24 febrero, 2015

1984. Nueva Caledonia. La comuna de Thio.


Daniel Guerrier

En 1774, James Cook descubre en el sur del océano Pacífico las tierras que denominará New Caledonia. Desde 1840, se instalan los primeros evangelizadores, los católicos en la gran isla, la «Gran Tierra», extendida sobre 400 km, y los protestantes en las islas Loyauté (Maré, Tiga, Lifou y Ouvéa), y se encuentran con las poblaciones «originarias» locales, los kanak (palabra invariable en lengua polinesia, los «seres humanos», sin consideración racial), melanesios originarios del sureste asiático, llegados a la Gran Tierra y a las islas Loyauté cuatro mil años antes.

El descubrimiento de la riqueza mineral de la Gran Tierra dará una considerable importancia a la colonización y suscitará, para desgracia de los kanak, la codicia de todos: la Gran Tierra contiene el 25% de las reservas mundiales de níquel.
Desde la toma de posesión de la Nueva Caledonia en nombre del gobierno francés en 1853, los kanak se encuentran en situación de apartheid, en un cuadro colonial. Relegados a las reservas, fueron sometidos al estatuto de indígena desde 1887 a 1946, lo que quiere decir, sometidos a trabajos forzados, a la prohibición de circular y al impuesto de capitación. Sólo hasta 1957, no obtuvieron el derecho de voto como cualquier ciudadano francés. Hoy, con 86.000 individuos son minoría en su propio país.

Los kanak todavía son portadores de una verdadera civilización comunitaria original organizada en torno de los «usos y costumbres», con dones y contra-dones, sin clases y sin Estado («Una sociedad sin cárcel, sin asilo y sin orfanato» decía uno de los actores del «despertar kanak» en los años 70, Nidoish Naisseline en 1969; «La civilización kanak: una suerte para el socialismo» escribía Jimmy Ounei en 1982), donde las relaciones humanas y las formas de producción en función de las necesidades de cada uno se unen a una filosofía que excluye cualquier forma de dominación, de explotación y de opresión. Los que tiene el estatuto de «jefe» no lo son en el sentido occidental del término, y las funciones de depositario de la memoria oral y de poseedor de la palabra de la comunidad, que es apercibida globalmente como una persona, pero sin por ello negar al individuo, no le sitúan por encima de la sociedad y de sus reglas. Por otra parte, los demás miembros de la tribu no son sus súbditos sino sus «hermanos».
La colonización del pueblo kanak no se dio sin reacciones de las poblaciones locales. Así, estallarán violentas revueltas, de las cuales algunas desembocarán en verdaderas insurrecciones.

La insurrección de 1878 duró doce meses (junio de 1878-junio de 1879) con decenas de granjas atacadas y cerca de 200 colonos muertos, y fue encabezada por el gran jefe Ataï que unificó a numerosas tribus contra la presión territorial de los nuevos colonos y sus explotaciones ganaderas extensivas. En cierta manera fue la primera manifestación «nacional» kanak. La «limpieza» de la guerrilla duró seis meses, en los que se verá a la mayoría de los 4.250 deportados de la Comuna de París, llegados en 1872 al mismo tiempo que los deportados kabils después de la gran revuelta de 1871 en Argelia, pedir armas a sus guardianes para matar a los «caníbales». Sólo algunos, en torno a los anarquistas Louise Michel y Charles Malato, serán solidarios de los insurgentes, verdaderos primeros actores blancos de un sostén anticolonialista. Cuenta la tradición oral kanak, que Louise Michel, en vísperas de la insurrección, enrolada benévolamente en un trabajo pedagógico en las tribus, llegó a dar su banda roja de la Comuna a unos emisarios de Ataï. El estado de guerra duró casi 18 meses y la represión fue terrible, con cerca de 2.000 muertos kanak, el asesinato de Ataï (cuya cabeza conservada como trofeo fue expuesta, no hace mucho, antes de los «acontecimientos de 1984», en el Museo de las colonias de París) por parte de kanak adheridos a los colonizadores y la deportación de algunas tribus en las islas más alejadas de la Gran Tierra. Miles de kanak saludarán en 1880, en los muelles de Nouméa, la salida de Louise Michel «La Insumisa». Aún hoy, su memoria está presente entre la población melanesia.

Harto de engaños, de trampas y de constantes moratorias por parte de los gobiernos franceses, ya sean de derecha o de «izquierda», el Frente de Liberación Kanak Socialista (FLNKS, que agrupa a todos los componentes del movimiento kanak en lucha por su identidad, su supervivencia cultural y la independencia de Kanaky) decide acabar con el juego político institucional y propone un boicot activo en las elecciones territoriales del 18 de noviembre de 1984. El día de las votaciones, Eloi Machoro, secretario general de la Unión caledoniense, dentro del Frente, rompe a golpes de hacha la urna electoral en el ayuntamiento de Canala. Con esta imagen, que simboliza el rechazo radical del juego político y de sus instituciones, la opinión pública de la metrópoli descubrirá la lucha del pueblo kanak. El boicot activo tuvo un gran éxito en Thio: menos del 25% de los 1.700 inscritos (de los que 541 eran europeos) votaron, o sea sólo 10 kanak (y 6 de ellos participaron en las barricadas). La ciudad minera de Thio, dividida en cuatro pueblos separados, es el único municipio de la costa este administrado aún por un europeo, Roger Gaillot, propietario de tierras, patrón de una pequeña mina de níquel y dirigente del Frente nacional local (extrema derecha), que sólo obtuvo 65 votos. El distrito de Thio representa aproximadamente 100.000 hectáreas y comprende una población kanak de unas 2.000 personas repartidas en nueve tribus en sólo 3.000 hectáreas (85.000 hectáreas pertenecen al Estado francés y 12.000 a los colonos).

El 20 de noviembre, siete barricadas levantadas en las carreteras y un bloqueo marítimo dejaron aislada la comuna del resto de Nueva Caledonia. En la ciudad, se prohíbe la circulación, los vehículos de la Sociedad Le Nickel (SLN, entonces en situación de monopolio tanto por la explotación como por la transformación del mineral) son requisados y sus depósitos de carburante son ocupados. Los barcos de la sociedad pesquera presidida por Roger Gaillot son tomados. Doscientos militantes FLNKS conducidos por Eloi Machoro invaden la gendarmería (las cuatro familias de gendarmes son secuestradas sin violencia alguna), el puerto es bloqueado y la actividad económica, comprendida la minera, es paralizada, provocando grandes pérdidas para la SLN. Hacia las cinco de la tarde, los kanak manifiestan su júbilo, bandera kanak en alto y a los gritos de «Abajo el capitalismo», «El poder al pueblo». Nouméa-la-Blanche, capital de Nueva Caledonia, todavía verdadera sucursal colonial que contiene con sus comunas limítrofes el 70% de los 200.000 habitantes de Nueva Caledonia, y la Francia hexagonal descubren estas imágenes por la televisión.

La mayor parte de la población kanak participa en el movimiento: jóvenes, viejos, mujeres e incluso los niños tienen su lugar en las acciones. Las autoridades tradicionales forman parte de la acción, por ejemplo, el presidente del comité local del FLNKS resulta ser el jefe del clan que detenta la propiedad de la tierra y la autoridad tradicional de Thio ha querido levantar su propia barricada. Para los kanak, acostumbrados a la vida colectiva tribal y a los grandes encuentros intertribales, no es ningún problema asegurar la intendencia de varios centenares de personas.
Los militantes FLNKS emprenden una operación que tiene por objetivo desarmar a los europeos que están fuertemente armados debido a su afición a la caza y a su participación en las milicias antiindependentistas. Un «comité de sabios» que cuenta con un europeo independentista entre sus filas será encargado de establecer contactos con la comunidad europea asediada para hacerle tomar conciencia de las consecuencias de un eventual enfrentamiento violento. Son recuperadas decenas de armas, a veces entregadas por los mismos europeos para evitar cualquier cambio imprevisto de la situación. Se organizan patrullas y turnos para proteger las empresas y los almacenes (en los primeros días hubo algunos saqueos, rápidamente controlados, que hicieron las delicias de los críticos de la mercancía).

Eloi Machoro multiplica las reuniones informativas y de discusión con los no kanak. Las poblaciones inmigradas de la Polinesia, originarias de Wallis y de Futuna, que también boicotearon las elecciones a pesar de las amenazas de muerte del equipo municipal de extrema derecha, se juntan con «sus hermanos kanak» en las barricadas a partir del 24 de noviembre. Se organiza la autodefensa de las tribus locales. De hecho ni un solo tiro será disparado contra los europeos y todo el aparato productivo quedará incólume durante toda la ocupación.

El 1 de diciembre, un congreso clandestino del FLNKS designa por consenso, según la costumbre kanak, a su presidente Jean-Marie Tjibaou «presidente del gobierno de Kanaky», y a Eloi Machoro «ministro de Seguridad».
El 2 de diciembre, Eloi Machoro con cerca de 400 hombres decididos, armados con machetes, sables de desguace, mazas y algunas decenas de fusiles, en alerta después de un primer pase de helicópteros, rodean a cuatro helicópteros que acaban de aterrizar transportando unos 90 gendarmes móviles y les obligan, sin ninguna posibilidad de resistir sin riesgo de un baño de sangre por ambas partes, a marchar al paso, arma al portafusil («Para no humillarlos demasiado» confiará Eloi Machoro a Vincent Kermel, coautor con Claude Gabriel de Nouvelle-Calédonie, la révolte kanak, La Brêche, París, 1985), hasta Thio ciudad, donde una vez desarmados se juntan a los demás gendarmes retenidos en su acuartelamiento. Cerca del puente de Thio, un quinto helicóptero suelta sin aterrar a una quincena de hombres de negro, con pasamontañas, del Grupo de intervención de la gendarmería nacional (los «supergendarmes» del GIGN). Rápidamente son bloqueados por una sólida barricada hecha de ganado y alambradas, teniendo en frente dos líneas de fuego independentistas apoyadas por tiradores armados de fusiles con mirilla, apostados en los pilones de uno y otro lado. El enfrentamiento armado durará el tiempo que Eloi Machoro acabe con la neutralización y la puesta a buen resguardo de sus 90 colegas y dé la orden, acompañando la palabra con el gesto, al oficial que dirigía el comando del GIGN, impotente y humillado, de recular. Ante la determinación y la organización de los kanak, el poder colonial se ve con la obligación de negociar la liberación de todos sus hombres detenidos y su lastimoso retorno a Nouméa se dará sin un solo disparo y después de la restitución de todas las armas, municiones y con la movilización general de la población kanak que asume todas las tareas tanto cotidianas como de autodefensa.

