29 diciembre, 2016

Después de Alepo, liberar Idlib - Thierry Meyssan


RED VOLTAIRE | DAMASCO (SIRIA) | 27 DE DICIEMBRE DE 2016
La liberación del este de Alepo pone fin al intento de derrocamiento de la República Árabe Siria. Y ha sido posible porque Qatar abandonó la partida y porque Turquía prácticamente ha cambiado de bando. Pero una parte de la geografía siria aún se halla bajo la ocupación de los yihadistas, servidores de la OTAN. Las próximas victorias militares y el fin de la guerra dependen, por tanto, de las negociaciones secretas que acaban de iniciarse con varios miembros de la alianza atlántica.
Pobladores del este de Alepo acogen con júbilo a los soldados del Ejército Árabe Sirio.

La liberación del este de Alepo por el Ejército Árabe Sirio se hizo posible porque varios actores extranjeros aceptaron retirar su respaldo a los yihadistas. La República Árabe Siria no podía negociar por sí misma la salida de los actores que abandonan la escena, sólo podía hacerlo la Federación Rusa.

Moscú logró convertir a Qatar en un aliado. El cambio de bando de Qatar quedó sellado, a principios de diciembre, con la venta a Doha de una quinta parte del capital de Rosneft, el gigante ruso de los hidrocarburos. Rosneft es la joya de Rusia, es la empresa más grande del mundo. Con esa transacción, supuestamente destinada a equilibrar el déficit del presupuesto ruso, el presidente de Rosneft Igor Setchin y el presidente ruso Vladimir Putin unieron indisolublemente las políticas energéticas de los dos principales exportadores de gas del planeta. De hecho, Qatar abandona a sus yihadistas, aunque tiene una oficina permanente en la sede la OTAN, en Bruselas, desde mayo de 2016.

El otro actor que cambió de casaca es Turquía. Aunque Turquía sigue siendo miembro de la OTAN, el hecho es que su presidente, Recep Tayyip Erdogan, se ha convertido, en el plano personal, en adversario de Washington. Desde las elecciones legislativas, la CIA ha tratado de asesinarlo 4 veces –la más reciente fue el pasado 15 de julio. Así que Moscú utiliza ahora a Erdogan para separar a Turquía de Estados Unidos.

Aunque es una maniobra complicada que puede exigir bastante tiempo, lo cierto es que ya causa inquietud en Tel Aviv, comanditario del asesinato del embajador ruso en Ankara –crimen debidamente aprobado, e incluso celebrado públicamente en las páginas del New York Daily News, el cuarto diario más importante de Estados Unidos y portavoz del grupo de presión sionista más radical. Es posible que Tel Aviv esté también detrás de la muerte de Peter Polshikov, director del buró a cargo de Latinoamérica en el ministerio ruso de Relaciones Exteriores, hallado muerto en su apartamento de Moscú, con un balazo en la cabeza.

Después de haberse planteado la posibilidad de que el asesinato del embajador ruso en Ankara, Andrei Karlov, fuese resultado de un doble juego de Erdogan, Moscú comprobó que esa hipótesis resulta muy poco probable. Vladimir Putin ordenó reforzar las medidas de seguridad en Rusia y la protección de sus representantes en el extranjero. En todo caso, el asesinato del embajador ruso demuestra que el presidente Erdogan ya no controla plenamente la situación en su terreno.

La captura de un grupo de militares extranjeros en un bunker construido en el este de Alepo viene a ilustrar la evolución del conflicto. Se trata principalmente de oficiales británicos, estadounidenses, franceses, sauditas y turcos. Al dar a conocer públicamente, en Nueva York, una lista no exhautiva con los nombres de 14 de esos militares, el embajador sirio Bachar Jaafari puso a la OTAN ante sus responsabilidades, actitud muy diferente de la que Siria había adoptado –en febrero de 2012– cuando negoció bilateralmente con Francia y Turquía durante el asedio del Emirato Islámico implantado en Baba Amro. En aquel momento, Damasco entregó a ambos países unos 40 oficiales turcos y una veintena de militares franceses capturados en Baba Amro. Los militares turcos fueron liberados a través de la mediación del director de los servicios de inteligencia rusos, Mijaíl Fradkov, mientras que los franceses fueron entregados directamente al almirante Edouard Guillaud –el entonces jefe de estado mayor de las fuerzas armadas de Francia–, quien vino personalmente a recogerlos en la frontera libanesa. A cambio de la entrega de los militares franceses, el gobierno sirio y la administración del entonces presidente francés Nicolas Sarkozy concluyeron un acuerdo en el que Francia se comprometía a abandonar la guerra contra la República Árabe Siria, acuerdo posteriormente violado por el sucesor de Sarkozy, Francois Hollande.

La existencia de un bunker de la OTAN en el este de Alepo confirma lo que siempre denunciamos sobre el papel de coordinación con los yihadistas que desde el inicio de la crisis ha desempeñado el LandCom de la OTAN, desde la ciudad turca de Esmirna (Izmir). Pero el Consejo del Atlántico Norte nunca fue consultado sobre esa operación. Al igual que en el momento del asalto a Trípoli –la capital libia– en agosto de 2011, Washington utilizó los medios de la OTAN a espaldas de algunos miembros de ese bloque militar. Y con ello aplica la doctrina Rumsfeld, según la cual ya no existe una coalición permanente alrededor de Estados Unidos sino únicamente una sucesión de coaliciones “a la carta”, según los blancos que selecciona Washington.

El proceso de liberación total del suelo sirio debería proseguir ahora con la liberación de Idlib. Esa gobernación siria se halla actualmente bajo la ocupación de una multitud de grupos yihadistas sin mando común. Como dichos elementos son incapaces de garantizar la administración del territorio que controlan, y mucho menos de satisfacer las necesidades de la población civil, ese territorio está siendo gobernado de facto por la OTAN a través de falsas ONGs. Así lo comprobó el mes pasado un think tank estadounidense.

Para vencer a los yihadistas de Idlib habría que cortarles su vía de abastecimiento, o sea sellar la frontera turca. Eso es lo que la diplomacia rusa está tratando de obtener.


Fuente 
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26 diciembre, 2016

Maneras de morir viviendo. La no vida y el peligro del capitalismo humanitario – Crespo

John Holcroft

06.02.2006
¿Seres sociales o autómatas programados? La docilidad de la democracia burguesa. Una mirada a los sistemas de producción que nos convierten en seres inertes en vida. Desenmascaremos al capitalismo humanitario.
No es difícil probar que en el sistema capitalista, impuesto y obedecido que padecemos, palabras como libertad, igualdad o justicia son meros eufemismos al alcance de todos.

En este brutal sistema socioeconómico que condiciona todos los aspectos de nuestras (no) vidas se nos inculca –desde los sectores más progresistas y humanistas– la necesidad de profundizar en la democracia, haciéndola más participativa, mejorando los mecanismos legales para respetar los derechos humanos. Es decir, compatibilizar el capitalismo (este u otro renovado) con la dignidad de las personas. Algo, esto último, totalmente incompatible.

Ese progresismo intelectual que tiene miedo a abolir el trabajo asalariado, que no quiere oír hablar de acabar con el parlamentarismo, que se acongoja con el ataque a la propiedad privada y la acumulación de riqueza. En suma, que odia la revolución social, no se cae en la cuenta –porque no se quiere caer– de que el capitalismo consiste en la acumulación de capital con el único objetivo de conseguir plusvalor, esto es, beneficio económico creado artificialmente (nunca naturalmente) para el lucro personal de unos pocos. 

El trabajo impuesto, asalariado, el que nos obliga a vendernos para (sobre)vivir, se realiza pues para conseguir ese objetivo: producir plusvalor, acumular riqueza en manos de los menos que explotan a los más. A partir de ahí, los trabajos que surgen, los que se crean y los nuevos que de ahí derivan, no nacen con el objetivo de satisfacer las necesidades humanas, sino de generar ese tan preciado como innecesario plusvalor.

Dicho de otro modo, todos los trabajos que existen –sobre todo en las formas que existen– son innecesarios para la satisfacción humana. Dicho de otra forma, cuando estamos 8, 10, 12 horas en la obra jugándonos la vida, otro tanto en el despacho de la administración, otro cuanto recolectando en la huerta y así hasta el último de los trabajos, estamos de una manera absurda perdiendo nuestro tiempo, renunciando a nuestra vida, impidiendo desarrollar nuestros deseos y pasiones, para producir riqueza a una clase económica determinada; la dominante.

Más que perder nuestro tiempo, se lo entregamos a quien nos explota. Es decir, regalamos nuestra vida –que de esta manera se parece más a la muerte– para que otros vivan los privilegios que acumulan con nuestro esfuerzo. Una forma de tortura como otra cualquiera. Estamos tan docilizados que no reparamos en ello. Encima tenemos que aguantar que sea una obligación democrática, inevitable norma que nos dota de derechos. Toda una invitación a la violencia.

Aunque ciertos trabajos aparentemente puedan parecer tener sentido no se realizan para cubrir las necesidades humanas de todos por igual –insisto– sino para generar desigualdad a favor de una elite privilegiada que sustenta el poder instalándose –con todo tipo de camuflajes– en el aparato del estado y la patronal. Además, todo esto se hace a escala mundial. En eso consiste la globalización: en extender este fenómeno, está lógica del mercado, a escala planetaria. Allí donde ya existe consolidarlo, y allá donde todavía no ha llegado imponerlo. Avanzamos, pues, hacia un mundo en el que todo funcione como un gran oligopolio financiero global donde nada ni nadie puede escapar, donde no haya espacio para la resistencia.

Todo este proceso condiciona las relaciones humanas, que de humanas tienen poco y se convierten en relaciones mercantiles. Lo humano –ya no digamos lo animal– queda en último término para que se prioricen los vertiginosos movimientos de mercancías. No vivimos la vida –como decían los situacionistas– sino que la representamos. Vivimos la no-vida, donde el dinero –un bien material creado por la clase opresora– es el nuevo Dios que condiciona todos los ámbitos de la (no) vida: la felicidad, la tristeza, la pasión...

Lo irracional e injusto de todo ello no deja tiempo para la comprensión-aceptación de la situación. En este contexto, no existe peor actitud que la de justificar veladamente tendiendo a entender todo este incomprensible –por lo brutalmente injusto– sistema, como hace la socialdemocracia. Ahora resulta que los que se denominan humanistas, defienden un sistema brutalmente inhumano, los que se denominan pacifistas defienden un sistema basado en la violencia en su estado más puro. Promover el hambre –pues promover el capitalismo democrático es promover el hambre y todas las enfermedades que de ahí derivan– es, curiosamente, defender la paz; esa podrida paz social. Más de10 millones de personas, en su mayoría niños, mueren a causa de ese hambre y de las enfermedades que se derivan de la ausencia de alimento anualmente. Lo vemos pasar como algo casual fruto del azar, cuando es algo intencionado, consecuencia inevitable de que unos tengan 10 y otros 0. Nuestro campo de concentración neonazi particular sin precedentes en la historia.

Paralelamente quienes defendemos el odio de clase, que se manifiesta en esa bella y necesaria confrontación que así –y sólo así– puede arañar los cimientos donde se sustenta el sistema, somos violentos. Socialdemocracia instalada en buena medida –cual comité ejecutivo– en el movimiento antiglobalización, en los movimientos sociales, en las cabezas (aparentemente) pensantes de quienes componen esos movimientos. Ese capitalismo humanitario defendido en los foros sociales donde se hace necesaria una "segunda fase" de la globalización ya que "la primera fase... creó mucha pobreza y desigualdades sociales, porque se dejó de lado el aspecto social". Donde se pone en práctica un "nuevo" concepto político, el de la "sociedad civil internacional organizada" sin diferencias entre trabajadores y patrones. Donde se habla de "reforzar la democracia electoral”. Donde se acuerda la "abolición de la deuda externa" con los que la cobran. Donde se teme a la autogestión, la descentralización, la democracia directa y la autonomía, como respuesta al monopolio de la violencia, de la información, de la cultura y de la administración de la riqueza que en estos momentos ostenta el capital. Donde se denomina al levantamiento de los pueblos “terrorismo”; y no se tacha de ello a la represión que los Estados ejercen contra ellos.

Por eso es importante combatir no sólo al capitalismo aparente (cada vez más en extinción) y apuntar, desenmascarar y destruir las nuevas formas democráticas y humanitarias para combatirlas con la firmeza que se merecen, combatir al capitalismo, a la miseria. El discurso humanista, democrático, “pro-derechos-humanos” se ha instalado en los poderes fácticos. El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, Naciones Unidas, los ejércitos.... han adoptado, en buena medida, la retórica de los desposeídos. Y los desposeídos, pequeñamente aburguesados, han perdido los papeles con esa hábil estrategia asimilada –puesta en práctica con inmejorables resultados– por el poder.

Hasta que no comprendamos esto y sepamos desenmascararlo, dirigiremos nuestras fuerzas al fracaso revolucionario. Matar al patrón moderno que pulula por los movimientos sociales, destruir al oenegeista que va por la asamblea. Acabar con el policía que llevas dentro, se hace una metafórica necesidad militante; una obligación moral inexcusable.


crespez@hotmail.com

23 diciembre, 2016

LA DEMOCRACIA ES UN MITO; LAS ELECCIONES, UN RITUAL – Pedro Bustamante

"Los mecanismos de poder son hoy mucho más drásticos, violentos, obscenos, corruptos, criminales, impunes, inmorales, etc., de lo que la mayoría de la población piensa, de lo que estaría dispuesta a asumir, de lo que incluso es capaz de imaginar."


15.07.2016

Todas las religiones tienen sus mitos y sus ritos. En esto la religión hollycapitalista no es diferente. Uno de los mitos y de los ritos principales del hollycapitalismo es la democracia. Todo lo que vamos a decir sobre la democracia se puede aplicar también a las nociones de Estado de derecho y de legalidad, pero nos centraremos en la democracia por que esta tiene una dimensión ritual particularmente importante, y que es al mismo tiempo marcadamente popular.

El mito de la democracia consiste en creer que esta existe como tal, que el pueblo es soberano, que su voto decide algo o tiene alguna influencia en el Estado y en el gobierno. Cualquiera que conozca suficientemente cómo funciona el poder sabe que esto es una falacia, esto es, que la democracia es un mito. En el hollycapitalismo, si el pueblo influye en algo en la manera en que funciona el sistema, en cómo se gobierna, en su statu quo, es en un grado muy pequeño a través de los mecanismos democráticos. Y en todo caso estos forman parte de un mecanismo mucho más complejo. Más bien habría que decir que hoy el sistema obtiene nuestro consentimiento a través de toda una serie de dispositivos, que van desde nuestras cuentas bancarias y nuestras tarjeras de crédito hasta las páginas web que visitamos, que si algo decide hoy el fiel hollycapitalista es, como dice Slavoj Žižek, si prefiere Coca Cola o Pepsi Cola.

La democracia es pura mitología. Pero al mismo tiempo es un ritual, en particular las elecciones y los referéndums. El BREXIT y la ola de referéndums que vamos a ver en Europa en lo sucesivo, como la que venimos viendo de soberanismos varios, es parte de esta farsa, de esta mitología, de este mecanismo de canalización de indignación.

Las elecciones y los referéndums son rituales en la medida en que son la otra cara de la moneda del mito, los actos reales en los que el mito, la ficción, se hace efectiva. Votar hoy en la religión hollycapitalista supone implícitamente creer en el mito, aceptarlo. Es como seguirle la corriente a un loco o a un borracho. Lo único que se consigue es que este crea que no es un loco o no está borracho, pero no sacar al enajenado o al alienado de su estado. De la misma manera, votar hoy contribuye a que nada cambie.

En cierto modo el mito de la democracia coincide con el mito del contrato social, que forma parte de todo este parque de atracciones. Que existe verdaderamente un contrato social es también un mito. Acudir a las urnas es aceptar que esta ficción de académicos es algo real, es como firmar el contrato. Aunque, como decimos, la mecánica que está en el trasfondo de la llamada democracia y de las elecciones llamadas democráticas es más profunda que la de los contratos, y no puede entenderse en todo su alcance al margen de su religiosidad. De hecho se puede afirmar que las elecciones son un acto mágico que convierte en real una ficción. Y un acto propiciatorio, como lo eran los rituales de la fertilidad de la tierra que creían propiciar las lluvias y el crecimiento de los cultivos. El acto mágico que son las elecciones propicia que todo siga igual, que el régimen de poder-religión hollycapitalista siga siendo igual de criminal, corrupto, injusto, obsceno, hipócrita, cínico e inmoral.

Esto no quiere decir que no valoremos todo este aparataje de mitología y de ritualística, que de hecho es la herencia decadente de milenios de civilización. Gracias a todo esto las cosas, en el mejor de los casos, siguen igual de mal, o empeoran progresivamente, lo cual es siempre preferible al caos y la guerra. Gracias a este y a otros muchos mitos es como las sociedades, mejor o peor, funcionan.

Acudir a votar es por lo tanto como dar estatus de realidad a la ficción del contrato social, como firmarlo. Pero en el caso del contrato social hollycapitalista, este es impuesto unilateralmente por el poder, cuenta con innumerables páginas de letra pequeña y lenguaje esotérico, además de numerosas páginas en blanco que el votante también debe firmar. En otras palabras, el fiel hollycapitalista que acude al ritual electoral da el visto bueno a la autoridad para que esta utilice  su poder como considere oportuno, sin dar explicaciones, a menudo de manera encubierta y en la mayoría de los casos perjudicando a la mayor parte de la ciudadanía y beneficiando a la minoría que ostenta el poder real en la sombra.

El ritual electoral es por lo tanto una pieza fundamental del mito de la democracia y del régimen de poder-religión hollycapitalista, en la medida en que convierte la ficción en realidad, al mismo tiempo que supone su acto de legitimación. A su vez, le proporciona al poder un sondeo real del grado de eficacia de todo el mecanismo, de hasta qué punto el pueblo cree en el mito y participa con mayor o menor entusiasmo en el ritual. Le regala al poder información de primera mano para que este comprenda las crisis de legitimidad del sistema, de manera que, en caso de que estas amenacen el statu quo, se puedan implementar mecanismos de recuperación mediante nuevas fórmulas políticas.

El mito y sobre todo el ritual llamados democráticos funcionan, como en el resto de regímenes de poder-religión, como mecanismos de transferencia de energías libidinoso-agresivas, esto es, de escenificación y atribución de roles morales tales como "moderado" y "radical", "inocente" y "culpable", "bueno" y "malo", etc. Estos procesos de transferencia libidinoso-agresiva operan en ambos sentidos, son catárticos y anárticos, esto es, basados en la catarsis y en la anarsis.

La democracia, el Estado de derecho, la legalidad, etc., funcionan como mitos porque el régimen hollycapitalista es infinitamente más complejo y más perverso de lo que parece. Los mecanismos de poder son hoy mucho más drásticos, violentos, obscenos, corruptos, criminales, impunes, inmorales, etc., de lo que la mayoría de la población piensa, de lo que estaría dispuesta a asumir, de lo que incluso es capaz de imaginar. Si los fieles hollycapitalistas supiesen cómo funcionan verdaderamente las pretendidas democracias en las que viven se produciría inmediatamente una revolución, un estallido social, un colapso de todo el sistema. De la misma manera que si supiesen cómo funciona el dinero fiduciario, así como tantos otros temas que la propaganda del sistema se encarga de ocultar y de manipular a diario. Así, como sucede de una manera u otra en todos los regímenes de poder-religión, las llamadas democracias funcionan como cortinas de humo, como  grandes puestas en escena que ocultan la obscenidad del poder. De hecho, en el caso del hollycapitalismo, se puede afirmar con todo rigor que la democracia es lo más parecido a una película o a un serial hollywoodense, con la particularidad de que la democracia es continua y que renueva los personajes cada cuatro años, teniendo los votantes la opción de tomar parte hasta cierto punto en esta renovación de los roles principales de la serie.

La democracia es un mito porque las elecciones no cambian nada significativo en el statu quo y en el caso de que pudiesen hacerlo son manipuladas para que no suceda. Utilizando los votos por correo, los electores que no votan, los programas informáticos de recuento, u otros métodos fraudulentos.

Por definición en el escenario de la democracia solo aparecen aquellos temas que no afectan al estado de poder real (Rajoy, Iglesias, Sánchez, Rivera: ¡farsantes!). Toda la maquinaria del sistema —los medios, las encuestas, las campañas, las leyes electorales y de financiación de los partidos, los mecanismos de financiación ilegal, la impunidad, el control político de la justicia— garantiza que siempre gobiernen partidos controlados por el poder real en la sombra. De esta manera cualquier cambio sustancial que no beneficie al poder queda excluido de partida. Esto supone que, si se quiere comprender de verdad cómo funciona el poder hoy, deben estudiarse precisamente aquellos temas que los medios hollycapitalistas ocultan, manipulan y demonizan, y en particular todo lo que queda englobado dentro de la noción de democracia.

En caso de crisis democrática y de legitimidad del sistema, que en definitiva se reduce a una crisis del mito y del ritual democráticos, el sistema apoya partidos de corte más populista o más radical que amortigüen estas crisis de manera que todo siga igual. Para ello estos partidos de nuevo cuño deben recuperar los movimientos de base auténticos que los constituyen, pero al mismo tiempo sus cúpulas deben estar controladas e infiltradas por el poder real. De esta manera estos partidos aparentemente "radicales", "antisistema", "ultras", amortiguan estas crisis. Funcionan como los pasatiempos de los periódicos: mantienen a los sectores más criticos con el sistema, esperanzados o entretenidos con asuntos políticos superficiales que no afectan al poder real y a menudo lo benefician. Mantienen a sus seguidores alejados de los temas que verdaderamente supondrían una transformación del sistema.

Es el caso de movimientos que se agrupan alrededor de nociones como la democracia real o participativa, que de hecho son controlados por  grandes fundaciones globalistas en la medida en que, de manera encubierta, contribuyen a socavar la soberanía de los Estados y con ello a la implementación de derecho del Nuevo Orden Mundial orwelliano. Que estos movimientos que luchan por la democracia real, participativa, asamblearia, etc., puedan cambiar algo en el statu quo es otro mito derivado del mito principal de la democracia.  

Se suele decir que la democracia es la dictadura de las mayorías sobre las minorías. Pero esto no es exacto. En realidad la supuesta democracia hollycapitalista encubre la dictadura de una minoría muy poderosa sobre todo el resto. Pero para ello esta minoría más poderosa establece una alianza estratégica y provisional con las mayorías, de manera que la peor parte se la lleve la minoría menos poderosa. Esta mecánica opera tanto a escala estatal como supraestatal o imperial. Así, a escala imperial, los Estados más poderosos dictan las políticas que los menos poderosos deben asumir, dictados que son disfrazados como decisiones políticas soberanas de los Estados sometidos. Al final, esta cadena llega hasta los países, las clases, los colectivos, etc., que son víctimas de la violencia imperial explícita, de las desestabilizaciones, de los golpes de Estado, de las desapariciones, de la tortura, de los atentados terroristas, de la guerra. En este sentido decíamos que el régimen hollycapitalista, como el resto de regímenes de poder-religión, se basa en mecanismos de transferencia de deseo, amenaza, goce, y por encima de todo, violencia. El hollycapitalismo es también un régimen sacrificial. La violencia que las elecciones democráticas canalizan es en última instancia la misma violencia que preside las lapidaciones tribales. Es la misma violencia pero sublimada. De esta violencia sublimada se alimenta la particular religiosidad de la mitología y del ritual democrático.

