“Donde no se quiere la utopía, el
pensamiento mismo muere”
(Adorno)
En 1848 se cerró el ciclo de
revoluciones burguesas y terminó el predominio del pensamiento hegeliano. Los
Estados, provistos de parlamentos y de constituciones, fueron adaptándose a los
nuevos tiempos, no sin tratar de mantener un equilibrio entre los intereses
contrapuestos de las clases dominantes. La burguesía ya no se preocupó más que
de acumular riqueza, incluso por encima del poder político en sí. Se volvió
conservadora y, por lo tanto, poco interesada en la historia o en la conexión de
la realidad con la filosofía, “su tiempo comprendido en ideas” según
Hegel. La praxis filosófica se separó de la política y de la ciencia, perdiendo
unidad y consistencia. Surgió un tropel de sistemas opcionales: neokantismo,
fenomenología, utilitarismo, positivismo, vitalismo, darwinismo,
existencialismo, etc. Según Gunther Anders, el pensamiento filosófico post hegeliano
se mostró como retorno a una naturaleza pasiva y ensanchada: el hombre, la
moral, el Estado, la sociedad, fueron conceptos deshistorizados y
renaturalizados. En sus contradictorias mutaciones la nueva reflexión
filosófica pasaba a ser la expresión ideológica múltiple de la reacción
conservadora en el seno de la burguesía. A pesar del grado de verdad que
pudiera tener alguno de sus postulados por revelar las limitaciones del
idealismo alemán, era la manifestación en el área especulativa del cambio radical
de orientación de la clase burguesa.
El desarrollo del proletariado aportó
un nuevo tipo de conflictividad, desplazando el escenario de la revolución a
los talleres y las fábricas. El movimiento obrero se interesaría por las
ciencias sociales y naturales, por la evolución de las especies, por la salud y
la sexualidad, por la pedagogía y la literatura, pero en ninguna de sus ramas
se sintió la necesidad de un pensamiento específico como componente real del
proceso revolucionario. El proletariado consciente permanecía anclado en una
concepción naturalista del mundo. Era creencia bastante extendida de que ni el
marxismo ni el anarquismo tenían que ver con la filosofía y nadie se planteaba
la necesidad de una filosofía “obrera”. Si bien el anarquismo se consideraba “la
concepción más racional y práctica de una vida social en libertad y armonía” (Berkman),
y el marxismo se veía más como una teoría científica de la evolución social y
una sociología general crítica, en cuanto a principios filosóficos, los pensadores
más destacados de uno y otro campo no iban más allá de un materialismo vulgar,
naturalista y cientista, optimista, puesto que descansaba en la teoría de la
evolución y la fe en el progreso. En lo que concierne al anarquismo, la derrota
de la Commune y la disolución de la Internacional pesaron en su posterior
evolución, marcándose diferencias profundas entre la tendencia obrera,
bakuninista primero, luego comunista y sindicalista, y la tendencia
individualista, estirneriana, que rechazaba el carácter obrero
internacionalista y defendía la propiedad privada. La historia antropológica de
Reclus y el determinismo mecánico de Kropotkin vendrían a completar el corpus
ideológico anarquista. Del lado socialista democrático, se perfilaban también
dos líneas principales, la reformista y la revolucionaria. Ambas se
consideraban marxistas, pero para la una el marxismo era una teoría neutra del
conocimiento de las leyes que rigen la sociedad, necesario para desarrollar las
fuerzas productivas racionalmente, mientras que para la otra era nada menos que
“la expresión teórica del movimiento revolucionario de la clase proletaria”
(Korsch). La Primera Guerra Mundial ahondó todavía más las diferencias entre
bandos, y, al tener lugar la Revolución Rusa, la primera revolución
supuestamente hecha de acuerdo con las enseñanzas marxistas, la relación entre
marxismo y filosofía se puso sobre el tapete.
La querella filosófica de 1924
enfrentó a los marxistas revolucionarios, que reivindicaban una metodología
dialéctica hegeliano-marxista, con los marxistas socialdemócratas y los
“marxistas-leninistas”. Estos últimos, apoyándose en el libro “Materialismo y Empirocriticismo”, pretendían instaurar una filosofía marxista de partido con
bases filosóficas burguesas semejantes a las propuestas por los ideólogos
socialdemócratas. La derrota del proletariado alemán en octubre y noviembre de
1923 y el desarrollo veloz en Rusia de un capitalismo de Estado dirigido
implacablemente por una burocracia usurpadora hablando en nombre de la revolución,
sentenciaron la disputa a favor del leninismo. Así, incluso antes de que la
dictadura bolchevique se convirtiera en un infierno totalitario y la burocracia
soviética en una auténtica clase explotadora, el “marxismo” se transformó por
la vía leninista en una especie de materialismo burgués, dualista y
mecanicista, determinista y positivista, una ideología estrafalaria al servicio
de un Estado totalitario como sus futuros homólogos italiano y alemán.
Pannekoek y la izquierda consejista holandesa y alemana libraron batalla contra
esa conversión ideológica, pero Luckacs, disciplinado y obediente al “partido”,
hizo “autocrítica” y desautorizó su “Historia y conciencia de clase”. También
los anarquistas habían salido perdiendo en las revoluciones rusa y alemana, y
su mayor preocupación del momento fue dar a conocer su papel en ellas,
desfigurado por los comunistas de todas las tendencias, no la de confeccionar
una filosofía que recogiera su legado desde Proudhon y la Internacional en una
visión del mundo coherente. Bien al contrario, la necesidad de exposiciones
sencillas y sistemáticas del “ideal” se hizo más urgente, y por eso mismo
Alexander Berkman redactó un “ABC del comunismo libertario”. Malatesta zanjó la
relación entre anarquismo y filosofía afirmando que éste no se fundaba en
ninguna ciencia, ni constituía ningún sistema, lo cual no excluía el
pensamiento filosófico en sí siempre que sirviera “para enseñar a los hombres a
razonar mejor y a distinguir con más precisión lo real de lo fantástico”.