Al mismo tiempo el conjunto del territorio se encuentra en situación de «pre insurrección»: ocupación de ayuntamientos, de gendarmerías, barricadas que continuamente se reconstruyen tras ser desmanteladas. En Nouméa, los militantes aseguran la protección de los independentistas que están en mayor peligro, sobre todo los europeos conocidos por su sostén a la lucha, de los independentistas locales y de los barrios kanak. Se organiza el abastecimiento de las tribus más aisladas. Del otro lado, escuadrones de gendarmes móviles continúan afluyendo de la metrópoli, hasta 6.000 hombres, un gendarme por cada 10 kanak (sin contar las fuerzas armadas propiamente dichas). Se prohíbe cualquier manifestación, el ejército se enseñorea de la ciudad, barcos de guerra abastecen el norte de la Gran Tierra.

El 2 de diciembre, un enfrentamiento en una barricada de otra región acabará con la muerte de un ganadero blanco y Edgard Pisani parte hacia Nueva Caledonia como emisario especial del gobierno francés con el mandato de «asegurar el orden, mantener el diálogo y preparar las modalidades según las cuales podrá ejercerse el derecho a la autodeterminación». Desembarca el 4 de diciembre. Antes de cualquier negociación reclama el levantamiento de las barricadas. Por su lado el FLNKS plantea sus condiciones: anulación de las elecciones territoriales, organización de un referéndum de autodeterminación reservado sólo a los kanak y a las «víctimas de la Historia » (no kanak nacidos de padres ya nacidos en Nueva Caledonia, es decir, los «caldoches», descendientes de colonos o deportados), y liberación de los prisioneros políticos. Efecftivamente, 17 prisioneros fueron liberados. Pero mientras el FLNKS retira las barricadas, el 5 de diciembre, los «legalistas» del «clan de los mestizos» montan una emboscada sobre la carretera de Tiendanite cerca de Hienghène, en el noreste de la Gran Tierra contra militantes kanak: 10 son muertos y entre ellos dos hermanos de Jean Marie Tjibaou, originario de esta región. Los autores del fusilamiento serán absueltos por legítima defensa, se beneficiarán de compensaciones financieras y serán festejados como héroes por los colonos en 1988.

Mientras la tensión aumenta por toda Nueva Caledonia y para evitar una escalada de violencia en una relación de fuerzas muy desfavorable a los kanak, incapaces de movilizar a más de un millar de hombres más o menos armados, el 10 de diciembre, Jean-Marie Tjibaou hará retirar las barricadas. Este día, las barricadas que rodeaban Thio son retiradas dando por acabada la Comuna de Thio, que quedará como la acción más significativa de todos los «acontecimientos de 1984», tanto por su duración –tres semanas de autogestión de un territorio significativo liberado que creó una verdadera de la población kanak local –con la participación en las acciones de las mujeres en torno a Marie-Françoise Machoro, hermana de Eloi, de los ancianos y de los jóvenes– y por el nivel de organización de su autodefensa en torno al que aparecerá en esta ocasión como un verdadero estratega capaz de saber manejarse entre verdes y maduras, al límite de un eventual cambio brusco.

Finalmente, la ocupación de Thio se hizo sin violencia y Eloi Machoro y los militantes FLNKS de la región mostraron su capacidad para controlar la situación con una excepcional sangre fría, al tiempo que desplazaban la lucha de Nouméa, centro de las instituciones coloniales, hacia el interior (y en las islas) donde vive la mayoría de la población kanak. En pocas semanas, las acciones directas llevadas a cabo por los kanak obligan al gobierno francés a enterrar su proyecto de autonomía interno, verdadera trampa neocolonial, y consiguen lo que en años de reforma territorial no se había obtenido. Cerca de un millar de colonos aislados se refugian en Nouméa o en los centros europeos de la costa Oeste. Largas colas se forman ante el consulado de Australia para pedir los visados. Pero algunas semanas después, el 12 de enero de 1985, Eloi Chamoro y uno de sus lugartenientes son abatidos por miembros del GIGN, que encuentran así la ocasión de lavar la afrenta sufrida en Thio. Los próximos años conocerán el lote de horrores y desgracias: 19 kanak muertos (de los cuales 4 ejecutados después de su rendición) durante un asalto de las fuerzas especiales del ejército francés como respuesta a una toma de gendarmes como rehenes el 5 de mayo de 1988; un acuerdo de capitulación impuesto contra la amenaza de una «verdadera guerra» a Jean-Marie Tjibaou y Yeiwéné Yeiwéné, número dos del Frente, por un gobierno de «izquierda» y un Primer ministro antiguo militante antinacionalista (durante la época de la guerra de Argelia) en junio de 1988; el asesinato, un año después, de Jean-Marie Tjibaou y de Yeiwéné Yeiwéné por uno de los suyos, opuesto a tal acuerdo. Según la tadición kanak la muerte de los signatarios del acuerdo lo sella sin posibilidad de romperlo, lo que dejará al pueblo kanak en la picota, hasta el referendum de autodeterminación previsto para el 2018, lo más tardar.

Desde hace algo más de dos siglos, los kanak están confrontados al mundo occidental y, la mayoría de veces, a algunos de los peores aspectos de este mundo: racismo, xenofobia, colonialismo, autoproclamada superioridad de los blancos y de la civilización occidental, violencia de Estado…, aunque es verdad que también han descubierto, a menudo defendiéndolo con su cuerpo, por ejemplo durante las dos Guerras Mundiales, otros valores más brillantes de nuestras sociedades. Dos siglos de sufrimiento, de intentos de aculturación, de masacres, de asesinatos de todo tipo, y a veces también endógenos, supremo estado del horror para felicidad de colonizadores y partidarios del mantenimiento del statu quo instaurado en 1853.
Sin estos que impiden la máxima explotación de las riquezas minerales locales, el archipiélago sería un nuevo Eldorado para mayor provecho del capitalismo mundial. El pueblo kanak no sólo no se ha unido a la larga lista de los pequeños pueblos originarios desaparecidos en todas las latitudes, sino que, desde los años 1920, ha crecido en número y en valor, y su civilización, sin ser intacta, aún vive.

A pesar del tornillo en el que se encuentra aprisionado entre el hecho colonial, la razón de Estado (que ningún kanak hubiera imaginado tan fría e inhumana) y el «talón de hierro» de las grandes multinacionales del níquel en sus horas de globalización, el sólo hecho de que este pequeño pueblo, que tuvo la desgracia de varar hace más de 4.000 años sobre un «Pedrusco» (sobrenombre de la Gran Tierra) que vale tanto oro, todavía esté aquí, es ya en sí mismo una victoria.

Para saber más:
Alban Bensa. Nouvelle-Calédonie, un paradis dans la tourmente. París: Découvertes Gallimard, 1990.
Jean-Marie Tjibeau. La présence kanak. París: Odile Jacob, 1996.
Françoise D’Eaubonne. Louise Michel la Canaque. París: Encre, 1985.

22 febrero, 2015

Todo eso es el reino de la Mentira


"Lo que yo llamo la Fe consiste en hacer creer a la gente que la Realidad es todo lo que hay, en contra del descubrimiento que el sentido común ha hecho ya: que la Realidad no es todo lo que hay. Consiste en hacerle creer al niño, cuando se va haciendo muchacho o muchacha, que “las cosas son como son, hijo mío”; en hacer creer que cuando la Ciencia se vulgariza en los Medios, está diciendo la verdad acerca del mundo; en hacer creer que, efectivamente, nuestras vidas dependen de cualesquiera medidas económicas o políticas que se toman en España o en Europa, y que, por tanto, se están discutiendo todos los días ahí, en los palacios del Poder, cosas decisivas y trascendentales que van a afectar a nuestras vidas: todo eso es el reino de la Mentira. Y es contra ello contra lo que cualquier forma de hacer no o de decir no es tan importante". Agustín García Calvo


19 febrero, 2015

1976. Euskal Herria. Vitoria: enero-marzo

MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA
Carlos García V

El 3 de marzo de 1976, el ametrallamiento por parte de la Policía Armada y de la Guardia Civil de una multitud de trabajadores, obligados a abandonar su encierro en una iglesia vitoriana, bombardeada con bombas lacrimógenas, se salda con cinco muertos y más de cien heridos, y supone el principio del fin de una movilización de varios miles de trabajadores en lucha por una serie de reivindicaciones laborales.

La masacre de Vitoria culminaba, así, una huelga que se había iniciado dos meses antes y que en su desarrollo iría adquiriendo unas características que la convertirían en punto de referencia de la autonomía obrera en los años de la transición democrática. Desde finales de 1975, algunos trabajadores de diferentes fábricas se reunían clandestinamente en la montaña para elaborar una plataforma reivindicativa unitaria que recogía, entre otras reivindicaciones, aumentos lineales de 5.000/6.000 pesetas, jornada semanal de 40 horas, percepción del 100% del salario en caso de accidente o enfermedad y jubilación a los 60 años en algunas fábricas. La segunda semana de enero de 1976 se inicia la huelga en torno a esa plataforma unitaria que, por primera vez, englobaba a todos los trabajadores, independientemente del sector o rama en que trabajasen, lo que superaba la estrategia de división de clase propia de los convenios por rama que luego impondrían los sindicatos. Además, la huelga vitoriana se desmarca tanto del sistema de representación sindical vertical oficial, como de la representación que intentaban vehicular los sindicatos de la oposición antifranquista.

Se establece una dinámica de asambleas de fábrica que eligen comisiones representativas, cuyos representantes son permanentemente revocables y carecen de capacidad de decisión por sí mismos. Los representantes lo son en la medida que son elegidos por sus respectivas asambleas de fábrica y no por su condición de representantes de cualquier partido u organización de la oposición. La patronal rechaza la forma de representación impuesta por los trabajadores y se niega a negociar. Los trabajadores aguantan el pulso.

A medida que se desarrolla el conflicto, la plataforma reivindicativa inicial va dejando paso a un debate de carácter político, que cuestiona el papel del Estado, de la policía, etc., que reflexiona, en fin, sobre la condición obrera en la sociedad capitalista. Las asambleas generales de cada tarde son masivas (más de 5.000 personas) y sus decisiones vienen determinadas por las decisiones adoptadas previamente en cada asamblea de fábrica. Esa creciente politización del conflicto hace que el movimiento asambleario y de solidaridad se extienda entre la población, en los barrios, mediante diferentes grupos de apoyo y que nazca, asimismo, la Asamblea de Mujeres de Vitoria. El 3 de marzo es día de huelga general, la policía quiere impedir por todos los medios que se celebre la asamblea general y comienza las cargas contra los que acudían a la convocatoria. La policía, que había sido reforzada con tropas de otras provincias, no sólo emplea los medios habituales antidisturbios, sino que utiliza armas de fuego contra los trabajadores. El resultado, cinco muertos y un centenar de heridos. «Con el final trágico no hay ninguna negociación. Económicamente, las empresas conceden todo lo que habíamos pedido, pero sin negociar absolutamente nada… Readmitieron a todo el mundo», testimonia uno de los protagonistas de aquellas jornadas.

