25 junio, 2015

Ideología de la competitividad

20-3-2015 Antonio Fernández Vicente

La competencia aumenta la productividad. Pero, a estas alturas, fomentar la competitividad es un suicidio. En un mundo que se llena de cosas y se vacía de recursos, argumentar que es necesario producir más (producir, ¿qué?) es una enorme contradicción. Avanza a un tiempo la plétora de bienes que no se pueden consumir y el número de los que no los pueden obtener. Al final, el que gana se lleva mucho más de lo que necesita. En un mundo en crecimiento podría haber algo para todos. En el mundo real en declive no es así, y lo que uno se lleva es a costa de otros. Eso exacerba más aún la carrera competitiva. Y ahora el juego no es ya de suma cero, sino de suma negativa.

Se puede hablar de sana competencia. Por saber más, por hacer las cosas mejor... mejor que uno mismo. Los demás serán una referencia, nada más. El verdadero deportista no busca superar a otros, sino superarse a sí mismo. 

Para eso hay que cultivar valores. Valores más allá del valor abstracto, medido en el equivalente universal: el dinero. Al final, el dinero se gasta en símbolos.

La competencia aumenta la desigualdad. Frente a una cohorte que avanza unida, una carrera distancia a los corredores.

En esta carrera que se alimenta a sí misma, los rezagados compiten entre ellos por su propia supervivencia, pero ¿por qué compiten entre sí los aventajados cuando están más allá del límite de su capacidad de goce? 

No sólo se compite por la subsistencia: el prestigio, superado cierto nivel, es lo que cuenta, a costa de lo que sea. A costa incluso del propio bienestar. Porque en último término el triunfador lo será por sacrificar su vida al alto ideal de... triunfar.

Produzcamos lo necesario, y definamos bien qué es necesario. Vivamos más despacio. El músculo sometido a descargas repetidas se tetaniza y deja de funcionar.


La ideología neoliberal de la competitividad

Uno de los dogmas fundamentales del neoliberalismo hace de la competencia el pilar fundamental de la organización social. Con el Mercado como institución axial, la lógica de la competitividad se expande en todos los campos de actividad. Es, como el capitalismo, algo más que un sistema económico: un ethos, una forma de vida que irrumpe en cada una de nuestras decisiones. Estamos adiestrados o, mejor dicho, amaestrados para la competición. Representa los valores hegemónicos del éxito, liderazgo o la fórmula recurrente del capitalismo arcaico que es el culto al emprendedor: el “empresario aventurero” que retratase Werner Sombart desde el idealismo capitalista. Pero, es obvio que no todo el mundo puede tener éxito, ser líder o devenir emprendedor. Todas estas nociones llevan implícita la desigualdad de llegada que se añade a la de partida. Dicho de otra forma, para que haya éxito competitivo es preciso que sólo unos pocos puedan alcanzarlo. Y jamás contaremos con las mismas oportunidades. Lo que hay que conculcar es la propia lógica de la competición por sus implicaciones inicuas para el estar-juntos. 

En las escuelas se entroniza la competencia desde la rivalidad y lucha absurda por calificaciones que al mismo tiempo descalifican a los menos adaptados al sistema competitivo. El propio sistema educativo se rige por competencias. Otro tanto ocurre en las universidades, donde profesores e instituciones luchan contra otros en procesos competitivos que son los únicos indicadores válidos para las agencias de evaluación. Y se refleja tal lógica en los planes de estudio de donde se eliminan las asignaturas que “distraen” frente a las que “sirven”. Las operativas y puramente instrumentales son las que se pliegan a formar seres competitivos. Lo demás es superfluo, una fruslería.

Como las universidades, sus estudiantes también tendrán que someterse a las lógicas obsesivas y kafkianas de los rankings, cuyas categorías de jerarquización nos están vedadas. Lucharán unos contra otros porque han entrado en la partida y deben calcular sus jugadas. No podemos cambiar las reglas del juego como si de Carroll se tratase en su Alicia. Y no parece haber otra alternativa, olvidando que ni Sócrates ni Platón jamás evaluaron a nadie, ni fueron evaluados más que por la Historia Cultural.

También en el ámbito laboral reina con despotismo la competición, donde la escasez -la famosa rareté (escasez) en Sartre, producida artificialmente por el sistema económico- violenta a unos contra otros para lograr las gratificaciones prometidas sólo a unos pocos. Engendra violencias cuyo resultado son algunos miembros muertos, sobrantes para el sistema competitivo darwinista; y otros miembros supervivientes. El film Arcadia (Costa-Gavras, 2005) lo ilustró antes incluso de la crisis económica en el terreno de la confrontación laboral. El discurso de la escasez era para Marx el de la ideología burguesa que necesita naturalizar y eternizar un modo de producir que se basa en la penuria generalizada. La ideología de la competitividad parece haber introyectado que su lógica no es una construcción social y, como tal, contingente: es indeleble e infranqueable así que, mejor adaptarse que perecer.