El mito y el rito de la democracia están ahí para ocultar todo esto. Pero al mismo tiempo para que todo esto funcione, para ser el vehículo de estas transferencias libidinoso-agresivas. En este sentido se puede decir que la verdadera representatividad política es la que hace posible estas transferencias, la que opera como cortina de humo, la que deja fuera de escena lo obsceno del poder. Este es el papel fundamental de la supuesta democracia, de las elecciones y de los referéndums. Pero solo como parte de un mecanismo mucho más vasto, que en el hollycapitalismo lo integran los medios de comunicación, las redes sociales, el consumo, y en general la dimensión hollywoodense que atraviesa todo el sistema de producción y reproducción, mercantil y social. La democracia y los procesos de elección democráticos son solo una parte de este complejo. De ahí que la tendencia es a que cada vez estén más imbricados con ellos, y en particular con la producción de crisis y eventos sintéticos, como atentados terroristas de bandera falsa, que contribuyen a la mitología y al ritual electoral y democrático. Es lo que vimos en el 11M en España y seguiremos viendo en lo sucesivo en todo Occidente.

Por último hay que decir que la religiosidad de la democracia en general, y de movimientos como la democracia real o participativa, se deriva en parte del hecho de que incorporan una dimensión utópica, que es tanto más efectiva cuanto más inalcanzable. Esto otorga a todos estos movimientos idealistas su particular encanto, su carácter romántico y entrañable. Pero es también lo que mantiene alejado de ellos a los verdaderos intelectuales y a los ciudadanos verdaderamente comprometidos, que no son tan fácilmente manipulables por el poder.


19 diciembre, 2016

El jardín de las peculiaridades - Jesús Sepulveda

Paul Rumsey

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La ideología se cristaliza como un mapa en la memoria. Se legitima propagando la falsa idea de que el mundo en que se vive es el mejor de los mundos posibles, o el sistema que mejor funciona, sin importar sus falencias. Por eso, no es extraño escuchar decir que el socialismo es mejor que el capitalismo, el libre mercado mejor que el estado proletario, la democracia mejor que el fascismo, la dictadura militar mejor que el comunismo, la república mejor que la monarquía, el feudo mejor que la esclavitud, la ciudad mejor que el campo, etcétera. Cualesquiera sean los argumentos que se esgriman, todos caen en última instancia en el disparate, porque tienden a justificar la represión en aras de un supuesto orden necesario. De este modo, la ideología demoniza a sus opositores como partisanos del -también supuesto y construido- caos, alabando la mesura y fomentando la resignación. Así, la ideología paralogiza y engatusa a los incautos para que acepten todo el mal como algo inevitable, ya sea con un dejo de fatalidad u orgullo, pero siempre con renuncia y sacrificio. Por lo mismo, no es raro oír decir que los cambios son imposibles, o que ya no hay ideales por qué luchar ni esperanzas qué abrazar. La ideología planifica la desesperación colectiva: Aliena. Derrota. Es tanto o más recalcitrante que un dogma, porque su finalidad no es otra que perpetuarse. Para ello despliega todo el abanico de instrumentos que tiene a su alcance: el genocidio, el ecocidio, las elecciones, o simplemente el miedo, que fija la imaginación, o la borra.

La ideología opera como una narrativa que domestica a través de su lógica sistémica estandarizadora. Se expande como un virus -o plaga transparente y mimetizante- que se expresa en las modas o en las identidades con etiqueta. Así nadie la ve, nadie la siente, nadie la toca: pero todos hablan por su boca. Asfixia la mente, que se conecta a un servidor -o a una máquina-madre- y enchufa los ojos. Luego se reproduce mecánicamente y acumula el deseo insatisfecho que rueda en una espiral oscilante, como si fuesen los pliegues de un acordeón o el corazón artificial que bombea agónico, hasta que el imperio se rearme, el gobierno se reagrupe, la casta reviva, o el sistema fallezca por propia decadencia.

La ideología se cristaliza como un mapa. Da una falsa noción del mundo, como si fuese una creación mental, o un escenario construido sobre la base del engranaje productivo: la burbuja ideológica y material que funda los llamados sistemas políticos y económicos que organizan las formas de dominación ecosocial. La ideología se justifica propagando la falsa idea de que éste es un mundo feliz -y viable- y que a pesar de sus falencias es mejor cerrar los ojos para acostumbrarse a sobrevivir y evitar cualquier sueño disruptivo. Cuando un sujeto sueña, se acaban las pesadillas y la fantasía florece. Esto puede ser altamente subversivo, porque además de echar a volar la imaginación, borra las narrativas y da vuelta a los mapas, que quedan arrumbados en el fétido vertedero de los despojos.

2

La domesticación es un proceso que sufren algunos animales en este planeta. Reduce lo silvestre y acostumbra a la ausencia del jardín natural de seres vivos en este planeta. Elimina cualquier rasgo salvaje que se niegue con naturalidad díscola a la estandarización de este planeta. Borra lo agreste y lo espontáneo que hicieron posible este planeta. Homogeneiza a todas las criaturas en grupos y uniforma la vida en unidades que categorizan todo lo que vive y respira en este planeta. Clasifica a los seres humanos fuera del reino animal, creando las categorías de reinos y ordenando a las plantas e insectos como objetos de vida muerta en este planeta. La domesticación es un proceso que se sufre como extraña enfermedad que arrasa la vida a lo largo y ancho del planeta, amenazando destruir la existencia de todos lo que habitamos su relieve mágico.

Do Hu Su

3

El cariño da fuerza. Sin él es muy difícil lidiar con experiencias demasiado intensas que duele soportar. La ternura es un modo de vida, opuesta a la automatización del reloj y del trabajo forzado. La robotización es un modo de muerte, opuesta a la liberación del tiempo y del ocio, que le permiten al cariño crecer como un tallo saludable en el huerto de todos y así extender su aroma entre los seres vivos que habitamos el jardín planetario. La globalización, por el contrario, impone un molde automatizador a nuestro jardín. Se manifiesta en un proceso triple, que comprende la expansión imperial del capital, la estandarización mundial a través del control económico de las empresas transnacionales y la domesticación del suelo por medio del monocultivo, destruyendo la variedad natural y pavimentando la tierra. Su avaricia atenta contra todo ciclo natural. El suelo es la piel y la carne que cubre a nuestro planeta. El aire limpio es el paisaje que nos brinda oxígeno y nos protege de morir quemados por la penetración de los rayos ultravioletas. Los cóndores y las ovejas magallánicas se han enceguecido a causa del debilitamiento de la capa de ozono. El agua nos da la vida. Tierra, aire y agua son partes del un ciclo natural que la contaminación interrumpe. Luego el fuego nos da la energía que necesitamos y el sol nos nutre de compasión y ternura.

Ciertamente todos necesitamos ternura. El gato que se restriega entre las piernas de los invitados, o que ronronea en las faldas de quien se sienta. El perro que salta entusiasmado y mira, esperando su reconocimiento. La ternura nos reconecta a todos y nos hace bien. ¿Quién no ha sentido gusto al pasar la mano por el rostro de un ser amado o ha gozado sus caricias sobre el cuerpo?

David Plumkert

Las réplicas robóticas cibernéticas sólo trabajan. Perciben falsamente el tiempo, que habitan como una línea continua donde el pasado, el presente y el futuro se entrecruzan y existen simultáneamente, pero de un modo irreal. La noción de tiempo es una imposición autoritaria del orden social y se justifica con la falsa idea del progreso, que no es sino un modelo de legitimación del orden dominante: la industrialización, el encarcelamiento y la delimitación territorial. Materialmente vivimos en el presente, que no es sino la existencia misma.

“Hic et nunc”, dice el refrán latino, aquí y ahora. Por eso, la memoria -siempre activa y arbitraria, cambiante y selectiva- nos entrega una percepción de nuestra propia experiencia. La experiencia amplifica la peculiaridad, que es distinta a la historia, es decir, a la estandarización de lo oficial. El único factor común a todas las peculiaridades que hay en la Tierra es la ternura. El afecto es una necesidad primaria del ser humano. Sabio es entender entonces que sin cariño ni amor, no hay revolución que sea posible.

4

La eficiencia es inflexible. Un cobrador automático procesa solamente la cantidad exacta para imprimir un boleto de microbús, de otro modo no funciona e invalida la operación. El cajero automático se alarma ante un guarismo no programado y rechaza la tarjeta de plástico. Ésa es la lógica de la eficiencia, o la razón de la inflexibilidad. Por lo mismo, ante esa lógica, ser indeciso es un signo de ineficacia, que marca y quema con la mácula de lo flexible.

La savia que fluye en la naturaleza se desparrama sin un patrón estable de identidad. Su fluir corre espontáneamente, a borbollones. No se reproduce de modo idéntico y rechaza los moldes de la mecanización. El fluido es el movimiento constante. Mientras el río corra, las gotas que lo constituyen no tienen réplica posible. Por lo mismo congelar una gota, apartarla, aislarla es un acto contra natura. Clonar la naturaleza a fin de verter su réplica en un tubo de probeta es un acto reificador. La naturaleza es peculiarísima y frágil como cada copo de nieve. Su espíritu es flexible. La lógica de la estandarización, en cambio, se articula a través de los mecanismos de la eficiencia. Un experimento no puede flexibilizarse, ya que requiere de un patrón estable que sea puesto a prueba bajo condiciones y coordenadas inflexibles. La vida que fluye de modo orgánico, como la savia de las plantas, no es un experimento de laboratorio bajo control científico. Por el contrario, florece con la flexibilidad de un capullo. La savia riega el mundo por medio de cada una de sus peculiaridades. La eficiencia niega la naturaleza, puesto que trata de imponer un panel de control sobre el jardín que brota espontánea y orgánicamente. La eficiencia se expande y coloniza, ignorando toda peculiaridad. Por ello, su función es construir categorías que operen con la lógica de la estandarización taxonómica. Así diferencia y crea conjuntos, a la vez que niega las diferencias de esos mismos conjuntos, que tampoco logran resistir la luz y la organicidad de sus propias peculiaridades.

La realidad es un jardín de peculiaridades labrado en una constelación de otras peculiaridades, que a su vez se deshacen en el universo propio de sí mismas, al ritmo de la savia que fluye y florece. El fluido no se organiza ni se representa. Es sólo un flujo. Todo lo que lo habita es su organicidad, que crece en el movimiento constante de cada constelación, única e irrepetible. La organicidad de los cambios -que a veces se expresa a borbotones como agua hirviendo- surge cuando los seres humanos concentran su energía -que se vuelve conciencia autorreflexiva- y corrigen el curso de los hechos cotidianos. Pero la organicidad también es natural e independiente a la conciencia. El calentamiento global causado por la tecnología humana, hará que el planeta se enfríe a fin de contrarrestar el calor espantoso y artificial de los gases fósiles. Esto causará inundaciones, maremotos y hasta la desaparición de poblados costeros. No entender esto es alienarse del curso de la vida que fluye entremedio de nosotros mismos. Es caer en la cosificación, es decir, en esa lógica que pone a los sujetos como objetos muertos en un panel de control. Ése es el tablero que enciende y apaga los sistemas maquínicos, negando con su tic-tac pausado el permanente derivar de la vida.

5

Hay pocas cosas ciertas, o por lo menos, casi irrefutables. Una de ellas es que siempre la vida florece alrededor de los árboles. Otra, que los árboles no viven sin agua. Al contrario, se secan. La tala forestal y las represas no sólo implican el dominio humano y corporativo sobre la naturaleza, sino que también la destrucción de toda fuente de donde emana la vida. La defensa del planeta, por todos los medios posibles, no es sólo una cuestión de autodefensa, sino que también de sobrevivencia.

Pawel Kuczynski

La autopreservación de la especie humana ha llevado al dominio de la naturaleza. Pero este mismo dominio atenta contra cualquier autopreservación. Esto es un círculo vicioso que tarde o temprano deberá ser roto. De otro modo, el único derrotero será la destrucción total. Su ruptura es mental y material. Tiene que ver con los modos de percibir la realidad y también de interactuar en ella.
El dominio del medio ambiente y de las criaturas que lo habitamos no lleva a la preservación, sino que a la colonización. Su efecto es concreto: la conquista del planeta, de los animales, de las plantas, de los insectos y, por cierto, de los seres humanos. Las personas reales que aún no han sido alienadas de sí mismas -por fortuna o resistencia- todavía sienten una fuerte relación con la tierra y mantienen una estrecha conexión con sus ancestros. Los pueblos originarios tienen un sentido de sensatez que no se observa en las culturas civilizadas. La población primitiva todavía conserva su sabiduría atávica. A sus ojos, comprender que los seres humanos no somos sino naturaleza, es un acto de simple lucidez.

Esta revelación radical desconstruye cualquier taxonomía -y clasificación epistemológica- tendiente a justificar la objetivación de la gente en categorías reificadoras: reinos, clases, razas u órdenes de cualquier tipo. Los seres humanos no somos sino naturaleza. Cada criatura es auténtica e irrepetible. La clonación colonizadora y la noción de una identidad monolítica -en tanto identidad subjetiva idéntica a la de sus semejantes y, por lo mismo, petrificada- niega la peculiaridad de cada ser. La civilización -y su expresión sublime: las ciudades- encarna dicha negación. Su tendencia apunta a la expansión, que trae consigo el colonialismo o la guerra santa. Las civilizaciones cristiana, musulmana, inca, azteca, nipona, otomana, greco-latina o china, entre otras, han sido proclives a la invasión y a la conquista. La civilización -vista como segunda naturaleza- ha legitimado la destrucción de todo aquello que no es sino la propia naturaleza. La negación de lo natural fundamenta el orden civilizado, que se expande como dominio y se manifiesta de modo sanguinario en el exterminio de los pueblos indígenas y de las culturas autóctonas.

Para la civilización, todo acto de destrucción de sus íconos es un acto iconoclasta o terrorista. Cuando la civilización destruye la vida y la cultura -ajena a su orden civilizado- deviene acción civilizadora. Ésta ha sido la lógica de la colonización.

El exterminio de los pueblos colonizados no se ha llevado a cabo solamente a través del restallido del látigo o del disparo del cañón, sino que también a través de la tala de los bosques y de la construcción de represas.

6

El individuo tiende a verse a sí mismo como un sujeto individual. Esto es, como un ser indivisible, único y monolítico. Dicha visión ha generado una falsa conciencia del ser que justifica tanto el individualismo pragmático, como la incorporeidad cartesiana del ser: “Cogito ergo sum”, la mente sobre el cuerpo, el mundo virtual, el espacio propio, etcétera. La propaganda institucional de las escuelas y el autoritarismo de la voz científica de los expertos, han impulsado a la población civilizada a internalizar la noción de un sujeto monolítico, cuya identidad incorpórea se cosifica en un ego expansivo, reproduciendo la lógica instrumental del pensamiento colonizador de Occidente. El yo expansivo se asume en tanto individuo único e indivisible, negando con ello su multiplicidad, su pluralidad y su flexibilidad. Todo lo cual constituye lo peculiar de sí. Por lo mismo, mientras la identidad monolítica niega la multiplicidad, lo incorpóreo rechaza la realidad. Así, la identidad indivisible se reifica por medio de la conciencia incorpórea del yo. Y esa conciencia se nutre y se forma a través de los mecanismos estandarizadores del conocimiento taxonómico.

El individuo no es un ser aparte de la totalidad, ni está fragmentado entre su cuerpo y su conciencia. El individuo es parte de la totalidad y su cuerpo interactúa en la realidad. Desconocer esto es justificar la alienación. Sentir el viento, por ejemplo, que cruza los poros cuando nos detenemos bajo la noche a mirar las estrellas, es prueba suficiente de que la totalidad existe. Creer lo contrario, es estar tristemente enajenado.

La poesía y el arte evitan la estandarización de la peculiaridad. El lenguaje artístico sugiere, en vez de describir comprehensivamente, la presencia inmediata del ser. El arte y la poesía desbaratan la reducción a que somete el control intelectual, permitiendo que sus cultivadores devengan parte de la totalidad. A este devenir se le llama autenticidad o voz propia, o sea, lo genuino que existe en cada cual. Dicha autenticidad no es sino la peculiaridad de cada ser: aquello que se opone a su estandarización, expresada -entre otras formas- a través de la reificación del yo. Pensar, por ejemplo, que uno es una imagen proyectada en un espejo, o creer en la combinación formal y pictórica de un retrato, o en la imagen reproducida por medios mecánicos -la fotografía, el video o el celuloide- representa el distanciamiento alienante entre la realidad del ser y la conciencia cartesiana reificadora a que somete el mundo civilizado. Las imágenes como constructos ideológicos mediadores de las relaciones humanas constituye lo que Guy Debord llamó tempranamente “la sociedad del espectáculo”. Desde entonces, el mundo se ha conglomerado como un enjambre de abejas alrededor de centros panópticos de domesticación: la tele, Hollywood, la fama. Sin contar la vigilancia y el control. Las imágenes llevan masivamente a los individuos a verse a sí mismos como sujetos individuales. Esto es, como seres indivisibles, únicos y monolíticos, ignorando con ello su flexibilidad, su pluralidad y su multiplicidad. Ésta última trilogía es la que conforma la peculiaridad innata de cada ser.

7

Las mónadas -según el sistema filosófico de Leibniz- son sustancias indivisibles de naturaleza distinta que componen el universo. El neutrino -según las ciencias físicas que especulan con pozos negros y universos paralelos- es una partícula eléctricamente neutra de masa inapreciable. Los seres humanos somos parte del universo. Y cada cual tiene una naturaleza distinta a la del otro. La personalidad no se reproduce, sino que se crea. Y esto ocurre porque somos seres divisibles, múltiples y flexibles: el niño que fue, no es el anciano que será pronto. La personalidad testaruda también varía. Es única y polidimensional. Cada dimensión del ser es divisible por el todo que lo constituye: mente, cuerpo, experiencia, memoria, etcétera. Inclinarse por la neutralidad también es negar una parte del ser. Irradiamos vibraciones negativas o positivas. También podemos ser magnéticos y arbitrarios.

Nuestra masa corpórea es vista, palpable y disfrutable. Se aprecia. El cuerpo es real. Ni el neutrino ni las mónadas pueden describir al ser humano a cabalidad. Menos los genes. La multiplicidad que nos agobia o da plenitud describe a escala humana esa misma multiplicidad del universo: la multitud de universos múltiples. Por cierto, todo habita en todo, aunque sin carencias de contradicciones. Los universos múltiples son una realidad. Es como ir a una fiesta y encontrarse con personas múltiples, paralelas a sí mismas.

Probablemente, la colisión de dos universos provocó otros universos, que nacieron, crecieron, se desarrollaron, maduraron, envejecieron y murieron con el tiempo. En algún punto de ese acertijo estamos nosotros, como la vida microscópica que hospedamos adentro. La expansión del universo representa su crecimiento y envejecimiento. Y tendrá la edad suficiente al momento de morir o concentrar su todo múltiple en un agujero vacío. Nosotros nada podemos hacer al respecto, porque no existe ninguna máquina que pueda llevarnos de este universo a otro -aunque tal vez la muerte no sea sino un viaje a otros cuadrantes donde aún cruza la estampida de aquella energía que nos mantiene vivos. Retomar el camino a fin de corregirlo es lo que piensan los sabios indoamericanos. Tal vez eso sea volver a un estado preneolítico sabiendo lo que ya sabemos. ¿Es eso un dilema? No hay drama en nacer, crecer, desarrollar el cuerpo, madurar, envejecer y tal vez morir. Lo importante es que en el intertanto podamos vivir en un estado de permanente celebración. La vida organizada como un acto carnavalesco -y prolongado de ser- es una manera inteligente de paliar el dolor. Celebrar nuestra estadía en este astro rotatorio estimula el afecto comunitario. Todos tenemos que vivir alrededor de todos y con todos. No tenemos otra opción. La festividad permanente lleva al jolgorio del ser y éste tiene un movimiento liberador. Por eso, la pulsión parrandera, desjerarquiza y alegra. Y en los momentos de tranquilidad, silencio y ocio, bueno es apreciar la expansión de la noche y el crecimiento nuestro entremedio de la madurez de todo lo que habita el planeta. El domo astral que nos brinda alero y nos hace vivir.

8

La belleza  es  frágil.  Y  esto  es  otra  verdad  casi  irrefutable.  A  las orquídeas calipsos que crecen bordeando los senderos en el bosque templado les lleva por lo menos nueve años regenerarse. Esto es un acto heroico de palingenesia que se da entremedio del bosque. Su color rosáceo estalla en primavera en las faldas de los pinos. Pero si un intruso palpa sus tallos mueren instantáneamente . No así si sólo se tocan los pétalos. Esa es la belleza de la vida: frágil y delicada, como todo lo que pasa por nuestras manos. Los seres humanos no somos sino naturaleza. Pretender lo contrario es caer en la alienación. Es olvidar la belleza. Cuando niños, o niñas, los peques van al zoológico. Esa experiencia es parte de un primer entrenamiento: distanciarnos del resto de los animales. Todos habitamos este planeta, que nutre y brinda alero a todas las criaturas vivientes. El balance entre todos y el planeta, es frágil y precario como una orquídea. No buscar la función de la naturaleza, a fin de hallar su utilidad para controlarla y dominarla, parece ser un desafío crucial. En cambio, observarla para apreciarla, es buscar la plenitud. De ello depende nuestra existencia y la de muchos otros. Por eso, desaprender el primer entrenamiento de la infancia para poder disfrutar la belleza que hay en lo natural, es una necesidad primordial.

Los seres humanos podemos ser criaturas hermosas. Para ello es necesario traslocar nuestra percepción de lo real, e ir desde lo utilitario a la apreciación. Esto es: sustituir lo instrumental por lo estético. El módulo ideológico que hace aparente lo presente desencadena la razón tecnológica, pero también despliega la creación. Heidegger le llama “poiêsis” a esta última agitación mental. Pero para reemplazar la pulsión por dominar, expandir y colonizar -en virtud de desmantelar radicalmente las economías basadas en la competencia y la comparación- es absolutamente necesario almendrar el ojo. Esto es, remodelar la mirada a fin de apreciar el día, la noche, las estaciones, el oleaje, la potencia de los ríos, el canto de los pájaros, el desplazamiento de los animales, el bosque, las abejas, la mujeres, los hombres y todas las constelaciones de peculiaridades que forman otras constelaciones de peculiaridades y que brotan salvajemente como orquídeas en el bosque.

9

El Estado existe porque se territorializa. Esto es, se materializa mediante su expansión colonizadora territorial. Dicha expansión se lleva a cabo a través de la desterritorialización forzada de los habitantes originarios de las tierras, que el Estado se ha ido apropiando. Toda apropiación implica movilizar la fuerza militar que el Estado pueda ejercer, a fin de ampliar o mantener su dominio. Esto ha significado guerras y genocidios. El Estado también tiene sus expertos que escriben la historia. Así, tergiversan los hechos, justifican sus atrocidades y obligan a las nuevas generaciones a repetir en letanías sin sentido la narrativa oficial que escriben los expertos.

Tetsuya Ishida

La educación, por tanto, no es sino la institucionalización de los campos de adiestramiento y domesticación donde los niños y los jóvenes perpetúan el sistema dominante. Allí acceden al orden simbólico y comienzan su proceso de cosificación. En estos campos -o escuelas de adoctrinamiento social- se reproduce la ideología que legitima al sistema. Los nuevos miembros de la sociedad internalizan la falsa conciencia que bombea como un pulmón artificial, a fin de que todos repitan con más o menos eficacia el mismo discurso. Su idea es que todos digan, sueñen y piensen que éste es el mejor de los mundos posibles. Y que si tiene fallas, no importa porque es mejorable. Pensar lo contrario, es militar en las filas del anarquismo, caer en la locura o llamar a la insurrección. La estandarización, a decir de Adorno, obliga al sujeto a elegir entre la mercantilización o la esquizofrenia. No hay salida fuera de este molde binario. En esta sociedad preferir el jardín al cemento es visto con desconfianza. Y dependiendo de quién ocupe el poder de turno, esa preferencia puede costar la vida. Cuando el sistema cruje y los borregos se desprenden del rebaño, surgen con eficiencia criminal las cárceles, los golpes de Estado, los allanamientos, las bombas lacrimógenas, las fuerzas represivas, la guerra, etcétera. Mientras eso ocurre, el Estado refuerza la propaganda radial, televisiva y periodística. Así se materializa en la mente de los individuos.