Sorprendente final de un conflicto en el que la patronal se había mostrado cerrilmente inflexible y que el Estado liquidaría con un desproporcionado alarde represivo. ¿O quizás se trataba precisamente de eso: dar una lección a un movimiento obrero que no atendía a las razones del pacto democrático que venían urdiendo franquistas y antifranquistas? Los meses en que tiene lugar la huelga de Vitoria se inscriben en el periodo de acelerada descomposición de la Dictadura que, sobre todo desde la muerte del dictador, en noviembre de 1975, se hacía perceptible en el propio aparato franquista, en la medida que una buena parte de los beneficiarios de la dictadura constataban la necesidad de instaurar un sistema democrático que diera satisfacción a las aspiraciones de la oposición política y contuviera la escalada de las movilizaciones sociales. Por otro lado, las transacciones más o menos en la sombra que llevaban a cabo franquistas reconvertidos a la democracia y representantes de la oposición política, se veían dificultadas por una creciente insubordinación social que se materializada en la proliferación de huelgas y movilizaciones en buena parte de los sectores de la sociedad, conflictos que evidenciaban una incapacidad real de control sobre el proceso de transición tanto por parte de los franquistas reconvertidos, como de la oposición política.

Con la perspectiva de los años transcurridos, se confirma la hipótesis de entonces; de manera que cabe concluir que la represión del movimiento obrero en Vitoria, como expresión masiva de la autonomización de la clase obrera contra la Dictadura, fue la lección necesaria para consolidar el pacto de transición. No hay que olvidar que la huelga de Vitoria comienza la segunda semana de enero de 1976, precisamente, unos días después de que un indulto, en Navidad de 1975, liberara a los sindicalistas de CC.OO. condenados tres años antes en el proceso 1.001 a largas penas de prisión. Por otro lado, la Junta y la Plataforma democráticas, formaciones que encabezaban el PCE y el PSOE, respectivamente, habían firmado en julio de 1975 su primer comunicado conjunto y en el mes de diciembre constituían el comité coordinador de ambas organizaciones que las llevaría a formar el 26 de marzo de 1976 una nueva entidad, Coordinación Democrática.

La huelga de Vitoria se produce, pues, en un contexto en el que desde la oposición antifranquista se llevan a cabo movimientos estratégicos y se aceleran las negociaciones para el pacto con los franquistas reformistas. Sin embargo, debido a la naturaleza autónoma del movimiento vitoriano, la oposición antifranquista no sólo no puede instrumentalizarla para sus intereses en la mesa de negociación, sino que pone de manifiesto su limitada capacidad de control sobre el movimiento obrero y popular. Además, a partir de marzo de 1976, los sindicatos CC.OO. y UGT, en una situación de oposición tolerada, reformulan su táctica de presión renunciando a la acción de la huelga general, cuyo final era incontrolable por los sindicatos, en favor de las denominadas jornadas de lucha; cambio táctico que culminaría con la convocatoria de una jornada de lucha por la Coordinadora de Organizaciones Sindicales, en noviembre de 1976. A su manera, los sindicatos dependientes del PCE y PSOE intentaban transmitir la lección de Vitoria al conjunto del movimiento obrero. Y no escatimaron insidias, injurias y falsedades. Así, el estalinismo tardío, hegemónico en la oposición política, que se expresaba por medio del semanario Triunfo, llegaba a afirmar en su edición del 13 de marzo, que la movilización de Vitoria había sido una provocación de la extrema derecha y –añadía– que el recurso a la violencia hacía el juego a la derecha, al tiempo que se pronunciaba por poner fin al «desgobierno» reinante. Nada nuevo, por lo demás, que la oposición democrática pusiera en práctica la confusión interesada de hechos y conceptos para desacreditar la autonomía obrera.

Había, por tanto, una convergencia táctica entre oposición y franquistas a la hora de reprimir Vitoria. Por eso no debe extrañar a nadie que los responsables políticos directos de la masacre de Vitoria, Manuel Fraga Iribarne, ministro de la Gobernación, Adolfo Suárez, secretario general de Movimiento, Adolfo Martín Villa, ministro de Relaciones Sindicales, gerifaltes de la Dictadura que continuaban al frente del aparato represivo en los primeros tiempos de la monarquía, y que continúan activos en la vida política y empresarial, aún en la actualidad, jamás fueran encausados por los asesinatos cometidos.

Vitoria significa, entre otras cosas, que la experiencia de la transición no puede ser encasillada en la fábula consensuada para legitimar el Pacto, pues hubo un movimiento obrero cuyas tendencias autónomas se desmarcaban de las formas y las tácticas de la oposición antifranquista y de sus sucursales sindicales. Un movimiento obrero que pugnaba por su autonomía dentro del proceso de autonomización y cuestionamiento general de los modelos imperantes (enseñanza, prisiones, familia/vida privada, modelo de consumo, etc.) que se daba al calor de la conflictividad social de entonces; no sólo del modelo fascista, en proceso de descomposición, sino también de las alternativas ofrecidas por el Pacto de franquistas y antifanquistas. A fin de cuentas, la ruptura política y social que apuntaba la movilización de Vitoria desbordaba los presupuestos continuistas contemplados en el pacto de transición que la retórica del momento calificaba de «ruptura pactada». En realidad, la autonomización obrera representaba una seria perturbación para los planes de adecuación política a las nuevas necesidades del capital: la plena inserción de España en el circuito capitalista europeo y mundial.

Por lo demás, Vitoria es un testimonio fundamental de la naturaleza de la democracia española, asentada sobre una derrota sangrante de la clase obrera, cuya responsabilidad directa recae sobre los herederos políticos e ideológicos de la Dictadura; los mismos que negociarían la peculiar transición a la democracia en España, en estrecha colaboración con las fuerzas políticas y sindicales, a cuya cabeza se encontraban el PCE y PSOE.

Por eso Vitoria 1976 es una referencia incómoda para los recuperadores y legitimadores de la transición y de la democracia. Porque lo acontecido en Vitoria durante los primeros meses de 1976 es irrecuperable para el sistema democrático; y lo es por la propia práctica de autoorganización de la clase trabajadora vitoriana –la más avanzada expresión de la autonomía obrera de aquellos años–, que fue derrotada por la fuerza de las armas. Y es particularmente irrecuperable, además, para una democracia que es continuadora de la dictadura franquista en algo más que en el mero orden cronológico.

Para saber más:
Todo el poder a la asamblea. Vitoria 3 de marzo de 1976. Bilbao: Likiniano Elkartea, 2001.
Mariano Guindal y Juan H. Jiménez. El libro negro de Vitoria. Contracensura. 
Francisco Quintana (coord.). Asalto a la fábrica. Luchas autónomas y reestructuración capitalista 1960-1990. Barcelona: Alikornio, 2002

18 febrero, 2015

¿Cómo comprender el presente?

Horacio Bernardo 

Existe la creencia errónea de que comprender el presente es una tarea reservada a expertos o analistas. Sin embargo, cada individuo necesita formarse una idea de lo que se conoce como la actualidad para poder tomar decisiones adecuadas en su cotidianeidad. Desde este punto de vista, se hace relevante la pregunta sobre cómo es posible dicha comprensión. Para ello es necesario estudiar los modos en los que podemos caer en error y creer que nos hemos formado una idea adecuada del presente cuando, en realidad, no es así. Existen al menos tres falacias (razonamientos incorrectos que aparentan ser válidos) de falsa comprensión del presente que analizaré a continuación. Con distinto grado de sutileza, todas ellas terminan por dejar en estado de ignorancia a individuos que creen estar al tanto de una realidad que desconocen.

Falacia de la información – Esta es la modalidad más extendida, y consiste en creer que comprender el presente es equivalente a estar informado. Si bien es evidente que para formarse una idea de la actualidad no basta con la mera acumulación de noticias, el ideal de la sociedad informada crea la ilusión de que ambas acciones son equivalentes. Nuevos medios de comunicación, mensajes y hechos en tiempo real. El acceso a la información se convierte en símbolo de democracia, pluralidad e inclusión social. El resultado, sin embargo, es la generación de una cantidad de datos tan inabarcable que impide todo análisis o reflexión.

La falacia parte de la creencia de que la información puede ser una “foto” neutral de la realidad, y de que si los individuos contaran con todos los “fragmentos” de dicha foto podrían formarse una idea perfecta del conjunto. Siendo que la información no es neutral ni abarcable por persona alguna, esta falacia crea una necesidad permanente (e imposible) de actualización, una dependencia hacia los medios de comunicación y un sutil estado de ignorancia, escudado en la complejidad de una realidad imposible de conocer. Hace aparecer, asimismo, al periodista como presunto analista habilitado del presente, legitimado a su cercanía con la información, e independientemente de su meditación y reflexión real sobre la misma.

Falacia económico-política – Esta falacia consiste en creer que comprender el presente es equivalente a poder explicarlo en términos de causas políticas o económicas. Basta para ello ver el peso excesivo que se le da a los sucesos políticos o económicos en los medios de prensa o ámbitos de debate. Sin negar la importancia de dichas disciplinas, se produce una visión parcial del presente, subordinando todo otro aspecto. Así, temas como la educación o la salud pasan a formar parte de la actualidad sólo cuando hay una decisión política o cuestiones presupuestales en juego. Asimismo, cuestiones que no pueden ser abordadas desde estas perspectivas (afectividad, espiritualidad, temáticas existenciales) pasan a grado secundario, médico o banal, perdiendo toda posibilidad de integrar cualquier conjunto de hechos relevantes.

En nuestro país dicha falacia puede rastrearse a través de causas históricas. La política brinda la ilusión de explicación integral por constituir un pilar fundamental de nuestra nacionalidad. Tras la construcción artificial del Estado Uruguayo (Convención Preliminar de Paz, 1828) y de la Batalla de Carpintería (1836), buena parte del siglo XIX trasladó el nacionalismo al ámbito político, sustituyendo la identificación nacional por las divisas blanca y colorada. Adicionalmente, la fuerte influencia que el batllismo imprimió en la idiosincrasia del siglo XX, contribuyó a crear un imaginario en el que la política era constitutiva del ser-uruguayo. Por otra parte, la centralidad económica en nuestro país, se vincula a la idea de intelectualidad comprometida con el presente que proviene, al menos, desde la época de la generación de Marcha (1939-1974). Sin contar el detalle de que Carlos Quijano profesaba la economía, el socialismo crítico que marcó a la clase intelectual consideraba las instancias económicas como elemento particularmente central en relación al orden social. Este hecho, dejó signada la huella de que la explicación económica debía ser elemento fundamental de una comprensión “comprometida” de la realidad social, en la que la cotidianeidad del individuo quedaba implícitamente incluida.

Tras la dictadura, la cual desdibujó el mapa político e intelectual que sostenía aquella visión, la falacia económico-política elevó indebidamente a políticos, politólogos, economistas y cientistas sociales a la categoría de analistas comprometidos con el presente, agregando en el imaginario social la idea de que pensar la realidad insumía un conocimiento técnico o político casi inaccesible al ciudadano común.