Posición ahistórica y ecléctica que conducía a fundar su “concepción del mundo”
en principios abstractos como “la voluntad” y “el amor a los hombres”, dejando
la cuestión sin resolver.
El anarcosindicalismo tuvo sus mejores formulaciones
entre 1930 y 1938, al producirse en la península ibérica la reorganización del
movimiento obrero (“Los sindicatos obreros y la revolución social” de PierreBesnard) y durante la revolución española (por ejemplo, en “Anarcosindicalismo.
Teoría y práctica” de Rudolf Rocker). Después, nada hasta “El Anarquismo. De la doctrina a la acción”, de Daniel Guérin, “Anarquismo ayer y hoy”, de LouisMercier y “El anarquismo en la sociedad de consumo”, de Murray Bookchin, en los
comienzos de un nuevo ciclo revolucionario inscrito en la quiebra del modelo
fordista de desarrollo, que tuvo la virtud de despertar un interés, por
desgracia pasajero, hacia el protagonismo anarquista en las revoluciones rusa,
española y mexicana, rescatando del olvido a figuras señeras como Landauer,
Makhno, Berneri, Los Amigos de Durruti o Magón, y a experiencias insuperables
como los sindicatos únicos, los consejos obreros, las colectividades ibéricas y
las milicias. Bookchin planteaba una respuesta anarquista a la sociedad “de la
abundancia”, abriendo nuevos frentes en el terreno de la crítica ecológica, del
urbanismo y de la tecnología.
Mercier proponía una renovación teórica mediante
la confrontación del análisis anarquista clásico con las nuevas condiciones de
dominación y explotación capitalistas. Para Guérin la superación del impasse
filosófico anarquista pasaba por una reconciliación entre Marx y Bakunin, que
bien podía partir de la unidad entre la concepción materialista de la historia
y la crítica del Estado. En realidad, pasaba, entre otras cosas,
por una vuelta a Bakunin –por una relectura a fondo de su obra en tanto que
filósofo materialista y teórico de la revolución. Tras la desaparición de la
Internacional, los pilares de su pensamiento, la dialéctica histórica y la
crítica de Rousseau, Hegel, Comte y Marx –del contrato social, de la mística
idealista, de la función de la ciencia positiva y del estatismo– fueron
menospreciados e ignorados. Tal desconsideración, junto con otros factores a
tener en cuenta como por ejemplo la falta de crítica de su intervención histórica,
empujaría el pensamiento anarquista, según soplara el viento, bien hacia la
ideología cientista o el individualismo interclasista, bien a la aventura, a la
mistificación del pasado o al circunstancialismo.
En el panorama posterior a la guerra
del 14, la crisis social había espoleado la capacidad de pensar tanto de la
burguesía occidental como de la burocracia estalinista, lo cual se manifestaba
de dos maneras, o mejor de dos idealismos, uno subjetivo y el otro objetivo. La
burguesía, cada vez más tentada por salvadores providenciales, dictaduras y
aventuras nazis, había perdido todo el optimismo liberal democrático del
principio. No contemplaba el mundo como suyo, sino como algo ajeno y neutro
ante el que el individuo se constituía como “ser”, desinteresado en la
política, la moral o la acción social. La fugacidad de la experiencia vital de
dicho ser impedía la posibilidad de trascender el tiempo histórico. La
categoría de la acción –la praxis– fue abandonada definitivamente por la
filosofía revisionista de entreguerras, bien para encerrarse en una postura
pesimista y derrotista, o bien para aplaudir incondicionalmente al poder
establecido. Heidegger será el filósofo más representativo de la época. El
proletariado apenas se movía. En cuanto a la burocracia soviética, ésta
conservaba el optimismo de una clase ascendente, aunque fuera igual de incapaz
que su competidora y aliada –la burguesía decadente– de conocer la realidad más
allá de lo que le dictaban sus intereses de clase. Ella se consideraba intérprete
exclusivo del interés de las clases oprimidas, y por consiguiente, dirigente de
la revolución y timonel de la historia. La filosofía estalinista no se limitaba
pues a ocultar con fantasías legitimadoras la verdad –la esencia de las cosas
expresada en ideas–, sino que producía sus rituales, sus héroes y sus mitos
propios, arropados con verborrea científica y determinista. En ese contexto, no
se distinguía de la religión. El Partido, el Politburó, el Estado, el Líder
supremo, la Ciencia, la Revolución, el Socialismo… todos eran una retahíla de
figuras henchidas y vacías –elementos de un espectáculo concentrado como diría
Debord– destinadas a consolidar su poder con pretensiones de objetividad y
universalidad. El ataque a la Razón se realizaba en dos frentes y de dos formas
distintas: desde la irracionalidad subjetiva, disolviendo los conceptos de
alienación, sujeto, clase, verdad, ideología, historia, memoria, humanidad,
etc., en los de ser, voluntad, impulso vital, existencia, naturaleza, raza,
patria y demás; y desde la irracionalidad objetiva, con un hipermarxismo
verborreico y maniqueo. La idea de libertad había resultado radicalmente
transformada, pues no tenía nada que ver con la autodeterminación sin trabas de
la comunidad, sino en un estar ahí del individuo dentro de un caos amoral y
asocial, dejándose llevar con indiferencia, cuando no obedeciendo ciegamente a
quienes se autoproclamaban representantes del destino o agentes de la necesidad
histórica.