Los Estados nacionales congregan hoy en día sus aparatos represivos -policíacos y militares- para proteger a las compañías transnacionales que expanden un modo de vida de estandarización basado en la reducción humana a unidades económicas de producción y consumo. Con esto se produce un nuevo tipo de territorialización y esclavitud laboral. La tecnología y los bienes que un grupo minoritario de la población mundial usufructua, son manufacturados en galpones fabriles que operan con la lógica de la explotación. Las escuelas y las fábricas son centros de control que imponen los Estados. Para abolir el Estado hay que abolir las fábricas y las escuelas. El autoritarismo que el orden civilizador reproduce en estas instituciones es el responsable de los exterminios étnicos, de los genocidios políticos y de la explotación social. Para construir un mundo sin jerarquías, ni cárceles, ni propaganda, ni golpes militares, hay que barrer el Estado. Y depende de nosotros borrarlo de la faz de la tierra.

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Cualquier intento de estandarizar la vida es una forma de dominación que impone un modelo alienante sobre la gente. La colonización europea y la transnacionalización norteamericana imponen patrones estandarizadores sobre las diferencias y las peculiaridades del planeta y de la gente. Cada patrón estandarizador es el subproducto de la planificación estatal y empresarial que opera en términos témporo-lineales: la progresión hacia metas macroestandarizadoras que privan de toda libertad. La colonización impulsada por el llamado mundo civilizado anula la peculiaridad de la naturaleza -personas, animales, vegetación, suelo, etcétera- y destruye la libertad de la vida. Defenderse contra estas perpetraciones es una voluntad vital que requiere pensar -con imaginación y audacia- un mundo distinto. Por eso, a falta de centros escolásticos, bienvenida sea la educación personalizada: de uno a una, de una a uno y todos al mismo tiempo. Si la mitad del mundo le transfiere su sabiduría a la otra mitad, no hay porqué desear campos autoritarios de estandarización.

La educación institucional reproduce en las nuevas generaciones la falsa idea de que éste es el mejor de los mundos posibles, o al menos, el sistema que mejor funciona, sin importar sus falencias. Así, el proceso de normalización del conocimiento a través de los textos escritos -en desmedro de la oralidad- no es sino el proceso de estandarización de una cierta percepción del mundo. En tal sentido, la educación tiene una función ideológica: reproducir un discurso estandarizador normado por las reglas del Estado. Se autolegitima por medio de la coincidencia que fabrica entre el poder y el conocimiento. Vale decir, entre el control estatal y el campo profesional de los expertos. Por eso, la apropiación de uno no existe sin la apropiación de otro y viceversa. Sólo cuando los grupos humanos vivan orgánicamente en comunidades y cultiven el alimento necesario, a fin de disfrutar del ocio liberador en un estado de carnaval permanente y de apreciación estética prolongada, la educación formal -así también como la explotación del noventa por ciento de la población humana y la destrucción del planeta- no tendrán cabida en la realidad.
El garante de la represión destructiva es el Estado. Y depende de nosotros desmaterializarlo.

Jacques Armand Cardon

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La  noción  de  raza  está  vinculada  a  las  prácticas  colonizadoras. Occidente se construyó sobre la base de la distinción entre un nosotros y un ellos. O sea, entre lo que constituye la etnia propia -que por arte de birlibirloque deviene el patrón estandarizador racialmente neutro- y los otros: aquello que se asocia a los bárbaros, o lo étnico en terminología moderna.

El etnocentrismo desplegó la lógica esclavizadora, imponiendo las categorías supremacistas eurocéntricas. El maquiavélico concepto de superioridad racial se perpetuó mediante la equivalencia de lo europeo-caucásico con lo civilizado. Así, la noción de raza justificó -y justifica- la colonización, que no es sino el dominio etnocéntrico sobre la naturaleza y las otras etnias. La expansión colonial de Occidente clasificó y categorizó lo colonizado -grupos de gente, animales, plantas, suelo, etc.- a través de sus taxonomías técnicas autojustificatorias. De este modo se fue imponiendo la racionalidad científico -instrumental que autojustifican las prácticas colonizadoras y sus modelos universalistas.

El capitalismo mercantil desplegó los mapas e imprimió los diccionarios, acelerando la marcha de la máquina aplanadora. Dicha expansión étnica, fue la expansión del ego colonizador autolegitimado en las diversas narrativas históricas con el mote de civilización. En nombre de la civilización se ha construido la noción de raza. Y esta noción es una consecuencia directa del mecanismo instrumental del pensamiento tecnológico que categoriza la experiencia humana y estandariza la realidad.

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La noción de humanidad está ligada a la noción de mundo. Su origen es religioso. En Occidente, por ejemplo, Dios creó al hombre y luego a la mujer. Cuando ambos comieron del fruto del árbol del conocimiento, Dios encolerizado los arrojó fuera del paraíso, obligando a la humanidad a vivir fuera del jardín del edén y a buscar incansablemente un salario y un domo donde protegerse. Esa es la narrativa justificatoria de la domesticación. Así, Dios puso a la humanidad en el mundo. Y así también, el mundo europeo fue caracterizado por la presencia humana. A esa narrativa se le llamó Sagrada Escritura o Biblia. Los libros sagrados del Medio Oriente tuvieron otros nombres: Corán, Talmud o Tora. En estas narrativas, la coincidencia humanidad y mundo fue elaborada sobre la base del concepto del pueblo elegido: los hijos de Alá o de Jehová. Esta visión religiosa también se encuentra en algunas cosmologías indígenas. Por ejemplo, en el libro maya Popol Vuh, el Creador pone a los “hombres de maíz” sobre la tierra. De este modo, el triunvirato creación, humanidad y mundo forman parte de un triángulo discursivo -ideológico y religioso- que explica la vida por medio de fantasías y mitologías fundacionales.

Estas nociones entraron en crisis con la conquista europea. Para los conquistadores, la posibilidad de que existieran otros seres humanos en territorios desconocidos era algo complicado, puesto que rebatía las doctrinas teológicas y desconstruía la visión oficial impuesta por el clero. Para los indígenas, los barbados de ultramar eran semidioses. Lamentablemente descubrieron su verdadera naturaleza demasiado tarde.

En este contexto de conflictos ideológicos, la idea de Nuevo Mundo vino a solucionar la crisis ideológica europea, comenzando de paso, la larga y triste crisis cosmogónica, social y vital de los pueblos indígenas. La colonización se inicia con las nociones de humanidad y de mundo. Y estas nociones son las que galvanizaron el empuje de la modernidad que -entre otras cosas- humanizó la naturaleza, mientras naturalizaba el control ecológico.

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La  colonización  no  ha  sido  sino  la  expansión  del  capital  y  del pensamiento tecnológico por medio de la cultura de la estandarización a escala mundial. Esta práctica alcanzó su punto cúlmine con la expansión europea. Luego, a partir del siglo XX, desató todo su poder destructivo y condujo a la aparición del imperialismo: fase oligopólica del capitalismo. No es, sin embargo, un fenómeno ligado exclusivamente a las construcciones nacionales y étnicas (por lo menos no en esta etapa caracterizada por la llamada globalización). Por primera vez en la historia -que repetimos y recordamos- un grupo de individuos controla a escala transnacional una maquinaria mundial capaz de destruir severamente el planeta y extinguir la vida de muchas criaturas, entre ellas, la de los seres humanos. Esta etapa colonizadora tiene una pulsión monetaria cuya base es ideológica. El capital requiere estandarizar los estilos de vida, los valores culturales, la arquitectura, el idioma, el paisaje, el pensamiento, etcétera. Busca, en suma, uniformar la percepción de la realidad, asegurando así su permanente expansión. Su fundamento ideológico, que racionaliza la conquista como índice de crecimiento, le asigna un valor positivo a la pulsión expansionista. Crecer por la razón de crecer, invadir por invadir y expandirse para siempre es el raciocinio de la expansión. Es también la lógica del capital, que crece y se extiende hasta consumir y destruir a todos los organismos anfitriones que permiten y amparan la vida en el planeta. Es, sin lugar a dudas, la ideología del cáncer, que no se detiene hasta alcanzar la implacable metástasis.

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En el folleto “¿Reforma o revolución?”, escrito a finales del siglo XIX, Rosa Luxemburgo aboga por el fin del sistema de salarios, en contraposición al programa reformista de Bernstein, centrado en la lucha sindical a fin de lograr mejoras salariales por medio de reformas al sistema. La historia de las luchas sociales de los últimos siglos ha dividido sus rumbos en dos tendencias totalitarias: aquellas que privilegian los fines a los medios -o viceversa- impulsando políticas sectarias o ingenuas, o cayendo, según sea el caso, en el fanatismo o en la vacilación. Lo radical, ciertamente, es abolir el sistema de salarios. No obstante, frente a una situación de subsistencia y de agobio material, cada chaucha -o centavo- marca una diferencia substancial en la sobrevivencia cotidiana de los desposeídos. Negarles esto a aquellos que mueren de hambre día a día es caer en el mesianismo vanguardista. Es negar la solidaridad.

El capitalismo -empresarial o estatal- ha usufructuado de esta reducción de la vida humana al ámbito de lo material. En virtud de mejorar los estándares de vida, se ha estropeado la calidad de la existencia y se han destruido a gran escala los recursos naturales. En las sociedades dependientes de la producción en masa, la noción de un buen estándar de vida funciona como mecanismo de ajuste a fin de compensar la alienación provocada por la vida industrial, a la vez que crea la fantasía del consumo. Ser capaz de acceder a los productos manufacturados -por obreras y obreros forzados a una dependencia económica- es visto como un ejercicio de la libertad. Y claramente ésta es una estrategia de estandarización. En el modelo actual, el papel de los trabajadores es formar parte de un engranaje sistémico que limita las posibilidades de imaginación y esclaviza la vida humana por medio de la dependencia salarial. El sueldo es una cuantificación del valor que el sistema le asigna a cada vida humana. Así se lleva a cabo el proceso de mercantilización de los seres humanos. Y en este proceso, cada individuo deviene una suerte de unidad económica -o mercancía- cuya labor es producir y consumir. De esta forma el sujeto opera como un insumo más de la parafernalia productiva que impone la maquinaria social. Las diferencias establecidas en grupos y clases no sólo están en relación al puesto y al rol asignado en dicha parafernalia, sino que también en la capacidad de consumo y adquisición de bienes y servicios. Esta acción está destinada a descomprimir la presión laboral, la locura burocrático-administrativa y las injusticias del proceso de venta de la fuerza de trabajo. Los ingredientes que garantizan esta sumisión al sistema social son dos. Por un lado, la dependencia forzada de poblaciones enteras de las empresas productoras y distribuidoras de los productos de consumo masivo. Por el otro, la manutención de un alto número de personas marginadas del sistema -cesantes temporarios y desempleados permanentes- que operan, según decía Marx, como “ejército de reserva”. En este caso, la consecución de un empleo es a veces un privilegio por cuanto permite la subsistencia. Así se borra y encubre su carácter esclavizador y domesticador. Se refuerza además el sedentarismo y subyuga a un horario rígido, simbolizado por el acto de “marcar tarjeta”, o el pito de la sirena que anuncia la vuelta al trabajo después de la hora de colación.


En las lenguas románicas la palabra trabajo proviene del latín "tripalium": nombre dado a un instrumento de tortura usado por los romanos, que consistía en un armazón de "tres palos". En el mundo anglosajón, la palabra "work" proviene del escocés “weorc”, que en términos teológicos refiere a todas aquellas actividades morales consideradas como una justificación de la vida. Usualmente, su uso contrasta con las nociones de “destino” o “gracia”. Así, la imposición del trabajo como actividad torturante -o acción justificadora del pragmatismo mojigato y santurrón- es una forma de asegurar la domesticación. Por medio del trabajo asalariado se asegura la territorialización de poblaciones enteras en una zona delimitada por las instituciones autoritarias. Así, el Estado garantiza el sedentarismo y el control social, necesarios para administrar la producción.

David Plunkert

El latín “domus” significa casa, raíz etimológica de domesticación y domiciliación: dos procesos que se articulan conjuntamente en la medida en que el Estado extiende su presencia material para establecer su dominio. Un ejemplo claro de territorialización son las reservaciones indígenas, que emulan abiertamente a los campos de concentración o a los centros de relegación estatal. Otro ejemplo son los guetos. También existe la represión contra todos aquellos que están en movimiento permanente: los nómadas, los gitanos, los vagabundos, etcétera. En las actuales circunstancias, la legalidad dominante no prevé espacio para los “sin techo”: indigentes que el sistema desecha y desconoce porque alteran el proceso de domiciliación. El toque de queda y el estado de sitio son dos manifestaciones crudamente represivas que ha creado este proceso. Por cierto, junto a la domiciliación viene la numeración. Primero fue de las casas, luego de los individuos: número de teléfono, contraseña cibernética, número de identificación nacional, social o de afiliación laboral, etcétera. Así es cómo la ideología construye sus métodos de identificación e inserta la noción de identidad, a la vez que agiliza la mercantilización humana. Cada criatura se convierte entonces en un guarismo fácil de ser archivado, categorizado y cosificado. Los animales domésticos son numerados y devienen artículos de fetiche casero. Las personas se transforman en pura mercancía de identidad numérica. Su rol social es mediado por el mercado, a través de la asignación de dígitos que clasifican a cada cual en tanto unidad productora, consumidora, rentable o desechable: el sueldo. Por eso, el sistema de salarios y la valoración monetaria son inherentes al sistema. Para deshacerse de uno hay que destruir el otro.

La ideología utilitaria que reduce la vida humana al ámbito de lo material y económico es la matriz del sistema. Su base teórica se haya en las distintas narrativas elaboradas por la razón instrumental. Su práctica política es la domesticación, que se apoya en los escuadrones de represión estatal y en el cuerpo legal autojustificatorio. Su objetivo es la perpetuación del orden civilizado. Esto falsifica el mundo, promoviendo una percepción de la realidad ajena a la totalidad y reduciendo la vida humana a cifras artificialmente construidas (p.e. gráficos y estadísticas) Para desmantelar dicha ideología hay que evitar la reducción estandarizadora y fomentar el florecimiento de las peculiaridades de cada criatura que habita el planeta.

Tal vez un primer paso sea aprender a apreciar aquello que se halla fuera del orden civilizado, eludiendo el gesto civilizador tantas veces inculcado en el hogar y en la escuela. Tal vez sea necesario imaginar una existencia plena de medios y de fines que se intersecten -a decir de Octavio Paz- en un “presente perpetuo”. Tal vez no sea tan difícil reconocer la necesidad del ocio. Tal vez la solidaridad sea posible sin tener que elegir a, b, c o d: base de la lógica cretinizante de la selección múltiple. La contradicción entre revolución o reforma no es del todo exacta y, ciertamente, varía de acuerdo al estado del presente perpetuo. Un individuo es revolucionario solamente cuando hay revolución, el resto del tiempo resiste o provoca. Y en ninguno de ambos casos la solidaridad debe retractar los fines y los medios. Si así fuera, quiere decir que todo lo humano -y también lo natural- ha sido reducido al ámbito de lo económico. Quiere decir también que nada ha cambiado, salvo la jerga que acelera o aminora la retórica de la fricción y que juega al paredón de la muerte en el muro de la guerra o de la lucha de clases.

15

El  patriarcado  se  manifiesta  claramente  en  la interacción  humana cotidiana. Si un hombre tiene una personalidad fuerte es considerado carismático. Pero si es una mujer, el sistema la marca peyorativamente como casquivana, marimacho o entrometida. El patriarcado es una realidad de opresión y de control. Se reafirma con la violación y la violencia física. Y existe en la medida en que hay categorías de género separatistas, cuyo meollo ideológico radica en la presunción de ciertas características físicas, sicológicas, sociales, emocionales, intelectuales, morales, etcétera, distinguidas por género. Pensar, por ejemplo, que las mujeres son en general de una forma y que los hombres son en general de otra, presupone la existencia de perfiles humanos determinados categóricamente por el sexo de cada cual: mujeres a un lado, hombres al otro. El patriarcado es, por un lado, el discurso escrito por los hombres para justificar los privilegios masculinos y, por el otro, una práctica política represiva. Es ideología y poder. Y depende de la separación genérica. De otro modo, todo el mundo se degeneraría. Para desmantelarlo, es necesario recrear otro tipo de discurso que no sólo degenere la ideología, sino que también establezca una nueva forma de relación política.

La política es una noción proveniente del concepto de “polis”: la antigua ciudad griega, germen de la civilización occidental. Su organización se configura definitivamente con la idea romana de “cosa pública” (del latín “res publicus”). En la antigua Roma, los asuntos públicos -o comunes- estaban en manos de un grupo de varones patricios. Son ellos los que escribieron tempranamente la ley que relega a las mujeres a un espacio otro, fuera de lo público. En Grecia, los poetas también fueron expulsados de ese espacio público. El proyecto platónico de “República”, no consideraba ni a los artistas ni a los poetas con méritos suficientes como para integrar los asuntos de Estado. Por supuesto, las mujeres estaban relegadas al domo. En realidad, todos fueron expulsados de tamaña cosa pública, menos los patricios. Para justificar la expulsión de lo estético del ámbito público, Platón repetía insistentemente que “los poetas eran mentirosos”, puesto que no se ajustaban a su lógica sofista. Por lo mismo, acaso también eran considerados mujeriles y sensibleros. Esto es algo que aún se repite y piensa en variados círculos, especialmente en aquellos ligados al poder. La infantilización de las mujeres, de los poetas y artistas, de los indígenas, de las minorías, las culturas primitivas, etcétera, se ha llevado a cabo por medio de su exilio al llamado “mundo de lo femenino”. Éste se asocia peyorativamente a lo débil, lo emocional y lo ilógico. Dicha noción fue tempranamente aprendida a la fuerza por los pueblos colonizados y universalizada luego por el logos civilizador: el pensamiento lógico instrumental. Así, la “res” pública cosifica los modos de interacción social e intersubjetivos entre los seres humanos y acelera el proceso de reificación.

En castellano, hablar de reses -para referirse al ganado vacuno- es hablar de cosas. Para el logos, la naturaleza es una cosa que se instrumentaliza. El patriarcado ha instrumentalizado a las mujeres, pero también a los hombres. Es, en rigor, una ramificación ideológica de la razón instrumental, porque construye categorías genéricas entre hombres y mujeres, para suprimir y controlar.


David Plunkert

La peculiaridad desmantela estas categorías. Una mujer es una criatura peculiar e irrepetible. Un hombre es otra criatura peculiar e irrepetible. Las categorías “mujer” y “hombre” tienden a anular esa peculiaridad, a la vez que generan el separatismo. Tal vez la única política posible que anule las formas de interrelación social e intersubjetiva jerárquicas, sea a través del carnaval. Éste es un festival donde todos los pétalos de las peculiaridades humanas se desplieguen sin bases sistémicas, salvo las que ordene la propia naturaleza. Y se debe practicar todos los días. Todos tenemos un lugar en el jardín del planeta: hombres y mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas. Nuestras diferencias biológicas o preferencias amatorias no han de ser motivo alguno para que alguien quede proscrito del huerto planetario. La distinción entre lo privado y lo público ha sido construida artificialmente para garantizar el funcionamiento represivo del control patriarcal. Abolir dicha distinción, significa abolir también las nociones genéricas que marcaron el inicio de esta civilización.

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La división del trabajo no es en sí la noción que produjo el pensamiento tecnológico-instrumental. Fue un tipo de división del trabajo, organizada en forma tal que unos comenzaron a usufructuar de la fuerza laboral de otros y de otras. La división del trabajo no es sino una práctica. Por el contrario, la razón instrumental es producto de una práctica de control que genera formas de división laboral sofisticadas, puestas en escena en las sociedades de producción masiva donde se cristaliza la estandarización del mundo: las ciudades. En comunidades construidas a escala humana -con relaciones sociales directas y personales, cara a cara- las prácticas de control instrumental no tienen cabida. Pero sí caben las prácticas de convivencia mutua. Así, por ejemplo, mientras alguien cocina, otro prepara los almácigos para cultivar las hortalizas. O labra la tierra de la era, donde se creará el arriate. Otros reúnen la leña para el fuego o recogen los alimentos del pomar. Mientras una mujer pare un crío, otros ayudan con agua y cuidados. Mientras unos tienen más energía, los otros caminan lento, como los ancianos. Así es el curso de la vida y el movimiento orgánico de la naturaleza: se divide en estaciones, días y noches. Hay una temporalidad pendular. La división del trabajo puede ser el comportamiento orgánico de las actividades sociales, en vez de una imposición salarial que acondiciona la vida. En una comunidad construida a escala humana es imposible hacer de todo. La ubicuidad nos ha sido negada. Cuando todos hagan de todo, simultáneamente, o con ritmos paralelos, sin especializarse, será posible vivir en un presente perpetuo. Sólo así se transgrede la noción lineal del tiempo planificado. Cuando nuestra existencia logre expresarse en la forma verbal del presente progresivo: estaremos viviendo en el aquí y ahora. Eso implicará abrir los grilletes de la estandarización.

El carnaval es un “memento vivere”: nos recuerda que hay que vivir y celebrar el viaje de la vida con dignidad, integridad, solidaridad, amor y ternura. Es también una práctica, que puede transformarse en la política del bien común.

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El  arte  opera  como  una  apropiación  simbólica  de  la  realidad.  Al representar la realidad o mediar nuestra relación con el mundo -a través de un objeto o un producto de arte-simbólico- se refuerza el proceso de reificación. El arte es una representación que reemplaza a la realidad. Es, por lo tanto, una forma de mediación de las relaciones sociales e intersubjetivas. Dicha mediación se produce a través de una razón cognitiva que filtra los modos de apreciación de la realidad. Al interiorizar la realidad, el sujeto la internaliza. Esto es una apropiación, que ocurre colando la realidad por medio de un cedazo funcional y utilitario. Los códigos del filtro que cuela, son los códigos de la racionalidad instrumental, que proyecta la expansión de la interioridad del sujeto sobre la exterioridad del mundo. Esto desarrolla los mecanismo cognitivos de apropiación, categorización y control del otro: lo siempre desconocido y poco familiar. Estos mecanismos son producto del temor que infunde la exterioridad. Por eso, la proyección de la interioridad sobre el mundo exterior, se produce con un afán expansivo y colonizador que proyecta el ego sobre el otro: el mundo externo (la naturaleza) y las criaturas que lo habitamos (los seres humanos, los animales, las plantas y el suelo). La proyección expansiva del yo sobre la naturaleza acelera el proceso de reificación de ésta.

Kant se extasiaba frente al espectáculo majestuoso de la naturaleza. Esta emoción le producía una suerte de “agitación mental”, a cuya experiencia le llamó “sublime”. Pero dicha emoción también es una vivencia del temor que se sublima a través del arte: la petrificación del espectáculo natural del mundo. Cuando el arte es una institución o un mero objeto -simbólico y separado de la vida- se convierte en un símbolo del proceso de reificación. El sofisticado meta-arte no es sino un símbolo del símbolo, o una reificación de la reificación. Este proceso agudiza el mecanismo ideológico de cosificación del propio sujeto, que al mercantilizarse se aliena de la realidad y pierde la perspectiva.

Sustituir la razón instrumental por la razón estética no significa reemplazar los mecanismos de cosificación. La cosificación en el arte existe porque éste simboliza aquello que se le ha quitado a la vida: la experiencia de la belleza. El arte y la vida han sido divididos en dos planos paralelos, sin interconexión real entre sí. Esto hace que el arte sea la institución de lo sublime, mientras que la vida es la praxis de la esclavitud. El arte ha sido la válvula de escape de la alienación. Tradicionalmente ha albergado a todos aquellos valores y energías enajenados de la vida, permitiendo mantener a lo largo de la ‘historia’ la ilusión de humanidad. La separación entre el arte y la realidad, ha hecho que ambos planos de experiencia sean vividos como esferas aisladas, sin espíritu, ni emoción. El arte se petrifica en los museos, en las galerías, en los salones y en las bibliotecas, mientras que la existencia transcurre al ritmo del minutero que subyuga al trabajo asalariado. Allí la belleza se suprime, el jolgorio se doméstica, el ocio se esclaviza y la peculiaridad se uniforma. El arte es un espejo negativo de la realidad, que compensa las miserias de la vida con la ilusión de la libertad. Remover el arte de la esfera de la institución, significa vivir el arte en la vida y viceversa. Significa destruir la alienación que implica la distinción entre lo artístico e intelectual y lo burdo y manual. Significa embellecer la vida y vivificar el arte, pero ambos como un todo unitario y orgánico. Significa también crear una humanidad de artistas, humanizando a los artistas que ya lo son.