Falacia científica – Vinculada a las dos falacias anteriores, la falacia científica consiste en creer que comprender el presente es equivalente a tener un conjunto de datos justificados científicamente. Basada en la creencia errónea de la objetividad de la ciencia, dicha falacia ha otorgado gran influencia a la estadística, las encuestas de opinión y los sondeos, los cuales son tomados como método por el cual la actualidad puede ser descubierta en tiempo real. Asimismo, estadísticos y analistas de datos pasan a ser especies de “dueños del presente”, adquiriendo incluso el poder de influir sobre la realidad que están describiendo (piénsese, por ejemplo, en los estudios de opinión pública o la enorme influencia de las estadísticas en los últimos procesos electorales nacionales o departamentales)

En definitiva, las tres falacias construyen lo que llamaré presente falaz, que opera minimizando la capacidad crítica de los ciudadanos a través de varias operaciones. Multiplica abrumadoramente la cantidad de presuntos analistas del presente, da apariencia técnica a los análisis, y excluye la reflexión sobre lo único que puede otorgar sentido a la inmensa cantidad de datos que son producidos sobre el presente: la propia vivencia individual y colectiva.

En ese sentido, el presente falaz puede así hablar acerca de todo, excepto de una cosa: el individuo, sus decisiones, preocupaciones y necesidades cotidianas.

Comprender el presente, por lo tanto, se hace imposible desde esta óptica por dejar afuera el para qué y el para quién del análisis. Una verdadera comprensión comienza por cuestionar la utilidad de todo lo que se habla sobre el presente, y por pensar la vivencia humana como punto de reflexión fundante sobre el que debería asentarse todo discurso sobre la actualidad.

15 febrero, 2015

Breve exposición a la noción de territorio y sus implicaciones.

Charla de Miquel Amorós en la Biblioteca Social A Gavilla (Santiago), en el CSO Palavea (La Coruña), en el Ateneo Encaixe (Lugo) y en La Cova dos Ratos (Vigo), el 30 y 31 de octubre de 2013, el 1 y el 4 de noviembre respectivamente.
 Publicado en Argelaga



I. El concepto

El monte chino Lushan se hallaba a menudo envuelto en nubes y era muy difícil dilucidar su figura. Decía en unos versos Sung Dongpo, poeta de la Dinastía Song: «Uno no ve el verdadero aspecto del monte Lushan porque se halla encima de él.»

La expresión se usó para indicar la dificultad real que había en conocer la esencia verdadera de las cosas, pues ésta nunca se mostraba inmediata y claramente al entendimiento que planea por encima de ellas. La evocación poética nos servirá como prevención a la hora de abordar la idea de «territorio», sumergida en una bruma que no podremos disipar sino sacando de ella misma su desenvolvimiento, para así mostrar lo que el «territorio» es en verdad. Caso contrario, y volviendo de nuevo a los proverbios chinos, no atraparemos más que viento y no cogeremos más que sombras.

La empresa no será fácil pues no vivimos en una «bella totalidad» como los antiguos, donde el espacio se confundía con el Cosmos, poblado de fuerzas vivas en perfecta armonía, y donde los individuos y la Tierra «madre» no hacían dialécticamente más que uno. En épocas de crisis el poder unificador desaparece de la vida social y sus elementos no interaccionan recíprocamente, por lo que dejan de relacionarse, desvinculándose unos de otros y actuando como realidades independientes e incluso hostiles. El concepto ya no se corresponde con el objeto, y la conciencia no tiene más remedio que buscar más allá de sí misma: la crítica antidesarrollista representaría hoy esa esforzada búsqueda. El Territorio se erige frente a los individuos, también separados entre sí, como algo extraño a pesar de ser obra suya. En boca de un urbanista se trataría de una reserva de espacio en torno a un área urbana, o del espacio intersticial entre dos conurbaciones. La noción se aproxima a la de «suelo», superficie no construida cuyo uso y destino hay que regular mediante una correcta zonificación. Un político o un promotor estarían de acuerdo con la idea de suelo edificable, aunque para determinar su uso emplearían mejor la expresión «correcta recalificación». Un experto en planeamiento, al mencionar el territorio, aludiría más bien a un espacio o «sistema» neutro compuesto por nodos interconectados por «redes y flujos». Para los estrategas del capitalismo verde el territorio es ante todo una fuente de recursos energéticos y la base de un desarrollo sostenible de la economía autónoma apoyado en macro-infraestructuras, mientras que para sus colaboradores ecologistas sería un complejo de ecosistemas cuya preservación forzaría la búsqueda de una fórmula jurídico-política que lo hiciera compatible con su explotación, es decir, con el dominio social de la mercancía. Así pues nos encontraríamos, disimulado con jerga científica o técnica, con algo similar a la idea de «medio ambiente». La definición de «territorio» viene por consiguiente contaminada por los intereses económico-políticos que se esconden tras ella, que en general tienden a reducirlo a espacio físico, vacío geográfico, soporte, epidermis, paisaje, mundo exterior, y, en definitiva, a lo que el sociólogo Marc Augé llamó «no-lugar» –aunque podría también llamarse «panoplia» o «decorado»–, a saber, porción de espacio sin verdadera identidad y sin habitantes, donde toda estancia es provisional puesto que en su seno todo el mundo es transeúnte o cliente, y muestra un comportamiento codificado y controlado. Bajo ese punto de vista, el territorio sería lo opuesto a «ciudad», oposición puramente formal, puesto que la difusión salvaje o planificada de las aglomeraciones urbanas que llevan impropiamente ese nombre tiende a fusionar ambos extremos. Actualmente, lo que llaman «ciudad» es tan sólo un «no-lugar» habitado. A fin de cuentas, en plena sociedad urbanizada, sin una discontinuidad clara entre urbe y entorno, el territorio visto por un dirigente no debería ser más que lo periurbano confundiéndose con lo urbano en un mismo espacio de la economía, es decir, en una gran fábrica, que como tal no se opone más que a las masas que la ocupan. Pero eso no es lo que era, sino lo que ha llegado a ser.

En interés de una comprensión global del término tendremos que saltar por encima de intereses contingentes que se apoyan en determinaciones petrificadas e ir directos a la contradicción en su cambiante existencia concreta. Territorio es el espacio definido en y por el tiempo, o dicho de otra manera, es un hecho social e histórico. Parafraseando a Hegel diríamos que no alberga únicamente a la substancia (la naturaleza como totalidad abstracta) sino al sujeto (la humanidad como agente transformador) formando una unidad dinámica entre ambos. Su noción ha estado ligada desde el comienzo a la de civitas, que constituía su nexo, más que a la de habitat. En la Grecia clásica la polis incluía tanto la ciudad como el terreno circundante. Clístenes dividió la polis ateniense en demos, unidades territoriales o aldeas cuyos miembros eran demotes, ciudadanos. El territorium, según el derecho romano, era el ámbito de influencia de una comunidad política, «una agrupación de hombres unidos por el derecho» (Cicerón). En sentido estricto, era algo así como su término municipal, pero sin dejar por ello de ser un espacio sagrado: el rey Numa Pompilio instauró el culto al dios Término tras una distribución de tierras. El ager o campo y el saltus o espacio agreste, que, junto con el populus, la población, y la urbs, el recinto urbano, constituían la ciudad propiamente dicha. En sentido más laxo, algo así como el hinterland, su área de influjo cultural y económico. Para espacios más amplios, objetos de administración y gobierno se prefería la palabra regio, región, derivada de regere, que inicialmente significaba dirigir en línea recta, de la que a su vez derivan regla, regimiento, rey, rector, y también regicida, rectificar, insurrección… En el siglo VII, al desaparecer literalmente los municipios romanos, el vocablo «territorio» solamente hacía referencia a una tierra trabajada por el arado y delimitada por surcos (Etimologías, San Isidoro), pero su realidad pasada se conservó en las demarcaciones diocesanas. Sin embargo, una estructura social nueva producto y causa de un movimiento de roturaciones desencadenado por la desaparición del Estado y de su tenaza fiscal, la comunidad aldeana, fundada en la idea de territorio común y no en la del origen común, aparece en la Alta Edad Media y se consolida a lo largo de centurias sucesivas. En Francia se llamará finage al territorio donde se establecía la comunidad rural, que incluía la iglesia, las casas, los caminos, el campo y el bosque. Equivale más o menos a «término», o mejor a «jurisdicción», puesto que llevaba implícito el derecho a auto-administrarse. En Catalunya será la universitat, en el País Vasco, la anteiglesia y en otras regiones ibéricas, el concejo. Al florecer de nuevo las ciudades europeas en los siglos XIIy XIII, la palabra «territorio» recuperó su significado inicial de terreno construido, labrado o baldío definido por lindes y mojones, que incluía una ciudad o villa, «lugar que es cerrado de los muros con los arrabales et los edificios que se tiene con ellos», a cuya jurisdicción estaba sometido (Las Siete Partidas, Alfonso X). En Castilla, para definir el alcance formal de la ciudad se usó de preferencia la palabra «alfoz», derivada del árabe alfohoz; en Francia, banlieue o districtus, y en Italia, contado; pero la expresión más ajustada de la noción de territorio sería la de «comunidad de villa y tierra», fórmula repobladora que se dio en Castilla y Aragón. El territorio no es pues un espacio a secas, sino el espacio del hombre, la naturaleza transformada por la actividad humana; cultura significa en principio naturaleza trabajada y «cultivo» tiene su misma raíz. Es el espacio de la cultura y de la historia; espacio social puesto que contiene, reproduce y desarrolla relaciones sociales. Espacio que también es natural. Reclus, en El Hombre y la Tierra, al referirse a la armonía con el entorno de las comunidades indígenas se pregunta: «¿No puede decirse que el hombre es la Naturaleza tomando conciencia de sí misma?» Marx llamó a la naturaleza «el cuerpo inorgánico del hombre», dando a entender que el género humano no se concebía sin la naturaleza de la que formaba parte y con la que mantenía un especial «metabolismo». El territorio es el escenario de ese metabolismo.

