Conferencia pronunciada el 20-12-2003 en el Ateneu Llibertari de El Cabanyal, Valencia.
“El urbanismo ideal es la proyección no conflictiva en el espacio de la jerarquía social” Comentarios contra el urbanismo (1).
El urbanismo es el conjunto de técnicas que tienen por objeto la transformación de las ciudades en centros de acumulación de capital. Hace posible la posesión por parte del capitalismo del espacio social, que se recompone según las normas que dicta su dominio. De acuerdo con este punto de vista, el urbanismo es simple destrucción acumulada de sociabilidad. Ciñéndonos al caso español, dividiremos el fenómeno de la urbanización en tres periodos según el grado de destrucción del medio urbano alcanzado: el del urbanismo burgués (1830-1950), el del urbanismo desarrollista (1950-1985) y el del urbanismo totalitario (a partir de los ochenta). En los dos primeros, el urbanismo, en tanto que técnica de la separación, había de promover la atomización y dispersión de los trabajadores que el sistema productivo obligaba a reunir. El tercer periodo parte del aislamiento general de la población propiciado por la desaparición del sistema fabril y la generalización de un estilo de vida consumista. El automatismo de la máquina prevalece sobre los demás factores y modela la existencia humana a la vez que todo el funcionamiento del medio urbano, revelando la esencia totalitaria del urbanismo contemporáneo.
La larga duración del primer periodo, el de la contrarrevolución urbana, indica que la conversión del espacio en capital y la subsiguiente aparición del mercado del suelo y de la vivienda fue un proceso lento, cuyos efectos destructores fueron paliados por la tardía aparición de las fábricas, dado el carácter predominantemente agrario de la burguesía española y la resistencia campesina a la proletarización. Hasta 1848 las ciudades se concibieron como núcleos fortificados. A partir de entonces se publicaron ordenanzas sobre alineaciones de calles. La división territorial en provincias y la construcción de carreteras reactivaron las ciudades que pasaron a ser capitales, y la Desamortización de los bienes de la Iglesia liberó suficiente suelo como para que la ciudad pudiera crecer sin sobrepasar sus límites, salvo en casos más dinámicos de Barcelona y Madrid. Allí aparecieron por primera vez los ensanches, división del suelo en cuadrículas, sin límites ni centro. La cuadrícula era la forma mejor adaptada al capital; con la parcela cuadrada u octogonal se obtenía el máximo beneficio, independientemente de los usos o las necesidades sociales, y a la vez se hacía de la urbanización un proceso interminable, incitando a la prolongación ilimitada de la ciudad. El ensanche, conectado con la ciudad través de grandes vías y caminos de ronda, reflejaba la alianza entre la geometría y el dinero conformando la ciudad como imagen urbana del capitalismo. Los ensanches fueron los primeros barrios residenciales específicamente burgueses, ilustrando los primeros efectos de la contrarrevolución urbanística, a saber, primero, la conversión de un sector de la ciudad en espacio donde las relaciones humanas se reducían al mínimo; segundo, la división de la ciudad en diversos barrios según las actividades o el nivel económico de sus habitantes, la zonificación. La vecindad no es una virtud para el uso clasista del espacio. Las clases se separaban a menudo por amplias avenidas o calles rectas que servían a un tiempo de frontera y de vía de penetración de las fuerzas del orden en caso de motín. Los primeros intentos de planificación urbanística se acometieron para controlar las revueltas populares. Por consiguiente, el urbanismo nació como instrumento de control que aseguraba el orden burgués, igual que las cárceles modelo y el código civil, y sobre todo, igual que la policía, cuerpo que aparece al mismo tiempo y se organiza por distritos, es decir, se zonifica.