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Los militantes de todas las épocas se han preguntado cómo será la revolución y qué sucederá después de que acontezca. Tal vez ese futuro -mediato o inmediato- no sea tan sangriento ni impertérrito como algunos profetas lo visualizaron. Tal vez sea calmo como un arroyo fresco y fértil como una vega. Tal vez sea como un jardín cultivado con paciencia y manos que distingan la peculiaridad de cada cepa.

El jardín de las peculiaridades se manifiesta en aquello que algunos confunden con la identidad. La identidad se conforma de modo reflejo y reactivo en relación a modelos que integran las categorías identitarias dominantes. Dichas categorías forman parte de un mapa: el eje Sur-Norte, Latinoamérica, África, Primer Mundo, etcétera. Son las categorías simbólicas del orden civilizador. Por lo mismo, dichas categorías son construidas de acuerdo a patrones estructurales. Así funciona la estandarización. La identidad entonces refleja una serie de otras identidades que se erigen como paradigmas, pero que en la práctica son impuestas al sujeto sin previo aviso: nacionalidad, raza, clase, sexualidad, ideología, idioma, papá, mamá, etcétera. Esas nociones - que generalmente se dan por sentado y que el individuo aprende casi por osmosis- son las etiquetas de la estandarización.


Sebastián Schramm
La identidad es identificarse con algo, hacerse idéntico, ya sea a un tipo, un modelo, una norma, un patrón, un nivel o una referencia. La estandarización ajusta al modelo, tipifica. La peculiaridad, en cambio, escudriña en esas zonas subjetivas que sitúan al sujeto como un todo que habita la totalidad y se relaciona con otros sujetos en tanto otras peculiaridades. La noción de peculiaridad desmantela la estructura de poder, que promueve la homogeneización y el autoritarismo, porque no cabe ni en el orden jerárquico ni en la enfermedad de la competencia. El sujeto es capaz de relacionarse con todas las otras criaturas del orbe sin necesidad de estandarizar a nadie. Reconocer la peculiaridad de otras criaturas permite la coexistencia. Esto desvanece el módulo mental, aplacado por la máscara de hierro de la razón instrumental. Si se observa cuidadosamente la peculiaridad del otro, el sujeto no lleva a cabo el proceso de otrocización, porque se le revela el entendimiento de que ese otro es tan peculiar como el yo mismo, que constituye el sujeto y la totalidad. Reconocer que ese otro no es sino un yo, un otro-peculiar que también existe en el mundo, libera.

A través de la otrocización se cosifica al otro -o a la otra- y al medio ambiente. Este mecanismo de reificación fragmenta al sujeto interno, arrancado de la totalidad desde su nacimiento. Cuando el ser y el todo conforman una totalidad, la cosificación desaparece. Entonces, el sujeto -que constituye la peculiaridad de un ser- aprende la magia de la apreciación artística. Esto sustituye el módulo de la razón instrumental y plantea un nuevo desafío: la razón estética.

Lo anterior no niega la necesidad de crear bloques identitarios a fin de resistir la penetración cultural, económica y militar del orden civilizador. De hecho, existen -desde el punto de vista político- las identidades subalternas y los movimientos libertarios. Un ejemplo claro son los movimientos de las minorías étnicas en el Primer Mundo, el movimiento indígena en Latinoamérica, los movimientos por la libertad de las opciones sexuales, el movimiento feminista, el movimiento obrero, los movimientos independentistas y anti neo-coloniales, la resistencia urbana anarquista, el movimiento de los okupas, los movimientos contra la globalización neoliberal, el movimiento ecologista y verde, las organizaciones de derechos humanos, los movimientos artísticos, los movimientos rebeldes, etcétera. O sea, la problematización de la identidad como noción es discutible desde el punto de vista de los movimientos antiautoritarios que oponen resistencia al proceso de estandarización. No obstante, desde un punto de vista también político, es preferible entender esos movimientos como constelaciones de peculiaridades que habitan el jardín de la realidad y resisten los embates de la aplanadora instrumental. La máquina ideológica de la estandarización uniforma con sus motes identitarios. Cuando el jardín se desjerarquiza, cada aroma, cada color, cada forma, cada gusto y cada murmullo, crea el paisaje cuya pulsión -única e irrepetible- abre las puertas a la apreciación de la belleza. Esto sustituye el módulo de la razón instrumental por una visión estética que desbanca en forma radical la lógica funcional y utilitaria del sistema. Es el primer paso hacia la peculiarización del orbe. Y no sólo abre el mate y desenchufa el cerebro humano de la máquina de la ideología, sino que también rompe las vitrinas de todas las cadenas comerciales, niega la autoridad y grita con voz clara y prístina: ¡Ya basta!

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El “instrumentum” es un dispositivo mental que modula el pensamiento tecnológico. Opera como herramienta y hace posible los mecanismos de la operación técnica. En griego, la palabra “tecnê” tiene un doble significado: manufacturación y revelación. Ésta última es la capacidad de hacer aparente lo presente. Para Heidegger, la “tecnê” deriva en un doble sentido: hacia la tecnología o hacia la “poiêsis”. El arte también hace aparente lo presente, pero sin la lógica instrumental de la eficiencia ni la ideología económica de la competencia y la comparación, cuyo eje lo constituyen las transacciones.

Ronso

Cuando el arte sea removido de la esfera institucional para ser (re)instalado en la praxis de la vida, no habrá más separación entre el arte y la vida. Por supuesto, la vida debiera vivirse como si fuese una obra de arte. Y el arte debiera experimentarse en la vida: no en los salones, ni en las bibliotecas, ni en los museos, ni en las casas muertas. Cuando el arte se experimenta en la vida -y viceversa- se evita el surgimiento de mercados “sui generis” desarrollistas, promotores de los procesos de producción de arte en masa a través de medios mecánicos. El arte se realiza en forma artesanal e implica una apreciación estética genuina. Esta apreciación no es sino la manifestación de un módulo mental diferente a la instrumentalización que, en cierta medida, aún puede resucitar la ilusión de humanidad. Por lo mismo, la razón estética puede ser una esperanza. De otro modo, todos los caminos conducen a la destrucción total. Ya sean las autopistas de la razón instrumental o la caverna prehistórica (que dio origen al arte simbólico y a la representación de la realidad) . Evitar la cosificación es desear la vida. La representación de la realidad -como mediación entre la naturaleza y la conciencia- produce un efecto cosificador. La reificación total ocurre cuando esa representación sustituye a la realidad. Así se inicia una escalada cosificadora infinita, que sólo se detiene con la muerte.


El arte simbólico transformó la práctica estética artesanal en un fetiche, separando aguas entre la “ poiêsis” (que es el acto de creación de la apariencia de lo presente) y la vida (donde se expresa el acto creador) Al mantener el arte y la vida en esferas disímiles, el pensamiento instrumental despoja a la vida de ciertos valores básicos tales como la solidaridad, la integridad, la dignidad, la ternura, etcétera. De hecho, a veces sólo es posible hallar dichos valores en el arte o en la praxis vital no alienada, fragmentando la vida humana de modo radical y sentando las bases para la producción del mercado artístico lucrativo. Con esto se autojustifica la alienación de la vida humana moderna y se desnaturaliza todo lo que proviene de la naturaleza; naturalizando -como contrapartida- el tubo de la alienación.

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Para desterritorializar al Estado hay que oponerse al militarismo y a su base ideológica: la idea de estado-nación. Si fuera posible suprimir lo imaginario de las comunidades imaginadas, existentes en los diversos proyectos de construcción nacional, la comunidad devendría en un grupo real de personas con rostros y nombres identificables. Su interacción diaria sería a escala humana y la comunidad sería verdadera. Así se desterritorializa al Estado.

A la idea de estado-nación se le liga la noción de raza: fundamento de la xenofobia y del racismo. El Estado nunca ha dejado de ser un instrumento clasista y racista de control y opresión. Su territorialización ocurre mediante el movimiento de tropas y el despliegue militar. Para desmaterializar al Estado hay que desmantelar el militarismo y el armamentismo. El Estado opera como si fuese un gran galpón nacional, que invierte en terrenos de ensayo bélico: las guerras. Con la desmaterialización del Estado se desterritorializa la nación y las fronteras limítrofes pierden realidad, deviniendo lo que son: límites artificiales construidos por los predicadores de todo tipo de nacionalismos y regionalismos, responsables de los vínculos políticos impuestos por el Estado a los sujetos. El nacionalismo persigue subyugar a la gente bajo las prácticas sedentarias derivadas tanto del control urbano como de la economía territorial agropecuaria. El efecto de esas prácticas es la domiciliación, que trae aparejada la acción domesticadora del Estado. No obstante, cuando el dispositivo que promueve el concepto de territorio nacional se disuelve, uno de los mecanismos de la estandarización también deja de funcionar. Desplazarse libremente de una zona a otra -de comunidad a comunidad- sin ser controlado por los sistemas aduaneros ni por las intendencias policiales, conlleva a que la libertad se corporeice en una práctica cotidiana. El movimiento constante es una fuerza incontrolable. Su carácter libertario radica en su capacidad de abolición del sedentarismo y de la domiciliación, desbaratando todo control estatal. Desplazarse es desdomesticarse. Ir de un lugar a otro, conocer gente, aprender sus idiomas y entender otras visiones de mundo, es una praxis libertaria. Dicha praxis agudiza la peculiaridad.

Do Hu Su

El fascismo es fomentado por el nacionalismo: sentimiento de propiedad nacional que exacerban las clases poseedoras y adineradas. Ese sentimiento es transferido a los desposeídos y pobres de la ciudad por medio de los mecanismos de propaganda y adoctrinamiento cívico, oficial y nacional. Algunas personas, por ejemplo, repiten discursos -que publicitan la ideología- en la primera persona plural. Se conjuga el verbo en la forma del nosotros, promoviendo el control idiomático y reforzando las identificaciones entre patria, bandera, gobierno y gente. Decir por ejemplo: “tenemos un parque, una cordillera, un buen equipo o una economía estable”, implica un grado lingüístico de aceptación de cierta identidad colectiva nacional asignada y/o impuesta. Éste es el nosotros de la realeza, adaptado a los tiempos modernos para hacer pensar a la gente que el gobierno y sus instituciones financieras representan al individuo común.

La gente habla de las acciones del gobierno como si hubiese tenido alguna participación en la decisiones gubernamentales o en la represión militar. Ésta es la alienación nacionalista que facilita la aparición del fascismo. El adoctrinamiento se reproduce a través de las escuelas, el deporte, los valores tradicionales, las reglas, las narrativas oficiales y los medios de control. La propaganda se aviva a través de las pantallas lumínicas (p.e. la televisión, el cine, la informática, etc.), los medios impresos, la radio, la educación, etcétera. El fascismo se cristaliza en la noción de nación. Por ello, toda identidad comunitaria asignada y/o impuesta tiende a reforzar dichas nociones: nacionalidad, regionalismos, idioma, rol social, colegiaturas, creencias religiosas, clanes familiares, hermandades, relaciones de trabajo, oficio o profesión, etcétera.

La comunidad real no transita por el sendero de estas aplicaciones identitarias. La comunidad real tiene que ver con el compañerismo y la amistad. Y no es difícil imaginarla. La constituyen todos aquellos familiares, amigos y amigas que vemos a diario y con quienes preferimos relacionarnos y disfrutar cada día. Allí se vivencia la solidaridad cotidiana y se le niega presencia al Estado. Allí hay reconocimiento mutuo y respeto a ultranza. Allí también se desterritorializan las fronteras y se arrían con bravura las torpes banderas de la xenofobia.

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La única taxonomía posible son las drogas. Hay dos tipos de drogas: químicas y naturales. Unas dependen de la producción industrial en masa. Las otras son parte de la naturaleza. Y se cultivan, recogen o encuentran a campo abierto (prados, montañas o desierto). El uso de las drogas naturales se remonta a una época de sabiduría ancestral, en que se practicaba la medicina natural y holística. El uso de las drogas químicas, en cambio, se masificó con la revolución industrial y con el ascenso de los médicos al poder. Ése fue el comienzo de la tiranía de los hombres de delantal blanco. Las drogas químicas controlan la paciencia, el ritmo y la pasión. Su objetivo es que el sujeto disfuncional se readecúe al sistema para que siga produciendo sumisamente. Pero si los sacerdotes de toga blanca fallan en su intento y pierden el control sobre el paciente, terminan arrojándolo a los centros ideológicos de reclusión social: los manicomios, los asilos, los albergues de caridad, los hogares de ancianos, etcétera. Estos centros son los vertederos para el enfermo terminal.

Las drogas químicas legales -que administra el Estado a través de sus Ministerios de Salud- tienen sus pares gemelas: las drogas químicas ilegales. Además de ser un gran negocio lucrativo, éstas le permiten al Estado justificar la represión en zonas consideradas fuera de control: los guetos urbanos, las barriadas marginales o la selva guerrillera. En otros casos, las drogas duras ilegales también se usan como pretexto cuando la justicia y sus guardias pretorianos persiguen a aquellos individuos subversores del orden impuesto. Justamente es su ilegalidad la que genera el lucro y racionaliza el autoritarismo.


Las drogas naturales, en cambio, liberan porque dejan ver en la oscuridad de la alienación. Ayudan al cuerpo. Son biodegradables y fuentes energéticas. La planta de cáñamo, por ejemplo, atenta contra las industrias que ejercen el control ideológico y energético. La industria farmacológica impone una visión de realidad. Luego, las industrias petrolera, minera y forestal -el triunvirato de la sociedad de producción y consumo masivos-llevan a cabo la concreción material de esa visión de realidad. Las drogas naturales, por el contrario, curan. Mientras que cualquier alteración de la conciencia en las sociedades altamente alienadas permite un escape hacia la apreciación de la naturaleza, en las sociedades primitivas -no alienadas ni alienantes- las drogas naturales son una ratificación de que la realidad no es lineal ni se manifiesta en un solo plano. En efecto, a través de las drogan naturales los pueblos primitivos han experimentado el carácter múltiple de la realidad. Así como la tierra no era plana, la realidad no es una. Al contrario, está poblada con tantos pliegues y multiplicidades, como peculiaridades tenga la naturaleza. Los surrealistas señalaron que el mundo de los sueños también era parte de la realidad, tal como lo es la percepción del mundo en vigilia. La posibilidad de que haya otros mundos, sin la lógica lineal tridimensional, ha sido probada por la sicodelia. Los doctores y expertos -que trabajan para la sociedad de producción y consumo masivos- le llaman escapismo a cualquier alteración de la conciencia producida por las drogas naturales. Cuando el escape hacia la apreciación de la naturaleza deviene fuerza energética, los doctores y los expertos dejan su trabajo en manos del ejército o de la policía. Ésa es la llamada guerra contra las drogas.

Las drogas naturales son altamente subversivas. Cada hoja y tallo que libera y alivia ya existe previamente en el jardín planetario. Por lo mismo, no hay necesidad de manufacturarlos. Es un hecho que la sabiduría ancestral está relacionada a la medicina natural. Muchas mujeres fueron acusadas de brujas -por los médicos y expertos de la época - y quemadas vivas en las hogueras de la Inquisición católica, protestante y patriarcal. He ahí la civilización.

Comer, fumar, hervir y deglutar las drogas naturales son actos de convivencia solidaria. Su ocurrencia depende de los niveles de salud de las personas. Cuando el ritmo de la vida está controlado por el tic tac automático de la máquina estandarizadora, los niveles de salud disminuyen. La alienación y la ideología son una enfermedad. Las drogas naturales escardan el jardín y labran la tierra. Cada vez que se ingieren drogas naturales -orgánicas como nosotros mismos- nos recuperamos de las enfermedades biológicas y sociales que producen la alienación y la ideología. La humanidad necesita recuperarse del trauma de la civilización. Para Chellis Glendinning, la civilización es un estado del que hay que mejorarse. El trauma del primer día de clases, el nerviosismo causado por las amenazas de expulsión del colegio, los dolores de estómago, los castigos irracionales, o el impacto de la represión institucional contra la manifestación libertaria del ser que quiere huir de la alienación y de la ideología, son la consecuencia de una experiencia traumática que tratamos de ignorar cada día. La civilización es el fundamento del entrenamiento forzado para privilegiar lo simbólico sobre lo imaginario y así domar el estado de ‘salvajería’ natural que nos habita.

Las drogas naturales despliegan los pétalos de la imaginación. Y ése tal vez sea el efecto que producimos nosotros, toda vez que interactuamos orgánicamente con el medio y ampliamos nuestro universo hacia lo que todavía no hemos soñado, pero que aún podemos imaginar. Nuestra presencia tiene un efecto alucinógeno. Somos, en efecto, una droga poderosa que puede iluminar todo lo que imaginemos. Y una vez liberados, no hay droga química, ni pantalla, ni ejército que puedan detener el efecto seductor y opiáceo que provoca nuestra aparición. Para construir un nuevo mundo hay que imaginarlo. Y para imaginarlo hay que liberarse. Esa liberación conlleva a la creación de una nueva humanidad. He ahí la importancia de las drogas naturales.

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El impacto de la vida humana sobre el planeta y el resto de las criaturas vivientes tiene un carácter ineluctable. Las consecuencias de cada vida es inevitable: caminamos y destruimos. El efecto destructor que produce nuestra existencia se amplifica a través de la razón instrumental. Ésta no es sino un módulo mental que opera como ideología obnubilante: no permite ver ni sentir ni entender. Una vez atrapada por esta armazón, la conciencia se enrosca como un tejido duro cosificado. Para sensibilizarse, hay que explorar en lo estético. El arte y la poesía ayudan a ver en medio de la alienación. Abolir la razón instrumental no significa abolir los pensamientos lógicos y analógicos, ni mucho menos la inteligencia, ni la capacidad práctica. La analogía y la lógica conviven en la naturaleza y en la mente humana como un todo inseparable. Asociar, por ejemplo, el chirrido de los grillos al ronroneo de la naturaleza, como si ésta fuese un gato feliz y satisfecho, es parte del pensamiento estético. La analogía se manifiesta a través de los procedimientos lógicos, intelectuales y lingüísticos, pero su aproximación es estética antes que instrumental. Privilegia la apreciación del mundo natural y su belleza, en vez de la funcionalidad que se pueda extraer de la naturaleza. Para abolir la razón instrumental hay que desalienarse y desaprender el entrenamiento ideológico y social. Dicho desafío radica en la desarticulación de las herramientas que lo permiten: el lenguaje que constituye al sujeto.

Sin lenguaje la noción de sujeto se desvanece. Las razones instrumental, estética y ética -divididas en esferas aparte entre la economía y la política, el arte y la poesía, la ética y la religión- permitieron la aparición del lenguaje. La razón instrumental se apoderó del lenguaje, generando formas de explotación humana y natural que la civilización impulsó por medio de un sofisticado sistema de división laboral. Los antropólogos creen que ese momento fue el comienzo de la historia, de la agricultura y del sedentarismo. Tal vez también fue el inicio del lento proceso de objetivación del sujeto y de la aceleración del movimiento expansivo de la civilización, racionalizado a través de la noción de progreso. La máxima socrática: “conócete a ti mismo” obligó al sujeto a reificarse filosóficamente a fin de transformarse en su propio objeto de estudio. De paso, esto significó la disección y separación del sujeto de la realidad, convirtiéndose en una entidad aparte, distinta y extraña del todo que forma la naturaleza.

Viktor Cohen

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John Zerzan plantea que el lenguaje se apropia de la realidad para luego sustituirla. De acuerdo al pensamiento anarco-primitivista, la división del trabajo produce una secuencia reificadora que termina construyendo lo simbólico. Para Zerzan, lo simbólico no sólo reemplaza a la realidad sino que también la sustituye. Esta sustitución es una forma de alienación y constituye el principio de la civilización, donde la razón instrumental amplifica los mecanismos de control del lenguaje, estandarizando absolutamente todo y rechazando completamente cualquier peculiaridad. Así, la realidad se transforma en un conjunto de objetos, donde el sujeto es un objeto más que ocupa el espacio de una categoría. La civilización y la alienación son entonces dos quistes de la misma naturaleza que es necesario extirpar.

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En 1987 J.A. Lagos Nilsson publicó en Buenos Aires el manifiesto anarquista “Contracultura y provocación”, en oposición a los manidos términos cultura y civilización utilizados por las dictaduras del cono sur para autojustificarse y racionalizar sus prácticas genocidas. Para Lagos Nilsson el mundo cultural es un modelo, un patrón, un marco o una referencia: es lo que estandariza. Así, la cultura estandarizadora y la civilización son el producto de la expansión de la razón instrumental, que sicológicamente se manifiesta como proyección del ego sobre la naturaleza. La alienación produce el extrañamiento del sujeto en el mundo, que se vuelve extraño a lo externo y a sí mismo. Ésa es la enfermedad transmitida en el tubo de la ideología. Y en ese remolino, sólo el arte y la poesía liberan y desalienan. Dicho acto liberador tiene sus raíces en la contracultura, que no es sino una forma de provocación significativa. Por obvias razones, la contracultura niega la cultura oficial y aboga por el derecho a la peculiaridad. Evidentemente, la contracultura no pacta ni convive con el poder, aunque éste trate de cooptarla. Si lo logra, la contracultura deviene en un puro fetiche de consumo, o un artículo de museo que el poder se cuelga de la solapa de su chaqueta como si fuese una medalla de guerra.

El poder se perpetúa a través del ejercicio represivo y de la enfermedad de la alienación. Si bien ésta es una práctica de lo simbólico, no es necesariamente expresión de la cultura simbólica. La diferencia entre lo simbólico y la cultura simbólica permite distinguir entre la representación y sustitución reificadora de la realidad y la manifestación estética del ser. Confundir civilización con cultura significa mezclar dos manifestaciones equidistantes. La civilización es la proyección de la razón instrumental. Su expresión sublime son las ciudades que, legitimadas como segunda naturaleza, organizan el proceso de entrenamiento ideológico y social en los modernos campos de concentración subliminales. La cultura, en cambio, cuando emana del sujeto es una forma de ser, o una contracultura. La cultura se autorregula por medio de la interacción del ser. Por el contrario, en la civilización, cuyo tablero de interacción es el mercado, no existen verdaderos mecanismos autorregulatorios, ya que su base de apoyo es la utilidad, la ganancia o el lucro. La civilización es, por tanto, unidimensional. Al contrario, la cultura es múltiple, peculiar y multifacética. Lo que orienta las formas de manifestación cultural es el ser. El hacer se relaciona a la manipulación y a la producción. Y aunque también pueda ser un acto de creación, está profundamente ligado a la operatividad instrumental. El ser y la creación entretejen la hebra de la cultura. En rigor, todos tenemos cultura, esto es, una forma de ser. Y si bien la cultura mediatiza nuestra experiencia, nuestro ser es cultural.

La lucha de los pueblos originarios en América Latina no es sino la lucha por la defensa de sus culturas contra la penetración de la máquina civilizadora y la cultura estandarizadora. La cultura de un pueblo es la manifestación estética de su ser comunitario. Esa es su cultura simbólica.

