
En 1932, Stalin fundó la Academia de Arquitectura bajo un lema imperativo: «No se puede crear nada nuevo sin un profundo conocimiento de lo antiguo»; era prioritario que sus miembros estudiasen a fondo la herencia arquitectónica de todos los tiempos. Tres años después, Stalin firmó el Plan General de Reconstrucción de Moscú, que supuso la transformación radical de la ciudad, una enorme aldea que había crecido en un desorden absoluto: sus callejuelas desaparecieron para dar lugar a avenidas amplias y rectilíneas, flanqueadas por hermosos edificios. Como complemento de esa reforma, se construyó el metro, medio de transporte imprescindible en una urbe que crecía de modo incesante en territorio y población. Los nuevos habitantes procedían, lógicamente, del campo, y Stalin quiso satisfacer la pasión innata del pueblo ruso por lo maravilloso. «Los campesinos quieren palacios», afirmó cuando se tomó el acuerdo de construirlo. Los mejores artistas fueron convocados, y ninguna otra obra de la época concentró tanta riqueza. El oro, la plata, los mármoles más lujosos se emplearon con profusión en lámparas, esculturas, mosaicos y vidrieras. El espectacular metro de Moscú fue una de las grandes creaciones de Stalin: las más bellas estaciones, cuyos proyectos discutía en persona con los artistas, se construyeron en su tiempo.
Unos meses después del ataque alemán, a comienzos de 1942, Stalin creó la Comisión de Restauración destinada a recuperar íntegramente el territorio devastado por los nazis. En cuanto una ciudad era liberada, llegaba a ella, pisando prácticamente los talones a las tropas, un equipo de arquitectos con objeto de reconstruirla en el menor tiempo posible; en varios casos (Smolensko y Stalingrado, por ejemplo) se levantaron sobre las ruinas ciudades monumentales prácticamente nuevas.
Nota
1. Solo una de ellas, en el Dniéper, tenía una capacidad de producción sensiblemente superior a la de toda Rusia en los últimos años del zarismo.
Fragmento extraído del libro Stalin el Grande, de Anselmo Santos.
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