Dr. Warwick Powell – 06/09/2025
Traducción del inglés: Arrezafe
Desintegración, decadencia demagógica y el retorno del estado de excepción.
Las primeras señales de alerta de la precariedad estadounidense se hicieron evidentes hace más de tres décadas. La arrogancia del "fin de la historia" enmascaró una economía política que, en sí misma, era frágil hasta la médula.
Dos perspectivas de principios y mediados de la década de 1990 —una cinematográfica y otra filosófico-sociológica— ofrecen panoramas inusualmente proféticos para comprender el momento presente. El libro de Wang Huning, América contra América (1991), y la película de David Koepp, El efecto desencadenante (1996), diseccionan las mismas fallas de civilización ocultas por las falaces fantasías de Fukuyama sobre el triunfo occidental-estadounidense. Wang y Koepp, a su manera, hablan de la atomización, la fragilidad y el colapso de la cohesión social. Aunque ninguno anticipó el mundo de los teléfonos inteligentes, las redes sociales ni la adicción a los opioides, ambos previeron la arquitectura psíquica de una sociedad al límite: un mundo donde el tenue tejido del orden depende de una confianza que ya no existe.
Hoy en día, en todo Estados Unidos, se observan indicios de una profunda fractura social en datos que antes se consideraban indicadores marginales. Las ventas de vidrio blindado, sistemas de seguridad para el hogar e instalaciones de CCTV están en auge. Tan solo el mercado del vidrio blindado crece a un ritmo de casi el 10 % anual, y se estima que superará los 4280 millones de dólares para 2030. Paralelamente, el gasto estadounidense en sistemas de alarma residenciales y comerciales ha superado los 70.000 millones de dólares anuales. Estas son métricas sociológicas del miedo; barómetros de una población que se prepara para afrontar una sensación de colapso interno.
Se trata de una sensación de colapso que se ha ido gestando durante décadas.
La violencia armada se mantiene en niveles históricamente altos. Según el Archivo de Violencia Armada, en 2023 se produjeron más de 650 tiroteos masivos en Estados Unidos (aproximadamente dos al día) con escasas señales de vayan a disminuir. Los tiroteos masivos se saldan con un mínimo de cuatro víctimas, ya sean heridas o fallecidas, sin incluir a los tiradores que también hayan resultado muertos o heridos en el incidente. (El Archivo mantiene un catálogo actualizado de tiroteos masivos, que puede consultarse aquí).
La epidemia de opioides continúa cobrándose más de 80.000 vidas al año, y su geografía se superpone a las regiones más violentas y económicamente deprimidas del país. La delincuencia, las adicciones, las enfermedades mentales y la mercantilización de la seguridad forman un ecosistema interconectado. Ante nuestros ojos, vemos emerger una sociedad que se arma contra sí misma.
La América de Wang Huning: La atomización como destino
Cuando Wang Huning —ahora miembro del Comité Central del Partido Comunista de China— viajó por Estados Unidos a finales de la década de 1980, le impactó menos su riqueza que su soledad. América contra América es una etnografía del declive material y la desconexión social. Huning vio una sociedad donde los individuos se liberaban de todos los vínculos tradicionales —familia, comunidad y clase—, pero también se despojaban de la solidaridad y el propósito moral que dan sentido a la libertad.
Lo que quedó fue lo que Wang llamó libertad atomizada: un estado de autocontención permanente en el que las relaciones humanas son transaccionales, la confianza es instrumental y el significado se derrumba en el consumo. El resultado fue paradójico: una aparente abundancia material coexistiendo con la privación emocional; la libertad genera inseguridad en lugar de confianza.
Para Wang, lejos de ser una aberración, la anomia social emergente era una característica estructural del capitalismo tardío: un sistema cuya eficiencia en la generación de riqueza financiera también erosionaba las mismas instituciones que posibilitaban la vida colectiva. El resultado fue una nación en la que la propia «sociedad» se desintegraba, dejando solo a los individuos, los mercados y, siempre cercano y al acecho, el aparato coercitivo del Estado.