El ensanche tuvo su contrapartida en el tugurio, la devaluación extrema del barrio y de la vivienda. En una primera fase la presencia de las murallas obligó a un crecimiento vertical de la ciudad y a una división de las casas en espacios lo más reducidos posible, mal abastecidas de agua y sin alcantarillado. Las casas de alquiler donde se hacinaban los jornaleros pobres que acudían a la ciudad en busca de trabajo son otra de las invenciones burguesas. Las murallas, invalidada su función defensiva por el desarrollo de la artillería, adquirían la función de contención y mantenimiento de la pobreza por la sobreexplotación económica del espacio. Por eso su derribo fue considerado un acto de liberación. El urbanismo, al crear barrios burgueses, había creado al mismo tiempo barrios obreros; al segregar la miseria la había vuelto visible; al concentrarla, la había vuelto peligrosa y postulado la necesidad de un poder capaz de tenerla a raya, capaz de echarla de la calle. Esa fue la función del tráfico. El movimiento de los carruajes se extendía para dificultar el movimiento de las clases segregadas, para eliminar la calle como lugar de encuentro, espacio de la comunicación y empleo del tiempo.
Si la segregación es una de las características del urbanismo naciente, la otra es el predominio de la circulación, del vehículo privado, imagen del predominio del interés individual. Gracias a la movilidad el individuo fue expropiado del espacio ciudadano. La ciudad se sacrificaba al tráfico. El movimiento alteraba la vida urbana y suprimía la calle para el habitante. Las rondas, las avenidas y los bulevares conectaban la ciudad con el exterior, eran a la vez un medio de salida de la mercancía y de penetración de las fuerzas del orden lo más directo posible. Como dijo el primer urbanista teórico, Ildefonso Cerdá (2),
las calles, en tanto que elementos de la circulación, grandes canales para los vientos purificadores y medios estratégicos para mantener el orden público, serán rectas y lo más largas que se pueda.
El camino de ronda, o la gran avenida, al superponerse a los antiguos caminos, condujo al suburbio, la avanzadilla de la urbanización, el fruto del exceso de dinamismo económico de la ciudad. Ésta se escindió en centro y periferia. Se puede decir que el suburbio creó el concepto de núcleo urbano, es decir, de centro. El proceso fue acelerado con la llegada del tren. El ferrocarril fue la principal causa del desorden territorial: situó y borró del mapa a un sinnúmero de pequeñas ciudades y pueblos, concediendo a unos una decadencia apacible y condenando a otros una expansión infame. La estación del tren fue la puerta por donde entró realmente la industria en las ciudades. Y el nuevo proletariado: entre 1900 y 1940 tres millones de personas abandonaron el campo para convertirse en emigrantes interiores.
El paréntesis de la guerra civil marcó un punto de inflexión en el programa urbanista. Las barricadas del 19 de julio fueron la única revolución urbana habida en este país. La crítica libertaria pudo avanzar algunas propuestas revolucionarias como la supresión de la propiedad urbana y la municipalización de la vivienda y del suelo, pero la derrota sentenció cualquier medida emancipatoria. A partir de entonces el urbanismo, en manos del Estado, se hizo terrorista y multiplicó las destrucciones. El urbanismo se volvió un arma del Estado. El desorden urbano fue el aspecto más edificante del orden represor de la etapa desarrollista (1950-85). El franquismo, la forma política que abarcó gran parte de ella, fue una dictadura industrializadora y edificadora, una dictadura urbanista.
La morfología actual de las ciudades españolas fue obra del desarrollismo de la dictadura y de la transición llamada democrática. La actual trama urbana fue estableciéndose a partir de los años cincuenta, con las reconstrucciones de la posguerra, el vaciamiento de la ciudad tradicional, el crecimiento industrial y la emigración masiva de campesinos y jornaleros. El 70% de los edificios fue construido a partir de aquellos años. Las grandes empresas constructoras despegaron en la década de los sesenta al socaire de la gran demanda de habitáculos baratos. Entre 1962 y 1972 la construcción de pisos absorbió el 50,2 % de la formación bruta de capital fijo, negocio en el que participaron ampliamente los bancos (el capital financiero dio un salto espectacular y conquistó la hegemonía en esos años). La incipiente mecanización del campo, la expansión del sistema fabril y la aparición del turismo arrojó a la ciudad a miles de personas, alterándose profundamente la estructura social de la clase obrera. Ésta fue alojada en el extrarradio, primero en chabolas, después en viviendas protegidas, construidas primero en parcelas aisladas a lo largo de las carreteras o cerca de las industrias, y después en polígonos y ciudades satélite. Aquello era la negación de la ciudad como hogar de la vida social, el desarraigo total, la aniquilación misma del espacio en el que el individuo entendía su condición histórica.