Sabemos que el dominio de las fuerzas naturales no liberó a los seres humanos, antes bien dicho dominio se tradujo en diversas formas de opresión social que pudieron controlarse allá donde el dinamismo histórico fue mayor, y donde el sujeto, el ser social, pudo al menos en parte emanciparse del objeto, la naturaleza: era un tipo peculiar de asentamiento amurallado, a saber, el burgo, villa o faubourg, es decir, la ciudad medieval, una comunidad autogobernada, soldada por un juramento (conjuratio). Su existencia no se comprendería sin los excedentes y sin los artesanos de las aldeas cercanas, vinculadas a ella gracias a un espacio de intercambio, o sea, a un mercado. Su signo distintivo era la puerta, que la comunicaba con el territorio y el mundo. En cambio, es proverbial que al campo no se le pueden poner puertas. La ciudad fue la cuna de la libertad y la democracia, de la escritura y las artes, de la justicia y del derecho, de la ciencia y del pensamiento racional… pero también fue el lugar donde nacieron la burocracia, la tiranía, el trabajo asalariado, las clases y el dinero. A medida que se desarrollaban y trascendía su influencia, las ciudades fueron absorbiendo población, energías y riquezas, estratificándose socialmente y concentrando poder, perturbando de este modo su propio equilibrio interno y externo (la conflictividad de las ciudades medievales dentro y fuera de sus murallas fue constante). En su prepotencia, se enseñoreó del campo al que antaño había contribuido a liberar, desencadenando frecuentes jacqueries. Los campesinos llegaron a segregar sus propias instituciones. En otros lugares escaparon a la señorialización por su cuenta: Plebs semper in deterius prona est («el pueblo siempre es propenso a lo peor») dirá el arzobispo de Maguncia en 1127 al ser informado de la negativa campesina a pagar el diezmo. El sueño igualitario estuvo muy presente en los movimientos heréticos, las guerras de religión y en los furores campesinos. La clase campesina, librada de la tutela feudal y expresándose en el lenguaje de la religión, se lanzaba a la realización inmediata del paraíso terrestre. El campo no carecía pues de experiencia histórica, y ni el arte, ni la libertad, ni tampoco las insurrecciones, les eran ajenas, pero el tiempo campesino transcurría a menor velocidad, favoreciendo lo colectivo sobre lo individual, la subsistencia sobre el beneficio privado, la tradición sobre la aventura, la moral sobre la economía y la costumbre sobre el mercado. Era un espacio tremendamente ordenado mediante usos sancionados por una práctica inmemorial. Mientras que la ciudad podía describirse como gessellschaft, en el sentido que le dio Ferdinand Toënnies de «asociación», agregado donde predomina el interés individual centrado en el valor de cambio y derivando de una «voluntad de arbitrio» o instrumental la cohesión de un orden regulado en el menor detalle, el campo podría entenderse como gemeinschaf, «comunidad», productora y consumidora de valores de uso, donde rige un único interés común a todos, y donde el orden, inscrito en la memoria, discurre de la «voluntad esencial», naturalmente, por costumbre (Comunidad y Sociedad). En ambos casos, aunque de manera diferente, el interés individual coincidía con el colectivo, o lo que viene a ser lo mismo, con la razón, aunque en uno se mantenían separados a pesar de los factores que los hacían coincidir y en el otro eran indistinguibles a pesar de los factores tendentes a separarlos. Si, como dice Spinoza, «la libertad humana es tanto mayor cuanto más capaz es el hombre de guiarse por la razón» (Tratado Político), puede concluirse que la necesidad común guiaba al campesino libre y el deseo común, al ciudadano. Dos formas distintas de razón y, por consiguiente, dos formas distintas de libertad: una orgánica y otra económica, una basada en la comunión y el consenso, la otra en el contrato y el pacto. En el campo, las reglas consuetudinarias impedían la escisión entre el ámbito público y el privado del derecho romano; el prestigio se anteponía a la propiedad, las raíces al desarraigo, la estabilidad al movimiento, y en fin, la economía doméstica al mercado. Nada de ello lo ponía a salvo de los poderes separados que había producido la historia: por un lado la Iglesia, los señores feudales y los terratenientes, y por el otro, las ciudades parasitarias y el Estado. La sociedad rural no fue nunca una «sociedad fría», profunda e inmutable, al margen de los acontecimientos. A menudo tomó parte destacada en ellos: como bien indica Debord, «las grandes revueltas de los campesinos en Europa son también su tentativa de responder a la historia…» (La Sociedad del Espectáculo). La decadencia de la comunidad rural fue lenta pero inexorable: la intrusión de la autoridad central mediante obligaciones y decretos inapelables, la fiscalidad excesiva de matiz diverso, la pérdida de derechos, y sobre todo, la usurpación de los comunales por potentados y señores, determinaron el divorcio entre la población rústica y el territorio (entre «finage» y «village»), y entre el territorio y la ciudad. La huida de los empobrecidos campesinos fue el corolario obligado. Un sistema punitivo cruel que colgaba a los vagabundos fugitivos de los señoríos ingleses por tandas de cien, vino en el siglo XVI a culminar la obra genocida de los cercados y cerramientos, pues parece que ante la alternativa entre la incorporación al mercado del trabajo y la mendicidad o el robo, se inclinaron por la última. Todavía conservaban en su forzoso desarraigo la dignidad del hombre libre. La práctica de desembarazarse por la vía rápida de aquellos desarraigados a los que se consideraba un peligro social no menguó hasta que la carencia de fuerza de trabajo obligó a la explotación como mano de obra barata de la población reclusa. Doscientos años después, los proyectos fisiócratas de los ilustrados que debían resolver la cuestión agraria sin violencias e incrementar de paso las arcas estatales, se resumían en la creación de una clase campesina de propietarios, algo poco factible recurriendo a la enfiteusis o a leyes desamortizadoras, pero perfectamente posible con el reparto de tierras consecuente con la desaparición violenta de la aristocracia, cosa que únicamente ocurrió en Francia. El fin del Antiguo Régimen y el triunfo político de la burguesía heredera de la Ilustración en el XIX no resolvieron la cuestión. La privatización y la industrialización no hicieron más que agravarla, sin que el movimiento obrero, esencialmente urbano, se percatara suficientemente de ello. La lucha de clases no prestó atención suficiente a los asuntos agrarios. La propiedad privada capitalista arrancó definitivamente al individuo del territorio vuelto fuerza productiva, rompiendo los lazos orgánicos que le unían con él y preparando el terreno para el dominio de la mercancía. En resumen, lo convirtió en propietario o en proletario. Naturaleza, campo, población, ciudad, territorio, devinieron a lo largo del mismo proceso histórico de alienación entidades cosificadas, puestas fuera de sí, distintas, extrañas unas a otras.

II. La fragmentación

Cualesquiera que fueran las vicisitudes de la etapa de acumulación o los avatares del libre mercado, no cabe duda de que el capitalismo fue un fenómeno urbano y de que su expansión corrió paralela a la urbanización y a la estatización, evidentemente a costa del territorio. Las ciudades alumbraron a una clase asociada al comercio y a la industria, la burguesía, bajo cuya dirección tuvo lugar la definitiva «ruptura metabólica» entre la sociedad urbana y la primera fuente de riqueza: la tierra (la otra es el trabajo). La producción capitalista se impuso en el campo aliada con los señores de la tierra y protegida por el Estado, esquilmando a los campesinos igual que hacía con los obreros. Desde una óptica económica, todo progreso agrícola fue un progreso contra el propio campo puesto que se efectuó bajo condiciones capitalistas; «la separación radical entre el productor y los medios de producción» (El Capital), responsable de la figura del «jornalero», acarreó subsidiariamente una separación completa e irreparable entre la ciudad y el territorio, fuente de males irresolubles en tanto éste último no fuera visto más que como manantial de capitales. El progreso de los ideólogos liberales significaba expropiación de los campesinos, expolio de las propiedades comunales, roturación de bosques, desecación de marismas, impuestos y consolidación de la clase de grandes propietarios agrícolas. La propiedad inamovible basada en el patrimonio familiar era suplantada por la propiedad alienable basada en la explotación del trabajo ajeno. El principal efecto de la producción capitalista era extender «la separación entre trabajo y propiedad, entre trabajo y condiciones objetivas del trabajo». En un desarrollo posterior «el capital aniquila el trabajo artesanal, la pequeña propiedad de la tierra en la que el propietario trabaja, y a sí mismo en aquellas formas en que no aparece en oposición al trabajo, en el pequeño capital y en las especies intermedias híbridas, situadas entre los modos de producción antiguos (o las formas que éstos asuman como resultado de su renovación sobre la base del capital) y el modo de producción clásico, adecuado, del capital mismo» (Marx, Grundisse). Se cerraba el ciclo: la actividad humana había engendrado fuerzas que escapando a todo control oprimían la sociedad. El mundo histórico se había mostrado como un mundo deshumanizado y opaco a la razón, aboliéndose a sí mismo y replanteando constantemente bases cada vez más opresivas para un ordenamiento social nuevo. Espacialmente, la opresión se manifestaba en el desmantelamiento de una vieja estructura urbana y en su reemplazo por otra nueva, mucho más agresiva. Las nuevas oligarquías ciudadanas codiciaban menos las rentas de la tierra que su población excedente. Al redefinirse la ciudad resultante de la mal llamada «revolución industrial» en entera oposición al mundo rural, cuya población deglutía, la misma noción de territorio se oscureció, reduciéndose su alcance y relegándose su ámbito a lo no urbano. Se asemejaba más a lo que los romanos llamaron suburbia, lugar fuera de las murallas, espacio desarticulado y mal delimitado, sin orden preciso ni funcionamiento regulado, donde se emplazaban las actividades sucias y ruidosas, pero susceptible de poseer un valor de cambio que lo hiciera atractivo. Ciertamente, en el campo tuvo lugar una «proto-industrialización» al difundirse a partir del XVIII el trabajo y la producción a domicilio, y allí se instalaron después las primeras fábricas, objeto de las revueltas ludditas.

El territorio quedaba a la merced de fuerzas principalmente urbanas que dirimían sus diferencias en lonjas y bolsas, en cancillerías y ministerios, más que en espacios abiertos y descampados. En las primeras fases del capitalismo, cuando el campo estaba lejos del abandono y la destrucción actual, y cuando todavía concentraba la mayoría de la población, el problema agrario era de lejos el asunto mayor de los reformadores sociales, quienes produjeron una cuantiosa literatura sobre el tema. Sin embargo, quedando postulado casi como dogma por Marx que la clase redentora de la humanidad era el proletariado, una clase urbana, se colegía que la solución de dicho problema iba a darse en las ciudades, cuando la clase obrera se adueñase de los medios de producción y cumpliese la tarea que la burguesía no había sido capaz de cumplir, a saber, el desarrollo de las fuerzas productivas. Pero dicho desarrollo tendría consecuencias nefastas en el campo, puesto que si imitaba el modelo productivista burgués provocaría una miseria intolerable que arrojaría a los campesinos de sus lugares para llevarlos a las puertas de las fábricas en busca de salario. No sin cierta ingenuidad, la socialista Vera Zasulich preguntaba a Marx si en una Rusia atrasada donde todavía subsistía la comuna aldeana, el mir, cuántos siglos habrían de pasar para que la obra disolvente de la burguesía en el campo llegara a su fin, signo inequívoco del comienzo de la revolución socialista. Marx respondió brevemente que el mir era «el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia» (carta del 8-III-1881) pero se explayó más a fondo en unas notas preparatorias. La aniquilación de la comunidad rural a fin de crear una minoría campesina acomodada y una masa proletaria no tenía por qué ser una fatalidad histórica; si «en el momento de la emancipación» se la ayudaba a «deshacerse de sus caracteres primitivos» podía llegar a ser «un elemento de la producción colectiva a escala nacional». Marx, inspirándose en el historiador Maurer, afirma que «la vitalidad de las comunidades primitivas era incomparablemente superior a la de las sociedades semitas, griegas, romanas, etc., y tanto más a la de las sociedades capitalistas modernas», es más, «la comunidad nueva instaurada por los germanos en todos los países conquistados devino a lo largo de toda la Edad Media el único foco de libertad y vida popular». Naturalmente, en toda Europa se conservaban residuos de esa comunidad rural en forma de derechos de uso y explotación común de pastizales, eriales, manantiales, turberas o bosques, lo que se llamó en Suiza y Alemania allmende y en Inglaterra commons, y habían toponímicos que recordaban el thing, la asamblea de los hombres libres germanos presidida por un juez o langman, pero solamente en Rusia la comunidad se mantenía viva, lo que permitiría una salida original de la crisis capitalista, favoreciendo la transformación gradual de una «agricultura parcelaria e individualista en agricultura colectiva» y facilitando el «tránsito del trabajo parcelario al cooperativo». Marx sugería que para coordinar los esfuerzos era necesaria la creación de una asamblea de delegados campesinos elegidos en las comunidades, pero todo dependía de unos cambios radicales cuyo agente principal era el proletariado: «para salvar la comunidad rusa hace falta una revolución rusa.»