En todos los casos mencionados, desde niños se concibe a los otros como rivales en una carrera continua promovida por la envidia y el narcisismo. Es el juego neoliberal que nos enfrenta a unos contra otros y en el que la llamada meritocracia premia no a los más excelentes, a los aristos, sino a los que mejor saben conducirse de acuerdo con las tácticas de guerrilla competitiva.

La infelicidad en la competitividad

En 1930, Bertrand Russell publicó La conquista de la felicidad. Inspirado por el sentido común, se preguntó “¿qué hace desdichada a la gente?” No se trataba de causas externas, como enfermedades o guerras. Hay algo en la vida moderna y civilizada que nos conduce sin remisión al malestar. Russell citaba el tedio de la infelicidad byroniana, el sentimiento de pecado, el aburrimiento y la excitación desmesurada, la manía persecutoria, la fatiga, la envidia y la competencia.

La última causa que he citado remite directamente al corazón del sistema de valores del neoliberalismo. En la educación y en los medios de comunicación como portadores de estilos de vida y modelos ejemplares, se repiten de continuo los mantras sobre el liderazgo, la competitividad, el éxito. Todos ellos son conceptos que implican la naturalización del Mercado, en sus diferentes dimensiones, como eje vertebrador de los comportamientos.

Desde la escuela hasta la universidad, la lucha de unos contra otros parece ser el denominador común. Se combate en la cotidianidad por el éxito relativo pero no por razones de extrema necesidad: “Lo que la gente teme cuando se enzarza en la lucha no es no poder conseguirse un desayuno a la mañana siguiente, sino no lograr eclipsar a sus vecinos” [1]. Siempre con una mirada de soslayo a los bienes del vecino, la envidia que era para Russell uno de los fundamentos de la democracia, se antepone a cualquier consideración altruista. Y al mismo tiempo, hace de la vida una rutina insoportable: “Por mi parte, lo que me gustaría obtener del dinero es tiempo libre y seguridad. Pero lo que quiere obtener el típico hombre moderno es más dinero, con vistas a la ostentación, el esplendor y el eclipsamiento de los que hasta ahora han sido sus iguales” [2].

No se trata de denostar abiertamente todo éxito. Urge comprender que no podemos fundamentar la educación, el trabajo e incluso nuestros tratos personales solamente en una lógica que nos violenta contra los demás, generando lo que Pierre Bourdieu llamaba violence structurelle. Desde el Mercado, esta violencia se propaga a cada vez más ámbitos de la existencia. El resultado es la decadencia general de todo aquello que no beneficie el posicionamiento estratégico en esta guerra diaria: los actos gratuitos, el arte de la conversación, los intereses no personales... Todo conocimiento, toda nueva “amistad” viene a confluir en lo que André Gorz denominaba capitale immatériel

Trabajos 24/24 horas para acumular ventajas competitivas sobre los demás, desde el aprendizaje de un nuevo idioma a habilidades sociales. ¡Es nuestra vida entera la que se transforma en valor intercambiable en el Mercado de afectos y competencias profesionales! Incluso el ocio ha de ser conspicuo y exhibir obscenamente los marchamos del éxito. A fin de cuentas, el Mercado nos inculca que la vida es una competición y que sólo el vencedor merece respecto. La industria cultural se ha encargado durante decenios de implantarlo en el imaginario colectivo bajo la divisa del american way of life. Historias de losers y winners.

Lejos queda lo que para Russell era la piedra angular de una vida dichosa: “El secreto de la felicidad es este: que tus intereses sean lo más amplios posible y que tus reacciones a las cosas y personas que te interesan sean, en la medida de lo posible, amistosas y no hostiles” [3].