La oposición centro-periferia y la zonificación fueron llevadas al límite. Alrededor de un centro administrativo, repleto de oficinas y sedes oficiales levantadas según los cánones de la arquitectura fascista, se distribuían zonas residenciales, barrios dormitorio, casas de cooperativas, calles comerciales, polígonos industriales, viviendas para funcionarios o militares, etc. La construcción de pisos y carreteras tomó prioridad sobre el planeamiento al que obligaba una Ley del Suelo que nunca fue aplicada. La especulación determinó el diseño de la ciudad. El resultado fue una ciudad urbanizada a saltos, caótica, fragmentada, discontinua, donde reinaban los intereses inmobiliarios. Con la salvedad de que ya en la Dictadura de Primo de Rivera y durante la República se construyesen casas baratas para obreros, es plenamente pertinente para el periodo la cita de Debord (3):
Por primera vez una nueva arquitectura, que en las épocas anteriores se reservaba para la satisfacción de las clases dominantes, se destina directamente a los pobres. La miseria formal y la extensión gigantesca de esta nueva experiencia de hábitat proceden directamente de su carácter de masas, implicado al tiempo por su finalidad y por las condiciones modernas de construcción.
Los bloques de pisos obedecieron la pauta de un máximo de personas en un mínimo de espacio. Los grupos de bloques o de naves industriales en medio de la nada se convirtieron en el elemento principal del paisaje urbano. Formas frías sin identidad, sin referencias, sin posibilidad alguna de vida comunitaria, atrapadas por las autovías y las circunvalaciones, en las que se fraguó un proletariado sin historia, masificado, con una conciencia de clase epitelial, demasiado permeable a la influencia de “curas obreros” y de “líderes” verticales, cuando no adicto al fútbol y al coche, vulnerable por igual al consumismo y al discurso demagógico del sindicalismo integrador. La televisión y el militantismo católico y estalinista fueron traídos por la misma cigüeña. El movimiento vecinal nació a finales de los sesenta como respuesta al hacinamiento y al abandono por parte de las “autoridades”. Fue un movimiento reivindicativo moderado, centrado en la demanda de servicios básicos y espacios verdes, que jamás cuestionó el modelo desarrollista y menos aún elaboró uno alternativo. Todos los males parecía que se iban a curar con escuelas, alcantarillado, alumbrado, guarderías, asfaltado, autobuses, ambulatorios, etc., problemas cotidianos reales que al no resolverse se volvían políticos y supeditaban las críticas más profundas al cambio de régimen, sobreseimiento al que no eran ajenos los dirigentes de las asociaciones de vecinos. La cuestión de la vivienda se separó de la cuestión social y buscó soluciones en el mercadeo político. Así pues, la lucha por la habitabilidad (por la calidad de vida) no desembocó en un proyecto de reconquista de la ciudad. Esa autolimitación fue fatal para el movimiento, que perdió la posibilidad de jugar su papel histórico en el momento en que las asambleas de vecinos eran multitudinarias, y se convirtió a partir de 1976 en mero apéndice de los ayuntamientos.