El efecto detonante: la precariedad como metáfora
Estrenada apenas cinco años después del libro de Wang, El Efecto Desencadenante, de David Koepp, ofreció una dramatización de estos mismos temas en formato cinematográfico. La película comienza con una premisa simple: un apagón afecta a un pueblo suburbano estadounidense. Al principio, los personajes asumen que es temporal. Pero a medida que las horas se convierten en días, las normas sociales se disuelven. El miedo, los rumores y la sospecha se imponen. Los vecinos se atacan entre sí. Aparecen las armas. Los sistemas invisibles que sustentan la vida moderna —electricidad, comunicaciones, logística— resultan ser el único pegamento que mantiene unido el orden social. La efímera confianza social perdió sus fundamentos materiales; en un instante, la cohesión dio paso al colapso.
El argumento de Koepp era sutil, pero devastador. El civismo estadounidense está basado en cadenas de suministro estables y una infraestructura energética fundamental. Una vez que estas se rompen, la inseguridad subyacente emerge al instante. El "efecto desencadenante" del título es psicológico: habla del frágil umbral entre lo ordinario y lo violento, entre la buena vecindad y la paranoia, y, en última instancia, de la facilidad y rapidez con la que se puede desencadenar el desmoronamiento.
La película de Koepp y el libro de Wang describen, por tanto, la misma sociedad desde perspectivas diferentes. Ambos ven la estabilidad de Estados Unidos como un estado frágil y, quizás, efímero, mantenido por el consumo y la tecnología, más que por un significado compartido. Una vez que ese flujo de energía o red de confianza falla, lo que queda es el miedo.
Los datos del miedo
Tres décadas después, sus ideas encuentran confirmación empírica.
La seguridad y la fortificación privadas son una característica en auge en las ciudades estadounidenses. Se prevee que el mercado estadounidense de seguridad física supere los 170.000 millones de dólares para 2030, y que el gasto residencial supere al del comercio. La demanda de vidrio blindado, que crece cerca de un 10 % anual, refleja el auge de la fortificación privada por parte de comercios, escuelas e incluso propietarios de viviendas en zonas suburbanas.
La violencia es condición sine qua non en Estados Unidos. En 2024, la tasa de homicidios en EEUU se mantuvo un 70 % por encima de los niveles prepandemia, a pesar de las disminuciones en otras partes del mundo desarrollado. Las muertes por armas de fuego siguen superando las 47.000 anuales. No se trata solo de tiroteos masivos.
La adicción y la desesperación parecen estar presentes en cada esquina. Las muertes por opioides se han cuadruplicado desde el año 2000, y los opioides sintéticos, como el fentanilo, matan a más estadounidenses cada año que todos los accidentes de tráfico y homicidios con armas de fuego juntos. La "guerra contra las drogas" de cinco décadas ha sido un fracaso palpable; las drogas están matando a más estadounidenses hoy que nunca.
Estos no son problemas aislados. Describen un sistema que ha normalizado la violencia y está internalizando la inseguridad. Este sistema trata cada vez más a sus propios ciudadanos, y por supuesto a los residentes indocumentados (ilegales, por así decirlo), como amenazas potenciales que deben contenerse, en lugar de como participantes de un proyecto cívico compartido.
La violencia política como combustible narrativo
A pesar de que la violencia se extiende y se normaliza, su significado político se manipula. El estudio a largo plazo del Instituto Cato sobre asesinatos con motivación política muestra que estos actos siguen siendo extremadamente raros, representando menos del 0,1 % de todos los homicidios en Estados Unidos desde 2020.
Pero, paradójicamente, la rareza potencia el poder simbólico; empuja la indiferencia normalizada hacia la violencia social. Cuando el comentarista de derecha Charlie Kirk fue asesinado recientemente, Donald Trump y sus aliados aprovecharon el suceso para pintar una imagen de una izquierda violenta y sin ley, a pesar de la evidencia de que la violencia con motivaciones políticas no tiene una inclinación ideológica hacia la izquierda. De hecho, es todo lo contrario. Así lo confirma el estudio de CATO. No olvidemos que CATO no es precisamente un ejemplo de política de izquierdas.
Sin embargo, esta inversión retórica transforma la ansiedad en capital político.