Los Neanderthal, desparecidos aproximadamente hace unos treinta mil años, pulieron figuras de piedra y construyeron flautas talladas en huesos de osos, capaces de tocar hasta tres notas musicales: do, re, mi. También contaron con una forma de comunicación y con actividades espirituales y artísticas. La cultura simbólica no necesariamente conduce a una autopista civilizadora sin salida. Los mayas, por ejemplo, abandonaron sus ciudades sin explicación alguna. Es probable que hayan entendido en algún momento, que su civilización era insostenible, aunque no hay pruebas concretas de ello. Es posible también, que hayan tenido conciencia plena de que su tecnología se desarrollaría de un modo tan drástico que no habrían sido capaces de retribuirle a la tierra todo cuanto le hubieren extirpado. Esta cosmología de la retribución aún forma parte de la cultura simbólica actual maya, cuyo entendimiento de la naturaleza sobrepasa con creces a las cosmologías modernas occidentales.

Al contrario de la cultura maya, la civilización occidental y sus réplicas no han provocado sino la destrucción acelerada de la naturaleza. Cuando Marcuse propone que la historia niega la naturaleza, se refiere a la cultura civilizadora -la estandarización- y no a la cultura humana como expresión del ser. La manifestación del ser es estética y cultural. Esa manifestación se radicaliza cuando deviene expresión peculiar del ser. Por eso, negarle a una persona su forma de ser, es colonizarlo. Dicha práctica reproduce la pulsión expansiva de la civilización, que no es sino la destrucción de la naturaleza y de los seres humanos. La civilización, por tanto, coloniza la cultura y la domestica, volviéndola una categoría estándar: la cultura oficial. Desconocer que cada criatura en el planeta tiene una forma de ser: cada gato, cada ave, cada planta, cada flor, nosotros mismos, es negar la peculiaridad de la naturaleza. Negar la cultura es estandarizar. Los seres humanos tenemos distintas formas de ser. Cada cual ve el mundo, lo siente y lo aprecia culturalmente. Cada cultura es peculiar. Las constelaciones de peculiaridades son formas culturales que devienen en idiosincrasias de sujetos.


Los genocidios y ecocidios en el norte y sur del continente americano han tenido una línea directriz: negar la cultura indígena. La cultura, por consiguiente, se contrapone a la civilización. No son sinónimos, sino territorios distintos. La civilización implica estandarización; la cultura, peculiaridad.

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El lenguaje cumple una doble función: estandariza e impone significados, pero también libera. A través del lenguaje el sujeto resiste la objetivación que produce la razón instrumental mediante sus prácticas estandarizadoras: las categorías ideológicas, el monocultivo industrial, la ganadería, etcétera.

La conversación desaliena y congrega, desmantelando las políticas sistémicas que tienden al aislamiento individual. La estandarización, por el contrario, cretiniza. Para ello simplifica el lenguaje, reduciendo la capacidad de reconocer la realidad. Esta simplificación deviene en la neolengua orwelliana, que reduce la conciencia y atrofia la imaginación. El sujeto no es la conciencia en sí, como tampoco el lenguaje es la comunicación. Si confiamos en los resultados de la ciencia, es posible establecer que la escritura apareció hace 60 mil años o incluso antes. Las marcas calcáreas dejadas por los aborígenes australianos en las rocas es prueba de ello. Obviamente no es la escritura occidental, pero sí son inscripciones gráficas significativas. Es probable también que el lenguaje siempre haya acompañado a los seres humanos, ya sea como una forma de verbalización gutural, que poco a poco se fue articulando con mayor claridad, o como simple comunicación gestual. Hay textos antropológicos que sostienen que el lenguaje y el pensamiento simbólico han existido por un millón de años. Las herramientas de piedra cuya data se remonta a dos millones y medio de años, evidencian la existencia de mecanismos racionales que no sólo se relacionan a lo simbólico, sino que también a la evolución biológica bípeda, al uso del pulgar y a la organización grupal. Marcel Griaule señala que para los miembros del pueblo africano Dogon, habitantes de Mali, la primera palabra enunciada por los seres humanos fue el “ respiro”. Esto sugiere que el origen del lenguaje no fue la articulación, sino la respiración misma. En efecto, la peculiaridad del habla se caracteriza por el biorritmo inhalante y exhalante de cada cuerpo. El habla es propia y única como el acento que cada uno tiene en su propia lengua.

El sujeto organiza su personalidad estructuralmente. Así anula la conciencia, aunque también la puede amplificar a través del lenguaje. Por lo mismo, crear conciencia significa darnos cuenta de nuestra existencia en el cosmos: la totalidad. A través de la conciencia creamos el mundo. Esto es, señalamos y puntualizamos eventos o problemáticas que de otro modo se mantendrían en la oscuridad o en el silencio. Por el contrario, la alienación enceguece, forzando a los individuos a seguir una carrera con anteojeras o a encerrase en sus cubículos. El lenguaje es, por tanto, una herramienta de entrenamiento, pero también es un arma de liberación. En las actuales condiciones de domesticación humana, animal y ecológica, la separación alienante del sujeto de la totalidad se ve como un proceso irreversible. Volver a un estado primitivo anterior al lenguaje articulado, implica desaprender los idiomas (cuestión que es prácticamente imposible, a no ser que se elimine a toda la población humana de la faz del planeta) Abolir la noción de lenguaje, sin un genocidio exhaustivo de toda la humanidad, es una tarea irrealizable y siniestra. No hay garantía además de que el aspecto instrumental del pensamiento simbólico no vuelva a aparecer en algún momento del desarrollo de la vida. Y con ello surjan nuevamente formas de alienación y de dominio funcional de la naturaleza y de control normalizador de los seres humanos. Esperar, por tanto, utópicamente la construcción sintética de un orden comunista primitivo -basado en la recolección y en la caza, que por extensión garantice la sobrevivencia sólo a los más fuertes y reemplace el lenguaje por formas telepáticas de comunicación- también parece lejano.

La vida ha perdido su valor mismo mediante el control simbólico de la razón instrumental. En las sociedades alienantes y alienadas, sólo el arte y la poesía pueden devolverle su valor original a la vida, puesto que la esfera estética ha sido separada del ámbito de lo vital. Esta separación no es sino una estrategia de compensación de lo que se ha perdido. Para que el arte le devuelva su valor a la vida, es necesario destruir esa línea divisoria entre la creación simbólica y la existencia, mixturando vida y estética en un solo ciclo. Así, combatir lo simbólico con lo simbólico implica una contradicción, pero también una posibilidad de emancipación ideológica y de abolición de la razón instrumental. Orientar las actividades humanas en torno a la razón estética, puede corregir el curso de la vida sobre el planeta y salvar a muchas criaturas -y a nosotros mismos- de la extinción total.

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El eslovaco Slavoj Zizek señala que cada proyecto ecológico orientado a cambiar la tecnología para mejorar el estado de nuestro ambiente natural se delegitima a sí mismo, por cuanto cada iniciativa de este tipo confía en la misma fuente del problema: el modo tecnológico de relacionarnos con todas las otras entidades a nuestro alrededor. Ésta es la misma contradicción que se repite al combatir lo simbólico con lo simbólico: la escritura, el pensamiento articulado, el lenguaje. Ambas contradicciones, sin embargo, son falsas, porque operan como trampas sistémicas que promueven la inacción: el silencio en un caso, la complacencia en el otro. Ciertamente, los efectos de la vida humana sobre el planeta son ineluctables: caminamos y destruimos, respiramos y aniquilamos. Ese impacto destructor se amplifica a través de la razón instrumental: el modo tecnológico de relacionarnos con todas las otras entidades a nuestro alrededor. Y se multiplica por medio de los mecanismos masivos de producción y reproducción mecanizantes. La razón instrumental es, por tanto, una ideología funcional y obnubilante, que le arranca lo estético a la vida en virtud de imponer un proyecto civilizador sobre el planeta. Este proyecto media la vida social, humana y animal a través de la domesticación. La razón instrumental es un amansamiento ideológico que aletarga, apoltrona, borra la imaginación y atrofia los sentidos. Cuando el animal chúcaro es domado, deja de ser animal y se transforma en un ser doméstico: la mascota. Estar domesticado y dominado es estar recluido al domo: repetición arquitectónica que estandariza el paisaje. El domo de los animales chúcaros es el corral, el rancho, el establo, la porqueriza. El domo humano son las habitaciones solitarias, o cohabitadas en contubernio, que dibujan el gris panorama de la ciudad.

Igor Morski

La alienación en las ciudades -espacios al borde del colapso fatal- y la destrucción que genera la producción en masa, son características propias de la vida bajo el control de la acción domesticadora de la razón instrumental. La razón estética no propone el dominio humano sobre la naturaleza. Por el contrario, vislumbra la existencia humana de modo interdependiente con y en la naturaleza, sin control alguno. La vida es una red flexible y orgánica de sucesos cotidianos. La razón estética amplía la conciencia, amplifica la imaginación y promueve la integridad y la responsabilidad como éticas necesarias. Es un proyecto que no carece de elasticidad, ni de sentido práctico, ni de inteligencia. Pero privilegia lo artístico sobre lo funcional. Su finalidad entonces es el despliegue radical de todas las peculiaridades antiautoritarias que habitan el planeta.

Un mundo orientado en torno a la razón estética sugiere una vida artesanal y comunitaria. La cosmovisión que integra dicha razón es biocéntrica. Y escarda el antropocentrismo del jardín planetario, mientras deposita el humanismo ilustrado en el arcón del abono. El biocentrismo no es sino la revelación de que la vida es la esfera incluyente de la realidad, sin descontar por ello que existan otras realidades y percepciones de realidad. El jardín de las peculiaridades es un proyecto de humanidad: construir la vida en un jardín planetario poblado de comunidades desjerarquizadas, autónomas y libertarias, que operen con el pensamiento analógico y estético. La analogía permite establecer asociaciones y conexiones en forma simultánea, múltiple, flexible, transparente e interdependiente, desmantelando la lógica lineal y el aislamiento, para combatir -en el mismo flanco - contra todas las formas perversas de alienación. Tal vez en ese jardín sea posible volver a comunicarnos cabalmente por medio de ciertas facultades perdidas y atrofiadas por la domesticación. Tal vez desarrollemos otros sentidos.

Las gallinas, por ejemplo, son capaces de reconocer hasta un máximo de cincuenta miembros en su comunidad. Su sistema organizacional está basado en el reconocimiento mutuo. Así evitan cualquier conflicto surgido por la pugna de los granos y establecen una dinámica social basada en la empatía con las otras gallinas, dando preferencia a las aves mayores al momento de picotear. Con la domesticación industrial, los gallineros se llenaron con cientos de gallinas que fueron forzadas a olvidar su sabiduría natural y a desconocer a las otras formas de su especie, despertando la violencia, si es que no la locura. Los seres humanos hemos perdido y olvidado nuestra sabiduría natural. Los aborígenes australianos que se marchan al desierto aún son capaces de comunicarse telepáticamente a varios kilómetros de distancia. Cuando la poesía y el arte devienen en una contraideología asistémica, nuestras facultades reviven. Entonces somos capaces de crear el mundo y expresar libremente nuestra peculiaridad que el sistema niega. Algunas peculiaridades tienen los pétalos más abiertos que otros. Eso no importa. La estandarización igualatoria es una treta socioliberal, que cínicamente deniega el igualitarismo social, dado que existe en virtud de las diferencias jerárquicas. Lo importante es que cada pétalo brote, siempre a su ritmo y condición, estableciendo una íntima sincronía con el mundo de los seres vivos. La máquina igualatoria es injusta con la peculiaridad. La vida es una energía que permite recrear el mundo en diferentes mundos peculiares. La libre creación de constelaciones de peculiaridades -la libre asociación, en idioma socioliberal- es una noción que puede ayudar a describir mejor las condiciones de vida bajo el movimiento orgánico de comunidades autosuficientes. La comunidad fluye en la convivencia gregaria -lo social, en idioma socioliberal- haciendo florecer la peculiaridad de cada criatura. Dicho florecimiento no es sino el despliegue total y libertario de nuestro ser, permitiendo así una interacción orgánica entre los seres humanos y el planeta.

En el jardín de las peculiaridades, las flores y las plantas realizan el proceso de fotosíntesis al ritmo de su propia savia. Nadie las detiene. Nadie las retrasa. Nadie las apura ni controla. Los animales e insectos que se desplazan con sigilo por el huerto, cruzan el breve latido del presente. Así se mantiene vivo el movimiento perpetuo de la tierra. Así también pervive el planeta: el domo astral que nos brinda alero y nos hace vivir.

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¿Hubo prácticas antropofágicas durante la época en que los humanos recolectaron y cazaron, o incluso anterior a ello? ¿Ha sido la carne humana alimento de otros humanos? ¿Tenemos un pasado caníbal? Al parecer todo indica que sí, aunque no sabemos si con fines de sobrevivencia o puramente simbólicos.

El estudio de los molares de los restos de cráneos encontrados en algunas cuevas de Gran Bretaña demuestra que los antepasados de los ingleses fueron caníbales. En los siglos XVII y XVIII los médicos de algunas cortes europeas solían prescribir como dieta curativa órganos humanos para aliviar ciertas enfermedades. Los bancos de órganos no fueron inusuales en aquella época, ni lo fueron tampoco las ejecuciones, necesarias para abastecer las bodegas de riñones, hígados, intestinos y otras partes del cuerpo que demandaban los cortesanos ávidos de curación. La guillotina se desaceleró al momento en que Europa borró su historia antropofágica y comenzó una nueva etapa: atribuir el canibalismo a los pueblos dominados, que no eran vistos sino como buenos salvajes o peligrosos bárbaros “comehombres”.

En la novela “El entenado”, basada en las memorias del español Francisco del Puerto (que llegó a la costa oriental del cono sur con la expedición de Díaz de Solís el año 1516), Juan José Saer relata en bella prosa la experiencia de un cautivo en territorio guaraní. El canibalismo indoamericano no estuvo sustentado en la necesidad de la supervivencia, sino más bien en un ritual simbólico: distinguir al otro del nosotros y así afirmar el orden precario del universo. Toda vez que los tupis guaraníes realizaban una fiesta de la carne -o carnaval- reafirmaban su rol en la preservación del frágil balance cósmico. Esta visión etnicista y antropocéntrica, filtrada a través de la práctica caníbal, no tenía sino un fin simbólico y ceremonial: sostener que la verdadera gente no se come a sí misma. Por el contrario, los caníbales sólo saboreaban a los forasteros, u otros, que ante los ojos de la aldea etnocéntrica, no existían ni formaban parte de la verdadera gente. La dialéctica ejercida entre el canibalismo y la autoidentificación grupal, como estrategia de construcción identitaria, habría sido la base de toda expresión simbólica. La noción del nosotros se distingue de este modo de la noción de ellos. Y dicha distinción se ratifica de modo ritual mediante la práctica caníbal. Es, en cierto modo, una mitología que explica el cosmos y afianza la convicción de pertenencia, pero que carece de una verbalización articulada. Eso es tal vez lo que Francisco del Puerto presenció mientras estuvo en cautiverio por casi 10 años. Y ésa es la razón también por la cual los charrúas del Río del Plata lo mantuvieron cautivo. El testigo del acto caníbal era el observador necesario para ratificar la existencia de los guaraníes entre los miembros de otras aldeas. Pero para el imperio español, el canibalismo fue utilizado como argumento para demonizar a las culturas indígenas y así justificar la carnicería genocida.

La noción de un nosotros proviene de otra noción previa: el yo. La noción del yo surge de la conciencia de la propia condición mortal, que vislumbra en una situación hipotética, futura e impertérrita, la muerte. Esta visualización del futuro es la que separa a la conciencia humana del instinto de supervivencia, o de la hipersensibilidad para adivinar el riesgo, o de cualquier otro tipo de conciencia animal.

Cuando el soldado Bernal Díaz del Castillo entró bajo las órdenes de Hernán Cortés en la ciudad de Tenochtitlán, construida en el lago Texcoco, su asombro ante el mercado y la grandeza imperial azteca se vieron disminuidos por el terror sentido ante la presencia de cadáveres apilados en el interior de los templos sagrados. Los aztecas no sólo practicaban sacrificios humanos sino que también fueron caníbales. En su relato, Bernal Díaz rememora cuando Moctezuma se sirve en su plato de monarca pequeñas criaturas humanas que no son sino niños y guaguas. Así Bernal Díaz demoniza al otro y escandaliza a los españoles, cuyo temor se vehicula a través del discurso religioso. La distinción que hacen los europeos es establecer la diferencia entre un ellos y un nosotros. Esto es, entre la barbarie -atea o endemoniada que fomenta la antropofagia- y la civilización católica que, no obstante, también bebe y come simbólicamente el cuerpo de Cristo. Dicho racionamiento es utilizado por el imperio para justificar el genocidio practicado en las Américas y así reafirmar el supuesto derecho a la conquista. La cruz cristiana y la liturgia son todavía formas simbólicas de sacrificio y canibalismo. Los sacrificios y las prácticas antropofágicas de los aztecas fueron formas simbólicas de reafirmación identitaria, cultural y colectiva, como también consecuencia de su cosmovisión.

Otros pueblos sudamericanos también practicaron sacrificios rituales, aunque aún se discute si fueron caníbales o no. Dichos sacrificios eran ofrendas a los dioses. Y su objetivo era alimentar el espíritu de los elementos en busca de protección. Los mapuches del sur de Chile -uno de los pocos pueblos no conquistados por los españoles- sacrificaban corderos en sus rituales de curación. La hechicera -o machi- extraía el corazón del animal y se bañaba en su sangre. Y éste no era sino un acto simbólico de redención con las fuerzas de la naturaleza. Lo simbólico aparece con el surgimiento de la conciencia, por cuanto representa a la muerte. El reconocimiento de nuestra condición mortal sería la pulsión generadora de la confección de la noción de lo humano y de lo no-humano, de lo animado y de lo inanimado, de lo crudo y de lo cocido. En tal contexto, el canibalismo y el sacrificio animal no fueron sino prácticas de reafirmación de lo humano. Comerse al otro, ya fuere humano o animal, era ratificar la existencia de un nosotros: la horda primitiva o la tribu original.

Freud plantea que la civilización se basa en lo reprimido. Esto es, en el tabú del canibalismo y del incesto. Esa represión es la que origina las bases de la civilización occidental. Lo civilizado es lo reprimido. La cultura también reprime, puesto que debe ocultar su carácter antropofágico: el plagio, la cita, la mera referencia. Simbólicamente, la cultura se engulle a sí misma en una red de conexiones que se expanden como reacción en cadena. El vampirismo mercantil y esclavista se basa culturalmente en una pulsión caníbal, cuya representación más acertada es la expresión popular “chupar la sangre de otros”: los dominados. Por cierto, cuando la cultura representa al canibalismo, lo hace con el sesgo del espectáculo. Lo vuelve caricatura o le asigna características de aberración. Es un “tango desnudo” o una distorsión individual de quien ha perdido toda noción de humanidad. En el primer caso, el canibalismo es un espectáculo que contradice la contradanza de la carne. Cuando los guaraníes realizaban sus bacanales, lo hacían al ritmo de la danza y de los tambores y se suponía que era una celebración recordatoria de su propia humanidad. Cuando los cristianos esperaban la cuaresma, realizaban primero un carnaval, que también era la fiesta de la carne, pero sublimado por lo simbólico. El “tango desnudo” es la espectacularización estilizada, pero también cruda, del evento antropofágico. Se manifiesta en el fascismo, en la tortura y en la vejación. Por el contrario, la imagen del canibalismo como aberración individual, es una trampa ideológica que refuerza la propaganda que auspicia el autocontrol, la autocensura y la fuerza opresora. En ambos casos, se reprime la peculiaridad múltiple que habita en la naturaleza. Ése es el velo que niega el origen de la idea de humanidad.

Es probable que la cultura simbólica y sus ramificaciones reificadoras hayan provenido de una primera conciencia: la certeza de la muerte. Dicha certidumbre genera, por medio de los mecanismos autorreflexivos de la conciencia, el reconocimiento de la propia existencia. Esto conlleva a la visión de un yo- nosotros, en oposición a un otro-ellos. En tal sentido, el canibalismo fue una práctica de afirmación simbólica de la cosmovisión beligerante entre nosotros versus ellos.

La antropofagia selectiva (comerse al desconocido pero no al prójimo) es el establecimiento primigenio de un asco diferenciador y autoconciente racionalizado mediante la noción de lo humano y de lo no-humano. No es seguro, en todo caso, que los humanos seamos carnívoros. Al parecer, todo indica lo contrario. Somos seres herbívoros, vegetarianos o veganos, que todavía comemos carne o preparamos asados como inercia metabólica debido a una dieta impuesta ancestralmente por razones simbólicas. Cuando el comensal ingiere carne no-humana, es recompensado con el estatus de lo humano.

Las variantes geográficas también han influido en las dietas regionales. La alimentación de los esquimales, por ejemplo, es casi cien por ciento carnívora. Sin embargo, su ubicación en una zona de difícil sobrevivencia obedece a un desplazamiento previo, determinante de su dieta. Muchos pueblos nómadas se mantuvieron en movimiento al seguir la ruta de los búfalos u otros animales. Los recursos marítimos hicieron que muchos de estos grupos tribales se asentaran cerca de las áreas polares y se dedicaran a la pesca como prolongación de una práctica carnicera anterior. Ése fue también el caso de los Alacalufes o Selknam en Sudamérica. Hoy totalmente desaparecidos.


Asumir nuestra naturaleza animal implica entender que la sociedad actual está reproduciendo una forma ancestral de canibalismo. Somos animales que comemos otros animales. Somos animales herbívoros que comemos la carne de otros. Por supuesto que las tribus cazadoras y pescadoras del paleolítico y del neolítico fueron consumidoras de carne. Pero esas sociedades ya habían tallado y pulido la piedra, lo que implica el uso de cierto pensamiento tecno-instrumental para construir herramientas. Es muy probable también, que esa aplicación incipiente de la razón instrumental haya surgido luego de la aparición de la conciencia: la revelación de la propia muerte. También es probable que la instrumentalidad haya aparecido luego del surgimiento de las nociones de un yo y un tú colectivos. Dichas nociones son los embriones del canibalismo, que no es sino un símbolo de ratificación de la identidad comunitaria en la horda primitiva, en el clan o en la tribu. En tal sentido, es probable que el consumo de carne animal no-humana haya perpetuado un mecanismo simbólico de autoafirmación, que fue imponiendo, poco a poco -y quizás por razones de supervivencia- la dieta carnívora a seres con muelas planas y poros en la piel.

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Fisiológicamente, los humanos somos seres herbívoros. No tenemos garras, transpiramos por los poros -a diferencia de los carnívoros que lo hacen a través de la lengua- y nuestros pequeños incisivos no son afilados como los de los animales carnívoros. Además, tenemos muelas planas para masticar y triturar y nuestro intestino es doce veces más largo que el total de nuestro cuerpo, similar al de los otros herbívoros, cuya longitud fluctúa entre diez y doce veces la longitud corporal. Si eso lo comparamos al intestino de los carnívoros, cuya extensión es sólo tres veces la longitud del cuerpo -lo que permite un veloz procesamiento de la carne descompuesta que pasa rápidamente por del sistema digestivo- y a la presencia de fuertes ácidos estomacales que ayudan a digerir la carne, siendo veinte veces más potente que los ácidos estomacales presentes en los humanos y en los herbívoros, no hay razones de tipo fisiológico para suponer que los humanos necesitemos comer carne. Las razones que alega el carnivorismo son ideológicas. Y no tienden sino a justificar la supremacía humana sobre el mundo animal.

Michael Klaper asevera que los humanos no somos carnívoros ni por anatomía ni naturaleza. En uno de sus libros sobre dieta vegana, señala que efectivamente los seres humanos no podemos comer carne cruda con gusto -eso en caso de que lo hiciéramos- y contrapone el placer de comer una manzana, una sandía o una ensalada al acto carnívoro, que generalmente requiere de aliño y cocción a fin de volver lo comestible lo más distante posible de su verdadera naturaleza: carne y nervios muertos.