Consecuencia del estallido de las ciudades, de la separación radical entre lugar de trabajo y vivienda, entre centro administrativo-comercial y periferia habitada, fue un tráfico frenético entre el núcleo urbano y el extrarradio, que los transportes públicos fueron incapaces de asegurar. La solución se tradujo en una mayor artificialización de la vida humana: a partir de los sesenta el automóvil hizo su aparición y transformó las ciudades en un cáncer. El ruido, la polución atmosférica y los residuos agravaron el mal. Las calles se fueron llenando de vehículos y en poco tiempo llegaron a ser gigantescos aparcamientos (Barcelona pasó de tener 25000 vehículos en 1960 a soportar medio millón diez años más tarde). Las vías rápidas fueron entonces el principal agente de la ordenación del territorio. Las palabras con la que urbanista de vanguardia Le Corbusier anunciaba en 1925 el advenimiento de la época de “las máquinas de habitar”, sonaban siniestras: “la ciudad de la velocidad es la ciudad del éxito (4)”. La ciudad perdió sus límites y continuó vaciando sus barrios históricos (en los ochenta tan sólo entre el 10 y el 18% de la población ciudadana vivía en el casco antiguo). La Carta de Atenas, programa de la racionalización urbana capitalista, establecía que “el límite de la aglomeración estará en función de su radio de acción económica”. En treinta años las ciudades fueron convertidas en aglomeraciones vulgares. La población pobre siguió siendo centrifugada a través de desvíos, variantes, cinturones de ronda y autopistas. El equilibrio secular entre ciudad y paisaje quedó arruinado definitivamente. La plaga de la motorización privada fue el instrumento que no sólo acabó de proletarizar al trabajador, cuyo modo de existencia se configuraba en función del coche, sino que fue la principal causa de la destrucción del entorno rural y natural de las ciudades, contribuyendo a la contaminación, facilitando la frecuentación masiva y comunicando la cada vez más insoportable metrópolis con las segundas residencias y los apartamentos playeros. Desgraciadamente, la ciudad se redefinía como un asalto a la naturaleza. El coche acarreó el despilfarro del espacio y la destrucción total de la ciudad como lugar a la medida humana, siendo uno de los factores que alumbraron la sociedad de masas, entendiendo por masas esas vastas capas de población neutra incapaces de acceder a la conciencia de intereses comunes.
El urbanismo concentracionario que tomó el relevo indicaba las nuevas estructuras de poder y el nuevo tipo de sociedad que advenía. La clase dominante, una burguesía nacional empresarial tutelada por una dictadura militar, había evolucionado hacia un conglomerado políticofinanciero conectado con los flujos económicos internacionales. Todas las características destructivas del desarrollismo fueron llevadas al extremo: segregación, motorización, verticalización, control social, pérdida de forma, desaparición del límite urbano, etc.; la ciudad era más que nunca concentración de poder e instrumento de acumulación del capital. El carácter totalitario del nuevo poder de clase se dejó sentir en su voluntad de no dejar nada a salvo de la estandarización y de la especulación, o sea, a salvo de la economía autónoma, ni la más mínima porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida de sus habitantes, una vida sin relaciones, que en su mayor parte transcurre dentro de un coche o delante de una pantalla: “la existencia cotidiana se conformará con las exigencias de la máquina (5)”. Lo que diferencia a éste urbanismo del desarrollista, más que el recurso al espectáculo, es la voluntad ordenadora; el caos deshumaniza al azar, pero nadie escapa a la planificación. Para que la ciudad llegase a ser el espacio de la economía sin trabas, el derecho a urbanizar hubo de superar al derecho de propiedad (ver la ley sobre Régimen del Suelo y Valoraciones de 1998) y las técnicas de vigilancia hubieron de alcanzar niveles impensables con el pretexto de los Juegos Olímpicos o la Expo. Los eventos fueron grandes operaciones policiales. En adelante ningún barrio, ni ningún pueblo, podrán alegar ser un hecho urbano aparte, al margen de los intereses que destruían el resto de la ciudad, ni ninguna manifestación podía sentirse protegida por el carácter justo de su causa. Eso lo saben bien ahora los habitantes de la pedanía valenciana de La Punta, víctima de la “logística” del puerto, y los del barrio El Cabanyal, sobre el que pende una espada de Damocles en forma de autopista. Las políticas de tabla rasa con el territorio y de tolerancia cero con la protesta aderezaron el nuevo arte de gobernar. El medio urbano consumó su destrucción y suprimió de una vez por todas la oposición campo-ciudad, desintegrando las barriadas y disolviendo el mundo rural en una mezcla aleatoria de elementos urbanos y agrarios en descomposición. Si la ciudad desarrollista fue un abceso, la que le ha sucedido es una cárcel.