Es aquí donde se difumina la línea entre el populismo democrático y el oportunismo autoritario. Al amplificar el miedo y exagerar el desorden, los actores políticos justifican la expansión de la autoridad coercitiva: mayor vigilancia policial y normalización de los poderes de emergencia. Históricamente, el fascismo no surgió del caos; surgió de la promesa de controlarlo.
El estado de excepción: el protofascismo como gobernanza cotidiana
La política de Trump ejemplifica este patrón. Su protofascismo fue previsto desde hace tiempo por sus allegados, incluido el exjefe de gabinete de su primer gobierno, John Kelly. El protofascismo de Trump y su persistente invocación de la “izquierda radical”, “Antifa” y los enemigos del “estado profundo”, instauran un estado de excepción continuo, lo que el teórico político Carl Schmitt identificó como el verdadero poder del soberano: la autoridad para decidir cuándo la ley deja de aplicarse.
En los Estados Unidos de Trump, los estados de excepción se declaran manzana a manzana. Washington D.C., Portland, Chicago. Sus representantes —en particular su actual subjefe de gabinete, Stephen Miller— sientan las bases para una calibración continua de la díada schmittiana: quién es nuestro amigo y quién es nuestro enemigo.
Manifestantes, migrantes, periodistas e incluso funcionarios públicos se convierten en enemigos internos. Los jueces también son identificados como enemigos cuando no siguen la línea. Cada vez que se les nombra justifica mayor coerción. Mientras tanto, el sistema constitucional diseñado para limitar el poder ejecutivo se ve constantemente socavado por la parálisis partidista. El Congreso ya no ejerce control; el poder judicial, cada vez más influenciado políticamente, duda; y los aparatos militares y de seguridad se politizan.
El descenso hacia la decadencia demagógica se acelera.
Este es un fascismo que aún no se ha materializado históricamente como uniformidad totalitaria, pero que en su estructura funcional ya está bien formado. Presenta todas las características de una metamorfosis de la cleptocracia al fascismo en toda regla. Vemos una sociedad fragmentada gobernada por el miedo. A medida que el miedo se aviva y finalmente se afianza, un líder carismático lo convierte en un arma para reivindicaciones de pertenencia; una política de nostalgia galvaniza a quienes anhelan tiempos mejores y más seguros. Estas son las dimensiones afectivas de una movilización enérgica que racionaliza la suspensión de las normas legales en nombre de la restauración del orden. La erosión de la supervisión institucional bajo una emergencia permanente es el resultado final. El cierre del poder legislativo solo amplifica el protagonismo incuestionable del poder ejecutivo. ¿Cuándo veremos la versión de Washington del incendio del Reichstag de 1933?, se pregunta uno.
Esta dinámica es precisamente la que Wang previó: la atomización que genera dependencia autoritaria. Las frágiles infraestructuras retratadas en El Efecto Desencadenante proporcionan el sustrato material para la «excepción» de Schmitt. Cuando las luces parpadean, la gente anhela el control, y el control llega disfrazado de protección. Las exigencias que el mundo emergente de la oligarquía-IA impondrá a la precaria infraestructura eléctrica estadounidense probablemente avivarán el miedo.
Nunca hay que perder de vista al sustrato energético.
Estados Unidos contra el mundo
¿Por qué importa todo esto más allá de Estados Unidos? Se decía que el mundo se resfriaba cuando Estados Unidos estornudaba. Esto demostraba la centralidad económica de Estados Unidos. Hoy, la economía global depende menos de la demanda estadounidense: China, India y el Sur Global han diversificado su crecimiento, y la hegemonía del dólar se ve erosionada progresivamente. Sin embargo, la implosión interna de Estados Unidos sigue teniendo una profunda importancia, si no tanto económicamente, sí geopolítica e ideológicamente.
A medida que se desmorona su cohesión interna, Estados Unidos desplaza la tensión interna hacia el exterior. Históricamente, cada episodio de discordia interna ha generado un enemigo extranjero que unifica el frente interno: la «guerra contra el terrorismo», la «guerra contra las drogas» y, ahora, la «nueva guerra fría» con China. Este es el clásico reflejo imperial. Es una proyección psicológica del desorden interno sobre los adversarios externos.
