28 enero, 2016

La Cruzada en marcha del IBEX35


"Un grupo de exministros del PP, del PSOE y UCD integrados en la Fundación España Constitucional ha difundido un comunicado en el que consideran que la situación política hace necesario un Gobierno de amplio respaldo mediante una gran coalición de partidos constitucionalistas con un programa pactado".
Entre los exministros que forman parte de la fundación, hay socialistas como Cristina Garmendia, Beatriz Corredor, José Bono, César Antonio Molina, Maria Antonia Trujillo, Javier Gómez Navarro, Julián García Vargas, Carmen Calvo o Ángeles González-Sinde, y del PP, como Abel Matutes, Ángel Acebes, Eduardo Zaplana, Pío Cabanillas o Rafael Arias-Salgado, y de UCD, como Rafael Calvo Ortega, Salvador Sánchez Terán o Rodolfo Martín Villa (saludo fascista en la foto).
Felipe González apuesta por un Gobierno del PP con Ciudadanos y la abstención del PSOE
Entre el 27 de febrero y el 6 de marzo de 1989, el Ejército y la policía usaron unas 4 millones de balas para reprimir al pueblo, que empobrecido y hambriento salió a las calles para reclamar sus derechos. A esta masacre se la conoce como El Caracazo. Carlos Andrés Pérez (en la foto junto a su amigo Felipe González) era en aquellas fechas presidente de Venezuela.
 Este contenido ha sido publicado originalmente por teleSUR bajo la siguiente dirección: 
 http://www.telesurtv.net/news/La-masacre-de-El-Caracazo-20150224-0032.html. Si piensa hacer uso del mismo, por favor, cite la fuente y coloque un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. www.teleSURtv.net
El veterano político socialista José Bono se postula como presidente de un “gobierno de salvación” formado por PP, PSOE y Ciudadanos con el objetivo prioritario de frenar la independencia de Cataluña. El expresidente del Congreso, ex ministro de Defensa y ex presidente de la Junta de Castilla-La Mancha mantiene reuniones discretas a cuatro bandas: Moncloa, la sede socialista de Ferraz, empresarios del Ibex 35 y enviados del Palacio de La Zarzuela, según supo MIL21 de fuentes próximas a las negociaciones en curso.
Entre el 27 de febrero y el 6 de marzo de 1989, el Ejército y la policía usaron unas 4 millones de balas para reprimir al pueblo, que empobrecido y hambriento salió a las calles para reclamar sus derechos. A esta masacre se le conoce como El Caracazo.

 Este contenido ha sido publicado originalmente por teleSUR bajo la siguiente dirección: 
 http://www.telesurtv.net/news/La-masacre-de-El-Caracazo-20150224-0032.html. Si piensa hacer uso del mismo, por favor, cite la fuente y coloque un enlace hacia la nota original de donde usted ha tomado este contenido. www.teleSURtv.net

22 enero, 2016

Anticapitalismo y simulacro


"Toda lucha que no cuestione el modelo de sociedad capitalista está condenada a reforzarlo. Nadie puede ignorar que los intereses económicos dominantes son radicalmente contrarios a los de los habitantes. Y asimismo nadie puede ignorar que el sistema político en el que transcurren los conflictos no es democrático burgués, sino criptototalitario. Por lo tanto, las formas de representatividad institucional están al servicio directo del capitalismo y son incompatibles con la democracia horizontal de las asambleas, la única verdadera para los oprimidos.
Las luchas en defensa del territorio que no tengan en cuenta eso no son luchas reales, sino simulacros, y sus agentes trabajan para el enemigo."

Miquel Amorós

20 enero, 2016

2015: un año más cerca del abismo - Renán Vega Cantor



"El capitalismo es una fantasía autodestructiva. Ello no sería tan grave si no destruyese, al mismo tiempo, la naturaleza, la sociedad y la sustancia antropológica del ser humano. Y si no nos hubiese situado al borde mismo de la extinción del género humano".
Jorge Riechmann

A la hora de hacer un balance de algunos acontecimientos del 2015 nos concentramos en algunos sucesos que han tenido su epicentro en Europa, no porque creamos en una visión eurocéntrica del mundo, sino porque allí discurren procesos que marcan el camino hacia el tecnofascismo, que se impone en todo el planeta en el presente y el futuro inmediato. Entre esos sucesos vamos a hablar de tres: el clima, los refugiados y el terrorismo de Estado.

Vale recordar que el 2015 fue anunciado como el año en el que se debían cumplir los ocho objetivos del milenio, trazados en el 2000, en el seno de la ineficaz ONU, ninguno de los cuales se logró. Esos objetivos eran: erradicar la pobreza extrema y el hambre; lograr la enseñanza primaria universal; promover la igualdad de los géneros y la autonomía de la mujer; reducir la mortalidad infantil; mejorar la salud materna; combatir el SIDA, el paludismo y otras enfermedades; garantizar la sostenibilidad del medio ambiente; y, fomentar una asociación mundial para el desarrollo. Tres lustros después de tan demagógico anuncio y cuando se llegó al año escogido, las ochos promesas mencionadas pueden concebirse como un mal chiste y una burla a los pobres del mundo, puesto que, en el ámbito mundial, ninguna de ellas se hizo realidad. Y no podía ser de otra forma, en un mundo dominado por la lógica del capital, cuyo fin supremo es obtener ganancias y no satisfacer necesidades humanas, y por lo mismo no tiene ningún interés en erradicar el hambre (cuando los alimentos son una codiciosa mercancía), ni las enfermedades (un negocio dominado por las multinacionales y los países imperialistas), o preservar el medio ambiente (ahora sometido al "capital verde")...

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Empecemos por la noticia del año, la peor por desgracia. No es la Cumbre del Clima, ni los atentados en París, ni los "grandes logros tecnológicos" (como la producción de salmón transgénico, un verdadero crimen alimenticio), se trata de un hecho crucial para el presente y el futuro de la humanidad y de la vida en la tierra, pero que, como es habitual, queda en un plano secundario, en páginas que nadie lee. Nos referimos a que el 2015 ha sido el año más caluroso de la historia humana. La información la suministró la Organización Meteorológica Mundial (OMM), organismo que indicó que “se alcanzará el importante umbral simbólico de 1°C por encima de los niveles preindustriales, lo que obedece a la combinación de un intenso episodio de El Niño con el calentamiento de la Tierra provocado por la actividad humana”. Michel Jarraud, Secretario General de esa entidad, esbozó el problema de esta forma: “Son malas noticias para el planeta. El estado del clima mundial en 2015 hará historia por varios motivos. Será [...] el año más cálido del que se tengan datos, con unas temperaturas en la superficie del océano cercanas a los niveles más elevados desde que comenzaron las mediciones. Es probable que se cruce el umbral de 1°C”. Para completar, el quinquenio 2011-2015 es el más cálido desde que se llevan registros al respecto, lo que se evidencia en las numerosas catástrofes que se han sucedido en diversos lugares del planeta, tales como sequías, inundaciones y lluvias extremas. Y lo peor del caso, es que ya se vaticina con fundamento que el 2016 será aún más cálido que el 2015, con lo que se ejemplifica que el capitalismo es un claro exponente de las leyes de Murphy: todo lo que está mal es susceptible de empeorar.