La última fase del desarrollismo transcurre “democráticamente” entre 1975-85 con el boom de la suburbanización y la crisis industrial. Ese fue el periodo final de la lucha de clases y el de la asociación entre los intereses constructores y los políticos, la corruptela que financió partidos y enriqueció a dirigentes. Desde 1979, año en que se celebraron elecciones municipales, los partidos habían tratado de disolver al movimiento vecinal y desde luego lo que había quedado de éste no era ni sombra del anterior. La administraciones locales y autonómicas habían descubierto el mercado del suelo y lo usaban para financiarse, de acuerdo con los especuladores, completando de este modo la obra desarrollista. Por eso los Planes Generales de Ordenación Urbana de los consistorios llamados democráticos llegaron tarde y se limitaron a paliar los desperfectos, mejorar los accesos y crear plazas de estacionamiento (lo que fue llamado en su tiempo “urbanismo de zurcidora”). La nueva clase dirigente se consolidó en España más con la especulación inmobiliaria y la corrupción política que con la especulación bursátil. En 1989 el precio de la vivienda aumentó bruscamente un 25,7%. Desde entonces los precios se han multiplicado por seis, siendo la subida mayor en la costa y en las capitales. No es de extrañar que, por ejemplo, el suelo urbanizado en el País Valenciano durante los últimos diez años haya crecido un 60%, especialmente el de los adosados, los campos de golf, las autovías y autopistas, los puertos deportivos, las grandes superficies y los vertederos, revelando la sostenibilidad del estilo de vida que promueve la dominación.
Las nuevas tecnologías hicieron posible la mundialización y la disolución de la vieja clase obrera; la formación de nuevas elites se llevó a cabo tras su derrota. Lo que las caracteriza son el ordenador portátil, el teléfono móvil y la prisa. Nacidas de la fusión de la administración, la política y las finanzas, requerían un nuevo modelo de ciudad, hueco, mecánico, uniformizado, alimentándose del área metropolitana. Una ciudad parásita, sin obreros; una tiranópolis con el centro museificado y los lugares públicos festivalizados, con “aperturas al mar”, fetiches tecnológicos, trenes de alta velocidad, torres gigantes, megapuertos y aeropuertos. Una ciudad con unos pocos habitantes dóciles, cuya cúspide políticofinanciera quede disimulada tras nuevas áreas de centralidad, es decir, tras grandes centros comerciales, las catedrales del consumo que reordenan la vida de los barrios. Una ciudad de automovilistas, de hombres de negocios, de compradores y de jubilados, en la que cada ciudadano se había de sentir visitante, cliente o pasajero. Una ciudad imagen que se ofrecía como una mercancía, que trataba de atraer a los turistas, de atrapar a los capitales y de seducir a los ejecutivos (Barcelona pasó de tener 2,5 millones de pernoctaciones en hoteles en 1990 a tener 8 en el 2000). En resumen, una ciudad como las de hoy. Una ciudad de dirigentes en perpetuo movimiento, puesto una característica de los miembros de la nueva clase es que éstos sólo están en su sitio cuando circulan. Una ciudad pues, cuya última palabra la tienen las grandes infraestructuras: las M-30, las rondas de “arriba” o de “abajo” y los bulevares periféricos por un lado; el TAV, los megapuertos y los aeropuertos transcontinentales por el otro.
Los nuevos métodos urbanistas tratan de borrar huellas históricas, de organizar el olvido. Si el urbanismo desarrollista tardó en eliminar las últimas señales de los combates sostenidos por los antiguos habitantes contra las clases que les oprimían, el urbanismo totalitario actual, que planifica a lo grande, cambia la identidad de las ciudades como de traje. Por ejemplo, han bastado pocos años para que Bilbao perdiera todo su paisaje industrial ligado a los astilleros y a la siderurgia, escenario de grandes batallas sociales, mientras en su lugar montaban todo un circo temático de arquitectura internacional “de marca”, reflejo de la esclavitud de las masas solitarias ante la técnica. La elevación del museo Guggenheim sobre el solar de la factoría Euskalduna simboliza el tránsito de la ciudad industrial y proletaria al albergue competitivo del espectáculo. Las nuevas edificaciones transfieren a la ciudadanía la experiencia de una soledad extrema. A fuer de encontrarse en todas partes constituyendo no lugares, fijan la identidad del poder global, mostrando su barbarie tecnológicamente equipada por todo el planeta. Es la única identidad que puede poseer la no ciudad, paisaje exclusivo de la ausencia histórica.