La competitividad como pecado mortal

Viajamos de 1930, un año después de la Gran Depresión, a 1973, con la crisis del petróleo. El diagnóstico sobre los males del mundo le corresponde en esta ocasión al zoólogo Konrad Lorenz. Escribe acerca de Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, desde su perspectiva naturalista. La competencia del hombre contra el hombre acaba por castrar las fuerzas activas y creadoras:
“Todo lo que es bueno y útil para el hombre, lo mismo como especie que como individuo, ha quedado olvidado ya bajo la presión de esa competencia entre los hombres. La abrumadora mayoría de los hombres de hoy percibe como valor únicamente lo que resulta exitoso y apropiado en la despiadada competencia para superar a su prójimo. Cualquier medio que sirva a ese propósito aparece engañosamente como un valor” [4].
Por un lado el afán de lucro, el de ganar dinero que mide el éxito es uno de los vectores de la competitividad. Se trata de una de las señas de identidad del país capitalista por antonomasia: Estados Unidos. Y por otra, que advierte Lorenz del mismo modo, la prisa. El mundo se acelera cada vez más impulsado por esta suerte de dromocratie -gobierno de la velocidad-, en términos de Paul Virilio. El desgobierno absoluto. La premisa parece ser llegar antes que los demás. Como una scoop periodística. Estamos obligados a atesorar más episodios de vida en cada vez menos unidades de tiempo, como nos diría el sociólogo Harmurt Rosa. La competencia devastadora rechaza los tiempos lentos, destierra la vida tranquila tan querida para Russell; abole los ritmos pausados y sedimentarios del artesano explicados con maestría por Richard Sennett. El miedo a ser superado nos introduce de lleno en esa carrera vertiginosa que cada uno emprende desde su vehículo sin frenos. Es el impulso que junto a la codicia nace del pavor y la vergüenza de no ser reconocido porque en un sistema competitivo, la visibilidad solo la obtienen los primeros en arribar a las metas ocasionales. Con la prisa y la rapidez, se nos priva de esa base innata del aprendizaje que es la reflexión. Y también de la curiosidad que siempre ha impulsar el conocimiento cabal de nuestro mundo. Se está tan ocupado, preocupado y distraído por la competición que nos olvidamos incluso de pensar en nosotros mismos al no soportar la soledad:
“Una de las más perniciosas repercusiones de la prisa ansiosa -o quizá del miedo que genera esa prisa- es la confesa incapacidad de los hombres modernos para estar solos consigo mismos, aunque sea por breves momentos. Evitan toda posibilidad de introspección y de recogimiento con una diligencia angustiosa, como si temieran que la reflexión fuera a ponerles delante de una imagen de sí mismos poco agradable” [5].
La lógica de la competitividad llevada hasta sus últimas consecuencias supone la vía segura hacia la desintegración social e individual. Como ya advirtiera Russell, es una de las causas directas de la infelicidad del hombre moderno. Lorenz la concebía como el camino seguro hacia el aumento hipertrófico de la presión arterial y el consecuente desgaste de nervios. Las lógicas de la cooperación, los tiempos lentos y las filosofías que se sitúan más allá del utilitarismo extremo en forma de actos gratuitos contraponen resistencias y microutopías a un mundo desbocado que ni tan siquiera toma conciencia de sí mismo.

Notas

[1] Russell, B., La conquista de la felicidad, DeBolsillo, 6ª edición, Barcelona, 2013, p. 48.
[2] Idem.
[3] Ibídem, p. 135.
[4] Lorenz, K., Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada, RBA, Barcelona, 2011, p. 43.
[5] Ibídem, p. 46.

7 comentarios :

  1. Me viene muy a cuento de una discusión muy reciente con alguien tristemente amaestrado en la competitividad, que no pudo comprender que alguien prefiera su vida y su tiempo a dinero.

    Salud!

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    1. Paradojicamente, ese dinamismo competitivo del que tantos presumen es claro exponente de la más mísera resignación a "lo que hay".

      Salud!

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  2. La competencia es violencia.

    Salut

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    1. No sé si la competencia, pero la competitividad sí que entraña una gran dosis de violencia.

      Salut!

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  3. Lo que sucede es que en la gran mayoría de las ocasiones la competencia deriva en competitividad en el sistema Capitalista.

    Salut!

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  4. Como bien reza el título la competitividad es ideología, es la forma de pensar de las fábricas, minas y talleres. Está obsoleta. Tenía sentido hace tal vez 25-50 años, pero después de la tecnificación de la producción ya no. Ahora te vale más tener una buena idea y llevarla a cavo, como el inventor del clip, cupa-chups o del post-it.
    Económicamente en el neoliberalismo trabajar duro ya no tiene sentido, porque el producto es dinero y el pago la comisión, osea pelotazo, osea ir de copas con clientes.
    Como los contratos públicos y privados se reparten entre amigos sin tener en cuenta los datos económicos la competitividad si existe no importa.
    En la economía real más te vale hacerte una asociación con tu familia o con tus compañeros que aunque sean un poco vagos pasas un buen rato todos los días.
    Salud y compartitividad!

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    1. Si nos planteamos con una mínima sensatez los graves problemas que aquejan al mundo, podemos concluir que no es sólo la competitividad la que está obsoleta, sino el sistema en general.

      Salud, colectivización y, por supuesto, compartitividad!

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