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En ese contexto de brusca alteración climática, causada por el capitalismo, en el mes de diciembre de 2015 se celebró en Paris la XXI Conferencia sobre el clima (conocida como COP21), un verdadero circo mediático, al cabo de la cual se firmó un documento por parte de los representantes de la casi totalidad de países participantes, que la gran prensa del mundo inmediatamente calificó como "un acuerdo histórico". Este y otros calificativos ditirámbicos reflejan la felicidad que le produce a los agentes del capitalismo que se hayan impuesto los intereses de las empresas multinacionales para lucrarse con los negocios de acelerar la destrucción de la tierra.


La Conferencia despertó grandes expectativas en medio de las terribles noticias diarias que indican la magnitud del trastorno climático que está en marcha, como se pone de presente con algunos hechos contundentes: el glaciar Zachariae Isstrom, el más grande de Groenlandia, se está derritiendo en forma acelerada, cuyas consecuencias se van a notar en los próximos años, porque vierte cinco mil millones de toneladas de masa por año al Océano Atlántico, lo que va a aumentar el nivel del mar en varios centímetros; las dramáticas fotografías de un oso polar desnutrido, indican por sí solas la magnitud del deshielo en el Océano Glacial Ártico, como resultado del aumento de temperatura; los habitantes de las ciudades de China andan con mascarillas entre nubes de humo tóxico, que ya no es efímero sino permanente; miles de muertos y damnificados (entre los más pobres) en el mundo periférico, ocasionadas por bruscas alteraciones climáticas, como en Argentina, México, Colombia, los países africanos, Filipinas y un interminable etcétera.

Estos datos, entre miles, indican la magnitud de la modificación climática cuyo origen es indiscutible: el modo de vida del capitalismo, con su despilfarro de materia y energía para producir y consumir las mercancías que le generan ganancia a un sector reducido de la población mundial.

La energía que ha hecho posible los avances tecnológicos y productivos del capitalismo tiene un origen fósil (carbón, petróleo, gas) y su extracción ha permitido que el planeta entero se llene de mercancías innecesarias y contaminantes, cuyos desechos abarrotan las tierras y océanos del mundo, y la energía empleada se degrade en forma de gases de efecto invernadero, GEI [entre los cuales se encuentran el Dióxido de Carbono (CO2), el metano, vapor de agua, óxido nitroso]. Esos gases son los que han elevado la temperatura de la tierra en las últimas décadas y van a incrementarle en forma drástica en las próximas décadas. Esto significa que el responsable del trastorno climático es el capitalismo, cuya existencia pone en cuestión el futuro de millones de seres humanos y de especies animales. Sin embargo, en la Conferencia de París quedó la impresión que las alteraciones en la temperatura no tienen que ver con el capitalismo, cuyo nombre escasamente fue mencionado, a nombre de una pretendida "neutralidad climática", término que se impuso en la Cumbre.


De ahí que en el acuerdo final haya salido ganando el capitalismo, porque no es un pacto vinculante, es decir, queda al libre albedrío de las principales potencias capitalistas del mundo que, a su vez, son las más contaminantes. En el acuerdo se estipula que se empezará a aplicar en el 2020 y no de manera inmediata, como si cinco años fueran poca cosa, ante la catastrófica situación climática. Se planteó como objetivo que hacia el año 2100 la temperatura aumente en menos de 2ºC, un incremento que es de por sí destructor de los ecosistemas y diversas formas de vida. Se acuerda que la reducción en gases de efecto invernadero en cada país será voluntaria, y no existen mecanismos para obligarlo a cumplir sus compromisos de disminución de emisiones. En términos económicos se dispuso que los países capitalistas "desarrollados" deben suministrar una cifra de cien mil millones de dólares a los países "en desarrollo" para ayudarlos a disminuir sus emisiones de GEI. Una cifra ridícula si se recuerda que la misma ONU señala que para acabar con el hambre en el mundo se necesitan 270 mil millones de dólares, o que el dinero que se guarda en los paraísos fiscales corresponde a unos 6 billones de dólares, como quien dice 60 veces lo que se aprobó en París.

Entre los acuerdos demagógicos, para la galería, se encuentra el anuncio de descarbonizar la economía es decir, dejar de usar energías de origen fósil y de reemplazarlas por energías limpias, cuando al mismo tiempo los patrocinadores de la Cumbre fueron empresas petroleras y en el acuerdo final fueron excluidos el transporte marítimo y aéreo, como si estos no estuvieran entre los sectores que más queman energías fósiles ya que generan el 10% de las emisiones de GEI. Además, queda sobre el tintero la perspectiva de continuar con lo que se aprobó en Kioto de seguir contaminando a cambio de mitigar con acciones encubridoras, como, por ejemplo, producir GEI en industrias a base de carbono, pero sembrar bosques en otros lugares.

En fin, lo "histórico" de la Cumbre Climática de París radica en que hubo un consenso mundial para permitir que el capitalismo siga modificando la temperatura del planeta, o sea, destruyéndolo sin obstáculos a la vista. De esto no cabe la menor duda puesto que hoy está claro que el 2015 es el año más cálido de la historia humana, como indicamos líneas arriba. Esto demuestra, como ha dicho Slavoj Zizek, que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo.

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En pleno siglo XXI, tan solo 25 años después de la caída del Muro de Berlín y de la disolución de la Unión Soviética, cuando se había anunciado el comienzo de una nueva era, de paz, prosperidad y democracia para el conjunto de pueblos del viejo continente, emerge la peor crisis de refugiados y desde la Segunda Guerra Mundial. Que lejanos parecen los tiempos en que se cantaban loas triunfales, porque se había derrumbado el Muro de Berlín y eso permitía la libre movilidad de los habitantes del Este hacia el Oeste de Europa. Es bueno recordar que en 1989 el gobierno de Hungría desencadenó la crisis que tumbaría el Muro cuando permitió que a través de su territorio pasaran los alemanes del este hacia el oeste, vía Austria, al abrir las fronteras con ese país. Hoy, escasos 27 años después esa misma Hungría es la que prohíbe el paso de los migrantes que vienen del oriente medio, a los cuales reprime brutalmente y ha ordenado la construcción de un muro (a ese sí, no se le llama de la Infamia) en su frontera con Serbia, que tendrá una extensión de 175 kilómetros de largo, y una altura de cuatro metros. Resulta sintomático recordarlo, algo que hoy nadie quiere hacer, porque ya no son los tiempos épicos del fin del bloque soviético, sino de los crujidos del capitalismo realmente existente, que el 2 de mayo de 1989 se dio la orden a los soldados húngaros (de un país que todavía se declaraba como socialista) de demoler la alambrada que separaba la "civilizada" Europa del oeste, de la vetusta Europa del Este, a la que se le anunciaba que desde ese momento se modernizaría y los muros serían cosa del pasado.

Hoy ese anuncio nos suena como una quimera, como si fuera una ficción que se hubiera soñado hace siglos, porque Hungría acaba de disponer que se levanten alambradas –frente a las cuales el Muro de Berlín parece un juego de niños–, cuya construcción se ha iniciado el 13 de julio de 2015. Tenemos entonces un nuevo muro de la infamia en pleno centro de Europa, Muro que, por supuesto, no tendrá la propaganda mediática opositora en el mundo bienpensante de Occidente como si lo tuvo siempre el Muro de Berlín. En Hungría domina un gobierno conservador que, como en otros lugares de Europa, tiene un discurso xenófobo contra los refugiados, y por eso ha llenado de carteles de propaganda todo el país con el lema "Si vienes a Hungría, ¡no puedes quitarle el trabajo a los húngaros!".