Kropotkin fue más lejos al reivindicar en su Apoyo Mutuo el «principio territorial» de la comuna aldeana y los pactos de solidaridad entre las ciudades medievales como los fundamentos históricos de una sociedad libre. Particularmente, el municipio rural, del que todavía quedaban abundantes vestigios, fue para él «la célula primitiva de toda vida social futura». Sin embargo, no la defendía en cuanto a tal: «Es en un territorio lo bastante vasto que abarcara ciudad y campo –y no en una ciudad aislada o en un pueblo solo– donde habrá que lanzarse un día hacia el porvenir comunista» (Campos, Fábricas y Talleres). No obstante, el camino para llegar al comunismo libertario no quedaba demasiado claro en la obra del príncipe rebelde, que confiaba excesivamente en la misma evolución social y veía cada vez más asociaciones libres creadas para resolver problemas que el Estado era incapaz de plantearse. El pensamiento anarquista adoptó mayoritariamente su idea comunista, pero no su optimismo darwiniano. Esa mirada de reojo al pasado en busca de inspiración se dio en otros autores como por ejemplo William Morris y Gustav Landauer. Éste último insistió tanto o más que Kropotkin en las comunidades precapitalistas como «embriones y cristales de vida de la cultura por venir». El periodo de la gemeinschaft medieval no era la Edad de Oro a la que había que volver, sino una mina de experiencias autónomas útiles para la reconstrucción de la sociedad sin Estado. No se despreciarían los medios aportados por la modernidad, aunque se tendrían en cuenta todas las prevenciones que podía despertar la idea de progreso, de la que Landauer era muy crítico.

Solamente en España la comunidad rural consuetudinaria fue contemplada como una respuesta inmediata al problema agrario, cuestión territorial de la época, pero no por los anarquistas. En ese país subsistía una tradición ilustrada reformista que culminó en el liberalismo social del investigador erudito y político «regeracionista» Joaquín Costa. Una constante del pensamiento social agrario era la subordinación de la propiedad del suelo al interés general, propiciando un desarrollo rural que fijara las masas al campo mediante viejas fórmulas de posesión y usufructo como la enfiteusis, el censo y el arrendamiento, evitando así su miseria y proletarización. El Estado debía ser el motor del cambio, por lo que la reforma requería la nacionalización de la tierra, pero el drama de los reformadores era que el poder estatal estaba en manos de una minoría de caciques cuyos intereses eran totalmente contrarios a sus proposiciones. Costa fue el único de aquellos que, al final de su vida, tras convencerse de cuán inútil eran los intentos de cambiar «por arriba» el Estado liberal oligárquico y despótico, apeló a una «revolución desde abajo». En un importante libro publicado en 1898, Colectivismo agrario en España, Costa, casi como Kropotkin, estudiaba la rica tradición de instituciones campesinas de la que quedaban abundantes restos, las formas de ocupación y cooperación, los concejos, los bienes propios y comunales, las presuras y escalios, los sorteos, los quiñones, las comunidades de aguas, las pesquerías, las cofradías y hermandades, el trabajo vecinal (auzolan, andecha, sestaferia)… Entre los siglos XI y XIII el municipio ibérico era una entidad pública con jurisdicción y administración autónomas, gobernada por el concilium, la «junta» o asamblea de todos los vecinos, que decidía sobre los intereses colectivos, particularmente en lo relativo al uso de bienes comunales, impartía justicia e incluso movilizaba fuerzas para casos de defensa. La organización concejil era un sistema político que emanaba del común, el pueblo llano, al que pervirtió la oligarquización y el sistema de «regimiento» hasta llegar a desaparecer en las ciudades durante el siglo XVI, pero que tuvo una prolongada vida en los pueblos rurales pequeños. Partiendo de ese bagaje, Costa elaboró una estrategia colectivista que aspiraba a romper el dominio oligárquico terrateniente: derogación de las leyes antidesamortizadoras, autorización a los municipios para adquirir tierras o tomarlas en arriendo con el objeto de repartirlas entre los pequeños cultivadores, braceros e incluso artesanos y obreros industriales, reconstrucción del patrimonio concejil aunque para ello hubiera de recurrirse a la expropiación forzosa, recuperación de prácticas colectivistas, revitalización del derecho de costumbre, etc. Costa planteaba como problema social principal la solución de la cuestión agraria, lo que no resultaba tan descabellado en un país eminentemente rural, y no le temblaba la pluma cuando al escribir que todo dependía de la quiebra del Estado monárquico y caciquil. No fue más lejos, pero el anarquismo español, caracterizado por la adopción del principio territorial de la federación de municipios independientes como clave de reorganización social libertaria, nunca olvidó a sus precursores y siempre le reconoció su legado: las medidas colectivizadoras de la revolución española de 1936-37 nunca se podrán entender sin la impronta de aquella tradición secular que algunos confundieron con el milenarismo, marcada al rojo en la conciencia histórica de trabajadores y jornaleros sindicados, esa tradición histórica que tanto reivindicó Costa como base indiscutible de una sociedad libre y emancipada.

III. La ordenación

El capital, apoyado en las innovaciones tecnológicas, imprime a la ciudad un ritmo de crecimiento que desborda los límites impuestos por la disponibilidad de agua, energía y alimentos, obligando al desarrollo de infraestructuras hidráulicas, energéticas, de transporte y de evacuación. La moderna clase dominante no tiene exclusivamente su origen en la industria y el comercio; en gran parte se desarrolló en torno a la actividad inmobiliaria y a la construcción o explotación de infraestructuras básicas. La ciudad industrial no fue un asentamiento compacto ya que nada podía limitarla; gracias al empleo de maquinaria, al consumo intenso de energía, a un imponente aparato burocrático y a los nuevos medios de transporte, no pararía de crecer y desparramarse por los alrededores, configurando una morfología espacial radicalmente distinta, articulada por superiores estructuras de movilidad mecánica. La sociedad de clases es una sociedad urbana, no una sociedad ciudadana. En el umbral del siglo XX, la lógica de la concentración ha producido una civilización urbana sin verdaderas ciudades: en las aglomeraciones centro casi deshabitado concentra todo el poder en manos de una élite industrial, financiera y constructora, envuelto por áreas suburbanas cada vez más extensas pobladas por masas asalariadas. Algunos sociólogos hablan de «ciudad difusa», «metaciudad» o post-ciudad», pero para Lewis Mumford, se trataba de una verdadera «anticiudad»: «ciudad diseminada, ciudad aniquilada», dirá en The urban prospect (1956). Es un producto de la descomposición de la realidad urbana, ya iniciada con la aparición del Estado moderno, un conjunto de fragmentos desnaturalizados dispersos por el entorno, sin vida pública, sin comunicación normal; un espacio quebrado donde se instala azarosamente la población masificada y uniformizada. Patrick Geddes, que observó el nacimiento del fenómeno en las cuencas mineras británicas, asignó el nombre de conurbaciones a ese tipo de aglomeraciones aptas sólo para una vida reducida al mínimo, motorizada y confinada la mayor parte del tiempo en espacios cerrados (La Evolución de las Ciudades).