Ciertamente el pensamiento racional no
retrocedió, ni ante los embates existenciales, pragmatistas, nazis o
marxisto-estalinistas de la sinrazón, ni ante las propias contradicciones del
racionalismo. La idolatría de la ciencia y el progreso fueron ambos
cuestionados como ideología burguesa, denunciándose su carácter instrumental,
mientras el arte y la literatura de vanguardia apelaban a lo oscuro, lo
infantil, lo primitivo, lo crepuscular, como contrapunto de lo corriente y
mesurable. Finalmente, ante los ataques de Nietzsche a los valores burgueses, la
crítica de la Razón en nombre de la Razón no concluyó en una nueva metafísica
de la existencia desnuda situada “más allá del bien y del mal”, ni tampoco se
deslizó hacia el esteticismo. Sin embargo, el triunfo de las potencias
capitalistas y del totalitarismo soviético le restó posibilidades de expandirse
y comunicarse, quedando aislado en círculos intelectuales, editoriales
marginales, facultades de provincia y proyectos con mayor o menor éxito como el
Instituto de Investigación Social (los autores de la Escuela de Frankfurt y
otros vinculados a ella), el Collège de
sociologie (Bataille), las revistas Politics
(MacDonald) y Le Contrat sociale
(Souvarin, Papaioannou), la Asociación para la Planificación Regional (Mumford),
etc. Protegida por la escasa repercusión inicial de sus investigaciones,
separada de los medios sociales y alejada de los conflictos políticos
cotidianos, sin relación dialéctica con la totalidad del proceso social y por
lo tanto, sin empleo, la importancia de la crítica social teórica se disparó
con la irrupción de un nuevo ciclo revolucionario en los países de capitalismo
turbodesarrollista durante los años sesenta del siglo pasado. Hacía de puente
entre dos épocas; a otros correspondería asimilarla y practicarla, en verdad, a
los protagonistas de las revueltas, los nuevos contestatarios. No se puede
afirmar con rotundidad que tal tarea no encontrara obstáculos casi insalvables,
y con eso no sólo nos referimos a las fuerzas de represión y disuasión del
orden, sino a las jaulas del estalinismo, que bajo diversos ropajes,
tercermundistas principalmente, sedujo a una buena parte de la juventud
revoltosa del momento. Pero la crítica social hacía progresos, acompañando al
movimiento real.
El Mayo francés del 68 fue el punto culminante del “segundo
asalto proletario a la sociedad de clases”, tal como lo definiría la
Internacional Situacionista, el único colectivo en captar el potencial
revolucionario de la época y en señalar los puntos donde aplicar la palanca de
la revuelta. La crítica situacionista constituyó una extraordinaria síntesis de
razón e imaginación. Aunque no asimilara la totalidad del pensamiento crítico
formulado con anterioridad y pecara de historicismo y de progresismo, fue la
más coherente e innovadora, formulando exigencias radicales que, dada la
profundidad de la crisis, podían plantearse a escala masiva. Pero no encontró a
su proletariado más que unos breves momentos, pues la búsqueda de la conciencia
teórica por parte de la clase obrera de los sesenta no duró demasiado y la creación
de consejos obreros no tuvo lugar en ninguna parte. La I.S. dio el golpe de
gracia al estalinismo y sentó las bases de una crítica radical verdaderamente
subversiva, donde el deseo iba de la mano del conocimiento racional, pero de
sus triunfos se beneficiarían las nuevas generaciones amorfas y sumisas,
reacias a dejar el refugio capitalista para secundar proyectos revolucionarios,
pilares de una clase vencedora que supo fagocitar e integrar sus aportaciones.
El Poder quiere ser contemplado como
algo natural, como si siempre hubiera estado presente, por eso siente horror a
la historia, a la historia de la lucha de los oprimidos, ya que ésta le
recuerda su origen reciente, su condición de usurpador y la duración efímera de
su existencia. Lograda la victoria sobre el proletariado autónomo, su objetivo
estratégico era la erradicación de la misma idea de autonomía, a realizar
primeramente mediante un desarme teórico que pusiera a la historia fuera de la
ley. Con la desvalorización del conocimiento histórico objetivo se buscaba
borrar del imaginario social todo lo que el pensamiento revolucionario había
vuelto consciente y que por el bien de la dominación tenía que caer en el
olvido, después de una última mistificación. Para una tarea de tal envergadura
el viejo marxismo positivista resultaba inoperante, y también el
estructuralismo. La reflexión académica seudorradical se convirtió entonces en
el instrumento idóneo para empujar la historia a la clandestinidad y hacer que
el orden volviera al terreno de las ideas gracias a la recuperación de
fragmentos críticos convenientemente desactivados, cosa fácil dado que las
condiciones de degradación intelectual reinantes en los medios universitarios
favorecían la falsificación. Así pues, los pensadores de la clase dirigente se
defendían de la subversión llevando los acontecimientos fuera de la historia,
integrándolos en su visión del mundo como metarrelatos, es decir, como
categorías literarias atemporales. El hecho histórico, cargado de experiencia
humana, pasaba a considerarse como una excepción que carecía de significado
preciso, una interrupción condenable de la norma, una fisura reparable en las
inmutables estructuras. La lógica fobia de la dominación a las revoluciones
llevaba a que sus pensadores calificasen de mitos falaces todas las ideas que
empujaban a los individuos hacia la realización colectiva en la historia de su
propia libertad, de forma que no les quedara más remedio que doblegarse ante la
opresión y evadirse en su pequeño mundo privado.