Pero la iniciativa de construir el nuevo muro en Hungría no es original de los gobernantes de ese país, puesto que en Europa Occidental están interesados en construir esa barrera, como lo ha manifestado abiertamente el gobierno de Austria, que ha enviado a muchos policías para que ayuden a erigir el muro en la frontera con Serbia. Alemania está muy preocupada por los desterrados que atraviesan el Este de Europa, si se tiene en cuenta que por Hungría ha aumentado en casi un mil por ciento en la cantidad de entradas ilegales con respecto al 2014 y en forma soterrada apoya el Muro de Hungría.


El Muro que se levanta en la frontera húngara no es el primero que se construye tras el derrumbe del de Berlín, puesto que ya existen otros en las fronteras de Grecia y Bulgaria con Turquía. En Bulgaria se terminó un primer tramo de 20 kilómetros en septiembre de 2014, de una barrera que tendrá unos cien kilómetros de extensión. Bulgaria quiere mostrarse como buen alumno de la Unión Europea y ser admitido en el Acuerdo Shengen, y en consecuencia presume de aplicar al pie de la letra todos sus dictados, entre ellos el de impedir que los refugiados entren a Europa. Por su parte, Grecia ha construido un muro de 10 kilómetros que tapona el curso del Río Evros, la frontera natural con Turquía, una zona que además patrulla Frontex, la agencia europea de control exterior.

Europa, en lugar de crear puentes de comunicación con otros continentes y territorios, erige nuevos muros de la vergüenza, que la convierten en un continente amurallado. En Europa se ha erigido un nuevo "telón de acero", configurado por muros, vallas, alambradas, miles de guardias fronterizos, exclusión, discriminación por el color de la piel o por creencia religiosa, persecución a los refugiados que vienen del Siria, Irak, Afganistán y de otros lugares asolados por las guerras que han organizado los propios europeos. El único cambio que presentan los nuevos muros del capital, respecto al Muro de Berlín, es que este último pretendía contener a la gente dentro, mientras que los de ahora quieren mantener a la gente afuera, para que no entre nadie de los indeseables que afean a la "civilizada" Europa. Antes de 1989 se argumentaba que era antidemocrático tener este tipo de muros, pero ahora cuando la democracia es una quimera y se encuentra completamente prostituida se construyen muros a lo largo y ancho de Europa.


Para completar, cunde el racismo y la discriminación de que hacen gala políticos, prensa y gente del común, sobre lo cual se pueden recordar algunos ejemplos, para demostrar que se ha edificado otro muro, el peor de todos, un muro mental de intolerancia, odio y discriminación, de tintes claramente neofascistas. En Polonia, según una encuesta del 2013, el 69% de habitantes no quieren que gente "no blanca" viva en su país. El gobierno de Eslovaquia anunció que solo recibirá unos cuantos refugiados, con la condición de que sean cristianos, con el argumento de que "no tenemos mezquitas... así que cómo se van a integrar los musulmanes si no les va gustar acá". En la República Checa, el 70% de sus habitantes piensa que no se deben aceptar refugiados provenientes de Siria o del Norte de África, porque, según un miembro del Parlamento: "La República Checa por mucho tiempo ha sido una sociedad homogénea, así que no estamos acostumbrados a razas y culturas diferentes". En este mismo país, su Presidente, Milos Zeman, sin eufemismos afirmó que los inmigrantes son incomodos porque "nadie los ha invitado", aduciendo la mentira que "deben respetar nuestras reglas, al igual que nosotros respetamos las reglas cuando vamos a su país“. Justamente, ahí está el meollo de la cuestión, que los dirigentes europeos se declaran inocentes, como si nada tuvieran que ver con la situación de violencia, terrorismo y miseria que existe en los países de los que la gente huye (como Libia o Siria). Porque los europeos lo que quieren es que las consecuencias de sus intervenciones no lleguen a su territorio, sino que se sientan únicamente en los lugares bombardeados y donde se han aplicado sus políticas neoliberales que hambrean y matan a la gente. 

Para evitar que las víctimas de esas políticas criminales del capitalismo ingresen al "paraíso europeo", se construyen muros de la vergüenza, con lo que se piensa que se va a contener la marea humana procedente del mundo periférico. Pero esa es una vana ilusión, porque como lo dice el periodista Rafael Poch: "Es justo que quienes fomentan guerra y miseria con imperialismo y un comercio abusivo y desigual, reciban las consecuencias demográficas de sus acciones. Lo mismo ocurrirá, con creces, con los futuros emigrantes del calentamiento global, ese desastre en progresión de factura esencialmente occidental. Las estimaciones que la ONU baraja para el futuro en materia de éxodos ambientales convertirán en un chiste lo de ahora, incluido el trágico balance de muertos en el Mediterráneo". De ahí que el 2015 sea el año en que más de un millón de refugiados llegó a Europa, una cifra sin precedentes, y eso sin contar las miles de personas (niños entre ellos) que murieron en la larga y terrible travesía por alcanzar el que se proclama a sí mismo como "el continente de la libertad y los derechos humanos". ¡Sarcasmo que no merece ningún comentario!

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En el último cuarto de siglo, tras la desaparición de la Unión Soviética, tendió a reforzarse el prejuicio que Europa es el continente de la libertad, la justicia y los derechos humanos, idea que se vio reforzada por la construcción de la Unión Europea. Aunque este proyecto haya sido poco democrático y en él se haya impuesto la lógica neoliberal, durante varios años fue presentado como un éxito, entre otras cosas por la libre movilización de los habitantes de los países miembros del acuerdo de Schenguen, en vigor desde 1995, que les permite desplazarse de un país a otro sin muchas dificultades.

A raíz de este hecho los propagandistas de la globalización empezaron a mostrar a la Unión Europea como ejemplo del fin de las fronteras y las nacionalidades y la configuración de unos "ciudadanos mundiales" que pueden desplazarse de un lado al otro del planeta sin restricción de ninguna especie. Los europeos aparecían como prototipo de ciudadanía que ha rebasado los límites de las fronteras nacionales, y que exalta el individualismo y el consumismo, y muestra como una de sus grandes realizaciones no solamente a la Unión Europea, sino a la puesta en marcha del Euro, moneda común, reemplazo de las antiguas monedas nacionales, como otra pretendida muestra de la fuerza de la "globalización".

Con estos elementos (integración económica, moneda común y libre movimiento de los ciudadanos) se suponía que Europa había ingresado a una nueva era, casi poshistórica, en la que los grandes problemas del capitalismo (crisis, desempleo, desigualdades) eran cosa del pasado. Se creyó durante una quincena de años que nada entorpecería los buenos vientos de la integración capitalista de Europa.

Pero ese sueño duró poco tiempo y ahora se ha convertido en una pesadilla, pero no tanto para los europeos del centro –y no los de la periferia, que siempre han sido discriminados, ya sean búlgaros, rumanos o albaneses– sino para los millones de refugiados, que provienen del mundo árabe, de África y de algunos países de Asia y del medio oriente y huyen de los países asolados por las guerras imperialistas impulsadas por las potencias europeas y los Estados Unidos (Irak, Afganistán, Libia, Siria), o de las dictaduras que esas mismas potencias respaldan, para asegurarse el control de materias primas y minerales (como sucede con el petróleo, el gas, el coltán, el oro....). Porque en los últimos 25 años de prosperidad del capitalismo europeo, eso solo era posible por la explotación redoblada de los pueblos de las antiguas colonias europeas y por la extracción acelerada de sus recursos naturales. La ilusión europea consistió en creer que se iban a poder mantener separadas esas dos realidades: la de Europa con su falsa prosperidad, que benéfica a cada vez menos sectores de la población, y la de los países asolados por las guerras y dictaduras que son respaldadas por las potencias europeas.