La relación entre urbe y territorio degeneró hasta lo inconcebible a medida que las invenciones tecnológicas se popularizaban; lo urbano invadió y deshumanizó todo el espacio social amontonando a una población sin autonomía en bloques patógenos, destruyendo tierras de cultivo y deteriorando o trivializando el paisaje: el territorio no era más que el espacio suburbano resultante del nuevo modelo bárbaro de ocupación. El caos urbano llegó a tales extremos que forzó a los dirigentes de la ciudad industrial a prever una cierta organización de su trama edificada, dando lugar a la ciencia del espacio de la economía, el urbanismo. La desfiguración y degradación del territorio que se derivaban del proceso de expansión urbana originaron las propuestas de «planificación regional» sistemática de Geddes, recogidas por la Asociación para la Planificación Regional de América, fundada en 1923 por Lewis Mumford, Clarence Stein y Benton McKaye. Los reformistas de la Asociación querían estimular un modo de vida intenso, alegre y creativo basado en el equilibrio territorial, para lo que proponían una agricultura de proximidad, una descentralización de la producción de energía, una descongestión de la metrópolis y un reparto equilibrado de la población en unidades convivenciales bien equipadas y conectadas. La planificación regional estaba pensada para eliminar los excesos de población y el despilfarro general de energía, alimentos y bienes de consumo, para reducir y aislar el transporte a larga distancia y para reinstalar industrias cerca de las fuentes de materia prima. La unidad de partida no era ya la ciudad «dinosaurio», sino la región definida del siguiente modo: «Una región es un área geográfica que posee una cierta unidad de clima, vegetación, industria y cultura. El regionalista tratará de planificar este espacio de modo que todos los lugares y fuentes de riqueza, desde el bosque a la ciudad, desde las montañas al mar, pueda desarrollarse equilibradamente, y que la población esté distribuida de modo que utilice sus ventajas naturales en lugar de anularlas y destrozarlas» (Mumford, «Region. To live in», Survey, 1925). Salta a la vista el idealismo de los intelectuales comprometidos en poner «diques al diluvio metropolitano», destinado a naufragar en la marea de intereses económicos y en los laberintos burocráticos de la administración, más preocupada en servirlos. El tema de la planificación regional fue retomado por el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna, CIAM, pero enfocado de forma opuesta, es decir, intentando conciliar las reformas con los grandes intereses que gobernaban el mundo. En su Carta de Atenas (1933), la definía como totalidad que englobaba «el plan de la ciudad». Insistía en criticar esos «descendientes degenerados de los arrabales» llamados suburbios, «una especie de espuma» que batía los muros de la ciudad y que en el transcurso de las últimas décadas se había «convertido en marea y después en inundación», por lo cual, a fin de asegurar un nuevo equilibrio o mejor, para consolidar el desequilibrio, no podía separarse en el plano la «ciudad» de la «región», es decir, del territorio. Los arquitectos funcionalistas hablaban en nombre de los intereses generales del capitalismo: aceptaban que el acondicionamiento o la domesticación del territorio eran pues una consecuencia económica de los planes de expansión urbana; sencillamente apostaban por una verticalización, es decir, por una ocupación intensiva del territorio, inaugurando la arquitectura para pobres de bloques, típica de la posguerra.. Sin embargo, estos planes no podían contradecir las permisivas leyes del suelo, las cuales favorecían descaradamente los intereses muy concretos de los propietarios de tierras y los especuladores. El beneficio privado inmobiliario se superponía a cualquier racionalización del crecimiento urbano y los planes de «ordenación» no llegarían a confeccionarse hasta pasados los años cincuenta del siglo pasado, cuando el automóvil y el hormigón habían dado una importante vuelta de tuerca en la suburbialización del territorio y el desarrollismo se adueñaba de la política. La conurbación exigía cada vez mayores volúmenes de desplazamientos y una mayor cota de motorización. La zonificación higiénica tan recomendada por los arquitectos del CIAM, es decir, la separación cada vez más distante entre los lugares de ocio, consumo, residencia y trabajo con alguna que otra «zona verde» de por medio –nada que ver con el cinturón agrícola recomendado por la Asociación para la Planificación Regional–, aliada con un transporte público deficiente, unas condiciones de vida cada vez más sórdidas y un crédito asequible, precipitó las masas en el vehículo privado, multiplicándose las vías de circulación, y por consiguiente, incrementándose exponencialmente la movilidad, la demanda de energía y el desorden. El proceso desencadenado no era de simple dispersión edificatoria –de ocupación extensiva–, sino de urbanización generalizada, o sea, era una lisa y llana fagocitación del territorio, que al final resultaba cubierto por un tejido urbano indiferenciado. El hábitat, definido por Le Corbusier como «máquina del vivir», no era viable económicamente de ninguna otra manera. El espacio urbanizado extensivamente devino en su mayoría espacio de la circulación de vehículos. Las autopistas modelarán el territorio y determinarán su articulación. No obstante la prioridad del beneficio privado, la formación de «megalópolis» o «ciudades-región», agujeros negros que absorbían todo el espacio, el patrimonio común y la vitalidad que podía encontrarse, exigía de alguna forma una regulación de los asentamientos periurbanos y de las instalaciones industriales que dio en llamarse «ordenación del territorio», tal como corresponde a una prolongación de la ya conocida ordenación urbana. La Ordenación del Territorio, cuya redacción dependía de ingenieros y arquitectos, pretendía ser una disciplina científica cuya función era la de proporcionar un marco legal de actuación de los «agentes económicos», o sea, de los constructores, industriales y especuladores, o más bien, de legalizar dicha actuación confirmando su arbitrariedad y sus excesos. En realidad no era más que el disfraz científico de la promoción inmobiliaria. La Ordenación perseguía ante todo la accesibilidad del territorio, su fácil «conectividad», y por lo tanto, la multiplicación de infraestructuras. El territorio se sometía a las infraestructuras en lugar de adaptarse éstas al territorio. En efecto, las infraestructuras condicionarían e incluso determinarían todos los usos: paisaje, cultivo, circulación, dormitorio, ocio, vertedero, cárcel, producción energética… Y allí donde había autopistas, allí estaban los promotores. La normativa elaborada para justificar esta «cultura de la carretera» con el pretexto del «desarrollo regional», las «economías de escala», la «creación de puestos de trabajo» y la mayor recaudación impositiva, se denominó «ordenamiento territorial». Era una consagración del desorden a un nivel cualitativo superior de deterioro, pues para los dirigentes no se trataba de controlar o proteger nada, sino de «conectar» y «dinamizar», es decir, de crear las condiciones óptimas de un crecimiento especulativo que proporcionase ingentes y rápidas ganancias. El «ordenamiento» era la contribución de los funcionarios, técnicos urbanistas y cargos públicos a la destrucción del territorio, las reglas políticas de su transformación completa en capital.

Cincuenta años después de la Carta de Atenas, con las corporaciones financiero-constructoras mucho más poderosas, la conferencia de ministros responsables de la ordenación territorial celebrada el 25 de mayo de 1983 precisamente en Torremolinos, lugar emblemático de la destrucción salvaje de la costa, precisaba objetivos en una Carta Europea de Ordenación del Territorio, definida como «la expresión espacial de la política económica, social cultural y ecológica de toda la sociedad», o resumiendo, la plasmación geográfica del desarrollismo corporativo de las multinacionales. Era un intento mucho más serio de planificar la explotación sistemática del territorio. En aquel momento, se empezaban a notar los resultados de los cambios tecnológicos de la posguerra debidos a la carrera por la productividad. El medio urbano, desenvolviéndose linealmente, chocaba frontalmente con el territorio, bloqueando sus procesos cíclicos. Las novedades que afectaron a la agricultura (principalmente el uso masivo de fertilizantes y plaguicidas) y al transporte (los automóviles de gran cilindrada y la sustitución del ferrocarril por el tráiler), junto con el incremento exponencial de la producción de energía y el desarrollo explosivo de la industria petroquímica, ocasionaron males inimaginables. La verdadera crisis estaba servida: la despoblación del campo, la acumulación de residuos, la polución, el agotamiento de recursos energéticos, el agujero de la capa de ozono, el calentamiento global, el cambio climático… eran sus primeras manifestaciones. El movimiento ecologista había degenerado en partidos «verdes» y se había subido al carro del desarrollismo y de la política. Consecuentemente a la estatización del ecologismo, el Estado se había ecologizado, terminando por admitir que las «profundas modificaciones» ocasionadas por el capitalismo en la sociedad civil demandaban «una revisión de los principios que rigen la organización del espacio con el fin de evitar que se hallen enteramente determinados en virtud de objetivos económicos a corto plazo» para plasmarla en una «metódica realización de planes de ocupación de suelo» que sentara las bases de una «utilización racional del territorio». Lo que no alcanzaba a disimular la fraseología del «bienestar», «equilibrio entre regiones», «calidad de vida» e «interacción con el medio ambiente» era el paso a una sociedad de masas, donde el territorio no era principalmente fuente de alimentos sino capital-espacio organizado para ser consumido al pormenor. Y el consumo preferente provenía de la industrialización del ocio por la vía de la segunda residencia y el turismo. Pero el territorio tampoco era simplemente reserva de suelo urbanizable, pues en la explotación de sus recursos se estaban gestando intereses que se sumaban a los del sector inmobiliario y las grandes infraestructuras. Desde entonces se han producido una cascada de leyes «ordenadoras» y planes territoriales, pero la fuerte demanda de suelo, los condicionantes políticos y las crisis –«la variabilidad de la coyuntura económica» diría un experto– ha imposibilitado su aplicación global. Sin embargo, tras el informe Brundtland de las Naciones Unidas, los ejecutivos que deciden en la economía, al plantearse el problema de la futura escasez de energía, habían tomado conciencia del momento «verde» del capitalismo: En lo sucesivo, el desarrollismo sería «sostenible», o no sería. Para mejor precisión éste fue definido en la Conferencia de Río de 1992 como la unión del medio ambiente con la economía globalizada adoptando la forma de «capital territorial». El territorio adquiría «una nueva dimensión» en la alta política, situándose en el centro del triángulo sociedad-economía-medio ambiente. Adquiría prioridad su «vertebración» en tanto que «periferia» de una serie de núcleos centrales con los que cabía conectarse mediante nuevas infraestructuras a proyectar. Con ese tipo de descentralización se «maximizaría» su competitividad –aumentaría al máximo su «valor» como «activo»– y se reforzaría la «cohesión económica y social», corrigiéndose los graves desequilibrios que ocasionaban el desigual potencial económico con respecto a las áreas metropolitanas, esos «laboratorios de la economía mundial» y «motores del progreso». En el estado español la ordenación territorial sería competencia del nivel burocrático intermedio, el de las comunidades autonómicas, lo que tuvo como consecuencia unos planes exageradamente desarrollistas, por cuya sostenibilidad «velaban» comités compuestos por ejecutivos financieros, empresariales y políticos responsables de las áreas implicadas. Los dirigentes europeos, que concretaron sus objetivos en un documento de 1999 titulado Estrategia Territorial Europea, querían la integración incluso de las partes más recónditas del territorio en la economía mundial, revalorizándolas gracias al acceso a «redes transeuropeas» de transporte, telecomunicaciones y energía, es decir, a través de la constitución de un mercado europeo integrado de la construcción, de la distribución, del turismo de masas y del gas y la electricidad. Los fondos para la reestructuración, los planes de desarrollo local, la legislación medioambiental, el productivismo y la informatización total, esos son los componentes del «nuevo modelo de desarrollo policéntrico». Mediante mecanismos de teleparticipación y concertación público-privada se pondrá en marcha una «nueva cultura del territorio» que disimule en lo posible la contradicción insuperable entre los procesos naturales que ordenan verdaderamente el territorio y los procesos industriales que estructuran la sociedad globalizada. O dicho de otra manera: se tratará de apagar el incendio con una nueva clase de leña.

IV. La defensa

En la actual etapa de crecimiento capitalista, la del desarrollismo mundializado, el territorio se ha convertido no sólo en el soporte de las infraestructuras y el pilar mayor de la urbanización, sino, de modo general, en el principal recurso explotable y el impulsor imprescindible de la actividad económica. En una economía terciarizada, sin apenas actividad agrícola, se descubre que el capital-territorio disputa al capital-urbe la preponderancia como forma dominante de capital. La acumulación de capitales se ha deslocalizado y el territorio es ahora el elemento primario de una fábrica difusa y a la vez el punto final del proceso de industrialización de la vida. Paralelamente, el territorio en tanto que capital ha de ser controlado y securizado en función de su importancia estratégica adquirida. Pero precisamente por culpa de sus nuevas funciones, el territorio ha pasado a ser para el sistema capitalista la contradicción que contiene todas las demás: por un lado, su destrucción en tanto que recurso finito impedirá una explotación que pretende ser infinita, amenazando así los fundamentos de la economía; y por el otro, su destrucción en tanto que artificialización completa del espacio social donde se acumulan los efectos nocivos de un desarrollismo ponzoñoso, comportará la supervivencia de la especie humana en condiciones tan abominables que difícilmente ésta podrá soportar. La crisis energética es un ejemplo de lo primero; las revueltas espontáneas de los suburbios metropolitanos del mundo, un ejemplo de lo segundo. Y además, la destrucción del territorio no es soslayable en el contexto actual: dado que la fuerza productiva preponderante, la tecnología, es eminentemente fuerza destructiva, la catástrofe es el resultado y también el requisito previo del funcionamiento capitalista contemporáneo. A lo que conducen las catástrofes es a un mayor control, solución técnica donde las haya, así que la destrucción del territorio no se detiene ante sus consecuencias, sino que impone una monitorización, eso que los «verdes» llaman «seguimiento», los expertos policiales «contención» y los dirigentes, simplemente «salvaguarda del orden». Los controles persiguen tanto la adaptación de las poblaciones a la devastación como el encarrilamiento y la disolución de la protesta. Para una cosa recurrirán a la legislación medioambiental y a los medios, dando juego las plataformas ciudadanas, al ecologismo político y al voluntariado. Para la otra, echarán mano directamente de la tecnovigilancia y de las fuerzas del orden. Esos son los dos polos cuya tarea no es otra que neutralizar el combate anticapitalista por excelencia: la defensa del territorio. La dialéctica capitalista de la destrucción y reconstrucción se duplica en dialéctica de la represión e integración.