Las elites emergentes se consolidan doblemente con la reurbanización “logística”. La construcción, financiación, gestión y explotación de las grandes infraestructuras incorporan por derecho al sector privado, acabando con la noción misma de servicio público. El caso de Barcelona merece especial atención. Sus dirigentes formularon el programa de urbanización espectacular de masas “Barcelona 92” sintiéndose herederos de la burguesía de las Exposiciones Universales. La fórmula no tiene ningún secreto: si los dos tercios de la inversión son privados, estaremos ante “un modelo de transformación urbana típicamente barcelonés”, según el alcalde Clos. Ese modelo exclusivo ha contribuido a fomentar una especulación loca que ha expulsado de la ciudad a miles de habitantes (Barcelona ciudad ocupa un área de 100 km2 en la que habitan un millón y medio de habitantes, 300.000 menos que hace quince años; el área metropolitana abarca 3000km2 y viven en ella 4’5 millones de habitantes, incluidos los de la ciudad). Barcelona es una reserva de espacio-mercancía y sus dirigentes apuestan por que lo sea mucho más: esa es la misión del “Foro de las Culturas 2004”. Y para muestra de cultura, un botón: bella como el encuentro entre una cloaca y un mar de coches en un espectáculo cultural, es la definición hecha por Clos de la construcción de una gran plaza encima de una depuradora: “una muestra de los paradigmas culturales del siglo XXI”. Ya sabíamos que un alcalde no es alcalde hasta que no produce monumentos, pero hasta Clos, la originalidad de la revolución cultural de las corporaciones municipales se había detenido en palacios de congresos innecesarios y en auditorios inútiles. Sucede que en el idioma de los dirigentes las palabras suelen significar lo contrario de lo que nombran, como es el caso de “ecología urbana”, “equilibrio territorial” o “vertebración”, etiquetas para colocar y vender el urbanismo basura, la destrucción del territorio o la desarticulación. Así pues, Clos llama cultura a lo que no son más que detritus.
Si a fuerza de consumir y consumirse la ciudad ha dejado de existir, el ciudadano también lo ha hecho. Y también los barrios y los movimientos vecinales. En una anomia espacial absoluta nada que merezca ese nombre existe. La vida de los individuos se reduce a movimientos reflejos condicionados por los medios técnicos que la colonizan. Con la desaparición de todos los espacios públicos la vida se repliega sobre lo privado y se atrinchera en los pisos. Una población sin autonomía, completamente dependiente de sus prótesis mecánicas, ni se rebela, ni se comunica. Los lugares abiertos como plazas, calles, portales, escaleras, jardines, aparcamientos, etc., se han vuelto tierra de nadie. En ese cocooning popular el discurso securitario se impone. Una parte de la población se siente desprotegida frente a la otra parte y reclama el control policial de esa zona intermedia. El nuevo urbanismo tiene el efecto perverso de envilecer a la población que lo padece. Parece que la cuestión social exista pero sólo en forma de problema de seguridad. El sistema dominante se sabe vulnerable y teme a la gente que ha marginado y expulsado. Por dos sencillas razones; primera, porque toda la aglomeración urbana puede paralizarse por un apagón en serie o por un simple embotellamiento. Segunda, porque la ciudad entera es un escaparate a la merced de un “alunizaje” general. Un hipermercado repleto de mercancías en movimiento a las que hay que proteger de potenciales invasores, que no pueden ser otros que los que las desean y no las tienen al alcance. Esa es la clave para entender al urbanismo totalitario: es la forma de asegurar con rapidez un control total del enemigo, que en un momento dado, por culpa de una avería urbana, decante la correlación de fuerzas a su favor, y aunque no llegue a liberar espacios, cuando menos los arrase. Lo que nos lleva a suponer que todas las revueltas futuras en esos espacios de la alienación comenzarán al azar mediante imponentes saqueos y no menos imponentes destrucciones. Un caos arreglará otro caos.