Pero ese espejismo acaba de llegar a su fin de una forma dramática, como está sucediendo en estos momentos, de una manera inesperada, pero previsible: la huida por millones de sirios, afganos, libios, iraquíes, somalíes... que desesperados ante la miseria y hambre que soportan, en gran medida por las políticas impulsadas por la Unión Europea y su alianza militar, la OTAN, prefieren arriesgar su vida y la de sus familias, antes que permanecer en sus territorios. La estampida se ha agudizado en los últimos meses, puesto que millones de pobres se han ido hacia Europa, con la esperanza de encontrar refugio en el continente de los "derechos humanos".


Vana ilusión, porque en Europa en lugar de acoger a los refugiados, se implementa una política racista de odio y xenofobia contra los "extranjeros" indeseables, a los que se reprime y persigue. El resultado no podía ser más patético: a los refugiados no les espera el continente de la libertad y la fraternidad, sino el del colonialismo y el racismo, que se expresa en dos mecanismos que se han generalizado para combatir a los refugiados: la cárcel y el cementerio. La cárcel, en el mejor de los casos, y cuando los refugiados han logrado llegar a Europa o sus confines. Por eso vemos que se levantan cárceles en Hungría, Croacia, Austria, España, Italia, Francia... a las que son arrojados hombres, mujeres y niños, cuyo único delito radica en huirle a la muerte y en buscar unos cuantos mendrugos de pan para ellos y sus familias. El cementerio, porque en su intento de ingresar al "paraíso" europeo, día tras día mueren miles de africanos y asiáticos en los mares, en los desiertos, en los caminos insufribles, durante el verano o en invierno... El Mar Mediterráneo, valga recordarlo, puede convertirse en el cementerio más grande del planeta, porque cotidianamente en sus aguas se hunden pateras y barcazas improvisadas, cada una de ellas con cientos de personas a bordo, que mueren en su gran mayoría, ante la indiferencia de España, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania..., aunque de vez en cuando aparezcan en las noticias las imágenes de algunos de los ahogados, cuando son niños, como sucedió hace unas semanas con el niño sirio-kurdo Alyan Kurdi, que murió ahogado en las costas griegas. 

Aparte del escándalo mediático que estos hechos suscitan, Europa se sigue blindando para detener a los "bárbaros", porque no quieren que lleguen a ensuciar su territorio y sus "formas civilizadas de vida". Por eso, crece el racismo y la discriminación contra los refugiados. Eso tampoco puede detener el flujo masivo de seres humanos que huyen, por lo que puede concluirse que la conversión de Europa en una cárcel y un cementerio no es algo episódico y momentáneo, sino que anticipa el fascismo que viene, que ya ponen en marcha presidentes, primeros ministros, medios de comunicación e intelectuales de la "civilizada" Europa que llaman a adelantar una cruzada que expulse hasta el último "invasor", sin importar los medios que se deban emplear. Eso tampoco podrá impedir el flujo de los pobres, porque como lo dijo José Saramago: "El desplazamiento del sur al norte es inevitable; no valdrán alambradas, muros ni deportaciones: vendrán por millones. Europa será conquistada por los hambrientos. Vienen buscando lo que les robamos. No hay retorno para ellos porque proceden de una hambruna de siglos y vienen rastreando el olor de la pitanza. El reparto está cada vez más cerca. Las trompetas han empezado a sonar. El odio está servido y necesitaremos políticos que sepan estar a la altura de las circunstancias".

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El viernes 13 de noviembre en París se sucedieron ocho ataques sincronizados, llevados a cabo por el Estado Islámico (ISIS). Como resultado de esos ataques murieron 129 personas y fueron heridas 350. De inmediato, el coro mediático mundial de los órganos corporativos de información se dio a la tarea de "explicar" el asunto, sin ningún esfuerzo analítico ni rigor intelectual, diciendo que era el peor atentado que se sucedía en la capital francesa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y con la ingenua pretensión de que era un ataque que no tenía causas ni razones que lo justificaran. Para empezar no es el mayor acto terrorista de los últimos 70 años, puesto que eso supone desconocer la masacre de argelinos en las propias calles de París el 17 de octubre de 1961 por parte del Estado francés, cuando fueron asesinadas unas 300 personas por las fuerzas represivas de París, siendo muchos de ellos torturados y luego sus cadáveres se lanzaron al Rio Sena, que literalmente se llenó de sangre de los "súbditos coloniales", que habían cometido el terrible pecado de organizar una marcha de apoyo a la lucha de los argelinos por querer ser independientes y atreverse a enfrentar a los ocupantes galos.

París el 17 de octubre de 1961
Llama la atención que con los sucesos de París haya aflorado el "narcisismo compasivo", que consiste en creer que unos muertos son más importantes que otros. Por eso, a las 129 vidas truncadas en París se les concede un valor intrínseco superior al de los 242 rusos que murieron días antes en un atentado de ISIS a un avión civil, o al de las 50 personas que fueron asesinadas por ISIS en un barrio de Beirut, Líbano, el 12 de noviembre, por no hablar de los miles de muertos en las guerras impulsadas por los países imperialistas, como Francia, en Irak, Afganistán, Libia, Siria y otros lugares del mundo. Es repugnante que en la contabilidad de muertos se sostenga cinicamente que existen muertos de primera clase, a los que si se debe llorar, y el resto, reducidos en el mejor de los casos a puras estadísticas.

Sobre la pretendida inocencia del Estado francés resulta interesante recordar que ese país está inmerso en una larga historia de opresión, de racismo y de xenofobia contra los habitantes de sus antiguos dominios coloniales, como Argelia, que se remonta a mediados del siglo XIX, y se proyecta hasta el día de hoy, por la discriminación que soportan los franceses de "tercera categoría", que aunque han nacido en Francia, por ser hijos de refugiados árabes, viven en condiciones indignas. No sorprende que algunos de esos franceses viajen a Irak y Siria, se alisten en el ISIS, reciban entrenamiento militar y se conviertan en voceros de la Yihad ("guerra santa") en sus propios países de origen. Eso se comprueba con la identificación de algunos de los atacantes del 13 de noviembre, que nacieron y crecieron en Francia, con lo que se evidencia que no son sólo "extranjeros" los que efectuaron los sangrientos atentados, sino que la Yihad se convirtió en un asunto interno en el territorio de ciertas potencias europeas.

En Francia, como en los Estados Unidos, suele olvidarse que en 1985, el gobierno de Ronald Reagan recibió en la Casa Blanca una delegación de Talibanes, a los que calificó como combatientes por la libertad y comparó su papel histórico con los "padres fundadores" de la independencia de Estados Unidos. 


Esos talibanes, cuyas concepciones son profundamente retrogradas, se oponen a las conquistas de un estado laico y quieren hacer retroceder el mundo a la edad media, recibieron dólares y armas a gran escala para enfrentar a los soviéticos, el enemigo predilecto del "mundo libre" en esa época. Lo que no pensaban sus mentores occidentales era que tanto los talibanes como todos los fundamentalistas islámicos que habían patrocinado y que tan útiles les habían sido en su cruzada de destruir cualquier proyecto socialista y anticapitalista en el mundo árabe e islámico, se salieran de control y dirigieran sus ataques contra sus patrocinadores iniciales. En otras palabras, Estados Unidos, Francia y compañía fraguaron una violencia bárbara y sectaria, que hoy tiene alcance mundial y que de vez en cuando los toca de manera directa, como se evidencio el 13-11 en París.

