Agustín García Calvo
Charla en la Asociación
Antipatriarcal - Donostia, 26-9-1989
Hoy se trata de explicar con la mayor precisión posible, y
dedicándome a los procedimientos principales en uso,
de explicar cómo se mata un niño.
¿Cómo se mata un niño?
Tómese un niño tierno... Lo cual implica que tenemos que —por
penoso que sea— atribuirle algunas condiciones; eso de tierno no basta, es
demasiado vago. Aquello que se va a matar... me voy a limitar a atribuirle esta
condición, también harto vaga todavía, de que esté vivo; parece que esto está
incluido en el procedimiento: si no, no se le podría matar. Repito que esto de
estar vivo pues... es vago, impreciso. ¿Cómo podríamos precisarlo? Diciendo que
estar vivo quiere decir no estar muerto; porque, en cambio, como muerto sí se
sabe bien lo que es, entonces tal vez por medio de la negación podemos llegar,
no a una definición de lo otro —niño—, pero por lo menos a una especie de
contradefinición, que puede irnos sirviendo para el caso.
Al niño no se le atribuye más que esta condición —hipotética por
supuesto: a lo mejor nadie lo ha visto, nadie lo ha palpado— esta condición de
que no esté muerto. ‘Muerto’ quiere decir, por supuesto, definido, encerrado
entre las cuatro tablas de una definición, constituido como siendo el que es...
y todo lo que queráis añadir en el mismo sentido. Por eso decía que ‘muerto’ sí
se sabe qué es; ¿cómo no se va a saber, si es precisamente lo definido, lo
constituido, lo encerrado entre las cuatro tablas del ataúd, o sea de la
definición? Eso sí se sabe lo que es, y tenemos que partir de que un niño no
está así, no está así por las buenas, que por tanto hay que matarlo; y es el
proceso de matarlo el que tratamos de explicar aquí.
¿Cómo se consigue que un niño muera, es decir, que quede
convertido en algo que sí se sabe qué es, o sea esa cosa que se llama persona,
séase un hombre adulto o una mujer adulta (que de momento para nuestro caso da
igual, aunque insistiremos en la necesidad de que el proceso a su vez incluya
una separación en las dos vías que vienen a parar en un hombre adulto y en una
mujer adulta), pero, en conjunto, en una persona, alguien constituido, que se
sabe qué es?
Pues bien, la primera operación —creo que se puede decir sin
duda que es la primera— es la de darle nombre, bautizarlo de una manera o de
otra. Se toma el niño que no se sabe lo que es, informe, apenas salido de las
telas y aguas entre las que estaba envuelto en el vientre de su madre, se le
toma nada más salir a la luz del cielo o tal vez desde antes de salir del
vientre, y se la da un nombre; con frecuencia, antes de salir del vientre, ya
se sabe que va a nacer Jorgito o Merceditas; y como había alguna dificultad —porque,
como veremos enseguida, es preciso que los nombres tengan una clara distinción
de género—, ahora que ya se puede predecir con un alto tanto por ciento de
seguridad el sexo del nascituro, pues entonces no hay ningún inconveniente en
atribuirle el nombre. ¡Qué digo yo antes de salir del vientre! ¡¡Incluso antes
de la concepción!!, porque puede ser incluso que ya los futuros padres se
pongan de acuerdo para hacer lo que tengan que hacer con fines de tener un
niño, y ya se pongan de acuerdo para tener a Estrellita el día de mañana
precisamente. De manera que la cosa puede llegar muy hondo. Pero en fin, no nos
metamos en eso de la concepción y de los llamados actos de amor y tal, porque
sobre eso volveremos por la otra punta, si hay tiempo.
Lo cierto es que desde muy temprano, desde antes de nacer
incluso, se aplica este procedimiento que es sumamente eficaz: dar un nombre.
Porque un nombre propio es lo primero y el más firme constituyente de eso a lo
que se llama persona; es decir, muerte del niño que vivía.