Incapaz de sostener guerras directas prolongadas, un Estados Unidos fracturado sostiene conflictos indirectos. Ucrania y Oriente Medio se han convertido en escenarios mediante los cuales Estados Unidos reafirma su identidad global, evitando sacrificios internos. El descarado asesinato de inocentes por parte de Estados Unidos, supuestamente por el tráfico de drogas desde Venezuela, simboliza su beligerancia, belicosidad y fanfarronería en nombre de la defensa nacional. La política arancelaria buscó movilizar un sentimiento de agravio colectivo, en el que se pudiera representar un sentimiento compartido de victimización para dar coherencia a un sistema político fracturado.
La guerra indirecta permite que una nación dividida actúe unida exportando violencia en lugar de enfrentar la decadencia interna. Los aranceles buscan castigar a otros, al tiempo que eluden la culpabilidad por décadas de financiarización y expolio.
Incluso en declive, la cultura estadounidense domina la esfera informativa mundial. Sus estados de ánimo políticos, difundidos a través de las redes sociales, trascienden las fronteras. Cuando las instituciones políticas estadounidenses devienen paranoicas, el discurso digital mundial se inclina hacia la conspiración y la ira. Así, una América protofascista se propaga no por conquista, sino por ósmosis cultural: sus ansiedades se replican globalmente a través de las plataformas que creó. Vemos cómo la paranoia estadounidense y las respuestas protofascistas se propagan como contagio ideológico, mientras otros en Occidente temen un destino similar.
Una superpotencia nuclear con una gobernanza fracturada sigue siendo un riesgo sistémico. La instrumentalización de las finanzas, el uso negligente de las sanciones y la politización de la disuasión, se vuelven más probables a medida que se debilita la moderación institucional. Una presidencia schmittiana, desvinculada de la supervisión, tiende cada vez más a utilizar el dólar, los drones o los datos como herramientas de castigo en lugar de la diplomacia.
El ciclo de retroalimentación del miedo
El arco trazado desde Wang Huning hasta El Efecto Desencadenante, desde la economía de fortificación hasta los estados de excepción de Trump, revela una poderosa lógica afectiva: el miedo como razón de ser del funcionamiento del sistema. El odio a lo que se teme es un poderoso motivador. Una cultura política que durante los últimos 40 años ha intensificado las “campañas negativas” como principal método para “movilizar el voto”, ha cultivado una población inmune a los miedos blandos (se ha endurecido la piel) pero, al mismo tiempo, previsiblemente receptiva cuando se activan los “detonantes” adecuados.
La precariedad, el deterioro del bienestar social y económico, una brecha cada vez mayor entre la promesa y la realidad, una sensación de desplazamiento de un “lugar que era familiar” a un mundo que se percibe alienante y una violencia creciente, se combinan con una cultura política profundamente milenarista para “desencadenar” el descenso al protofascismo.
La desintegración social genera inseguridad; la inseguridad exige control; y el control profundiza la desintegración. La caída de Estados Unidos en la autoprotección es tanto síntoma como causa de su crisis política. Se encuentra en medio de una espiral autodestructiva y autoinmune.
Si Estados Unidos se definió una vez como el horizonte mundial de posibilidades, la "luz en la colina", ahora personifica el horizonte de la precariedad. Una nación que antes exportaba confianza y fanfarronería desenfrenada, ahora exporta ansiedad y desarraigo del orden y sacramentos de la realidad. Los simulacros ahora sofocan cualquier sentido residual de lo "real", fabricando narrativas y signos autorreferenciales para brindar consuelo en tiempos de negación e ira. La arrogancia milenarista estadounidense ha sido absorbida por los simulacros, negándose a enfrentarse a las realidades y, en cambio, preparándose para una última cruzada.
El peligro, entonces, no reside en que Estados Unidos se derrumbe silenciosamente, sino en que implosione estrepitosamente: primero, al refugiarse en la comodidad de los simulacros, y luego, al externalizar su propia disfunción mediante la militarización, los conflictos indirectos y el contagio ideológico. El reflejo milenarista de Estados Unidos nunca está lejos. Si Wang veía una nación "contra sí misma", el mundo ahora debe afrontar la siguiente fase: un Estados Unidos contra el mundo, una superpotencia en guerra con su propio reflejo.
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