Por si hubiera dudas de la responsabilidad directa de Francia en este asunto, debe recordarse que el principal patrocinador del ISIS es Arabia Saudita, cuya corrupta monarquía wahabita sunita –encarnación de la forma más extrema del Islam– es abastecida de armas por el actual gobierno de François Hollande, el mismo que proclamó una nueva guerra contra el terrorismo tras los sucesos del 13-11. Como quien dice, las armas y explosivos que utilizaron los yihadistas del ISIS que perpetraron la masacre de París, fueron suministradas por Arabia Saudita, un país que a su vez las compra a Francia y Estados Unidos. De rebote, entonces, las armas deFrancia son usadas por los terroristas del ISIS para matar franceses en suelo parisino, pero de eso no dicen ni una palabra quienes repiten en forma mecánica la retórica insulsa del gobierno francés.

En rigor, las autoproclamadas "guerras contra el terrorismo", llevadas a cabo por el terrorismo imperialista, han sido un rotundo fracaso en su pretensión de eliminar a los que ahora se presentan como los nuevos enemigos de occidente. Aparte de los millones de muertos, desplazados, refugiados que dejan las guerras libradas por los países imperialistas –como puede verse en los casos de Irak, Libia, Afganistán, Siria...– cada una de ellas genera nuevos enemigos, como se aprecia de manera cotidiana. Y algunos de esos enemigos que han aprendido de la barbarie criminal de sus patrocinadores occidentales, no han dudado en demostrarlo con el ataque al corazón "civilizado", es decir, a algunas de las capitales europeas. Cuando esa barbarie asesina toca a los promotores de la guerra en sus propios dominios se convierte en una noticia de primera plana a nivel mundial, y pretende olvidar las masacres que a diario se viven en Kabul, Bagdad, Damasco, Trípoli, y en las que perecen por la acción de "bombas inteligentes", drones y otras tecnologías sofisticadas, mujeres, niños, ancianos y personal civil no inmiscuido en forma directa en las guerras. Todos ellos son un blanco indiscriminado de la ofensiva imperialista, a lo que se califica como "daños colaterales", que bien valen la pena para reafirmar la grandeza del mundo imperialista, llámese Francia o los Estados Unidos.

Lo que se presenta en estos momentos no es una guerra religiosa, ni una guerra de civilizaciones, como proclamaron hace unos veinte años los ideólogos imperialistas de los Estados Unidos para justificar su nueva cruzada de conquista en busca de petróleo y otros recursos naturales en el mundo árabe. En verdad, lo que se ha desencadenado es un choque de barbaries entre los portavoces del capitalismo que señalan que este es el fin de la historia –y hacen todo para que así sea– y los que dicen encarnar la nueva yihad, que pretende hacer regresar la rueda de la historia a la edad media, no importa que usen las tecnologías modernas y mortales del mismo occidente.

Entender ese enfrentamiento entre barbaries es indispensable si se quiere construir otro escenario posible que no se rinda ante ninguna de ellas, y que no se quede prisionero del falso dilema de escoger entre la barbarie capitalista-imperialista (representada en Estados Unidos, Francia, Rusia o cualquier otra potencia), con sus guerras coloniales por el control de los recursos naturales, y la barbarie fundamentalista que se deriva de la primera, y que masacra, en nombre de valores supuestamente religiosos, a quienes no comparten su retrograda visión del mundo y la sociedad.

14 enero, 2016

URBANISMO Y ORDEN - Miquel Amorós

Conferencia pronunciada el 20-12-2003 en el Ateneu Llibertari de El Cabanyal, Valencia. 

“El urbanismo ideal es la proyección no conflictiva en el espacio de la jerarquía social” Comentarios contra el urbanismo (1). 



El urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital. Hace posible la posesión por parte del capitalismo del espacio social, que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada de sociabilidad. Ciñéndonos al caso español, dividiremos el fenómeno de la urbanización en tres periodos según el grado de destrucción del medio urbano alcanzado: el del urbanismo burgués (1830-1950), el del urbanismo desarrollista (1950-1985) y el del urbanismo totalitario (a partir de los ochenta). En los dos primeros, el urbanismo, en tanto que técnica de la separación, había de promover la atomización y dispersión de los trabajadores que el sistema productivo obligaba a reunir. El tercer periodo parte del aislamiento general de la población propiciado por la desaparición del sistema fabril y la generalización de un estilo de vida consumista. El automatismo de la máquina prevalece sobre los demás factores y modela la existencia humana a la vez que todo el funcionamiento del medio urbano, revelando la esencia totalitaria del urbanismo contemporáneo. 

La larga duración del primer periodo, el de la contrarrevolución urbana, indica que la conversión del espacio en capital y la subsiguiente aparición del mercado del suelo y de la vivienda fue un proceso lento, cuyos efectos destructores fueron paliados por la tardía aparición de las fábricas, dado el carácter predominantemente agrario de la burguesía española y la resistencia campesina a la proletarización. Hasta 1848 las ciudades se concibieron como núcleos fortificados. A partir de entonces se publicaron ordenanzas sobre alineaciones de calles. La división territorial en provincias y la construcción de carreteras reactivaron las ciudades que pasaron a ser capitales, y la Desamortización de los bienes de la Iglesia liberó suficiente suelo como para que la ciudad pudiera crecer sin sobrepasar sus límites, salvo en casos más dinámicos de Barcelona y Madrid. Allí aparecieron por primera vez los ensanches, división del suelo en cuadrículas, sin límites ni centro. La cuadrícula era la forma mejor adaptada al capital; con la parcela cuadrada u octogonal se obtenía el máximo beneficio, independientemente de los usos o las necesidades sociales, y a la vez se hacía de la urbanización un proceso interminable, incitando a la prolongación ilimitada de la ciudad. El ensanche, conectado con la ciudad través de grandes vías y caminos de ronda, reflejaba la alianza entre la geometría y el dinero conformando la ciudad como imagen urbana del capitalismo. Los ensanches fueron los primeros barrios residenciales específicamente burgueses, ilustrando los primeros efectos de la contrarrevolución urbanística, a saber, primero, la conversión de un sector de la ciudad en espacio donde las relaciones humanas se reducían al mínimo; segundo, la división de la ciudad en diversos barrios según las actividades o el nivel económico de sus habitantes, la zonificación. La vecindad no es una virtud para el uso clasista del espacio. Las clases se separaban a menudo por amplias avenidas o calles rectas que servían a un tiempo de frontera y de vía de penetración de las fuerzas del orden en caso de motín. Los primeros intentos de planificación urbanística se acometieron para controlar las revueltas populares. Por consiguiente, el urbanismo nació como instrumento de control que aseguraba el orden burgués, igual que las cárceles modelo y el código civil, y sobre todo, igual que la policía, cuerpo que aparece al mismo tiempo y se organiza por distritos, es decir, se zonifica.

El ensanche tuvo su contrapartida en el tugurio, la devaluación extrema del barrio y de la vivienda. En una primera fase la presencia de las murallas obligó a un crecimiento vertical de la ciudad y a una división de las casas en espacios lo más reducidos posible, mal abastecidas de agua y sin alcantarillado. Las casas de alquiler donde se hacinaban los jornaleros pobres que acudían a la ciudad en busca de trabajo son otra de las invenciones burguesas. Las murallas, invalidada su función defensiva por el desarrollo de la artillería, adquirían la función de contención y mantenimiento de la pobreza por la sobreexplotación económica del espacio. Por eso su derribo fue considerado un acto de liberación. El urbanismo, al crear barrios burgueses, había creado al mismo tiempo barrios obreros; al segregar la miseria la había vuelto visible; al concentrarla, la había vuelto peligrosa y postulado la necesidad de un poder capaz de tenerla a raya, capaz de echarla de la calle. Esa fue la función del tráfico. El movimiento de los carruajes se extendía para dificultar el movimiento de las clases segregadas, para eliminar la calle como lugar de encuentro, espacio de la comunicación y empleo del tiempo. 