Las vedettes de la recuperación
adquirieron una notoriedad impensable pocos años antes, puesto que uno de los
aspectos más llamativos de la destrucción de la historia ha sido la facilidad
con la que se fabrican y rectifican reputaciones cuando la mixtificación
sabionda tiene las manos libres. Y así pues, los pensadores funcionarios
camparon durante un tiempo entre los escombros teóricos de las luchas
anteriores –vueltos inofensivos por el reflujo del movimiento– el necesario
para que la sumisión progresase y las ilusiones revolucionarias dejaran de ser
necesarias. Con un proletariado revolcándose en la miseria modernizada, las
ideas ya no eran peligrosas: cualquier profesor de medio pelo podía cuestionar
cualquier punto de la anterior ortodoxia y proponer una alternativa ficticia y
chapucera. El truco consistía en ser extremadamente crítico en los detalles y
abstenerse de concluir. Todo era demasiado complejo para deducir soluciones
simples del estilo de abolir el estado y las clases. El psicoanálisis podía
servir como coartada de una radicalidad de papel. Por ejemplo, para un cómico
como Guattari no había que buscar la lucha de clases en los escenarios
habituales del combate social, en los antagonismos generados por la
explotación, sino “en la piel de los explotados”, en la familia, en la consulta
del médico, en el grupúsculo, en la pareja, en el “yo”, etc., a saber, en
cualquier parte donde el capital y el estado no salieran demasiado
perjudicados.
Todo eso sonaba muy radical, incluso muy anarquista, pero uno se
podía pasar la vida mirando su sexo o su interior, culpabilizándose y buscando
la lucha de clases sin estar seguro de encontrarla. Un pensamiento sumiso
guardando las apariencias subversivas resultaba lo más indicado para un poder
que se apoyaba en unas clases medias asalariadas y en un proletariado
retrocediendo en desorden que, todavía ambos bajo el influjo de las conmociones
pasadas, soñaban con revoluciones que realmente no deseaban y en todo caso, que
eran incapaces de hacer aunque quisieran. Consumidores
de ideología, querían al mismo tiempo el prestigio de la revuelta y la
tranquilidad del orden. Sin embargo, la fase “revolucionaria” de la
ideología dominante cesó tan pronto como se esfumó en el mundo occidental la
perspectiva de una guerra de clases. En poco tiempo la inmersión en la vida
privada, la preponderancia de los intereses particulares y la satisfacción
inmediata de necesidades falsas produjo tal inconsciencia general y tal grado
de ignorancia que el camino del pensamiento débil quedó definitivamente
allanado. La desvinculación de la vida social y pública permitía que la
abundancia de mercancías colmara los deseos manipulados de las masas y que su
espíritu se contentara con sucedáneos cada vez más simples. En 1979, año en que
aparece el adjetivo “posmoderno” en su acepción actual, el concepto de
revolución ya podía ser demolido con comodidad: con el proletariado adormecido,
la historia podía redefinirse como “narración” o “relato”, es decir, como
canción de cuna, un género literario menor dentro del cual la revolución
quedaba reducida a simple “acontecimiento” fabulable. Pero la revolución no era
precisamente objeto del deseo. La caterva de “neofilósofos” –la mayoría,
antiguos maoistas– condenaba la revolución y la universalidad como antesala del
totalitarismo. Quien abogara por un modelo alternativo de sociedad o apelara a
un proyecto revolucionario trabajaba para una nueva forma de poder, o sea, para
el Poder. Afirmaban que “la historia no existe” o que “el individuo no existe”
con la misma naturalidad que los negacionistas rechazaban la evidencia de las
cámaras de gas y los crematorios nazis. Por fin la intelectualidad adicta
estaba en condiciones de afrontar idealmente a la subversión ya casi extinta.
La sociedad volvía al orden, se inauguraba un mercado de ideas inútiles para
masas analfabetizadas y los neopensadores se ponían de moda, dejándose de
disimulos y proclamando abiertamente ante los medios sus fines liquidadores.
Fin de la utopía: no pocos abominaron de Mayo del 68 como revolución y lo
aplaudieron como modernización. Las ideas de moda se mostraban como lo que
eran, ideas de la dominación. La clase dominante que surgió transformada tras
la descomposición del movimiento obrero y de la reestructuración del
capitalismo, encontraba al final un pensamiento inequívocamente suyo, una
filosofía propia que reflejaba a la perfección su carácter y la nueva condición
de su dominio, la tremendamente antihumanista condición posmoderna. En los bien
remunerados departamentos de enseñanza, provistos de un arsenal de categorías
ambiguas y brumosas expresadas en un farragoso argot autorreferencial, los
recuperadores post estructuralistas y semiólogos trabajaban en su
“tematización”.
Sin lugar a dudas, el pensamiento
reaccionario posmoderno se construyó a partir de interpretaciones unilaterales
sobre todo de Nietzsche, aunque también se echó mano a Heidegger, Kant,
Husserl, Lacan, Levi-Strauss y Freud en la medida de su utilidad para la labor
de destrucción de la Razón y la Historia. La filosofía racionalista había
creado valores universales, postulando una progresiva toma de conciencia que en
su estadio final volvía a la humanidad capaz de autogobernarse en libertad. La
categoría de universalidad acababa con las diferencias de nacimiento, de
destino, de sexo, de riqueza, de clase, de nación… Su realización era un
proceso conflictivo: de ahí la importancia dada a la historia como historia de
las luchas de liberación.