Para terminar, sacaremos a colación la antigua designación del urbanismo como medicina de las ciudades, medicina de la clase que mata a los pacientes. A decir verdad el urbanismo se retrata mejor por las enfermedades que ha provocado a lo largo de su historia. Si la tuberculosis fue la enfermedad emblemática del urbanismo burgués y el cáncer la del urbanismo desarrollista, la que mejor define al urbanismo totalitario es la locura. La contrarrevolución urbana en sus dos primeras etapas creó condiciones cada vez más inhóspitas para los cuerpos. En la tercera mató el alma. Es tanto el horror urbano que representa esa muerte que para recobrar la ciudad como proyecto de vida comunitaria habrán de demolerse hasta sus mismas ruinas.
notas
1. Internacional Situacionista n.6, agosto 1971
2. Ildefons Cerda, Juício crítico del informe del Jurado. [Juicio crítico del dictamen de la junta nombrada para calificar los planos presentados al concurso abierto por el Excmo. Ayuntamiento de esta ciudad el 15 de abril de 1859. Barcelona, lmprenta de Francisco Sánchez,1859, NdR]
3. Guy Debord, La sociedad del espectáculo. 1967
4. Principios de urbanismo. La carta de Atenas. Ariel, Barcelona 1971
5 Lewis Mumford, La ciudad en la historia: sus orígenes, transformaciones y perspectivas. Buenos Aires: Infinito, 1966 (1961)
Para alguien que como yo sueña con poder escapar al monte, este es un hermoso texto.
ResponderEliminarFaltaría hablar de la estrategia que supusieron los créditos hipotecarios, para proteger la urbe de posibles altercados.
Salud!
¿A qué monte, Piedra? Ya no queda espacio del que no se hayan apropiado. Incluso vivir en un modesto barco se ha vuelto un lujo, los puntos de amarre cuestan un huevo. Ni en el cementerio nos dejará en paz la maldita hipoteca :))
EliminarSalud!, y ojalá tu sueño se cumpla.
No, si por eso dije monte y no bosque ;-) pero que en cuanto pueda me busco tres gallinas y una cabra y me pierdo. (...Y una escopeta)
Eliminarjajaja... Las gallinas te las regalo yo (de lo demás, shhh..., hablaremos en privado)
EliminarAterradoramente cierto. Fascinante descripción del ahora y del antes de lo que son las ciudades actuales.
ResponderEliminarSalud Loam!
"El carácter totalitario del nuevo poder de clase se dejó sentir en su voluntad de no dejar nada a salvo [...] ni la más mínima porción de territorio, ni el menor aspecto de la vida de sus habitantes, una vida sin relaciones, que en su mayor parte transcurre dentro de un coche o delante de una pantalla".
EliminarComo bien dices, aterrador.
Salud Ángel!
Artículo muy instructivo, sobre todo porque enfatiza el "principio de causa", o sea, que da significado a la irracional codicia del capital.
ResponderEliminarSalud
Se habla mucho del medio ambiente, pero se escamotean las causas originarias de su deterioro que, como bien señalas, se hallan en la irracional codicia [criminal] del capital.
EliminarSalud
Texto largo pero esclarecedor. La fiesta empezó hace tiempo, pero se acaba ahora. Dejar de ver cemento y grúas es gratificante.
ResponderEliminarQuien ha soportado mayor presión ha sido sin duda la costa. Darse un paseo por la costa es una tortura, han construido hasta dentro del agua. Y la mayoría hoteles: máquinas de hacer dinero que solo funcionan 3 meses al año. Un completo desperdicio.
Salud!
El texto es ciertamente largo, pero necesariamente largo si se quiere exponer lo que el autor expone. No obstante, leer a Amorós es siempre un placer, escribe con argumentada claridad y contundencia.
EliminarSalud!