Si la segregación es una de las características del urbanismo naciente, la otra es el predominio de la circulación, del vehículo privado, imagen del predominio del interés individual. Gracias a la movilidad el individuo fue expropiado del espacio ciudadano. La ciudad se sacrificaba al tráfico. El movimiento alteraba la vida urbana y suprimía la calle para el habitante. Las rondas, las avenidas y los bulevares conectaban la ciudad con el exterior, eran a la vez un medio de salida de la mercancía y de penetración de las fuerzas del orden lo más directo posible. Como dijo el primer urbanista teórico, Ildefonso Cerdá (2), 

las calles, en tanto que elementos de la circulación, grandes canales para los vientos purificadores y medios estratégicos para mantener el orden público, serán rectas y lo más largas que se pueda. 

El camino de ronda, o la gran avenida, al superponerse a los antiguos caminos, condujo al suburbio, la avanzadilla de la urbanización, el fruto del exceso de dinamismo económico de la ciudad. Ésta se escindió en centro y periferia. Se puede decir que el suburbio creó el concepto de núcleo urbano, es decir, de centro. El proceso fue acelerado con la llegada del tren. El ferrocarril fue la principal causa del desorden territorial: situó y borró del mapa a un sinnúmero de pequeñas ciudades y pueblos, concediendo a unos una decadencia apacible y condenando a otros una expansión infame. La estación del tren fue la puerta por donde entró realmente la industria en las ciudades. Y el nuevo proletariado: entre 1900 y 1940 tres millones de personas abandonaron el campo para convertirse en emigrantes interiores.

El paréntesis de la guerra civil marcó un punto de inflexión en el programa urbanista. Las barricadas del 19 de julio fueron la única revolución urbana habida en este país. La crítica libertaria pudo avanzar algunas propuestas revolucionarias como la supresión de la propiedad urbana y la municipalización de la vivienda y del suelo, pero la derrota sentenció cualquier medida emancipatoria. A partir de entonces el urbanismo, en manos del Estado, se hizo terrorista y multiplicó las destrucciones. El urbanismo se volvió un arma del Estado. El desorden urbano fue el aspecto más edificante del orden represor de la etapa desarrollista (1950-85). El franquismo, la forma política que abarcó gran parte de ella, fue una dictadura industrializadora y edificadora, una dictadura urbanista. 

La morfología actual de las ciudades españolas fue obra del desarrollismo de la dictadura y de la transición llamada democrática. La actual trama urbana fue estableciéndose a partir de los años cincuenta, con las reconstrucciones de la posguerra, el vaciamiento de la ciudad tradicional, el crecimiento industrial y la emigración masiva de campesinos y jornaleros. El 70% de los edificios fue construido a partir de aquellos años. Las grandes empresas constructoras despegaron en la década de los sesenta al socaire de la gran demanda de habitáculos baratos. Entre 1962 y 1972 la construcción de pisos absorbió el 50,2 % de la formación bruta de capital fijo, negocio en el que participaron ampliamente los bancos (el capital financiero dio un salto espectacular y conquistó la hegemonía en esos años). La incipiente mecanización del campo, la expansión del sistema fabril y la aparición del turismo arrojó a la ciudad a miles de personas, alterándose profundamente la estructura social de la clase obrera. Ésta fue alojada en el extrarradio, primero en chabolas, después en viviendas protegidas, construidas primero en parcelas aisladas a lo largo de las carreteras o cerca de las industrias, y después en polígonos y ciudades satélite. Aquello era la negación de la ciudad como hogar de la vida social, el desarraigo total, la aniquilación misma del espacio en el que el individuo entendía su condición histórica. 

La oposición centro-periferia y la zonificación fueron llevadas al límite. Alrededor de un centro administrativo, repleto de oficinas y sedes oficiales levantadas según los cánones de la arquitectura fascista, se distribuían zonas residenciales, barrios dormitorio, casas de cooperativas, calles comerciales, polígonos industriales, viviendas para funcionarios o militares, etc. La construcción de pisos y carreteras tomó prioridad sobre el planeamiento al que obligaba una Ley del Suelo que nunca fue aplicada. La especulación determinó el diseño de la ciudad. El resultado fue una ciudad urbanizada a saltos, caótica, fragmentada, discontinua, donde reinaban los intereses inmobiliarios. Con la salvedad de que ya en la Dictadura de Primo de Rivera y durante la República se construyesen casas baratas para obreros, es plenamente pertinente para el periodo la cita de Debord (3): 

Por primera vez una nueva arquitectura, que en las épocas anteriores se reservaba para la satisfacción de las clases dominantes, se destina directamente a los pobres. La miseria formal y la extensión gigantesca de esta nueva experiencia de hábitat proceden directamente de su carácter de masas, implicado al tiempo por su finalidad y por las condiciones modernas de construcción.

Los bloques de pisos obedecieron la pauta de un máximo de personas en un mínimo de espacio. Los grupos de bloques o de naves industriales en medio de la nada se convirtieron en el elemento principal del paisaje urbano. Formas frías sin identidad, sin referencias, sin posibilidad alguna de vida comunitaria, atrapadas por las autovías y las circunvalaciones, en las que se fraguó un proletariado sin historia, masificado, con una conciencia de clase epitelial, demasiado permeable a la influencia de “curas obreros” y de “líderes” verticales, cuando no adicto al fútbol y al coche, vulnerable por igual al consumismo y al discurso demagógico del sindicalismo integrador. La televisión y el militantismo católico y estalinista fueron traídos por la misma cigüeña. El movimiento vecinal nació a finales de los sesenta como respuesta al hacinamiento y al abandono por parte de las “autoridades”. Fue un movimiento reivindicativo moderado, centrado en la demanda de servicios básicos y espacios verdes, que jamás cuestionó el modelo desarrollista y menos aún elaboró uno alternativo. Todos los males parecía que se iban a curar con escuelas, alcantarillado, alumbrado, guarderías, asfaltado, autobuses, ambulatorios, etc., problemas cotidianos reales que al no resolverse se volvían políticos y supeditaban las críticas más profundas al cambio de régimen, sobreseimiento al que no eran ajenos los dirigentes de las asociaciones de vecinos. La cuestión de la vivienda se separó de la cuestión social y buscó soluciones en el mercadeo político. Así pues, la lucha por la habitabilidad (por la calidad de vida) no desembocó en un proyecto de reconquista de la ciudad. Esa autolimitación fue fatal para el movimiento, que perdió la posibilidad de jugar su papel histórico en el momento en que las asambleas de vecinos eran multitudinarias, y se convirtió a partir de 1976 en mero apéndice de los ayuntamientos. 