Tengo interés especial en insistir en que esto se produce casi
necesariamente antes de que el niño —el futuro hombre o futura mujer— aprenda a
hablar. Se le da el nombre antes de que haya entrado en él el lenguaje; éste es
un punto muy importante. Es decir, que antes de que el niño o niña sepa emplear
una lengua cualquiera, en la cual necesariamente hay entre otras cosas un
implemento gramatical del tipo ‘yo, me, mi, conmigo’, un mostrativo que señala
el punto donde está aquél que está hablando, antes de eso ya el niño o niña
tiene su nombre. Hasta tal punto es así que en la mayor parte de los casos que
he observado, cuando el niño está balbuceando, está aprendiendo a hablar, pasa
por una fase en que todavía no sabe manejar el mostrativo ‘yo’, ‘me’, ‘mi’,
‘conmigo’, y que dice cosas del tipo “Mamá coge nene”, donde se llama a sí
mismo ‘Nene’. Nene, por ejemplo, aunque no lo parezca, es un nombre propio; en
la casa no hay otro nene y por tanto ‘Nene’, en ese estadio de la formación del
lenguaje y del niño, es un nombre propio. Puede también emplear el nombre
propio propiamente dicho, es decir, puede decir “Mamá cheche Pepito”, pero que
diga Nene o que diga Pepito es igual. Antes de saber manejar ‘yo’, antes de
saber manejar ‘me’, ‘mi’, es frecuente que el niño ya haga referencia a sí
mismo con un nombre propio del tipo ‘Nene’ o del tipo ‘Pepito’.
¿Por qué tengo tanto interés en insistir en esta anterioridad en
el proceso? Porque es que el manejo de ‘yo’, ‘me’, ‘mi’, ‘conmigo’ no sirve
para nada en cuanto a fabricar una persona, en cuanto a matar al niño. Eso no
sirve para nada por una razón que veis enseguida: porque eso es un implemento
que está al alcance de cualquiera. Cualquiera que habla dice exactamente igual
‘yo’, ‘me’, ‘mi’, ‘conmigo’, y apunta hacia el sitio donde está hablando. Ya
veis que esto es un instrumento perfectamente inútil para fabricar una persona;
mientras las cosas sean así, uno es cualquiera, es decir que no es nadie personalmente.
Ésta es una gracia especial que tienen todas las lenguas del
mundo: la de contar con ese implemento que apunta al que está hablando en el
momento en que está hablando y que sirve indiferentemente para cualquiera y del
que a nadie se le puede quitar el derecho al uso. Todos igualmente son ‘yo’,
‘me’, ‘mi’, ‘conmigo’, es decir, nadie. En esto se nota que el lenguaje, a
diferencia de todos los otros instrumentos que vamos a ir examinando, que son
instrumentos sociales y culturales, el lenguaje no lo es, sino que está por
debajo de eso: no pertenece a la sociedad organizada, no pertenece a los padres
y madres que van a matar al niño, sino que está por debajo de todo ello; es
popular común, innominado. Eso no mataría al niño. Eso no lo dotaría de una personalidad,
que es lo que estamos entendiendo por matar al niño. Eso no bastaría.
Es preciso el nombre propio. Y es tan ferozmente preciso que,
antes de que el niño entre en el lenguaje o el lenguaje en el niño, el niño ya
tiene su nombre. Es el primer cuidado que se le aplica y con el cual se le está
haciendo ser alguien determinado, encerrándolo entre las cuatro tablas de la
definición, que es la constitución de sí mismo como persona.
Una vez que se ha empezado por ahí, los procedimientos de que se
dispone para seguir matando al niño son diversos, y me voy a fijar en tres
áreas: una máximamente común y otras dos más especializadas. Empiezo por éstas:
Al niño se le educa. Se le educa. Así sigue la cosa. Al niño se
le educa desde pequeñito. Ya sabéis que cuando el árbol está tierno es cuando
hay que procurar ponerlo derecho, porque, si no, es muy difícil, como los
moralistas de todos los tiempos no se han cansado de decir. Se le educa, y
entre las formas de educación la más reveladora es aquella que se cumple cuando
se le envía a la escuela, pero que desde luego ya de antes los progenitores y
los demás adultos en contacto con él han empezado a poner en uso: la escuela es
simplemente la culminación de todo eso. Eso consiste en responderle a sus
preguntas antes de que las haga; éste es un truco de los más eficaces en cuanto
a la muerte.
Efectivamente, si suponemos que el niño estaba vivo, eso quiere
decir que no estaba todavía bien definido, bien constituido, y al no estar bien
definido y bien constituido, eso quiere decir que era una fuente constante de
dudas, vacilaciones, preguntas y formas diversas de no saber. La condición de
no saber, y, por tanto, de preguntar y de estar hecho un lío, y de no saber si
a derecha o a izquierda, si para arriba o para abajo, es propia de cualquier
cosa que no es un ser bien constituido, como hemos supuesto que estaba sin
constituir bien el niño cuando estaba vivo todavía.
