MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA |
Carlos García V
El 3 de marzo de 1976, el ametrallamiento por parte de la Policía Armada y de la Guardia Civil de una multitud de trabajadores, obligados a abandonar su encierro en una iglesia vitoriana, bombardeada con bombas lacrimógenas, se salda con cinco muertos y más de cien heridos, y supone el principio del fin de una movilización de varios miles de trabajadores en lucha por una serie de reivindicaciones laborales.
La masacre de Vitoria culminaba, así, una huelga que se había iniciado dos meses antes y que en su desarrollo iría adquiriendo unas características que la convertirían en punto de referencia de la autonomía obrera en los años de la transición democrática. Desde finales de 1975, algunos trabajadores de diferentes fábricas se reunían clandestinamente en la montaña para elaborar una plataforma reivindicativa unitaria que recogía, entre otras reivindicaciones, aumentos lineales de 5.000/6.000 pesetas, jornada semanal de 40 horas, percepción del 100% del salario en caso de accidente o enfermedad y jubilación a los 60 años en algunas fábricas. La segunda semana de enero de 1976 se inicia la huelga en torno a esa plataforma unitaria que, por primera vez, englobaba a todos los trabajadores, independientemente del sector o rama en que trabajasen, lo que superaba la estrategia de división de clase propia de los convenios por rama que luego impondrían los sindicatos. Además, la huelga vitoriana se desmarca tanto del sistema de representación sindical vertical oficial, como de la representación que intentaban vehicular los sindicatos de la oposición antifranquista.
Se establece una dinámica de asambleas de fábrica que eligen comisiones representativas, cuyos representantes son permanentemente revocables y carecen de capacidad de decisión por sí mismos. Los representantes lo son en la medida que son elegidos por sus respectivas asambleas de fábrica y no por su condición de representantes de cualquier partido u organización de la oposición. La patronal rechaza la forma de representación impuesta por los trabajadores y se niega a negociar. Los trabajadores aguantan el pulso.
A medida que se desarrolla el conflicto, la plataforma reivindicativa inicial va dejando paso a un debate de carácter político, que cuestiona el papel del Estado, de la policía, etc., que reflexiona, en fin, sobre la condición obrera en la sociedad capitalista. Las asambleas generales de cada tarde son masivas (más de 5.000 personas) y sus decisiones vienen determinadas por las decisiones adoptadas previamente en cada asamblea de fábrica. Esa creciente politización del conflicto hace que el movimiento asambleario y de solidaridad se extienda entre la población, en los barrios, mediante diferentes grupos de apoyo y que nazca, asimismo, la Asamblea de Mujeres de Vitoria. El 3 de marzo es día de huelga general, la policía quiere impedir por todos los medios que se celebre la asamblea general y comienza las cargas contra los que acudían a la convocatoria. La policía, que había sido reforzada con tropas de otras provincias, no sólo emplea los medios habituales antidisturbios, sino que utiliza armas de fuego contra los trabajadores. El resultado, cinco muertos y un centenar de heridos. «Con el final trágico no hay ninguna negociación. Económicamente, las empresas conceden todo lo que habíamos pedido, pero sin negociar absolutamente nada… Readmitieron a todo el mundo», testimonia uno de los protagonistas de aquellas jornadas.
Sorprendente final de un conflicto en el que la patronal se había mostrado cerrilmente inflexible y que el Estado liquidaría con un desproporcionado alarde represivo. ¿O quizás se trataba precisamente de eso: dar una lección a un movimiento obrero que no atendía a las razones del pacto democrático que venían urdiendo franquistas y antifranquistas? Los meses en que tiene lugar la huelga de Vitoria se inscriben en el periodo de acelerada descomposición de la Dictadura que, sobre todo desde la muerte del dictador, en noviembre de 1975, se hacía perceptible en el propio aparato franquista, en la medida que una buena parte de los beneficiarios de la dictadura constataban la necesidad de instaurar un sistema democrático que diera satisfacción a las aspiraciones de la oposición política y contuviera la escalada de las movilizaciones sociales. Por otro lado, las transacciones más o menos en la sombra que llevaban a cabo franquistas reconvertidos a la democracia y representantes de la oposición política, se veían dificultadas por una creciente insubordinación social que se materializada en la proliferación de huelgas y movilizaciones en buena parte de los sectores de la sociedad, conflictos que evidenciaban una incapacidad real de control sobre el proceso de transición tanto por parte de los franquistas reconvertidos, como de la oposición política.
Con la perspectiva de los años transcurridos, se confirma la hipótesis de entonces; de manera que cabe concluir que la represión del movimiento obrero en Vitoria, como expresión masiva de la autonomización de la clase obrera contra la Dictadura, fue la lección necesaria para consolidar el pacto de transición. No hay que olvidar que la huelga de Vitoria comienza la segunda semana de enero de 1976, precisamente, unos días después de que un indulto, en Navidad de 1975, liberara a los sindicalistas de CC.OO. condenados tres años antes en el proceso 1.001 a largas penas de prisión. Por otro lado, la Junta y la Plataforma democráticas, formaciones que encabezaban el PCE y el PSOE, respectivamente, habían firmado en julio de 1975 su primer comunicado conjunto y en el mes de diciembre constituían el comité coordinador de ambas organizaciones que las llevaría a formar el 26 de marzo de 1976 una nueva entidad, Coordinación Democrática.