Consecuencia del estallido de las ciudades, de la separación radical entre lugar de trabajo y vivienda, entre centro administrativo-comercial y periferia habitada, fue un tráfico frenético entre el núcleo urbano y el extrarradio, que los transportes públicos fueron incapaces de asegurar. La solución se tradujo en una mayor artificialización de la vida humana: a partir de los sesenta el automóvil hizo su aparición y transformó las ciudades en un cáncer. El ruido, la polución atmosférica y los residuos agravaron el mal. Las calles se fueron llenando de vehículos y en poco tiempo llegaron a ser gigantescos aparcamientos (Barcelona pasó de tener 25000 vehículos en 1960 a soportar medio millón diez años más tarde). Las vías rápidas fueron entonces el principal agente de la ordenación del territorio. Las palabras con la que urbanista de vanguardia Le Corbusier anunciaba en 1925 el advenimiento de la época de “las máquinas de habitar”, sonaban siniestras: “la ciudad de la velocidad es la ciudad del éxito (4)”. La ciudad perdió sus límites y continuó vaciando sus barrios históricos (en los ochenta tan sólo entre el 10 y el 18% de la población ciudadana vivía en el casco antiguo). La Carta de Atenas, programa de la racionalización urbana capitalista, establecía que “el límite de la aglomeración estará en función de su radio de acción económica”. En treinta años las ciudades fueron convertidas en aglomeraciones vulgares. La población pobre siguió siendo centrifugada a través de desvíos, variantes, cinturones de ronda y autopistas. El equilibrio secular entre ciudad y paisaje quedó arruinado definitivamente. La plaga de la motorización privada fue el instrumento que no sólo acabó de proletarizar al trabajador, cuyo modo de existencia se configuraba en función del coche, sino que fue la principal causa de la destrucción del entorno rural y natural de las ciudades, contribuyendo a la contaminación, facilitando la frecuentación masiva y comunicando la cada vez más insoportable metrópolis con las segundas residencias y los apartamentos playeros. Desgraciadamente, la ciudad se redefinía como un asalto a la naturaleza. El coche acarreó el despilfarro del espacio y la destrucción total de la ciudad como lugar a la medida humana, siendo uno de los factores que alumbraron la sociedad de masas, entendiendo por masas esas vastas capas de población neutra incapaces de acceder a la conciencia de intereses comunes. 

El urbanismo concentracionario que tomó el relevo indicaba las nuevas estructuras de poder y el nuevo tipo de sociedad que advenía. La clase dominante, una burguesía nacional empresarial tutelada por una dictadura militar, había evolucionado hacia un conglomerado políticofinanciero conectado con los flujos económicos internacionales. Todas las características destructivas del desarrollismo fueron llevadas al extremo: segregación, motorización, verticalización, control social, pérdida de forma, desaparición del límite urbano, etc.; la ciudad era más que nunca concentración de poder e instrumento de acumulación del capital. El carácter totalitario del nuevo poder de clase se dejó sentir en su voluntad de no dejar nada a salvo de la estandarización y de la especulación, o sea, a salvo de la economía autónoma, ni la más mínima porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida de sus habitantes, una vida sin relaciones, que en su mayor parte transcurre dentro de un coche o delante de una pantalla: “la existencia cotidiana se conformará con las exigencias de la máquina (5)”. Lo que diferencia a éste urbanismo del desarrollista, más que el recurso al espectáculo, es la voluntad ordenadora; el caos deshumaniza al azar, pero nadie escapa a la planificación. Para que la ciudad llegase a ser el espacio de la economía sin trabas, el derecho a urbanizar hubo de superar al derecho de propiedad (ver la ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones de 1998) y las técnicas de vigilancia hubieron de alcanzar niveles impensables con el pretexto de los Juegos Olímpicos o la Expo. Los eventos fueron grandes operaciones policiales. En adelante ningún barrio, ni ningún pueblo, podrán alegar ser un hecho urbano aparte, al margen de los intereses que destruían el resto de la ciudad, ni ninguna manifestación podía sentirse protegida por el carácter justo de su causa. Eso lo saben bien ahora los habitantes de la pedanía valenciana de La Punta, víctima de la “logística” del puerto, y los del barrio El Cabanyal, sobre el que pende una espada de Damocles en forma de autopista. Las políticas de tabla rasa con el territorio y de tolerancia cero con la protesta aderezaron el nuevo arte de gobernar. El medio urbano consumó su destrucción y suprimió de una vez por todas la oposición campo-ciudad, desintegrando las barriadas y disolviendo el mundo rural en una mezcla aleatoria de elementos urbanos y agrarios en descomposición. Si la ciudad desarrollista fue un abceso, la que le ha sucedido es una cárcel. 

La última fase del desarrollismo transcurre “democráticamente” entre 1975-85 con el boom de la suburbanización y la crisis industrial. Ese fue el periodo final de la lucha de clases y el de la asociación entre los intereses constructores y los políticos, la corruptela que financió partidos y enriqueció a dirigentes. Desde 1979, año en que se celebraron elecciones municipales, los partidos habían tratado de disolver al movimiento vecinal y desde luego lo que había quedado de éste no era ni sombra del anterior. La administraciones locales y autonómicas habían descubierto el mercado del suelo y lo usaban para financiarse, de acuerdo con los especuladores, completando de este modo la obra desarrollista. Por eso los Planes Generales de Ordenación Urbana de los consistorios llamados democráticos llegaron tarde y se limitaron a paliar los desperfectos, mejorar los accesos y crear plazas de estacionamiento (lo que fue llamado en su tiempo “urbanismo de zurcidora”). La nueva clase dirigente se consolidó en España más con la especulación inmobiliaria y la corrupción política que con la especulación bursátil. En 1989 el precio de la vivienda aumentó bruscamente un 25,7%. Desde entonces los precios se han multiplicado por seis, siendo la subida mayor en la costa y en las capitales. No es de extrañar que, por ejemplo, el suelo urbanizado en el País Valenciano durante los últimos diez años haya crecido un 60%, especialmente el de los adosados, los campos de golf, las autovías y autopistas, los puertos deportivos, las grandes superficies y los vertederos, revelando la sostenibilidad del estilo de vida que promueve la dominación. 

Las nuevas tecnologías hicieron posible la mundialización y la disolución de la vieja clase obrera; la formación de nuevas elites se llevó a cabo tras su derrota. Lo que las caracteriza son el ordenador portátil, el teléfono móvil y la prisa. Nacidas de la fusión de la administración, la política y las finanzas, requerían un nuevo modelo de ciudad, hueco, mecánico, uniformizado, alimentándose del área metropolitana. Una ciudad parásita, sin obreros; una tiranópolis con el centro museificado y los lugares públicos festivalizados, con “aperturas al mar”, fetiches tecnológicos, trenes de alta velocidad, torres gigantes, megapuertos y aeropuertos. Una ciudad con unos pocos habitantes dóciles, cuya cúspide políticofinanciera quede disimulada tras nuevas áreas de centralidad, es decir, tras grandes centros comerciales, las catedrales del consumo que reordenan la vida de los barrios. Una ciudad de automovilistas, de hombres de negocios, de compradores y de jubilados, en la que cada ciudadano se había de sentir visitante, cliente o pasajero. Una ciudad imagen que se ofrecía como una mercancía, que trataba de atraer a los turistas, de atrapar a los capitales y de seducir a los ejecutivos (Barcelona pasó de tener 2,5 millones de pernoctaciones en hoteles en 1990 a tener 8 en el 2000). En resumen, una ciudad como las de hoy. Una ciudad de dirigentes en perpetuo movimiento, puesto una característica de los miembros de la nueva clase es que éstos sólo están en su sitio cuando circulan. Una ciudad pues, cuya última palabra la tienen las grandes infraestructuras: las M-30, las rondas de “arriba” o de “abajo” y los bulevares periféricos por un lado; el TAV, los megapuertos y los aeropuertos transcontinentales por el otro. 