Naturalmente, se estima que esto es un peligro grave. No
olvidéis que estamos asistiendo a un proceso por el cual se consigue la muerte,
lo cual nos hace suponer que la organización social (o como queráis llamarlo)
que se encarga de este proceso, necesita la muerte como una condición
indispensable. Por tanto, las preguntas son también amenazas de vida. El no
saber es una amenaza de vida. El truco consiste en responderlas, por supuesto,
cuando las plantea el niño, como Dios da a entender (da igual cómo se le
responda: el caso es que se le haga callar, como bien sabe cualquier padre o
madre: cuando el niño se pone a preguntar, en definitiva, la buena respuesta es
aquélla que lo hace callar: no hay ninguna otra distinción fundamental: la que
consigue que se calle en un momento, aunque sea por cansancio, ésa es la buena
respuesta), pero, preferiblemente, en esta otra forma del truco que es
responder antes de que pregunte.
Esto es lo que se empieza a hacer desde el principio y lo que
culmina cuando entra el niño —ya a los 4 ó a los 5 años— en las instituciones
escolares. Todo ello, y estas instituciones de una manera preeminente, están
destinados a responder las preguntas que no se han hecho y por tanto conseguir
que se avance en el proceso de mortificación, de muerte.
Este proceso se manifiesta —como todos sabéis, porque muchos de
vosotros recuerdan de sus años escolares y sus años en los institutos y los
años en la Universidad (o los están padeciendo tal vez)— esto se revela, con
frecuencia, en forma de eso que se llama aburrimiento. Es decir, al niño se le
abre la boca. Al niño se le abre la boca, que es, como sabéis, la imagen misma
del caos primigenio. La palabra griega cháos quiere decir, al mismo tiempo,
‘bostezo’ y ‘caos’: es el bostezo lo que los antiguos encontraron como forma
para denominar eso. Es aquella indefinición, que se encuentra ya en abismo, en
un trance desesperado de abismo, lo que se manifiesta cuando el niño les abre
la boca desesperadamente a los adultos y a los maestros; muestra su
desesperación de esa manera: aquello se va acabando, aquello está tomando
literalmente (aquello que era mera indefinición, que no se sabía lo que era)
está tomando la forma de caos, de abismo.
No importa mucho: se supone que también de bostezar se cansa
uno; también de bostezar se cansa el niño; y se prosigue, ¿no? Se prosigue,
porque lo importante es que el niño asimile esta intimación de que aprender (y
aprender saberes) consiste esencialmente en algo aburrido, en algo que no
responde a ninguna pregunta interesante para él; algo que está impuesto desde
fuera. Es esencial que él asimile esto, porque con ello asimila la noción misma
de ‘asimilación’: asimila la noción misma de asimilación, que es esencial al
Orden. El niño tiene que hacerse uno como cualquiera, pero determinado: tiene
que ser uno entre todos. Ésta es la condición de su constitución: asimilarse; para
lo cual hay que asimilar, y asimilar precisamente de esa manera: con
aburrimiento.
De manera que no es de extrañar que aquellas curiosidades que
algunos de vosotros pueden recordar, tal vez, evocando su infancia, aquellas
curiosidades a veces devastadoras sobre la infinitud del cielo o el abismo sin
fondo de la conciencia del bien y del mal en cada uno (que a un niño de 4 ó 5
años le asaltan y pueden llegarle a no dejar dormir) pronto —especialmente
desde que la escuela empieza a actuar— queden anuladas.
Incluso aquello del lenguaje, que antes he contrapuesto al uso
de los nombres propios, aquello que era popular, intenta sustituirse con
elementos culturales. Al niño se le equivoca desde muy pequeño: se le quiere
hacer creer que la lengua que se le daba gratuitamente y en la cual no manda
nadie, con la que en cada momento decía ‘yo’, que era no ser nadie, esa lengua
es en cambio una institución también, que los padres y los mayores le ofrecen y
en la cual le ponen reglas. Este truco se practica, naturalmente, a través de
la escritura (que la escritura sí es una institución cultural, a diferencia del
lenguaje), y si al niño se le equivoca ‘lenguaje’ con ‘escritura’, se está ya
consiguiendo una vía abierta para el engaño. Se le equivoca así. Es mentira: los
padres no le han dado al niño el lenguaje. Ninguna autoridad, ningún Jefe le ha
dado al niño el lenguaje: era la única cosa gratuita de verdad que había
recibido, aquello que no era de nadie y en lo que nadie es nadie. Pero es
importante también respecto a esto equivocar al niño, hacerle creer que también
el lenguaje es como la escritura y la cultura en general, una institución, y
que se la ofrecen desde arriba, los mayores, los adultos.
No insisto más en este aspecto del proceso de matar un niño que
simplemente culmina en la escuela, pero, por supuesto —repito—, padres y madres
practican desde el principio, desde que el niño empezaba a ser capaz de recibir
información.