En sus formulaciones más radicales, las revoluciones
constituían las salidas violentas de emergencia. Nietzsche cuestionó la
realidad de dicho proceso emancipador, negando el teloso finalidad de la
historia y sacando a colación la dimensión inconsciente y oscura –dionisiaca– de las sociedades humanas. Quiso demostrar que los fundamentos de la Razón no
eran racionales y que la historia no evolucionaba según planes determinados. La
astucia de la razón que deducía fines generales a partir de pasiones
particulares era pues una falacia hegeliana. Es más, la razón, al apoderarse de
la “Vida”, la destruía, luego por el bien de ésta había que desembarazarse de
aquella. Tal sería, un tanto simplificada, la tarea que inspirará a los
primeros artífices de la filosofía débil de la posmodernidad, Foucault y Deleuze,
a sus procedimientos genealógicos y modelos rizomáticos. No podemos negar el
crucigrama teórico surgido de la cruel materialización de la idea de Progreso,
de la experiencia totalitaria y del triunfo del capitalismo que Adorno,
Benjamin, Bataille y otros, cada uno a su modo, trataron de resolver sin
necesidad de renunciar a la Razón ni hacer concesiones al irracionalismo. Pero
las críticas razonadas de la razón y su sentido histórico estaban condenadas a
languidecer en tertulias de ilustrados, a no ser que un sujeto agente se
hiciera cargo de sus resultados y los llevara a la práctica. Por desgracia, ese
sujeto, la clase obrera revolucionaria, en los años ochenta había dejado de
existir. En verdad el sujeto histórico no puede coexistir con la contrarrevolución.
El gran logro del capitalismo fue precisamente ese, materializado gracias a la
disolución de los vínculos que ligaban los individuos a su gente, a su
vecindario y a su clase mediante la privatización absoluta del vivir, o sea,
mediante la desintegración de la trama social por la colonización
tecnoeconómica de la vida cotidiana. Desde un punto de vista conservador
hipermoderno, la historia no era el escenario donde se recreaba la humanidad
consciente para autoliberarse. En la práctica, para un defensor de lo
existente, la historia se inmolaba en un eterno presente donde nadie era ni
devenía, sino que simplemente existía. Por consiguiente, la aniquilación
teórica del sujeto de la conciencia fue uno de los primeros objetivos del
pensamiento sumiso. Sin sujeto no había posibilidad de utopías revolucionarias.
Cabía completar la victoria capitalista en el campo de las ideas, pero no
mediante la herramienta de falsificación habitual, el marxismo universitario,
sino innovando en el arte, también universitario, de disolver la verdad en la
mentira y la realidad en el espectáculo. Las condiciones mentales del
capitalismo tardío –desconexión con el pasado, desmemoria, pérdida de valor de
la experiencia, anomia, seudoidentidad- favorecían la operación, dándole además
los aires prestigiosos de la ruptura.
Al prescindir de la categoría de
totalidad, el comentario apologético destruye la verdad y la convierte en doxa,
opinión, interpretación, bucle. Para el apologista todos los sistemas
filosóficos no han sido otra cosa. Los hitos del pensamiento ya no se
contemplan como momentos del desarrollo de la verdad, luego de la humanidad,
sino como un montón de ruinas más o menos aprovechables. A los ojos del
posmoderno, ni la verdad ni la humanidad existen. Su trabajo de recuperador es
más propio de un arqueólogo con su “caja de herramientas” que de un historiador
de la filosofía recopilando informaciones y datos susceptibles de un
tratamiento objetivo. Cualquier enunciado se puede cuestionar (y “deconstruir”)
demostrándose su invalidez a la carta. Para Derrida, las categorías como por
ejemplo, género humano, clase, comunidad, libertad, relación social,
antagonismo, revolución, etc., son simples fantasmagorías del lenguaje, y por
consiguiente, meras convenciones, “logocentrismo”. Algún entusiasta de la
incomunicación como Barthes llegaría a decir que “el lenguaje es fascista.”
Las
categorías mencionadas no son reales; la realidad es lo que queda al final de
la deconstrucción, es decir, poco menos que nada. Son simples formas de hablar.
La objetividad se pierde, la esencia se diluye y el contenido se vacía: lo
verdadero no se distingue de lo falso, ni lo concreto, de la abstracción.
Políticamente, el relativismo de tal delirio interpretativo conduce a someterse
al orden vigente dejando que otros, los expertos, controlen las condiciones de
existencia de la mayoría: si nada es verdad, cualquier forma de adhesión está
permitida. Hete aquí un nihilismo de andar por casa que en sus aspectos más
llamativamente negadores penetra en todas las ideologías, del marxismo al
anarquismo, del nacionalismo al fascismo, hibridándose en cierta medida con
ellas. En las obras más representativas de la conciencia servil, el Poder no
aparece en un extremo de la jerarquía social como producto de unas relaciones
desequilibradas por el capital y el Estado, sino la sustancia que impregna la
vida, desde el estrato social más alto al más bajo. El Poder, como Dios y la
libido, está en todas partes, pero especialmente en las asambleas de
trabajadores, en la vida cotidiana, en la cama, en el alma individual y en las
raíces de la tan traída verdad, que a poco que se abra camino se verá
denunciada como convencional y totalitaria. No sorprenderá que algún avispado
como Foucault haya encontrado su bioideal sucesivamente en el Irán de Jomeini,
en el partido socialista francés y en los Estados Unidos de Ronald Reagan.
Otros, como Guattari “el máquina”, reivindicaban la revuelta de mayo como si
realmente no hubieran permanecido tranquilos en su casa durante los días de las
barricadas. Como buen alumno de Lacan creía que la realidad más real eran las
estructuras y que éstas “no salían de manifestación.” La mayoría, como Derrida,
de cara a un público académico políticamente correcto, se declaraban vagamente
“de izquierdas”, pero cuidándose de desmarcarse mucho más del 68 que del
estalinismo y antisemitismo de sus maestros.