En tal sentido, la dieta carnívora es una suerte de necrofagia que se ha ido imponiendo socialmente y que deriva de la práctica antropofágica. Ambas dietas no fueron sino actos simbólicos rituales. El canibalismo sirvió como rito de distinción entre la identidad tribal y la de los otros, mientras que el carnivorismo fue una ceremonia necesaria para distanciar a los seres humanos de los animales. En efecto, a través del carnivorismo se ha perpetuado la visión antropocéntrica que garantiza ideológicamente la “superioridad” humana sobre los animales y justifica valóricamente el control humano sobre la naturaleza. En ambos casos se objetiva lo comestible. Y en ambos casos también, hay símbolo y cosificación.

Las tribus cazadoras prehistóricas expandieron su territorio buscando animales para la caza. Tallaron herramientas y pulieron piedras como armas de defensa y ataque. Diseñaron tácticas de cercamiento, de control territorial y de asalto. Esto fue la base del desarrollo de la lógica de la agresión instrumental que dio origen al combate y al almacenamiento. Empero no fue un proceso homogéneo. Los indios de las praderas norteamericanas, por ejemplo, respetaban al búfalo -que era sagrado en sus culturas- y no lo mutilaban a gran escala ni lo domesticaban. En las civilizaciones carnívoras, sin embargo, aún pervive este primer movimiento expansivo. Es un hecho que la caza es una de las piedras angulares sobre la cual se levantan los cimientos de la civilización carnicera. La irracionalidad asesina de la civilización opera como paralelo de la irracionalidad humana. En efecto, somos la única especie de animales, que siendo herbívoros, prefiere alimentarse de criaturas muertas. Eso es la locura total.

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La ciencia actual y la cosmología dominante no sólo buscan sumir al máximo -por medios representacionales- el pasado caníbal de la humanidad, sino que también tienen un ingrediente funcional instrumentalizador. La utilización de embriones y fetos humanos en la medicina biogenética, el uso de órganos animales y no-animales en los implantes al cuerpo humano, la expansión “macdonalizadora” de la dieta carnicera, la producción biotecnológica de alimentos transgénicos, la biopiratería, el deporte de la caza, la compraventa de recién nacidos, etc., son todos modos ideológicos de reconstrucción simbólica de una nueva noción de sujeto: los autómatas.

Igor Morski

Los autómatas son seres robotizados que se conectan gran parte del día a diversas máquinas (computadoras, televisores, celulares, contestadoras, teléfonos, automóviles, audífonos, escaleras mecánicas, marcapasos, relojes, alarmas, etc.) Los autómatas surgen como consecuencia directa de la ciencia actual y de la cosmología moderna. No recuerdan porque su pensamiento describe la ruta programada por la idea del tiempo lineal. Carecen de espontaneidad, aunque improvisan. La espontaneidad detiene la programación porque privilegia el presente orgánico y natural. Así prevé el decurso de la vida. La improvisación, en cambio, se centra en su accionar inmediato y no previene sus consecuencias. Es la lógica lucrativa, la urgencia cibernética, el deseo de la ganancia.

El autómata es fome y poco sincero. Carece de transparencia y responsabilidad. Su comida se basa en la gaya ciencia, que fabrica organismos genéticamente manipulados y modificados, ocultando lo que son con su apariencia: legumbres falsas, hortalizas que dejaron de ser hortalizas, alimentos de plástico, fruta enlatada, etcétera. Todo esto responde a una planificación del futuro y de la vida estrictamente reglamentada de acuerdo a modelos y metas también estrictamente diseñados. El autómata, por tanto, es incapaz de vislumbrar el efecto destructor y violento de su accionar. Más bien lo niega.

Yaumil Hernández

Así como la dieta carnívora y la religión fueron intervenciones culturales naturalizadas, que representaron simbólicamente una forma de represión causada por la acción civilizadora, cuyo fin no era sino construir una identidad humana, así también, las ciencias y las máquinas modernas son intervenciones culturales naturalizadas, que representan la represión de la noción de humanidad, cuyo fin no es otro sino construir un mundo de autómatas. El autómata es el modelo de la estandarización moderna. Su integridad es el doble estándar: defiende la violencia ejercida por los represores y ataca la autodefensa de los dominados. Su dieta ideal son las píldoras. Y su ideología, la alienación.

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Cualquier intento de estandarizar es una forma de dominio porque impone un modo único de ser sobre la peculiaridad. Toda matriz valórica e ideológica es un ejemplo de este dominio, puesto que la única integridad posible se haya conectada al florecimiento múltiple, simultáneo y peculiar de la naturaleza. La estandarización es una forma de colonización que impone un patrón uniformador sobre las diferencias y las peculiaridades de cada cual. Todos los modelos esconden un sistema de planificación que organiza al modelo mismo. Cada plan requiere de la linealidad temporal a fin de “ progresar” e impulsar la moción desarrollista. La ciencia actual y la cosmología moderna dominante justifican la colonización de la peculiaridad de la naturaleza -gente, bosques, plantas, animales, aves, suelo, etc.-mediante los índices del llamado ‘estándar de vida’. Aquellos que se acomodan a los distintos estándares de vida devienen autómatas. El autómata se opone a la naturaleza, perdiendo su humanidad -construida tal vez por el canibalismo en la horda primitiva- y devanando su memoria como una cinta de video para volver a ser programada por la máquina estandarizadora. Luego sobrevive rebobinando la misma cinta. Ése es el aburrimiento. Por lo mismo, el autómata borra su pasado, se obnubila con el presente y pierde su historia, la que en otras circunstancias habría sido ancestral como la de los humanos. El autómata valora sólo lo que recuerda: las contraseñas electrónicas, los dígitos de su patente de auto, los números de código y de barra que le asigna la gran máquina-madre, etcétera. Carece, por tanto, de historia. Ése es su orgullo y también su perdición.

David Plunkert

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En un lugar del noroeste americano, en las afueras de Eugene, Oregon, se celebra anualmente un pipiripao jipón. Este pipiripao no alcanza a ser un quilombo, aunque podría serlo. Los quilombos son desordenados, rebeldes, revueltos y dionisíacos. Le permiten a las peculiaridades su reencuentro en un estado natural de anarquía que se manifiesta en el presente perpetuo. El pipiripao del noroeste, sin embargo, induce a cada participante a resaltar un aspecto de su individualidad, normada por una variada gama de tipos culturales previamente conformados: la moda, el fetiche, la apariencia. Esto estandariza el jolgorio e impide la verdadera celebración, uniformando el divertimento. Al contrario, el verdadero carnaval es un ritual recordatorio, que tañe las campanillas de alerta sobre nuestra propia realidad y resume una sabiduría primigenia: los seres humanos no somos sino naturaleza. Y la muerte es prueba suficiente de ello. El pipiripao, en cambio, necesita reglas, sistemas de seguridad, guardias y policías secretos, todo lo cual atenta contra la naturaleza, el planeta y la expresión divertida del ser. Hoy, por ejemplo, es ilegal fumarse un pitillo de marihuana. Aunque no siempre fue así. De hecho, la feria de Oregon comenzó como un festival sesentista para emular los carnavales del medioevo, siendo altamente contestataria en un principio. Allí acudían jipitecas y papachos de todas partes del mundo, desplegando colores y sonrisas opositoras a la uniformidad.


Los lugareños forman combos de música y tocan una suerte de cueca larga que se identifica con la música del campo. Lo curioso es que cantan historias que a veces pueden parecerse demasiado a las historias personales de quien los escucha. En realidad, esto no es extraño. Es el producto de la estandarización. Los héroes y personajes que destacan sus canciones, devienen estereotipos producidos, administrados y masificados por la cultura simbólica que reproduce el control a través de la imagen. De este modo, la estandarización se apropia de la peculiaridad y la transforma en una tipología reconocible: arquetipos, fisiotipos, estereotipos, etcétera.

Los estereotipos son formas chabacanas de entender la estandarización y existen en virtud de ella. Por ejemplo, los choferes de microbuses se saludan siempre al cruzarse en un camino. Dicha conducta ocurre en todos los territorios donde la civilización haya tenido un impacto homogeneizante y uniformador. Mientras más estereotipos tengan las sociedades, mayor será su grado de estandarización y alienación. El estereotipo es una imagen cargada sígnica y semánticamente por las categorías. Su acción -que se proyecta sobre la realidad- se impone sobre los grupos dominados en las formas del exotismo o de la demonización. Lo exótico es una categoría construida por lo dominante a fin de infantilizar lo otro y apropiárselo. La demonización autojustifica la agresión sobre el otro. Sin categorías, las tipologías y las imágenes colectivas no podrían ser reconocidas ampliamente. El estereotipo espectaculariza lo uniforme. Esto es obvio en la cultura de masas: la cultura de los medios masivos de comunicación audiovisual o la cultura del “mainstream” norteamericano, por ejemplo. Su ideología es la mediocridad y su propósito apunta a que todos los seres humanos integren el engranaje social y productivo como tuercas de un mecanismo mayor e incomprensible. Por eso, la estandarización es un proceso de cretinización humana a través de los formatos estándares promedio. Dichos formatos contienen los valores de la democracia plutocrática que se parapeta tras los logros del sistema de mediocracias. Esto es, el gobierno estandarizador, sin contar -por cierto- a las ideologías: concepciones democráticas que se encarnan abiertamente en el fascismo. Para que el pipiripao devenga en algún tipo de quilombo, hay que desplegar todas las plumas silvestres de la peculiaridad. De otro modo, la fiesta se transforma en un campo de concentración con challas y con globos, pero sin comensales ni risas ni contertulios. Esto no es muy distinto a lo que ocurre en los fomenajes, eventos oficiales que se repiten una y otra vez en las escuelas, en las instituciones públicas y privadas, en las ceremonias laborales, etcétera. Por cierto, el objetivo de esas seudo celebraciones es preparar el terreno ideológico y emocional para el entrenamiento propagandístico y el control represor: las dos armas que el sistema utiliza para mantener la inmovilidad. Al contrario, el quilombo -en tanto carnaval verdadero- es una forma de escenificación social de la conciencia, cuya práctica dionisíaca libera y aparta de la máquina de adiestramiento y de control conductual. Lo dionisíaco, en este caso, no sólo desbarata la cultura de la “razón” al oponerse antitéticamente a lo apolíneo, sino que también desvanece la norma instrumental al desmantelar la dualidad entre Baco y Apolo que se esfuma en el carácter rebelde de la celebración.

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Toda revolución tiene reformas, aunque sin revolución nunca se aceleran las reformas. Los medios y los fines se encuentran en un presente perpetuo en el que coinciden la realidad y la imaginación, el deseo y su realización, el arte y la vida. Por lo mismo, borran la línea divisoria que limita los órdenes de lo imaginario y lo simbólico, lo orgánico y lo estructurado, lo animado y la totalidad. Esta combinación binaria de asuntos diversos -que imponen generalmente una placa a la conciencia de entendimiento del mundo- se desmantela cuando se percibe la táctica del segundo como parte de la estrategia global. Por lo mismo, la comprehensión de la totalidad como un todo interdependiente borra la línea divisoria entre la libertad y el temor, mellando la cáscara que separa a los seres humanos del mundo natural.

En la tierra se halla contenida la noción de toda libertad. Y tras las barras de acero surge la desafortunada experiencia de la prisión y del enjaulamiento. La revolución debiera transformar lo cotidiano en una ética que se realice en el presente perenne. Pero esto es algo especulativo, ya que se basa en la urgencia ética de transformar. La inmovilidad, en todo caso, rinde homenaje a la represión. Sólo el movimiento libera.


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El sistema estandarizador domestica. La domesticación es una forma de dominio que vuelve a las criaturas vivientes en seres caseros que se apoltronan en sus domos. Fuerza así a la domiciliación, cuya expresión cúlmine de represión es el toque de queda. Como todo sistema, éste genera sus anticuerpos: los cesantes que operan como ejército de reserva laboral y los vagabundos sin techo que el sistema desecha.

La producción en masa genera crisis de sobreproducción y estancamiento: desempleo, pobreza, distinción entre clases sociales, etcétera. Además galvaniza la lógica de la acumulación y de la racionalidad reificadora a través del control masmediático, produciendo como consecuencia una suerte de plusvalía masiva de imágenes que refuerzan el consumo y aceleran la propia acumulación.

Para desmantelar el sistema estandarizador y la producción industrial en masa es necesario resolver dos puntos radicales: los modos de relación societal y las formas de alimentación y manufacturación de artículos. Claro está que para construir un jardín planetario es menester proponer formas de relación social desjerarquizadas, que se esparzan orgánicamente como una red de constelaciones de peculiaridades. Esto es, como un conjunto de comunidades o agrupaciones similares a las bandas tribales. El eje alimentario debiera estar basado en la horticultura y la permacultura, practicadas en huertos comunitarios autosustentables y mantenidos única y exclusivamente para la satisfacción mediata e inmediata (y no para la venta ni la acumulación de bienes o dinero) Por supuesto, nadie debiera regular el trabajo de otro -u otra- mientras las decisiones se tomen en conjunto. La responsabilidad es un acto conciente de solidaridad. El tiempo ocioso debiera ser altamente valorado, lo mismo que la capacidad de apreciación de la naturaleza y del universo, que son fuentes de energía vital. En efecto, el corazón del planeta y del cosmos merece ser celebrado tanto en lo cotidiano como en lo colectivo. De este modo, la holganza, lo estético y la vida social pueden ser hilvanados fuera de toda jerarquía, construyendo una política basada en la celebración y en la convivencia ritual carnavalesca.

El consumo puede ser mediado a través de una suerte de cooperativas donde cada cual aporte con lo suyo. Obviamente, en el jardín planetario no habrá dinero ni trueque valorativo que dé pábulo al valor de cambio. No obstante, la producción de artículos manufacturados es inevitable. Los seres humanos manipulamos y fabricamos herramientas. Ésa es la naturaleza de nuestro pulgar opuesto al resto de los dedos de la mano. Así fue en el paleolítico y así es ahora. La función que cumple nuestra capacidad de asir objetos y de crear belleza, se representa en dos prácticas vitales: la recolección de alimentos y la entrega de amor cuando brindamos y recibimos cariño. En tal sentido, la utilización de tecnologías apropiadas independientes de los procesos de producción industrial masivos puede ser clave a la hora de la sobrevivencia. La ingeniería basada en el corazón humano, como las bicicletas, o en la energía eólica o solar son alternativas concretas al industrialismo poluto. Si la vida societal se visualiza en comunidades abiertas -en contacto cotidiano con la naturaleza- el riesgo a la cosificación se desvanece. La naturaleza no sólo nos cuida, sino que también nos libera y sana, evitando que caigamos en las trampas de la alienación.

La palabra “foresta” proviene del latín “foris” , que en rigor significa “puerta de entrada al aire libre”. La desdomesticación implica un abandono del domo para internarse al aire libre: la selva o el bosque. Ese abandono es la quintaesencia de toda liberación. Por lo mismo, cruzar el umbral del inmovilismo significa echar abajo las puertas del domo y barrer todas las entradas de auto, disminuyendo el concreto. Requiere también deshacerse de todo cuanto nos ate al palenque de la civilización, que no sólo niega la animalidad humana, sino que desmiente su naturaleza lúdica y díscola.

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John Trudell propone la distinción entre autoridad y poder para aludir, por un lado, a la naturaleza del sistema estandarizador que encarna la civilización y sus prácticas domesticadoras y, por el otro, a la capacidad de resistencia contra dicho sistema. Ciertamente, toda práctica autoritaria proviene de la noción de autoridad, que no es otra cosa sino que el ejercicio del poder ejercido para subordinar y forzar al acatamiento de su investidura. El poder es un medio de represión que perpetra el autoritarismo. La autoridad somete a través del poder. Así, el poder autoritario no es sino la fuerza que ilusamente trata de utilizar la energía vital contra la vida. La autoridad carece de poder, pero utiliza la fuerza. El poder, en cambio, puede ser autoritario o liberador.

La estructura del poder perpetúa la autoridad e irremediablemente neutraliza, controla, doma y corrompe. Por eso, la resistencia contra ese poder a través de los mismos mecanismos de poder puede ser nefasto para cualquier movimiento de resistencia. Esa ha sido la triste y cándida historia de las revoluciones nacionales de independencia política, social o económica. Autoridad y poder están entonces en una relación de círculo vicioso que cerca cualquier intento de ida al aire libre. Curiosamente, en la corrupción del poder y la pérdida de autoridad radica la fuerza de la energía. La corrupción del poder le permite a la resistencia romper conjuntamente el cerco obnubilante de la autoridad, que se materializa en la arbitrariedad de los discursos, de las reglas y de las leyes. Su falta de consistencia es su debilidad. Por eso, en una sociedad libertaria el ejercicio de la autoridad societal debe ser evitado a toda costa. Cualquier condena o sentencia que culmine en el encierro o en la privación de libertad de un individuo, tiende a construir nuevamente ese cerco autoritario que el sistema estandarizador ha perfeccionado mediante sus técnicas de ultra sofisticación represiva y que ha dado origen a la actual sociedad panóptica de control.

En las comunidades -o constelaciones de peculiaridades- dispersas al aire libre, el poder se diluye en fuerza, deviniendo en un medio de acción y movilidad. Eso es la energía o materia negra que, según la física cuántica, no emite ningún tipo de radiación y se distribuye en forma similar a la materia visible, estando cada una al tanto de la presencia de la otra. Esto hace que contra la fuerza energética del cosmos no haya poder ni autoridad que valgan. El dilema consiste en no reproducir la lógica dominante. Por eso, la aplicación del ostracismo es una defensa grupal que no daña la integridad de la libre creación de constelaciones de peculiaridades. La decisión de alejar temporal o indefinidamente a un miembro de la comunidad -en caso de haber conflictos irresolutos- son mucho más sanas y menos atentatorias contra la praxis vital que cualquier otro tipo de pena. Obvio resulta contraponer el ostracismo a la aberración de las ejecuciones: práctica institucional horrorosa de exterminio, genocidio y represión.

El medio de acción y movilidad en el que radica la fuerza energética proviene de la vitalidad, que emana del planeta y de los seres vivos. Su fuente es la naturaleza, que mantiene a todas las criaturas que habitan el jardín de la Tierra. Es por lo tanto, una energía magnética, concentrada e indestructible, que puede desmantelar la autoridad y la estructura del poder sin mayor esfuerzo. Por lo mismo, pensar en el sistema como algo poderoso es irrisorio. La capacidad de destronarlo está en nuestro espíritu. Y ni con todos sus aparatos técnicos de intimidación, control y muerte podrán detener la avalancha de la fuerza energética cuando ésta erupcione. Ése es el verdadero poder humano. Huelga decir que antes de que se extinga la vida en este planeta, producto de la contaminación y de la irresponsabilidad del actual modelo autodestructivo, todo rastro humano -y por cierto el de la civilización misma- desaparecerá de la faz de la tierra. Eso ocurrirá inexorablemente si no corregimos lo antes posible el rumbo siniestro que marca el timón de la estandarización. De otro modo, no quedará nada, salvo un par de cráneos en cuyos molares se adivine una naturaleza herbívora con un pasado carnívoro.

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No estar civilizado significa estar fuera de la estandarización. Pronunciar, por ejemplo, una palabra erróneamente a lo dictado por los diccionarios -en oposición al sentido común, al ritmo fonético de un idioma o al uso que le da una determinada comunidad lingüística- es atentar contra el minutero tiránico de la uniformidad. La televisión ha sido en los últimos cuarenta años el vehículo siniestro de la estandarización. No sólo ha impuesto una forma de decir, sino que también una manera de ver el mundo y de soñar. Incivilizarse es romper con la homogeneidad mediocrática. Para liberarse hay que asir lo propio de cada cual: aquello que conforma la peculiaridad innata del ser. La pobreza del progreso es producto de la autoestandarización. Ideológicamente, la autoestandarización significa aprender exitosamente el entrenamiento moderno para pensar el curso de la vida en términos lineales y progresivos. Dicha visión del tiempo, determinante de la percepción moderna de la realidad, hace que el sujeto viva su vida planificando metas y compromisos que nunca se acaban de cumplir. Esto genera ansiedad: primer paso hacia la alienación y hacia el vacío posmoderno, que se lanza al abismo del sin sentido. Otra forma de autoestandarización es internalizar el control del poder autoritario mediante una vida paranoica y autorrepresiva. Esto refuerza la autocensura y lleva a rechazar la espontaneidad, sindicándola como parte de algo nocivo e inconveniente. Como contrapartida, conduce a la improvisación: conducta que no pondera ni dimensiona los efectos de la acción humana sobre el planeta y el resto de los seres vivos, negando así el ritmo de la vida que exhala e inhala permanentemente. La ‘salvajería’ es liberarse de la pobreza del progreso, que no es sino una mezcla simbiótica de pobreso: la marca registrada del producto civilizador, cuyo matasellos y código de barras ha sido estampado en la oficina de la estandarización. La ‘salvajería’ es, entre otras cosas, la única riqueza posible, porque rebosa en paz, abunda en tiempo y le sobra vida y espontaneidad. La salvajería enriquece el espíritu.

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El mundo es la proyección de la conciencia. Un mundo sin conciencia es un mundo unidimensional. La máquina estandarizadora tiende a uniformar la conciencia a fin de anularla.

David Plunkert

El autómata carece de conciencia, porque también carece de realidad. Cuando las conciencias proyectan sus peculiaridades en la realidad, se crea la noción y la sensación de mundo. Dado que el lenguaje configura la conciencia, ésta se proyecta por medio de la forma del lenguaje. La importancia del lenguaje radica tanto en su capacidad de construcción del mundo como en su talento para verbalizar la experiencia. Por lo mismo, argüir contra la lingüística generativa, que aboga por una “estructura profunda” en todos las lenguas, a fin de probar la existencia de un mecanismo innato en el cerebro humano, que le permite a cualquier sujeto aprender idiomas y crear neologismos, resulta inútil. Si el lenguaje es o no innato carece de relevancia. Lo que importa es que a través del lenguaje el sujeto se libera, porque así logra verbalizar y construir su experiencia de acuerdo a su imagen de mundo. Este texto es prueba de ello. Otros textos que lo refuten también serán prueba de lo mismo. Lo contrario sería el mutismo, la censura, el silenciamiento, la persecución o la cárcel, prueba suficiente de que el lenguaje verdadero atenta contra el control.

Cuando la máquina estandarizadora entra en acción impone un lenguaje sin sentido -la neolengua orwelliana- y una conciencia y un mundo irreales. En esa realidad estandarizada, tanto el lenguaje como el mundo y la conciencia, parecen entidades alienantes y reflejo de la estandarización. Pero esa es la trampa que esparce la ideología. Su objetivo es mantenernos tensos, nerviosos e inseguros, además de faltos de amor y de esperanza. Por cierto, eso lo lograrán si nos quedamos mudos e incapaces de articular nuestra experiencia. La autocensura y la lengua trabada que trastabilla por su falta de elocuencia tienen su origen en la acción del control.

Las palabras pueden ser serias -y también mágicas- porque concentran la energía que permite el movimiento del mundo, como el viento que baila en las hojas de los árboles. Y eso no es sino arte y poesía. La contradanza del paisaje que brilla en nuestros ojos y nosotros mismos que bailamos en medio del follaje.

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Si la identidad separa al sujeto de los otros sujetos y de la naturaleza, la conciencia lo religa. Claro está que sin conciencia no hay cambio posible. La claridad y la sensatez son actos de conciencia porque permiten una comprehensión de la propia existencia en el marco de la totalidad de la vida. La conciencia alimenta la imaginación que opera bajo procedimientos creativos. La inteligencia, por el contrario, procede racionalmente puesto que archiva datos, procesa información, establece asociaciones, se intelige a sí misma, problematiza y da respuestas. También se adapta, cuestiona y fantasea. La fantasía es el producto de una creación peculiar: “Alicia en el país de las maravillas”, por ejemplo. La imaginación, en cambio, abre las posibilidades para el abanico eterno de la creación.

La conciencia también puede ser autodestructiva y conducir al suicidio. El cese de la vida por “motu proprio” sólo es posible mediante un acto de conciencia. Es, según Albert Camus, un acto de libertad absoluta. Generalmente esto ocurre cuando la conciencia se ve paralizada por la acción estandarizadora que desvanece la imaginación. Cuando la conciencia no imagina se autodestruye, puesto que la imaginación es la que le permite a la conciencia expresarse. La manifestación estética del ser es imposible cuando se anula la imaginación.