El territorio, al convertirse en parte principal de una fábrica dispersa, deviene el lugar donde los antagonismos sociales pueden desplegarse en toda su magnitud, y, por lo tanto, la cuestión social puede presentarse como cuestión territorial. En Castilla, «la defensa del territorio» como defensa de los bienes comunales contra la usurpación nobiliaria es mencionada en el siglo XV, pero el uso general de la expresión es mucho más reciente; probablemente provenga de las luchas de las comunidades campesinas latinoamericanas de los años 70 y 80 en defensa de su entorno y su cultura contra la agroindustria, la minería a cielo abierto y la construcción de embalses. Frente a un territorio esquilmado por los intereses económicos espurios, las comunidades oponían la idea de un territorio como bien común de uso colectivo regulado, abrigo, recurso y fuente de vida. En los países donde reinan condiciones turbocapitalistas, la defensa del territorio surge en el campo como protección del hábitat rural y del modo de vida que éste hacía posible, inicialmente como movimiento antinuclear, y surge en la conurbación como respuesta a la degradación insoportable de la vida urbana. En ambos casos es una defensa de la identidad perdida, esa de la que nos hablaba Catón el Censor al escribir en De Agricultura: «cuando nuestros antepasados querían alabar a un buen ciudadano le llamaban buen agricultor, buen granjero» (los romanos consideraban el trabajo de la tierra como la única ocupación verdadera del hombre libre). En el campo se prolonga dicha defensa en una resistencia a las infraestructuras y a la industrialización de la actividad agraria, resistencia que pretende restaurar la democracia vecinal; en la aglomeración urbana es una lucha por la descolonización de la vida cotidiana que desemboca bien en un combate por el retorno de la vida pública, o bien en la deserción de la urbe. En el primer caso se apela al apoyo de las masas urbanas; en el segundo, se invita desde la plaza pública a la ocupación de tierras y a la creación de huertos colectivos. La defensa del territorio es pues una lucha por la ciudad, y viceversa, la lucha por la ciudad es una defensa del territorio. Hubo un tiempo en que la población urbana tenía un fuerte componente agrario, representado en sus órganos rectores. Ciudad y territorio nunca han sido y no son realidades distintas y enfrentadas, son interdependientes; ni son concebibles una sin la otra, ni se pueden transformar por separado. Ni la libertad ciudadana existirá en un territorio sojuzgado, ni la soberanía municipal podrá darse alrededor de una megalópolis. Para que se dé una verdadera simbiosis, las dos exigen el desmantelamiento de las conurbaciones y la dispersión del poder, pero no la abolición de la ciudad; la recuperación para el cultivo del espacio urbanizado y el fin de la dependencia unilateral, no es el fin del proyecto colectivo de convivencia ciudadana: la desindustrialización sigue los pasos de la ruralización, no los de la barbarie anticivilizadora. Desurbanizar el campo y ruralizar la urbe, volver al campo y retornar a la ciudad, tales son las líneas convergentes de una futura revolución antiestatista y anticapitalista. El derecho al territorio que ha de deducirse de un uso racional del espacio, es también derecho a la ciudad, pero su implantación exige tanto el fin del Estado, como del mercado global.

Si proclamamos que la defensa del territorio es la nueva lucha de clases, o que, repitámoslo, la cuestión social es ante todo una cuestión territorial, ello no es debido a que los objetivos de una clase oprimida se hayan desplazado de las fábricas a la agricultura, a la recolección o a la caza. En una sociedad donde la explotación es fundamentalmente técnica, los oprimidos no forman una clase, puesto que no son sino prótesis de la máquina, masas hechas a imagen del mundo urbano en el que sobreviven. No les define la recepción de un salario a cambio de un trabajo, sino el ser piezas de un engranaje que les obliga a consumir y endeudarse en un espacio enclaustrado y condicionado, el de la economía de mercado. Les define pues un modo de vida particular impuesto, donde carecen de decisión por completo. Dicho espacio es urbano pero sin vida urbana, ideal para los neuróticos, los parásitos, los anormales y los sociópatas. Es el espacio de masas sin voz y sin conciencia, infelices, administradas mecánica y autoritariamente por profesionales del adiestramiento. La degradación de la convivencia y la agresividad que lo caracterizan son ambas producto de los factores mórbidos que provoca el amontonamiento, el ritmo de la máquina, la tensión consumista, la incomunicación y la soledad. Patrick Geddes llamó a la metrópolis degenerada patópolis, ciudad de las enfermedades, y efectivamente, la vida urbana está minada por condiciones patológicas crecientes. La violencia de las revueltas urbanas refleja la enorme violencia que soportan cotidianamente los desmoralizados habitantes de las conurbaciones. No es una violencia de clase, es una violencia de desclasados. La insurrección latente de las masas no es más que la expresión violentamente lógica de la patología de la vida privatizada, mediocre, apática y esclava. La miseria de la vida cotidiana, acentuada por las crisis, es el denominador común de todos los disturbios urbanos, desde los de las ciudades americanas durante los años cincuenta hasta los más recientes de Estocolmo, Ankara o Sao Paulo, y es el sustrato de todas las revueltas. A través de ellos se anuncia el nuevo proletariado. Tampoco busquemos en las cuestiones laborales la base donde recomponer el sujeto de la historia, la unificación del objeto (la realidad objetiva) con el sujeto (el agente de la Razón), porque ésta subyace en la protesta contra la expropiación total de la vida. Es una protesta que contiene implícitamente el rechazo de un espacio reíficado y masificado donde reinan la desmemoria, la ausencia de vínculos y la sumisión; en resumen, el rechazo del hábitat metropolitano. Por consiguiente, la crítica de la vida cotidiana en actos es portadora de una crítica del espacio: de la crítica del urbanismo concentracionario de los dirigentes llegamos a la de la domesticación del territorio adquiriendo por el camino una conciencia social del espacio o, dicho de otro modo, una conciencia territorial. La defensa del territorio, asamblearia por naturaleza, es el momento de dicha conciencia. La comunidad se manifiesta como reunión, como «junta», no como unión, como entidad susceptible de institucionalizarse. En cierto modo se podría decir que si al penetrar en todos los resquicios de la vida la opresión se había espacializado, la lucha contra ella, también. En el fragor de la batalla, la clase de la conciencia, el nuevo proletariado, se constituye creando y defendiendo su espacio, que es su mundo, su objeto. Su hábitat es la fábrica difusa que ha de desindustrializar y desurbanizar para poder gestionarla libremente, y su herramienta orgánica, la comunidad territorial representada por la asamblea.

Si la ordenación del territorio era la última fase de la ordenación de la vida, o sea, el caos planificado, la primera tarea de su defensa será «desordenarlo», es decir, desmasificarlo, desprivatizarlo y conducirlo hacia la anarquía, que, de acuerdo con Reclus, «es la más alta expresión del orden». La defensa del territorio ha de bregar con grandes contradicciones. La primera de ellas reside en el hecho de que el sujeto que ha de llevarla a cabo está mayoritariamente concentrado en las conurbaciones, el suelo natal de la inconsciencia y el olvido, por lo que es más probable que los procesos de despoblamiento y de repoblación sigan ritmos diferentes y vayan descoordinados. El urbanismo y la ordenación territorial, con el fin de volver imposible la apropiación liberadora de los lugares y el abandono de las zonas de apelotonamiento, han levantado grandes obstáculos al reequilibrio poblacional. A este escollo se superpone otro: la lucha desde la conurbación es principalmente destructiva, pues poco se puede construir de autónomo y verdadero en los espacios estériles de la esclavitud asalariada y consumista, y en cambio, en el campo el aspecto constructivo goza de más oportunidades, pues la cultura campesina rebrota con facilidad en terrenos segregados del mercado, todo lo cual, con una conciencia social ausente, favorece el desarrollo de ideologías mesiánicas y nihilistas en la parte urbanizada, y el de ideologías ciudadanistas y ruralistas en la suburbanizada, formas de la falsa conciencia que oscurecen la mente y vuelven a los individuos extraños a la vida libre. Así, en las áreas metropolitanas, la problemática laboral será ensalzada como máxima expresión de la «lucha de clases», mientras que el enfrentamiento con las fuerzas del orden suele ser elevado a los altares de la radicalidad y la violencia, convertida en un valor absoluto en tanto que «poesía de la revuelta». Por otro lado, en las zonas post rurales, el proteccionismo legalista, el recurso a los partidos y a la administración, el compromiso ambiental de los empresarios y la economía seudo-altruista llegarán a considerarse panaceas del decrecimiento y de la ruralidad bien entendida. En todas partes ha de construirse una comunidad de lucha para tirar hacia adelante, pero igual que no hay que desdeñar los huertos urbanos, los talleres cooperativos o los métodos asamblearios en nombre de la autodefensa de las movilizaciones, tampoco hay que dejar de lado ni la ocupación de tierras abandonadas o expropiadas, ni el sabotaje de los cultivos transgénicos, de la maquinaria para infraestructuras o del turismo. Es revolucionario saber cómo se hace una hogaza de pan, pero también lo es saber como se hace una barricada. Tanto la segregación como la resistencia no tienen como objetivo la supervivencia aislada sino la consolidación de la comunidad y la abolición del capitalismo. El restablecimiento de los concejos abiertos, la creación de una moneda «social», los circuitos cortos de producción y consumo, o la recuperación de los terrenos comunales no pueden ser vías «alter-capitalistas» y pretextos para la inactividad o el ciudadanismo. Su finalidad en el ámbito del oikos es la producción de valores de uso, no de valores de cambio. No son trazos identitarios del gueto rural buenrollista, sino distintos aspectos de una misma lucha, la lucha por un territorio emancipado de la mercancía y del estado, cuya atmósfera hará libres a quienes la respiren. Son elementos de importancia mayor de cuya correcta combinación dependerá una estrategia eficaz que conduzca las fuerzas de la conciencia histórica a la victoria. Su elaboración es tarea de la crítica antidesarrollista, que, a diferencia de otro tipo de críticas, no se pierde en generalizaciones teóricas abstractas ni se instala en la pura negatividad o positividad activista, puesto que, de forma muy concreta, sabe lo que quiere. Por eso no intenta coger la luna en el reflejo del agua. Conoce exactamente el lugar donde ir a buscar las cosas.