Los nuevos métodos urbanistas tratan de borrar huellas históricas, de organizar el olvido. Si el urbanismo desarrollista tardó en eliminar las últimas señales de los combates sostenidos por los antiguos habitantes contra las clases que les oprimían, el urbanismo totalitario actual, que planifica a lo grande, cambia la identidad de las ciudades como de traje. Por ejemplo, han bastado pocos años para que Bilbao perdiera todo su paisaje industrial ligado a los astilleros y a la siderurgia, escenario de grandes batallas sociales, mientras en su lugar montaban todo un circo temático de arquitectura internacional “de marca”, reflejo de la esclavitud de las masas solitarias ante la técnica. La elevación del museo Guggenheim sobre el solar de la factoría Euskalduna simboliza el tránsito de la ciudad industrial y proletaria al albergue competitivo del espectáculo. Las nuevas edificaciones transfieren a la ciudadanía la experiencia de una soledad extrema. A fuer de encontrarse en todas partes constituyendo no lugares, fijan la identidad del poder global, mostrando su barbarie tecnológicamente equipada por todo el planeta. Es la única identidad que puede poseer la no ciudad, paisaje exclusivo de la ausencia histórica. 

Las elites emergentes se consolidan doblemente con la reurbanización “logística”. La construcción, financiación, gestión y explotación de las grandes infraestructuras incorporan por derecho al sector privado, acabando con la noción misma de servicio público. El caso de Barcelona merece especial atención. Sus dirigentes formularon el programa de urbanización espectacular de masas “Barcelona 92” sintiéndose herederos de la burguesía de las Exposiciones Universales. La fórmula no tiene ningún secreto: si los dos tercios de la inversión son privados, estaremos ante “un modelo de transformación urbana típicamente barcelonés”, según el alcalde Clos. Ese modelo exclusivo ha contribuido a fomentar una especulación loca que ha expulsado de la ciudad a miles de habitantes (Barcelona ciudad ocupa un área de 100 km2 en la que habitan un millón y medio de habitantes, 300.000 menos que hace quince años; el área metropolitana abarca 3000km2 y viven en ella 4’5 millones de habitantes, incluidos los de la ciudad). Barcelona es una reserva de espacio-mercancía y sus dirigentes apuestan por que lo sea mucho más: esa es la misión del “Foro de las Culturas 2004”. Y para muestra de cultura, un botón: bella como el encuentro entre una cloaca y un mar de coches en un espectáculo cultural, es la definición hecha por Clos de la construcción de una gran plaza encima de una depuradora: “una muestra de los paradigmas culturales del siglo XXI”. Ya sabíamos que un alcalde no es alcalde hasta que no produce monumentos, pero hasta Clos, la originalidad de la revolución cultural de las corporaciones municipales se había detenido en palacios de congresos innecesarios y en auditorios inútiles. Sucede que en el idioma de los dirigentes las palabras suelen significar lo contrario de lo que nombran, como es el caso de “ecología urbana”, “equilibrio territorial” o “vertebración”, etiquetas para colocar y vender el urbanismo basura, la destrucción del territorio o la desarticulación. Así pues, Clos llama cultura a lo que no son más que detritus. 

Si a fuerza de consumir y consumirse la ciudad ha dejado de existir, el ciudadano también lo ha hecho. Y también los barrios y los movimientos vecinales. En una anomia espacial absoluta nada que merezca ese nombre existe. La vida de los individuos se reduce a movimientos reflejos condicionados por los medios técnicos que la colonizan. Con la desaparición de todos los espacios públicos la vida se repliega sobre lo privado y se atrinchera en los pisos. Una población sin autonomía, completamente dependiente de sus prótesis mecánicas, ni se rebela, ni se comunica. Los lugares abiertos como plazas, calles, portales, escaleras, jardines, aparcamientos, etc., se han vuelto tierra de nadie. En ese cocooning popular el discurso securitario se impone. Una parte de la población se siente desprotegida frente a la otra parte y reclama el control policial de esa zona intermedia. El nuevo urbanismo tiene el efecto perverso de envilecer a la población que lo padece. Parece que la cuestión social exista pero sólo en forma de problema de seguridad. El sistema dominante se sabe vulnerable y teme a la gente que ha marginado y expulsado. Por dos sencillas razones; primera, porque toda la aglomeración urbana puede paralizarse por un apagón en serie o por un simple embotellamiento. Segunda, porque la ciudad entera es un escaparate a la merced de un “alunizaje” general. Un hipermercado repleto de mercancías en movimiento a las que hay que proteger de potenciales invasores, que no pueden ser otros que los que las desean y no las tienen al alcance. Esa es la clave para entender al urbanismo totalitario: es la forma de asegurar con rapidez un control total del enemigo, que en un momento dado, por culpa de una avería urbana, decante la correlación de fuerzas a su favor, y aunque no llegue a liberar espacios, cuando menos los arrase. Lo que nos lleva a suponer que todas las revueltas futuras en esos espacios de la alienación comenzarán al azar mediante imponentes saqueos y no menos imponentes destrucciones. Un caos arreglará otro caos.

Para terminar, sacaremos a colación la antigua designación del urbanismo como medicina de las ciudades, medicina de la clase que mata a los pacientes. A decir verdad el urbanismo se retrata mejor por las enfermedades que ha provocado a lo largo de su historia. Si la tuberculosis fue la enfermedad emblemática del urbanismo burgués y el cáncer la del urbanismo desarrollista, la que mejor define al urbanismo totalitario es la locura. La contrarrevolución urbana en sus dos primeras etapas creó condiciones cada vez más inhóspitas para los cuerpos. En la tercera mató el alma. Es tanto el horror urbano que representa esa muerte que para recobrar la ciudad como proyecto de vida comunitaria habrán de demolerse hasta sus mismas ruinas.

notas
1. Internacional Situacionista n.6, agosto 1971
2. Ildefons Cerda, Juício crítico del informe del Jurado. [Juicio crítico del dictamen de la junta nombrada para calificar los planos presentados al concurso abierto por el Excmo. Ayuntamiento de esta ciudad el 15 de abril de 1859. Barcelona, lmprenta de Francisco Sánchez,1859, NdR]
3. Guy Debord, La sociedad del espectáculo. 1967
4. Principios de urbanismo. La carta de Atenas. Ariel, Barcelona 1971
5 Lewis Mumford, La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas. Buenos Aires: Infinito, 1966 (1961) 

08 enero, 2016

De la obediencia - Alexandra David-Neel



La obediencia es la muerte. Cada instante en que el hombre se somete a una voluntad extraña es un instante arrancado a su propia vida.

Cuando el individuo se ve obligado a efectuar un pacto contrario a su deseo o se ve impedido para actuar de acuerdo con su necesidad, deja de vivir su propia vida y, mientras que el que manda aumenta su poder vital gracias a la fuerza de los que se le someten, aquel que obedece se aniquila, se ve absorbido por una personalidad extraña; ya no es más que fuerza mecánica, herramienta al servicio del amo.

Cuando se trata de la autoridad ejercida por un hombre sobre otros hombres, por un soberano déspota sobre sus súbditos, por un patrón sobre sus obreros, por un señor sobre sus criados, enseguida se comprende que esta personalidad emplea la vida de quienes se le someten para dar satisfacción a sus placeres, a sus necesidades o a sus intereses: o sea, para el embellecimiento y la ampliación de su propia vida en prejuicio de la de los demás.
Alexandra David-Neel