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Los aparatos tecnológicos parecen neutrales. Pero en realidad no lo son porque tienen un propósito. En efecto, si se usan imprimen una marca indeleble en la conciencia. Por lo mismo, vuelven al sujeto dependiente: lo dominan, lo cretinizan y lo infantilizan, arrojándolo al pozo de la alienación. Por el contrario, si los aparatos tecnológicos no se usan: se deterioran, se oxidan, los corroen las hormigas o simplemente desaparecen para la conciencia. En tal sentido, todo artefacto tecnológico divide a los seres humanos entre usuarios y no usuarios. Y quienes abogan por su uso, no dudarán en utilizar sus armas tecnológicas de destrucción y de guerra para dominar a aquellos que no tienen comercio con la tecnología. Así ha sido y así es ahora.

La tecnología también divide mediante su efecto domesticador. La gente trabaja para comprar los aparatos electrodomésticos o los artículos que promueve la tecnología. O simplemente para poder tener acceso a los servicios que ésta ofrece y que generalmente brindan entretención y comodidad, además de mayor capacidad para realizar ciertas acciones (p.e. volar de un continente a otro, pegotear documentos en un procesador de textos, grabar con una cámara de video lo que ocurre en la vida diaria, o documentar la brutalidad policíaca para denunciarla). La tecnología media las relaciones humanas. Enloquece, aísla o conecta, dando un referente cultural común a mucha gente que habla, vive y se comunica entre sí a partir de la cultura tecnológica. Así, la realidad y el mundo se homogeneizan de acuerdo a los diferentes programas de turno que tenga la agenda estandarizadora. Dicha uniformidad se refuerza a través de la tala de bosques, la construcción de centros comerciales, el encarcelamiento racialmente selectivo, etcétera. En todos estos procesos interviene la tecnología, que sin la destrucción acelerada del medio ambiente no sería posible.

Lo anterior parece inargüible: la tecnología es un aparato que se usa, se desecha, se desconoce o es inaccesible. La tecnología aliena. La tecnología consume y mediatiza la vida humana. Pero también la tecnología es una forma de aproximación a la realidad, filtrada por medio de un módulo mental funcional que deviene en ideología. Esa es la razón tecnológica.

El cedazo que separa al sujeto del entorno y hace estallar el capullo de la conciencia, construye la racionalidad humana. El anquilosamiento de la razón en sus prácticas instrumentales desarrolla el filtro tecnológico. Y éste petrifica la conciencia. La conciencia tiene un efecto inmediato que afecta a otras conciencias, produciendo una conciencia social o general. De este modo, no hay conciencias aisladas, porque del momento que un sujeto se relaciona con otro, la conciencia se modifica, alterando, al mismo tiempo, la conciencia global.

La razón tecnológica ha hecho que la conciencia se autoestandarice, estandarizando todo simultáneamente. Para que se autopeculiarice, peculiarizando simultáneamente el todo -hacia una comprehensión mayor de sí: la totalidad y el sujeto- es necesario conducir a la conciencia hacia la razón estética. En una realidad estética se abrirán las posibilidades para la imaginación, mientras que la conciencia social será creada de un modo distinto a la manera ciega y obnubilante que fomentan las sociedades de masas. Esto debería llevar a reestablecer las relaciones sociales por medio del raciocinio lógico y analógico que hay en cada peculiaridad de la naturaleza. Para eso, es primordial darle rienda suelta a nuestro ser y dejarlo que se exprese en el presente perenne, como simple manifestación estética. Cada peculiaridad brilla con su luz propia en el encuentro de cada cual que se conecta al todo y a la vida.

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Todas las criaturas vivientes tienen un impacto sobre la naturaleza, incluso las plantas y las flores, que permanecen mudas ante la noche y el día pendular. Las hormigas no sólo afectan a la naturaleza sino que también a los seres humanos. De las 7.600 especies clasificadas, hay un pequeño número que causa una infinidad de daños, tanto picando, mordiendo e invadiendo el hábitat humano, como horadando jardines, desfoliando árboles y plantas, deteriorando construcciones, telas, madera, instalaciones eléctricas, equipos electrónicos, etcétera.

Las hormigas esclavizan a otros insectos y atacan violentamente a sus enemigos. Cada hormiguero funciona colectivamente. Así trabajan en armonía, alimentando a la hormiga-reina y defendiéndola en caso de agresión extranjera. Su belicosidad es producto de un sistema organizativo altamente sofisticado que incluso las lleva a perpetrar guerras contra hormigas de otros nidos. Para tal efecto, las hormigas obreras limpian los senderos por donde se desplazan las atacantes, mientras que las hormigas soldados levantan ramas y otros matojos que interrumpen la huida, o el regreso triunfante con termitas u otras criaturas que son almacenadas como alimento o energía para el invierno (época en que las hormigas hibernan). Algunas especies de hormigas soldados tienen un tamaño superior al resto de la colonia, lo que conlleva a una clara división de funciones y labores. El sistema de castas es tremendamente inflexible y eficientemente rígido. No hay movilidad de ningún tipo. Así, la jerarquía comienza con la hormiga-madre, cuyo matriarcado continúa con las obreras y soldados. Las hormigas más pequeñas y ágiles son generalmente las obreras y sobre ellas recae casi todo el peso del trabajo. Por lo general, son hembras atrofiadas que en ocasiones desarrollan las mandíbulas más de lo normal, dedicándose también a la defensa del hormiguero.


Las hormigas aparecieron en el período cretácico, hace unos 100 millones de años. Habitan todos los continentes y viven en las condiciones climáticas más diversas. Son esencialmente insectos sociales y se comunican con sus hermanas por medio de una sustancia química llamada ‘ feromona’. Dicha forma de comunicación o transferencia de información -que funciona como lenguaje- se lleva a cabo mediante el roce de sus antenas, o a través del intercambio de comida u otros objetos. El tacto es muy importante, puesto que la vista de las hormigas es deficiente. Su visión no alcanza más que a unos cuántos centímetros, pero su olfato tiene una gran efectividad. Según los entomólogos, el vocabulario de las hormigas comprende entre diez y veinte signos químicos (los ‘feromonas’). A través de dichos signos, las hormigas son capaces de identificar la casta de sus compañeras, alertar sobre situaciones de riesgo, dirigir de un lugar a otro, mantener unida a la colonia y reconocer enemigos, alimentos o alguna otra situación inesperada. Muchas colonias de hormigas viven dentro de nidos hechos en la tierra o en madera. Allí se protegen contra sus enemigos y contra las inclemencias del clima. Además almacenan alimentos y otros recursos energéticos, como insectos que aprisionan y mantienen en cautiverio.


Thomas Belt estudió en Nicaragua un cierto tipo de hormigas que suelen saquear las plantaciones de café y los naranjales hasta arrasarlos por completo. Otras hormigas observadas fermentan hojas y encierran un tipo de pulgones en corrales. Esta práctica es decidora de su civilización. Cito: 
“Algunas [hormigas] se ocupan de cortar pedazos de hojas con sus mandíbulas en forma de tijeras, mientras otras en el suelo van recogiéndolos para transportarlos al hormiguero. Pero estos fragmentos de hojas no constituyen el alimento de las hormigas, sino que los dejan pudrirse y fermentar para formar una base fértil en la que insertan, cuidadosamente, pedazos de hebras de micelio. Así cultivan los hongos de que se alimentan. Pero aún es más sorprendente el caso de las llamadas hormigas ganaderas. Ellas cuidan y vigilan las poblaciones de pulgones que se reproducen a ritmos vertiginosos hasta cubrir por entero las plantas sobre las que se fijan. Les regalan caricias y carantoñas que son recompensadas rezumando un líquido dulzón que para las hormigas es un alimento exquisito. A veces, incluso, les fabrican pequeños corrales en los hormigueros, donde los ceban a ellos y a sus crías, que vigilan con esmero”. 
Esta práctica se asemeja con creces a la civilización humana.


Las hormigas son depredadoras. Las marabuntas, por ejemplo, atacan a todos los organismos vivos que hallan a su paso. Las hormigas de fuego atacan y matan a otros insectos o animales pequeños y suelen alimentarse de animales muertos. Hay otras hormigas que son nómadas y habitan el desierto. En la foresta también existen hormigas jardineras. En efecto, la mitad de los bosques del continente americano ha sido plantado por esta especie. Ellas cuidan las plantas y los árboles de ciertos insectos nocivos y también de las plagas. En las riberas del río Amazonas, por ejemplo, el llamado jardín colgante que brota en las ramas de los árboles, no es sino una maravilla natural creada enteramente por las hormigas jardineras que transportan hojas y flores a la copa de los árboles y troncos para construir sus nidos. Indiscutiblemente, esta modificación del paisaje tiene un efecto positivo en la naturaleza.

El domo de las hormigas es el llamado hormiguero. Allí pueden habitar cientos de miles de hormigas. Sin embargo, cuando dos de ellas se cruzan, sólo les basta entrechocar sus antenas para identificarse. Las hormigas acumulan los huevos que ponen las hormigas fértiles en un lugar asignado del hormiguero. Algunas obreras hacen las veces de nodrizas, alimentando a las larvas que tejen a su alrededor una tela de seda para convertirse en ninfas y terminar su desarrollo en total inmovilidad. Cuando las ninfas rompen sus capullos, ya son hormigas formadas que en pocas horas comenzarán el trabajo común y social del hormiguero. En los hormigueros hay túneles y pasadizos que se comunican unos con otros, denotando una conciencia arquitectónica que recuerda a las ciudades humanas. Si el hormiguero se sitúa en terrenos secos, algunas hormigas se sacrifican durante la estación húmeda, llenando de agua sus vientres que se dilatan enormemente. Así se pueden mantener por meses -incluso hasta por un año- a fin de proveer el agua que la comunidad necesite. Si sus compañeras acuden en busca de agua, ellas mismas se la sirven gentilmente en sus propias bocas.

En una conferencia celebrada en agosto del año 2001 en Sudáfrica, el antropólogo Richard Leakey señaló que el mundo está sufriendo la pérdida de 50 a 100 mil especies cada año debido a la actividad del ser humano, lo que pone en serio peligro el equilibrio del ecosistema planetario. Esta extinción masiva es comparable a la que afectó a los dinosaurios hace 65 millones de años. Claro está que todas las criaturas vivientes tienen un impacto sobre la naturaleza. Pero el efecto que la civilización humana tiene sobre el planeta es altamente destructivo. Se calcula que el peso de todas las hormigas del mundo es equivalente al peso de los 6 mil millones de seres humanos que habitamos el planeta. Pero el impacto de la civilización humana es radicalmente distinto al efecto que producen las hormigas. De hecho, si los seres humanos desaparecemos en este instante, probablemente las hormigas y muchas de las miles de especies que se extinguen cada año, sobrevivirían. En cambio, si las hormigas desaparecieran, la vida no sería posible en este planeta. La actividad de las hormigas es esencial para las salud de la Tierra. No sólo horadan y airean la tierra, sino que también la remueven y fertilizan, teniendo incluso un efecto mayor que el de los propios gusanos de tierra. Las hormigas pueden remover hasta veinte toneladas de tierra durante la vida total de un hormiguero. En cambio, los efectos enajenantes, destructivos y contaminantes de la vida total de una ciudad aún son inconmensurables.

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Las termitas -también conocidas como hormigas blancas- son enemigas mortales de las hormigas. Las hormigas capturan a las termitas y mantienen una guerra a muerte contra ellas. Ambas especies compiten por el mismo espacio vital. Las termitas roen madera y materia vegetal. Las hormigas pueden ser carnívoras, e incluso pueden llegar a devorar a otros congéneres si así lo requieren. Durante el verano, las hormigas acumulan granos y semillas como previsión para el invierno.

Las termitas provienen de una familia distinta a la de las hormigas (son lejanas parientes de las cucarachas), pero tienen un sistema de organización social muy similar al de sus enemigas. Ambas especies construyen nidos para habitar y desarrollar sus modos de vida social, modificando la naturaleza. Algunas especies de hormigas fabrican sus nidos en troncos de árboles, otras uniendo y doblando hojas para habitar el interior. La mayoría de las hormigas excava la tierra para formar galerías y estancias perfectamente organizadas. Ése es el terreno modificado donde crían su civilización. Las termitas también construyen sus termiteros -que asemejan domos isópteros- en vigas o en el suelo. Los termiteros del suelo son montículos de tierra que pueden alcanzar gran altura y adquirir formas que estimulan la imaginación. De hecho, los termiteros parecen diseños artificiales que hacen pensar que el mejor paisajismo se haya en la naturaleza misma. Sólo basta aprender a mirar. Esto borra la línea divisoria entre el mundo y el arte, contrapuestos tempranamente por la instrumentalización ideológica y sus metodologías taxonómicas. La naturaleza es estética en sí misma.

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Especulemos un rato. Junto a la hipótesis de las desaparición de los Neanderthals como linaje aparte de la especie de los Sapiens, ocurrida hace unos 30 mil años, existen otras dos hipótesis. Una de ellas arguye que en realidad hubo un proceso de mestizaje entre los Neanderthals y los Sapiens, lo que habría significado la desaparición paulatina de los Neanderthals debido a un lento hibridismo hegemonizado por la especie Sapiens. Otra hipótesis, un poco menos optimista, sostiene que los Neanderthals desaparecieron cuando fueron privados por los seres humanos de sus territorios tradicionales, adonde practicaban la caza y la recolección. Tal vez ambas tesis sean correctas. Especialmente a estas alturas, que es casi imposible sostener posiciones de purismo racial o evolutivo de los especimenes homínidos que una vez habitaron el planeta y que, según parece, remontan sus orígenes al australopiteco aparecido hace unos cinco millones de años en África. Es lógico, sin embargo, pensar que todos los seres humanos estemos mixturados entre sí.

El rostro de un niño Neanderthal, recreado computacionalmente por los paleoantropólogos de la Universidad de Zurich, Marcia Ponce de León y Christoph Zollikofer, arroja algunos datos sobre esta especie de homínidos que se supone habitó en el Norte de Europa, el Cercano Oriente, Asia Central y, probablemente, el Oeste de Siberia. La mandíbula de los Neanderthals -que eran de escaso mentón y tenían dientes y muelas fuertes, bien equipados para desgarrar carnes y moler raíces- señala que estos homínidos tenían una dieta carnívora. Es probable que debido a su conformación maxilofacial no hayan poseído un rico lenguaje verbal, pero sí contaban con otras formas de comunicación y tenían actividades rituales, tanto espirituales como artísticas. A diferencia de las hormigas y la termitas que mantienen una guerra implacable, u otras especies también beligerantes, como los moscardones con las abejas, que en vez de libar las flores y polinizar el jardín atacan a éstas últimas y se comen a pedazos las flores, es muy posible que efectivamente haya habido hibridismo entre los Sapiens y los Neanderthal. Es posible también que ese primer mestizaje haya provocado una transformación genética que hiciera que este nuevo grupo de seres híbridos no sólo adoptara la dieta carnívora como forma de subsistencia, sino que también tuviera una influencia crucial en el viraje hacia el cultivo de la tierra: la agricultura. Sabemos que eso significó el sedentarismo y la domesticación, procesos que devinieron posteriormente en todas las formas homogeneizantes de organización de la vida colectiva. Y aunque los seres humanos seamos seres sociales, también necesitamos de la soledad y de la holganza.

A diferencia de las hormigas y de las termitas, el mundo humano no se construye sólo por medio del trabajo. Tampoco andamos buscando comida todo el tiempo. A veces, descansamos, nos reímos o jugamos. Necesarios son la diversión, el esparcimiento y el ocio. En el mundo de los himenópteros, en cambio, el rígido sistema de castas impone a cada miembro activo del hormiguero estar siempre cumpliendo una función: la reina-madre (como la máquina-madre), las obreras, los soldados, los machos y los esclavos. Este sistema ultra jerárquico de organización social carece completamente de imaginación. Y se asemeja demasiado a las sociedades eficientes e inflexibles que promueve la estandarización, donde cada sujeto desarrolla una labor a fin de mantener vivo un engranaje mayor e incomprensible. Allí la máquina-madre incuba sus huevos y el sistema se perpetúa. Por eso, eslóganes tales como: “ la imaginación al poder”, “a imaginar lo imposible” , o la máxima einsteiniana “la imaginación es más importante que el conocimiento”, no pierden validez mientras la represión ideológica y el panel de control continúen dominando a la raza humana. Aunque claro, todo esto es pura especulación.

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El jardín burgués se expandió como plaga durante el colonialismo. Es muy bonito pero irreal. Los escenarios que instala la civilización, por artísticos que sean, carecen de realidad. En rigor, requieren del espacio y de la erradicación de especies indeseadas, cosificando el tablado sobre el cual se emplaza el jardín (como si fuese una fotografía instantánea) El jardín civilizador esclaviza, mortifica y tarde o temprano se marchita. Esto ocurre porque el jardín burgués tiende a la estandarización del terreno, antes que a la apertura de sus límites hacia un espacio abierto y horizontal. Además su objetivo es el lujo, aborreciendo del huerto comestible y austosustentable.


El jardín burgués tiende al encierro. Por lo mismo, con la ilusión de iluminar los territorios civilizados, mata la noche. El jardín de la peculiaridades desterritorializa y desjerarquiza. Ésa es su naturaleza. Deja que el jardín crezca, orgánicamente, bajo el concepto de un reconocimiento mutuo entre el jardinero o la jardinera y el jardín. La idea no es uniformar el terreno, ni controlarlo. Por el contrario, el punto es aprender a vivir con la naturaleza y en medio de ella, orientando el efecto humano hacia una práctica estetizante antes que estandarizadora. Dicho aprendizaje parte por concebir la otredad de la naturaleza como la propia otredad del sujeto. Sólo así es posible desvanecer el ego entre el follaje de lo que siempre crece, para amparar y no para conquistar.

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La noción de peculiaridad se opone tanto a la estandarización como al dualismo. La estandarización aplana y borra la biodiversidad. A decir de César Vallejo, es “Lo mismo que padece nombre”. El dualismo, en cambio, se ha sustentado en la genealogía del pensamiento cognitivo, que ha construido disciplinas y metodologías por medio de la oposición de términos aparentemente beligerantes o equidistantemente opuestos: A o B, bueno o malo, claro u oscuro, concreto o abstracto, general o particular, burgués o proletario, barbarie o civilización, etcétera. Ciertamente, el dualismo cumple una función simplificadora, aunque ninguna de sus oposiciones puedan considerarse del todo verdaderas, ya que son una mera representación abstracta de parcelas de la realidad y de la naturaleza. Por lo mismo, no hay oposiciones más radicales que otras, ni menos radicales, puesto que el procedimiento racional en sí está errado desde un principio. Lo que existen son oposiciones más claras que otras porque ayudan a comprender a cabalidad ciertos procesos relativamente complejos.

Según lo anterior y siguiendo el modelo dualista lacaniano, que opone lo imaginario a lo simbólico, es decir, el mundo no estructurado del “niño” que proyecta imágenes sobre la realidad, contra el universo libertario y aún no-estructurado por el proceso formal de represión de los símbolos, es posible distinguir el siguiente derrotero. A lo simbólico -cuya correspondencia comprende el orden civilizado- le siguen los símbolos: la gramática patriarcal impuesta por medio de lo social. Siguiendo este paralelismo, las imágenes se derivan de lo imaginario: la proyección de la interioridad sobre el mundo. Así, las imágenes llevan a la imaginación y el símbolo a la simbolización que se manifiesta en los ritos. Lo ritual instrumentaliza la naturaleza, ya sea para dominarla por medio de la magia o por medio de la representación. Dicha instrumentalidad es funcional y coercitiva, porque estructura y manipula. En efecto, a través de los diversos instrumentos simbólicos se tiende a representar la realidad, antes que a comprehenderla cabalmente. Las imágenes, en cambio, crean las percepciones de mundo que se expresan culturalmente en lo estético y fundan la cultura. Cuando esto ocurre, el ser se manifiesta estéticamente, dando curso al despliegue de todas sus peculiaridades. Al contrario, la instrumentalización conduce a la estandarización, que esconde en su interior una pulsión controladora que lo categoriza todo mediante las variadas metodologías de clasificación taxonómica. Este proceso de estandarización produce el fetiche, que no es sino una falsa conciencia de la realidad. La falsa conciencia se fundamenta tanto en la espectacularidad de la vida como en la alienación.


Hay dos tipos distintos de enajenación. Una material, que reduce la vida a la sobrevivencia económica. Y la otra ideológica, que genera la deshumanización y la robotización del sujeto. Con la automatización, el ser humano se separa de la naturaleza y de su propia condición natural. Con la peculiaridad se crea conciencia, rehumanizando y religando comprehensivamente a los seres humanos consigo mismos y con la propia naturaleza. La conciencia no es inteligencia ni conocimiento. Es el reconocimiento del otro, que no sólo ocurre en los términos dialécticos exclusivos de Hegel entre amo y esclavo. El reconocimiento también puede ser inclusivo. La conciencia permite una convivencia basada en el respeto mutuo y en el reconocimiento recíproco de los otros, que no son sino nuestros propios semejantes: el medio ambiente y las criaturas que lo habitamos y que constituyen la totalidad. La coexistencia sólo es posible mediante una comprensión correspondida de la peculiaridad de todos los otros seres, a fin de establecer una empatía radical por el derecho de todos a la vida.

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La imagen que proyecta la interioridad sobre el mundo mantiene su carácter estético. La imagen que se refleja refuerza el proceso de reificación. En sí todas las imágenes separadas de nosotros mismos alienan. Cada imagen es una cosificación, puesto que las imágenes representan la realidad, estableciendo una mediación entre los seres humanos y entre el sujeto y el entorno natural. Dicha mediación reemplaza a la realidad. Cuando el niño prehistórico vio por primera vez su rostro en el reflejo del agua -en el lago, la poza o simplemente en el hielo- no vio sino una imagen. La ecuación que lo llevó a verse a sí mismo como esa imagen, es decir, a identificarse a sí mismo con lo que estaba viendo, despertó la noción de identidad. Dicha noción es la que produjo la separación entre el individuo y la naturaleza, dando pábulo a la fractura entre el sujeto y el objeto: fundamento original de la conciencia humana. De este modo, la conciencia es la que origina en primer término la alienación, por cuanto deviene metaconciencia: autorreflexión en torno a sí misma. No obstante, sin conciencia autorreflexiva el ser humano está indefenso frente al control imperial de la estandarización y de la máquina propagandística que falsifica la realidad y manufactura la falsa conciencia ideológica.

Jonathon Rosenweb

La alienación industrial moderna opera quitándole al sujeto su presente. Para realizar dicho ataque, fuerza al sujeto a vivir en una suerte de realidad virtual que se denomina futuro. La mentalidad moderna se caracteriza por la planificación del futuro. Esta noción horada la mente humana como si fuese un hierro que atraviesa a los individuos alineados en el mostrador de la producción en serie. El horizonte del futuro se vivencia como tiempo ilimitado que avanza progresivamente en una carrera a ciegas sin meta ni fin. Para la mentalidad religiosa premoderna, el futuro es finito y acaba con el juicio final o la ascención a cualquiera de los paraísos religiosos promovidos por las distintas narrativas mítico-religiosas. En tal sentido, lo moderno y lo premoderno fijan la temporalidad fuera del presente perpetuo, inscribiendo la mentalidad humana en el campo de la domesticación. Vivenciar el presente, en el aquí y el ahora, conduce a un estado predoméstico y atenta contra las ideas de planificación y de desarrollo. La noción de futuro, por tanto, es la imagen que refleja la ideología. Y para nadie es un misterio que su realización habita en el campo de lo imposible, aunque su arribo también es inevitable.