Los posmodernos de segunda como
Baudrillard –otro maoista renegado– afirmaron incluso que la realidad no
existía, que era un simulacro. Muchos de su bando la calificaban de “discurso”;
otros, de “caos”. Curiosa manera de “interpretar” a Debord. Sin embargo, el
concepto de espectáculo, derivado del de alienación, idea-tabú para los
posmodernos, hacía referencia a realidades muy palpables como la relación entre
personas mediatizada por imágenes, forma última del fetichismo de la mercancía.
Al contrario de lo afirmado por Lipovetsky –renegado del socialbarbarismo– la
alienación no era guay. El vacío no era una opción libremente escogida. Los
individuos estaban alienados en tanto
que espectadores pasivos de una representación de sí mismos hecha por otros,
los agentes de la dominación. Así pues, toda su actividad, productiva,
pensante, lúdica… no era propiamente la suya, sino que estaba diseñada y
determinada por reglas fijadas en exclusivo beneficio económico y político de
la clase dominante. No obstante, la alienación no era una fatalidad, sino un
fenómeno histórico que de la misma manera que había empezado podía acabar. A
cada cual regodearse con ella como un cretino o ponerle fin bruscamente. No
puede extrañar que para los posmodernos –alienados satisfechos– la alienación
fuese el principal concepto a suprimir tras los de revolución e historia. Sin
él, el rechazo frontal al régimen dominante perdía justificación. Si la
realidad era algo más que espectáculo, la copia no era igual de legítima que el
original. La verdad definía a contrario la falsedad.
A medida que el capitalismo
proletarizaba el mundo con la inestimable ayuda de la tecnología, las
condiciones industriales de existencia se generalizaban y la mentalidad
posmoderna se extendía. Las reflexiones de la posmodernez eran las más
indicadas para el confort intelectual de los estratos medios desarrollados en
las fases de crecimiento económico. Nos estamos refiriendo a las clases medias
asalariadas, con estudios e hiperconectadas. Las características más comunes de
la vida cotidiana en régimen turbocapitalista se daban al cien por cien en
dichas clases: narcisismo, vacío existencial, frivolidad, consumismo, falta de
compromiso sólido, miedo, soledad, problemas emocionales y relacionales,
gregarismo, culto al éxito, “realismo” político, etc, todo lo cual las
convertía el público ideal de la posmodernidad. La “ideología francesa” –tal
como la llamaba Castoriadis–, a pesar de su oscuridad y vaciedad, o
precisamente por ellas, encajaba perfectamente con la naturaleza trivial de
aquellos sectores de población, la base social de la dominación. Pero la
función de la especulación posmoderna no acaba ahí: cualquier movimiento real
anticapitalista se la encontraría por el camino en compañía del ciudadanismo y
del progresismo, dificultando la cristalización tanto de una práctica
verdaderamente antagonista, como de un verdadero pensamiento crítico
antidesarrollista. Se la encuentra incluso en los rangos anarquistas, donde las
ideologías primitivistas e insurreccionalistas allanaron el camino. Para un
anarquista de la nueva ola discutir sobre organización, rememorar el pasado o
simplemente hablar de revolución es entrar en la dinámica del poder. La
anarquía posmoderna no es orden sino caos, y el caos ya existe, aunque no sea
suficientemente caótico para los foucaltianos de vanguardia. Contra el poder no
hay rebelión colectiva posible, puesto que lo colectivo es opresor en sí. Solamente
cabe un individualismo stirneriano que vaya saltándose todas las convenciones
posibles, por ejemplo, sobre el sexo, la salud, la pareja, la alimentación, los
animales de compañía, la convivencia social cotidiana, etc. Al final, resulta
que el individuo existe, pero sólo en la modalidad de “único”. De esta forma,
la cuestión social que ocupaba el centro del anarquismo clásico resulta
eliminada ante una pluralidad de opciones personales efímeras y
contradictorias, realmente caóticas, muy representativas de la libertad
posmoderna, versión vanguardista de esa clase de libertad postulada por el
capitalismo. El anarquismo posmoderno no
es otra cosa más que un reflejo ideológico futurista de las condiciones de
supervivencia en el capitalismo urbano tardío. Dijo Anders eso de que
“Hiroshima está en todas partes.” Lo mismo podríamos decir de Derrida o de
Foucault. La amenaza nuclear es hoy una trivialidad porque forma oficialmente
parte del sistema, exactamente igual que el pensamiento débil. En consecuencia,
la crítica de la posmodernidad ocupa el lugar que antaño correspondió a la
crítica de la religión marxista-leninista, en un momento en que la sociedad
tecnológica de masas ocupa del lugar de la antigua sociedad de clases.
“Nunca el mundo habrá sido tan despreciable
y nunca, tan poco criticado. El espectáculo presente ha eliminado tan bien la
distancia crítica que ya no existe nada indefendible que no pueda defenderse” (Encyclopédie des Nuisances, nº 7). La
primera gran dificultad de la crítica radical es la de encontrar a un sujeto
capaz de restablecer dicha distancia, o sea, capaz de opinar, pues las
comunidades de lucha nacidas de los conflictos no suelen ser suficientemente
fuertes y estables. Tampoco son muy dadas al debate con voluntad de concluir.