La huelga de Vitoria se produce, pues, en un contexto en el que desde la oposición antifranquista se llevan a cabo movimientos estratégicos y se aceleran las negociaciones para el pacto con los franquistas reformistas. Sin embargo, debido a la naturaleza autónoma del movimiento vitoriano, la oposición antifranquista no sólo no puede instrumentalizarla para sus intereses en la mesa de negociación, sino que pone de manifiesto su limitada capacidad de control sobre el movimiento obrero y popular. Además, a partir de marzo de 1976, los sindicatos CC.OO. y UGT, en una situación de oposición tolerada, reformulan su táctica de presión renunciando a la acción de la huelga general, cuyo final era incontrolable por los sindicatos, en favor de las denominadas jornadas de lucha; cambio táctico que culminaría con la convocatoria de una jornada de lucha por la Coordinadora de Organizaciones Sindicales, en noviembre de 1976. A su manera, los sindicatos dependientes del PCE y PSOE intentaban transmitir la lección de Vitoria al conjunto del movimiento obrero. Y no escatimaron insidias, injurias y falsedades. Así, el estalinismo tardío, hegemónico en la oposición política, que se expresaba por medio del semanario Triunfo, llegaba a afirmar en su edición del 13 de marzo, que la movilización de Vitoria había sido una provocación de la extrema derecha y –añadía– que el recurso a la violencia hacía el juego a la derecha, al tiempo que se pronunciaba por poner fin al «desgobierno» reinante. Nada nuevo, por lo demás, que la oposición democrática pusiera en práctica la confusión interesada de hechos y conceptos para desacreditar la autonomía obrera.
Había, por tanto, una convergencia táctica entre oposición y franquistas a la hora de reprimir Vitoria. Por eso no debe extrañar a nadie que los responsables políticos directos de la masacre de Vitoria, Manuel Fraga Iribarne, ministro de la Gobernación, Adolfo Suárez, secretario general de Movimiento, Adolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales, gerifaltes de la Dictadura que continuaban al frente del aparato represivo en los primeros tiempos de la monarquía, y que continúan activos en la vida política y empresarial, aún en la actualidad, jamás fueran encausados por los asesinatos cometidos.
Vitoria significa, entre otras cosas, que la experiencia de la transición no puede ser encasillada en la fábula consensuada para legitimar el Pacto, pues hubo un movimiento obrero cuyas tendencias autónomas se desmarcaban de las formas y las tácticas de la oposición antifranquista y de sus sucursales sindicales. Un movimiento obrero que pugnaba por su autonomía dentro del proceso de autonomización y cuestionamiento general de los modelos imperantes (enseñanza, prisiones, familia/vida privada, modelo de consumo, etc.) que se daba al calor de la conflictividad social de entonces; no sólo del modelo fascista, en proceso de descomposición, sino también de las alternativas ofrecidas por el Pacto de franquistas y antifanquistas. A fin de cuentas, la ruptura política y social que apuntaba la movilización de Vitoria desbordaba los presupuestos continuistas contemplados en el pacto de transición que la retórica del momento calificaba de «ruptura pactada». En realidad, la autonomización obrera representaba una seria perturbación para los planes de adecuación política a las nuevas necesidades del capital: la plena inserción de España en el circuito capitalista europeo y mundial.
Por lo demás, Vitoria es un testimonio fundamental de la naturaleza de la democracia española, asentada sobre una derrota sangrante de la clase obrera, cuya responsabilidad directa recae sobre los herederos políticos e ideológicos de la Dictadura; los mismos que negociarían la peculiar transición a la democracia en España, en estrecha colaboración con las fuerzas políticas y sindicales, a cuya cabeza se encontraban el PCE y PSOE.
Por eso Vitoria 1976 es una referencia incómoda para los recuperadores y legitimadores de la transición y de la democracia. Porque lo acontecido en Vitoria durante los primeros meses de 1976 es irrecuperable para el sistema democrático; y lo es por la propia práctica de autoorganización de la clase trabajadora vitoriana –la más avanzada expresión de la autonomía obrera de aquellos años–, que fue derrotada por la fuerza de las armas. Y es particularmente irrecuperable, además, para una democracia que es continuadora de la dictadura franquista en algo más que en el mero orden cronológico.
Para saber más:
Todo el poder a la asamblea. Vitoria 3 de marzo de 1976. Bilbao: Likiniano Elkartea, 2001.
Mariano Guindal y Juan H. Jiménez. El libro negro de Vitoria. Contracensura.
Francisco Quintana (coord.). Asalto a la fábrica. Luchas autónomas y reestructuración capitalista 1960-1990. Barcelona: Alikornio, 2002
Historia reciente y ya olvidada por unos y desconocida para otros. Interpretar correctamente la historia, echa por tierra muchas de las mentiras en las que hoy día vivimos inmersos, el aparato propagandístico trabaja a destajo para que esto no suceda.
ResponderEliminarSalud!
Ahora se cumplen 39 años de la criminal acción. Algunos de los responsables campan a sus anchas y ocupan privilegiados cargos, como Martín Villa & Cía. Si con memoria lo tenemos difícil, sin ella estamos perdidos.
EliminarSalud Piedra!
Gracias por traer esa memoria. Sus medios de comunicación no son los nuestros, ni sus decisiones, ni sus fines. Nos urje, tirotear lo nuestro, a gritos y a llamaradas. Los partidos que surgieron en la transición y han llegado hasta aquí avanzado poder y cuentas bancarias tienen que ser despedazados, por la verdad y sólo hay una y es nuestra y está abajo...
ResponderEliminarte sonrío infinito hasta sacarle onomatopeyas a la mar!