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La diferencia uniforma y homogeneiza la experiencia en dos bloques que se suponen diferentes. Esto es parte del dualismo. “Beta” es diferente a “alfa” y viceversa. De acuerdo a esta práctica binominal, la diferencia determina la identidad. Pero ésa es la trampa de la categorización: estrategia del imperio estandarizador. Plantear la identidad de ese modo, es concebirla en términos beligerantes, antagónicos y opuestos. Así se niega la peculiaridad de cada ser. Cada criatura es peculiar y diferente a todas las otras criaturas peculiares y diferentes entre sí. La diferencia reduce la identidad a dos bloques identitarios: “alfa” o “beta”. O “gama” o “épsilon”. O cualquier otro. La peculiaridad del ser deshace el cerco binario y amplifica la conciencia autoreflexiva: puente necesario para comprehender la experiencia del ser en la totalidad. Esta comprehensión requiere necesariamente de una ‘nueva humanidad’. Ése es el ‘mundo nuevo’ que construimos cada vez que nos desconectamos de las máquinas estandarizantes y vivimos la vida de un modo distinto y más naturalmente, a fin de desalienarnos y mejorarnos de la enfermedad de la ideología. La ideología se transmite a través de la jeringa de la propaganda. Y la diferencia es una trampa más de la propaganda.


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Barbara Ehrenreich propone que tanto las guerras como los sacrificios rituales son prácticas celebratorias que reconstruyen la transición del animal humano de presa a depredador. La violencia humana rememora la experiencia reprimida de haber sido presa para los predadores: nuestro rol inicial en la cadena alimenticia. A través de la socialización y la cooperación, las bandas primitivas fueron capaces de sobrevivir frente a los ataques de los predadores. No obstante, los más débiles, lentos e indefensos eran sacrificados por el bien del resto de la horda primitiva. Una vez que los miembros más saludables y jóvenes lograban huir, las fieras se daban un festín con los rezagados del grupo que morían devorados inescrupulosamente. Esto despertó los sentidos de peligro y horror que gatillaron la conciencia de la muerte. La sociabilidad fue un primer paso en la sobrevivencia, dando origen a los sentimientos de solidaridad y cooperación comunitaria. La experiencia de ser presa es anterior a la caza. Fue la manufacturación de herramientas y su manipulación las que permitieron que el ser humano cazara a otros animales para alimentarse y autodefenderse. Así también se agudizaron las prácticas domesticadoras. El perro, por ejemplo, fue amaestrado primeramente como animal de caza. Es probable, sin embargo, que anterior a la caza haya habido prácticas carroñeras, lo cual habría sido el origen del carnivorismo. Con el tallado y el pulimento de la piedra -y la fabricación de herramientas y armas de caza-los seres humanos primitivos torcieron el curso de la naturaleza, volviéndose depredadores ellos mismos. Eso originó el pensamiento bélico, a la vez que sentó las pautas del desarrollo evolutivo instrumental del raciocinio. En este proceso, los animales carnívoros fueron vistos como deidades, representadas muchas veces en las pinturas rupestres y en los ritos simbólicos. Dicha representación está ligada a los sacrificios que, por ejemplo, los antiguos griegos transformaron en hecatombes. Las guerras no son sino ritos bélicos de sacrificio humano, llevados a cabo en nombre de los ‘padres políticos’ que ha diseñado la megamáquina estandarizadora y ‘embobecedora’ . Las guerras recrean el horror de la presa, cuya adrenalina le dicta huir o luchar, al mismo tiempo que realzan el espíritu conquistador del predador. En las sociedades modernas, las tabletas antidepresivas suprimen los dictámenes de la adrenalina, reprimiendo la capacidad de experimentar el riesgo y subsumiendo el instinto en la frustración autorrepresiva y estresante. La megamáquina cretiniza a la población, que se transforma en un grupo superfluo de individuos capaces de ser manipulados por medio de eslóganes nacionalistas, derivados quizás de un sentimiento primigenio socializante y prístino. El militarismo conduce a sus soldados a una hecatombe moderna cuyo único efecto es el terror. Por eso, trepar un árbol para defenderlo de la tala indiscriminada de las madereras, liberar un animal de su jaula, dejar al ciervo y sus cervatillos pastar tranquilamente, organizar ollas comunes, abrazar a los amigos y amigas, etcétera, son actos de amor que desbaratan la lógica de la presa y del predador. La guerra es la recreación material y simbólica de la transición a la predación y se cristaliza en la revivificación ‘terrorista’ del horror. El respeto más absoluto por todas las criaturas vivas es la única ética posible contra la agresión depredadora. La sobrevivencia no se sustenta en el arte de matar, ni en la política ni en la guerra. Por el contrario, la cooperación y la comunidad responsables son primordiales para garantizar la convivencia humana con el planeta. La depredación, el terror y la guerra son el tridente sanguinario con que embiste la garra de la razón instrumental. Su lógica autorracionalizante es la estulticia, que anula la conciencia e infiere miedo en la imaginación. Para amplificar la conciencia en desmedro del determinismo genético es necesario bloquear el paradigma ‘presa-predador’. Oponerse a las guerras es un paso adelante.

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Para el pensamiento anarco-primitivista, la división del trabajo produjo una secuencia reificadora que terminó construyendo lo simbólico y sus ramificaciones: numeración, arte, tecnología, agricultura, lenguaje, cultura, etcétera. El símbolo es entonces la línea divisoria que marca la diferencia entre la vida prehistórica plena de vitalismo sensual y la vida histórica actual, mediada por la cosificación y delirante por la alienación. Para el marxismo esa división se produjo por la aparición de la sociedad de clases, cuyos cimientos se remontan a la apropiación de la tierra y del conocimiento de un grupo de sacerdotes que desplegaron el mapa de la petrificación social entre clases dominantes y dominadas: amos y esclavos, señores feudales y siervos de la gleba, burgueses y proletarios, etcétera. En ambos casos se reconoce una fractura entre un tiempo prehistórico y otro histórico: el primitivismo feral contrapuesto a la civilización y a la domesticación, o el comunismo primitivo contrapuesto a las sociedades de clases y a la explotación social. Las delimitaciones históricas para señalar el momento de aquella ruptura varían según las distintas fechas que ofrezcan las fuentes antropológicas usadas y la perspectiva de los diversos programas a los que adscriban los creyentes de la gaya ciencia. Sin embargo, hay consenso en que la adopción de la agricultura fue crucial en el giro hacia una vida sedentaria, jerárquica y represiva. No obstante y, a pesar de todo el consenso establecido, es mucho más probable que la ‘ expulsión’ del paraíso primitivo provenga de un momento anterior del cual ni siquiera podamos aventurar su data. Ése es el momento en que los seres humanos comenzamos a distinguirnos de la naturaleza: el punto en que la conciencia, la identidad y el lenguaje pasaron a formar el triángulo que llevó, simultáneamente, a la perdición natural y a la creación de la noción de humanidad.

En rigor, la conciencia humana surge de la fragmentación de la conciencia mayor de la naturaleza -y del cosmos- a la que todavía los animales, insectos y vegetales están conectados. Nuestra conciencia nos separa de la naturaleza, produciendo una división insoslayable. Surge de dos procesos que tienen que ver con la identificación y la verbalización. Lo primero hace referencia a la noción de identidad que se produce con el reconocimiento de la muerte. La conciencia de la propia mortalidad genera la noción del yo que se forma por oposición a la identidad de lo otro: los demás, la naturaleza, el mundo animal, etcétera. Esta oposición básica entre interioridad y exterioridad se intelige a través de la verbalización. El sujeto enuncia, mental o fónicamente, el significado yo, que luego deviene en la noción de lo externo y de lo otro: yo soy lo que lo otro no es. Esto inicia tempranamente la sujeción a una tabla de contenidos y de signos arbitrarios que se representan “a posteriori” en la forma de una gramática y que tienden a develar el sentido del yo y del no-yo: base sicológica de la proyección del ego sobre la naturaleza. Dicho proceso de autocomprehensión de la identidad a través del lenguaje conlleva a la vivencia animista de la naturaleza. Se percibe entonces un espíritu -o ánima- que habita todas las cosas del mundo: los elementos. Es probable que durante ese momento la dieta generalizada haya sido exclusivamente herbívora y que las formas básicas de provisión se hayan basado en la recolección de alimentos. Así, los procesos de identificación y de verbalización se fueron consolidando paulatinamente, haciendo que los forrajeros adoptaran formas rituales de ratificación de sus identidades colectivas por medio del desarrollo de prácticas caníbales que posteriormente derivaron en el carnivorismo. Ésta es la época de la caza, la pesca y la recolección, además del cambio de nuestra posición en la cadena alimenticia.

El rito conduce a lo simbólico, por cuanto a través suyo surge la pulsión por dominar los ‘poderes’ de la naturaleza. Esto se hace a través de prácticas ceremoniales que se codifican en actos simbólicos de origen ritual. El símbolo es el germen de toda práctica cosificadora que deriva en el divorcio entre la apreciación de la naturaleza y la convivencia práctica con ella. Dicha separación fomenta la instrumentalización del mundo natural, cuya primera manifestación se expresa en la magia chamánica que aspira a modificar la naturaleza por medio de su poder sobrenatural. El chamanismo es la práctica de invocación de los espíritus de las cosas -percibidos en la fase animista - a fin de ordenar el curso de la naturaleza según la voluntad del chamán o de la hechicera. Así, la instrumentalidad simbólica representa el mundo material de la naturaleza que, poco a poco, es reemplazado por el propio símbolo.

Los Neanderthals desarrollaron figuras e instrumentos de caza y de música hace por lo menos 30 mil años. Y ciertos grupos aborígenes en Australia también desarrollaron ornamentos simbólicos hace más de 50 mil años. Dicha mediación producida por la instrumentalidad simbólica modificó el pensamiento e impuso un módulo mental, racional, lógico y funcional que se expandió sin límites por sobre lo intuitivo y lo estético. Esta razón instrumental es la generadora del pensamiento tecnológico que condujo a la categorización: base de todo proceso estandarizador. Así, la división del trabajo se hizo más compleja, dando origen a las sociedades de clases y a la civilización: la historia. Allí se enmarcan el arte, el Estado, el lenguaje, la economía, el dinero, las razas, la tecnología, la colonización, etcétera. Paralelamente, la domesticación también comienza su realización total con la historia, tanto a través de la agricultura y de la cultura simbólica, como a través de la ganadería y de la normalización de lo agreste que conduce a la tala forestal. El lucro y la alienación modernas son formas posteriores de domesticación social, masificadas por medio de la expansión de la producción en serie. Lo instrumental, por tanto, es la fuente de donde surgen las entidades jerárquicas y categóricas. Éstas no son sino un conjunto de ideas acerca de la realidad acumuladas con el tiempo. Ideas que constituyen la ideología de la historia y del progreso. Justamente es esta ideología la que ha dado pábulo al imperio de la estandarización y del pensamiento dualista.

La noción de lo peculiar desmantela radicalmente el dualismo y la estandarización, ya que a través suyo el ser humano puede religarse al mundo natural por medio de la apreciación de la naturaleza y de la interacción estética con ella. Esto no sólo desbanca la falsa división entre arte y realidad, que le arranca la belleza a la vida, sino que también desbarata la razón instrumental que da origen a todas las nociones enajenantes que perpetúa lo simbólico. La apreciación de la naturaleza implica su defensa como también una práctica activa de compenetración orgánica con ella. Esto comprende un respeto total por todas las criaturas vivas del planeta y una convivencia social que garantice la retribución ritual por cada materia prima extraída de la tierra y de la foresta.

Comenzar desde hoy a cultivar el propio sustento en huertos ecológicos que respeten el ecosistema es una necesidad vital. La vida en comunidad garantiza la autonomía y la independencia del sistema corporativo y estatal. Valora las relaciones personales sin mediaciones jerárquicas ni burocráticas. Y estimula la camaradería y la hermandad, basadas en el principio de la cooperación. Proezas de este tipo se han llevado a cabo en distintas comunidades del planeta, tales como en Christiania (Dinamarca), Aprovecho y Alpha (ambas en Oregon, EE.UU.), Solentiname (Nicaragua), Gaviotas (Colombia), GAIA (Costa Rica), etcétera. En Norteamérica hay alrededor de cuatro mil experimentos comunitarios, sin contar las comunidades indígenas ancestrales a lo largo de todo el continente americano que todavía siguen resistiendo la penetración occidental colonizadora.

La solución general frente a la agricultura industrial y el monocultivo es la permacultura, que no agota los recursos de la naturaleza y permite llevar una vida autosustentable en armonía con el medio ambiente en los diversos microclimas. El planeta es una constelación de microclimas -o peculiaridades meteorológicas- donde es posible el florecimiento de comunidades humanas rotativas y móviles. La noción de un clima óptimo y exclusivo para la sobrevivencia es una argucia de la estandarización. Así como los animales humanos somos un género peculiar de la naturaleza, así también son los climas, los valles, las cordilleras, las costas, los bosques, las sabanas, etc.. Sentir para comprender es una táctica de autosensibilización. La sensibilidad nos reconecta a la tierra y nos vuelve sabios. Vivir en comunidad implica vivir en armonía con el suelo que pisamos, el aire que respiramos, la brisa que nos limpia, la foresta que nos alimenta, el agua que nos vida, etcétera. Vivir en comunidad es vivir con los otros. Pero también es vivir entremedio del ambiente y del clima que son peculiares. Sentir esa peculiaridad garantiza la supervivencia.


El sabotaje contra la máquina infantilizadora y contra los campos agroindustriales que lucran a expensas de la salud del suelo y de la gente, también ha sido una táctica de autodefensa actual entre algunas comunidades del planeta. La resistencia contra la penetración de las empresas forestales y contra la construcción de represas hidroeléctricas ha sido primordial para el advenimiento de una nueva conciencia biocéntrica. Ése es el ejemplo del pueblo mapuche en el sur de Chile, o de la acción de los activistas verdes en el noroeste americano, que se encaraman a la copa de los árboles a vivir en plataformas de madera a fin de evitar la tala de los bosques templados. Este ejemplo de integridad despierta la conciencia adormecida y sometida por la aplanadora del imperio de la estandarización. Y dicha conciencia brota y se opone a la agenda monetarista de los oligopolios, reestableciendo la imaginación y abriendo las puertas a un nuevo mundo.

La conciencia creativa del siglo XXI comenzó a expresarse en 1999 en la toma estudiantil de la UNAM en la ciudad de México y en la batalla de Seattle contra la Organización Mundial de Comercio. Ese mismo año ocurrió la protesta del 18 de junio en Eugene, Oregon, EE.UU. Mientras tanto, la ofensiva campesina manifestada en los asaltos contra una tienda norteamericana de comida chatarra en el sur de Francia y contra las instalaciones transnacionales de comida transgénica en Brasil, ampliaron la conciencia creativa ecosocial a un ámbito mayor de preocupaciones. Esto ha generado un movimiento de resistencia que ha ido creciendo orgánicamente en cada protesta contra la llamada globalización, obligando a los agentes corporativos a parapetarse tras cercos protegidos por la guardia pretoriana del imperio de la estandarización. Así sucedió en Praga, en Quebec y en Génova y así seguirá sucediendo. Precisamente éste es el amurallamiento que aísla al sistema que se derrumba por su propio peso y lo conduce a la autodemolición. Por lo mismo, la destrucción de los pilares de entrada al capitalismo mundial -simbolizados por el número once que formaban las torres gemelas del Centro Mundial de Comercio en la ciudad de Nueva York, el 11 de septiembre del 2001- ha abierto un agujero irreparable en la burbuja del imperio de la estandarización. Y éste es el comienzo del fin que abre una nueva época en busca de la sabiduría ancestral hacia el jardín de todos y de cada peculiaridad.

Cuando Colón llegó al continente ‘americano’, la empresa colonizadora europea se puso en marcha y, con ella, la estandarización. En 500 años desapareció el 75% de las plantas nativas comestibles de las Américas, entre ellas, muchas legumbres con proteínas similares a las que hoy ofrecen los productos de soya. Como una extensión del genocidio invasor, muchas plantas europeas fueron trasladadas al continente, invadiendo el suelo y destruyendo la biodiversidad de los ecosistemas. Por cierto, el conocimiento racional europeo era mucho más limitado que la sabiduría ancestral de los pueblos originarios del continente, que entendían mucho mejor los ciclos de la naturaleza. En el siglo XV, los europeos conocían sólo 17 variedades de hortalizas comestibles, mientras que ya en el siglo IV, los indios Hohokam -habitantes de la región que actualmente ocupa Nuevo México- cultivaban alrededor de 200 variedades de vegetales comestibles. En Sudamérica, los Incas diseñaron un sistema de cultivo en terrazas agrarias, que se extendían a lo largo de la Cordillera de los Andes, a fin de aprovechar los diversos microclimas y la variada calidad de humus, llegando a cosechar alrededor de 600 tipos de papas. Esto prueba que la horticultura no tiene nada que ver con la pulsión estandarizadora de la civilización, ya que en vez de domesticar al medio, se adapta a las características peculiares del suelo y de los microclimas, manteniendo intactos los ecosistemas y la biodiversidad.

La peculiaridad estética de los diversos modos de resistencia -también peculiares- ha enaltecido la lucha centenaria de los pueblos indígenas, cuya forma más elocuente de autodefensa se ha manifestado en el estado de Chiapas (sur de México), en la región de la Araucanía, o territorio Mapuche (sur de Chile), en Salta (norte de Argentina), Bolivia, Ecuador, Colombia, etcétera. Así, la conciencia de la especie humana despierta y abre los ojos para remecer la razón instrumental y tomar un atajo hacia el mundo de la peculiaridad, que es el mismo mundo de la naturaleza. A diferencia de la conciencia primigenia que provocó la fragmentación original, la conciencia colectiva actual busca la conexión con el otro a través del desvanecimiento del ego en la totalidad orgánica del planeta. La dilución del yo en el espíritu de la naturaleza permite que el ser se manifieste en toda su plenitud. Dicha manifestación es la expresión estética de la peculiaridad. Por medio de ella se crea la cultura que deshace la estandarización y arranca todas las etiquetas que fabrica el sistema de las categorías. Por cierto, cuando el ser despliega todos los pétalos de su peculiaridad para expresarse estéticamente, logra mejorarse tanto a sí mismo como también mejorar al mundo y a la humanidad. Este proceso lo acerca a la autenticidad: condición de lo ‘genuino’ que en las sociedades altamente alienadas y alienantes es un privilegio casi exclusivo de los artistas y de las personalidades de excepción. Por lo mismo, la verbalización creativa subvierte el dualismo y reconstruye la noción de humanidad. Y ésa es la razón por la cual la conversación es un acto vetado en el mundo robótico del paradigma posmoderno del autómata. En tal sentido, expresiones tales como “feral” en inglés y “bárbaro” en castellano, han ido adquiriendo una connotación positiva que disloca a partir del idioma el modelo patriarcal basado en el sistema dualista de la barbarie versus civilización.

Pensar un mundo remodelado que permita una coexistencia basada en el respeto mutuo y total por todas las criaturas vivas que habitamos este planeta es vital. Cada peculiaridad es un pétalo que hay que cuidar. La horizontalidad y la ausencia de jerarquías son cruciales, ya que nadie goza con ser mandoneado, controlado o detenido. Al contrario, estas situaciones parecen un castigo. De la demolición de toda autoridad, depende la verdadera libertad. El estado natural de los seres humanos es la anarquía, que no es sino el amplio jardín libertario donde se expresa el espíritu. Contra el panel de control del imperio estandarizador se yergue saludablemente el jardín de la peculiaridades. Y puesto que en la tierra radica el poder verdadero, el desafío de este siglo es volver a interactuar cotidianamente con la naturaleza, a fin de recuperarnos del trauma civilizador. Esto es, remodelarnos a fin de mejorar nuestra condición humana. Sólo construyendo una nueva humanidad será posible habitar un nuevo mundo, basado en la sensibilidad y la racionalidad estéticas. Y aunque esto sólo sea un punto de partida, el resto permanece en el misterio. Para el futuro no hay panaceas.

Así como en los últimos cien años la explosión demográfica aumentó siniestramente, así también la población mundial puede disminuir en cien años. Una relación sensata con la tierra, que establezca cierta coherencia perdida entre las tendencias reproductivas y la disponibilidad de recursos locales, puede reducir notoriamente el número de seres humanos en el planeta. Y esto se puede llevar a cabo sin planes sanguinarios. Saber dónde estamos, cómo vivimos y cómo sobreviviremos, expande la conciencia global. Además nos hace partícipes activos y responsables del proceso de continuidad de la especie humana, devolviendo a la gente la independencia ancestral, tanto de los procesos de producción en masa como de la medicina industrial. A principios y mediados del siglo XX las familias solían procrear entre cinco y más hijos por pareja. En los países colonizados, especialmente en el campo y en aquellas zonas totalmente desposeídas, esta tendencia todavía perdura como forma de sobrevivencia. Cuando el abrigo, la alimentación y la vivienda vuelvan a estar en manos de la comunidad y dejen de ser monopolio de las cadenas comerciales y de la producción en serie, la responsabilidad y la autonomía comunitarias transformarán la conciencia humana en una conciencia integral, reunificando al sujeto con la comunidad y el medio ambiente. Esto transformará las tendencias reproductivas actuales. Y hará posible que en una o dos generaciones la sobrepoblación del planeta no sea más que un ‘problema’ del pasado industrialista.

El jardín de las peculiaridades es un proyecto de humanidad. Su visualización consiste en darse cuenta de la peculiaridad de la naturaleza. Si la conciencia primigenia surgió a través del reconocimiento de la propia mortalidad, la conciencia liberadora surgirá a través del reconocimiento de la propia peculiaridad. Esta revelación puede entregar una sola certeza primordial: la vida no será borrada de la faz del planeta -tal cual la concebimos hoy- mientras no le demos tregua al imperio de “Lo mismo”. El asunto es aprender a vivir en este jardín planetario sin control ni autoridad. Y si la vida es un viaje, hay que dejarse llevar por la corriente del río sin imponer un control que la detenga. La corriente del río es la corriente de la naturaleza. La corriente social, estandarizadora y mediocrática, es la electricidad del control. Seguir en ella es morir de estrés, alienación, ansiedad, locura, hambre, explotación, represión, miseria. Para irse por los rápidos de un río hay que aprender a vivir. Cuando se sigue el movimiento plateado de cada gota tumultuosa y salvaje se está en contacto con el ritmo del mundo natural. Seguir esa cadencia, evitando las rocas, es un acto sabio. Caerse de la balsa o de la piragua evidencia incomodidad. Esa incomodidad es la incompatibilidad entre el control y la vida. El control engendra miedo e impide vivir. Desata la paranoia. La vida, en cambio, se ofrece hermosa e ingenua como un fruto nativo. Depende de nosotros morder la manzana y aprender a soñar.

La travesía al jardín de las peculiaridades es un viaje sin regreso. Prestar oídos a los murmullos de la civilización una vez arribados al sendero correcto es caer en la trampa del temor. Significa perderse, puesto que la única salida es la puerta de escape hacia la carretera que lleva al asfalto de la estandarización. Y aunque cada criatura requiera una morada para vivir, no hay porqué pensar que el concreto deba ser necesario. El verdadero lar humano puede ser una cabaña en el bosque, que junto a otras cabañas formen una comunidad de peculiaridades. O también puede ser un barrio, que despavimente la idiotez y el aislamiento, para dejar una que otra ruta entremedio de otros barrios. Cada constelación de peculiaridades será una suerte de comuna que garantice la autonomía horizontal de cada comunidad. Sólo así se podrá abolir las jerarquías. Y como práctica social, entre seres sociales, la festividad ritual y el jolgorio comunitario serán parte de la estrategia para combatir la acumulación. De este modo, todo excedente que eventualmente sea manufacturado será disfrutado como ingrediente del carnaval colectivo.

El jardín de las peculiaridades es una apuesta hecha por la conservación del medio ambiente y por la supervivencia de la raza humana. Allí la intuición debe alumbrar. No extraviarse depende de nosotros. Sólo hay un sendero que conduce al corazón de la vida.