La presencia de las clases medias las vuelve “comunidades de carnaval” o de
“guardarropía”, según la expresión de Zygmunt Bauman, es decir, masas reunidas en espectáculos sin intereses comunes pero con una
ilusión compartida de corta duración, una momentánea identidad, que sirve para
canalizar la tensión acumulada en los días rutinarios. En ese tipo de
seudocomunidad tan pronto como terminan las protestas festivaleras, todo queda
como estaba. El efecto más nefasto de los espectáculos contestatarios de los
últimos tiempos, al dispersar la energía de los conflictos sociales verdaderos
en salvas ceremoniales, ha sido el aborto de verdaderas comunidades
combatientes. La invasión de afectividad insatisfecha anula cualquier intento
de comunicación racional, por eso las asambleas rehúyen los debates
concluyentes y sueltan las emociones, atrayendo a un sinfín de personajes
neuróticos y caracteriales: frikis. Es evidente que si las crisis no son lo
bastante profundas como para generar antagonismos irreconciliables y amenazar
seriamente la supervivencia de una de las partes, la peste emocional desactivará siempre los conflictos reales y los
fragmentos posmodernos contaminarán cualquier reflexión bienintencionada.
La tarea inmediata de la crítica consistirá entonces en denunciar los
mecanismos psicopolíticos de contención y la mentalidad mesocrática conformista
en la que se anclan. Pero la reflexión no marcha separada de la pasión: el
deseo de razón parte de la razón del deseo. Kafka, Anders, Marcuse, Reich, Sade
y los surrealistas pueden ser de gran ayuda. Sin embargo, la labor de más largo
alcance es la de afrontar la crisis de la idea de Progreso, de la Historia y de
la misma Razón –la crisis de la sociedad capitalista– sin volver al redil
cayendo en la irracionalidad, en un escapismo estético o ruralizante, en un
antihumanismo naturalista y sociófobo, en una hipertecnofilia, etc. Hay que
explicar los síntomas de la crisis social histórica sin abdicar jamás de la
Razón, que, como dice Horkheimer, es “la categoría fundamental del pensamiento
filosófico, la única capaz de unirlo al destino de la Humanidad.” En
ese punto hay que ser conservadores, puesto que se trata de conservar un
pensamiento que sirva para transformar radicalmente el mundo. En definitiva,
hay que perseguir la utopía, que no es más que una razón sui generis,
una razón imaginativa.
La supresión radical de la razón y de
la memoria en la que se esfuerzan los posmodernos, el fin de la utopía, obedece
a un imperativo del Estado contemporáneo, igual que la sustitución del deseo y
la voluntad por el capricho y el compromiso frívolo. La dominación quiere
ocultar su naturaleza y su historia, como si el Estado siempre hubiera sido
razonable y placentero, aun cuando la irracionalidad y la represión le sean
inherentes. Sin embargo, parafraseando a Debord, un Estado de esa clase, tan
contrario a la razón, a la memoria y a la vida, “y en cuya gestión se
instala de manera perdurable un gran déficit de conocimientos históricos, no
puede en absoluto ser conducido estratégicamente”, y por consiguiente, ésta
condenado a la aberración y al derrumbe.
He tenido que leer varias veces este texto de Miquel, del que siempre he sentido afinidad a ese rechazo a una filosofía creada en los baños públicos. En un principio sentí algo de rabia, incomprensión. Para empezar no sé cuál es, era, esa filosofía que estaba emparentada a la política y a la ciencia, y qué rigor jerárquico obedecía. Kropotkin ¿determinismo mecánico?. ¿Y no han sido los “tiempos” los adaptados al rigor parlamentario estatal, no podemos decir partido-Estado, en vez de nación-estado? Tan nefasto como la mecanización del mundo es no distinguir entre lo social y lo técnico. La modernidad, el posmodernismo o como queramos llamarlo, sí, es una evidente interferencia entre las distintas esferas de la vida colectiva para perpetuar el show de lo trivial, injertos ideológicos que se intercalan en esas esferas de ¿libre juego?, que define al posmoderno ¿alentado a crear la política de lo débil, filosofía de lo banal? Como defendía Nietzsche, y creo que no es una “interpretación unilateral”, el conocimiento debe ser evidenciado por la vida, pues su pensar, surgía de las expresiones primitivas. Más allá de la manipulación que tenga la filosofía a la hora de abordar conceptos, e imágenes…
ResponderEliminar“El proletariado consciente permanecía anclado en una concepción naturalista del mundo.” Dice acá Miquel,… ¿pero qué mal tiene/tenía si nuestro deseo es destramar la autonomía de la máquina desarrollista? ¿Esa máquina, sea el mayo del 68 o el abril del 1000, no anegó de utopía la totalidad de la vida y el orden consensual del espacio colectivo? Son muchas las interrogantes que me sugiere el texto traído, y por eso querido Loam me siento un tanto frustrado. Tal vez no comprenda, tal vez no he absorbido, en cierto modo, el comunismo como economía y sí como otra cosa, más espiritual quizás. Tal vez por sentir del anarquismo y el libertarismo algo más que el privilegio del talento individual, pues si un Malatesta pongo por caso me muestra un modo de imaginar, no es para llegar a un fin, conclusión que resuma en un diagrama ciertos conocimientos, sino para respetar lo anónimo más bien, la multiplicidad de lo sensible.
La verdad que releo el texto y voy perdiendo la noción, origen de mi enojo, pues también he sido y seré contrario siempre a las cábalas de erudito pragmático y sus estrechas especializaciones, hablo del rutinario especialista (periodista que opina) cobijado en su escritorio, con su Razón “empirizante” y armado de ese legado tan facilón de la masa como sujeto, tumultuosa, involucrada en generalidades… ¿basarse en los antagonismos de la explotación es útil? ¿No es ese el fundamento del capitalismo? ¿”Foucault y Deleuze artífices de la filosofía débil de la posmodernidad”? Miquel dixit. Además…”Para Derrida, las categorías como por ejemplo, género humano, clase, comunidad, libertad, relación social, antagonismo, revolución, etc., son simples fantasmagorías del lenguaje, y por consiguiente, meras convenciones, “logocentrismo”. Algún entusiasta de la incomunicación como Barthes llegaría a decir que “el lenguaje es fascista”] Incluso para Foucault, esas conceptualizaciones no eran dimensiones de una existencia humana empírica, sino estructuras, arqueologías de un pensamiento. Tal vez sea honesto mencionar una frase de Aristóteles “el lenguaje es político” para explicar esa dispersión propia del estructuralista, dado a la dispersión del sujeto… dispersión de la técnica institucional, de las estructuras jerárquicas… entes asumidos y anticipados a cualquier experiencia.
Me temo que no llegaré aquí ahora a ninguna conclusión. Es tarde y vivo desde hace tiempo un poco lejos de mi “mundo” habitual y no me siento con la entereza suficiente para expresar mi “enojo, incomprensión” para/con el texto de Amorós.
Salud Loam!!
También yo tuve que leerlo varias veces, y una más tras tu interesante comentario-análisis. Lo que cuestiona Miquel, me parece a mí, no es tanto el pensamiento filosófico (y mucho menos a Kropotkin & cía), sino el conjunto de una filosofía puesta al servicio del sistema, o dicho con tus propias palabras, adaptada "al rigor parlamentario estatal". ¿Se puede separar lo social de lo técnico, lo político de lo económico, cuando las decisiones en ambos campos, políticos y económicos (técnicos), determinan el tipo de sociedad y al propio sistema? Cuando en los albores de la revolución cubana el gobierno norteamericano instaba a Cuba a "despolitizar" su economía, el CHE respondía que tal petición (política en sí) no sólo no era posible, sino que suponía un oportunismo tramposo. Toda decisión "técnica", máxime cuando se aplica a toda una población, es decisión política, por ello no es posible separar tecnica, o tecnología, y sociedad.
EliminarCuando Miquel afirma que "el proletariado consciente permanecía anclado en una concepción naturalista del mundo", yo pienso que se refiere, dicho con sus propias palabras, a que "El Poder quiere ser contemplado como algo natural, como si siempre hubiera estado presente, por eso siente horror a la historia".
Preguntas si "¿basarse en los antagonismos de la explotación es útil?" No sé si será útil, pero es inevitable y yo diría que necesario. Estoy de acuerdo contigo, querido ÇÇ, en que, hoy, el capitalismo es responsable del antagonismo existente entre explotadores y explotados, precisamente por eso es preciso denunciarlo. Que la vieja lucha de clases brille hoy por su ausencia no quiere decir que las clases hayan dejado de existir, sino más bien que dicha realidad nos ha sido escamoteado bajo una sutil y diversa lluvia de eufemismos precisamente surgidos de las nubes de la clase dominante.
Tampoco yo llegaré, aquí y ahora, a ninguna conclusión. Ni acierto a ver los motivos de tu enojo para con el texto de Miquel, aunque comprendo y comparto algunas de tus objeciones, que infalible, según nos vienen diciendo hace más de mil años, sólo es el Papa... y Aznar.
Gracias por tu currado y sustancioso comentario, no suele ser habitual.
Salud y un abrazo!
Muy buen texto :)
ResponderEliminarGracias, Hugo (de parte de Amorós) :)
EliminarMare mare mare. Demasiados nombres y conceptos!!! Esto da para libro.
ResponderEliminarYo no sé si seremos políticos, periodistas, filósofos o economistas, lo que está claro es nuestra influencia en la sociedad y que como tal sufrimos los envites de los Amos. Cada uno con su verdad y teniendo que hacer encajes de bolillos para seguir hacia delante. Pero aunque sea difícil seguiremos, de eso no hay duda.
Salud!
Muy buen texto. Estoy de acuerdo con casi todo. A mí no me ha costado entenderlo, creo que está bastante claro todo lo que expone. El problema es.... Como siempre el llevar las ideas a la práctica en un panorama tan desolador, donde el anarquismo realmente existente no pasa de ser un un ghetto donde la chorrada postmoderna campa a sus anchas.
ResponderEliminar¿Y cuándo -socialmente hablando- no ha sido desolador el panorama? La chorrada postmoderna lo invade todo, empezando por el propio lenguaje, y ghetto es todo cuanto no sea capital, que es lo único que se mueve hoy día libremente.
EliminarPor desgracia eso que dices del ghetto no es otra cosa que lo que el ghetto cree de sí mismo. Las cosas ni son tan libres ni están tan fuera de todo como a muchos les gustaría. El ghetto es en gran medida tonto útil del capital y uno de los principales voceros de lo postmoderno hoy en día. Uno de los principales errores a superar es el de considerarse "fuera" o "especial". Lo desolador a día de hoy es precisamente la falta de una oposición real y sería. De relaciones que nos sirvan tanto para sobrevivir a los envites del enemigo como para ir construyendo oposición. Curiosamente una institución tan denostada como la familia nuclear se ha tornado para mucha gente en uno de los picos refugios de sociabilidad y apoyo mutuo en los que parapetarse.... En otros tiempos las condiciones materiales y de vida, la intensidad de la represión etc.... Podríab ser paupérrimas, pero siempre quedaba algo afuera. Hoy no, ni siquiera en el ghetto.
EliminarNo veo contradicción entre lo que ambos opinamos respecto al ghetto.
EliminarConsiderarse "fuera" o "especial", con ser un error, no es uno de los principales, el principal es no considerarse en absoluto, que es la peor claudicación.
Aproximadamente 18000 ingenios espaciales envuelven y controlan la Tierra... ella es el ghetto.