A lo largo de toda la vida, por si todavía queda algo de niño
con vosotros, se os va a seguir aplicando el procedimiento; se os va a seguir
informando: informando de cosas que no se os había ocurrido pedir nunca; os
vais a tragar todos los días una cantidad de imágenes televisivas y de hojas de
prensa que nunca habíais solicitado, para las cuales nunca había surgido de
vuestro corazón el menor deseo, de vuestra razón la menor pregunta; pero se os
van a ofrecer, os las vais a tragar; os las tragáis todos los días. Por si con
la educación en las instituciones escolares fuera poco, se perfecciona el
procedimiento. Esto, tal vez, es una sospecha de que —porque no extrememos esta
oposición entre adultos y niños— algo de niño a lo mejor queda todavía siempre
vivo y peligroso; de forma que se informa para acabar con ello, se informa
constantemente. Informar es ‘conformar’, en el sentido de la asimilación que
antes he expuesto: es ‘formar’, en el sentido de constituir, conseguir esa
institución fundamental de la persona, que es a lo que hemos llamado muerte.
¿De qué otras maneras, con qué otros procedimientos se mata a un
niño?
Bueno, otro procedimiento es, por supuesto, aquél de que la
institución de la familia se encarga por excelencia.
Parece que las cosas que no están muertas —como suponíamos, en
principio, que podía ser ese niño al que se está matando—, parece que las cosas
que no están muertas, pues sienten, pueden sentir. Pueden sentir. Sienten. No
puedo explicar mucho más el verbo, porque me arriesgo, si trato de introducir
definiciones, a estropear la cosa. Es un verbo aceptable, por su propia
indefinición. Sienten, sienten: parece que es propio de las cosas vivas sentir.
Entonces al niño se le coloca en una institución de ese tipo que
se llama familia. Hay diversos tipos en las varias naciones y en las varias
culturas del mundo, pero ahora me voy a permitir hablar de todas ellas en
común, como si todos los tipos de familia se pudieran reducir al mismo. Hay
efectivamente diferencias notables: en aquellas sociedades de que nos hablan
los etnógrafos, que eran menos patriarcales, la familia tenía una condición muy
difusa, donde jugaban multitud de personajes, que a nosotros no nos parece que
pertenezcan a la familia propiamente, hermanos de la madre o primos del padre y
cosas así, en fin, una especie de tinglado muy complicado, que hacía que, por
la propia complejidad de la institución, ésta fuera menos posesora, es decir, menos
segura como procedimiento para matar un niño. Cuanto más simplificada y rígida
es la institución de la familia, por supuesto, más eficaz se vuelve.
Asistimos en nuestros días al extremo de la simplificación, con la familia metida en un piso de bloque de pisos y reducida estrictamente, si es posible, al padre y a la madre, junto con un hermanito y una hermanita. Ése es el ideal. Y, efectivamente, no hay ninguna otra forma de familia más eficaz que ésta para matar un niño. Con el progreso, con el progreso del Estado y del Capital, se llega también al progreso sumo de la familia, que está íntimamente ligada con él.
¿Qué pasa con los sentimientos?
Bueno, pues estos sentimientos —parece que era lo más impropio
para el caso— se definen. Se definen: es decir, apenas el niño está
balbuceando, el niño ya sabe que quiere a su mamá y quiere a su papá. Y si se
le pregunta, lo mejor que puede decir es que los quiere igual (cuando se le
pregunta, como hacen las señoras, “¿A quién quieres más, a tu papá o a tu
mamá?”), eso es lo más prudente. Si hay alguna desviación, en el sentido de que
el niño diga todavía que quiere más a su papá o a su mamá, se puede consentir:
el caso es que sepa que quiere. Lo esencial es que sepa que quiere.
Desde luego, el caso ideal es que el niño a esa pregunta de “a
quién quieres más, a tu papá o a tu mamá” responda “a los dos igual”, que es lo
que más está mandado. Éste es el caso más satisfactorio, porque, al decir “a
los dos igual”, está demostrando —pero parece mentira, los adultos como si no
se dieran cuenta— está demostrando que aquello ni es sentimiento, ni querer ni
nada; porque ¿cómo se puede querer igual?: eso es una cosa que sólo cuando se
trata de entidades abstractas y sometidas a medida y número se puede decir. El
niño lo revela —“a los dos igual”— obedeciendo, como sucede tantas veces:
obedeciendo se rebela; pero los adultos no se dan cuenta, hacen como si les
pareciera muy normal y adecuado que el niño, por supuesto, lo primero quiera a
su papá y a su mamá, y después, si es posible, que los quiera igual.
Naturalmente, el sentimiento, cuando se sabe, cuando el niño
también sabe, él mismo, que quiere a fulano y a fulana, al papá y a la mamá, el
sentimiento desaparece; está por lo pronto metido en una cárcel, que es la
cárcel del saber. Los sentimientos no se saben: si algo podemos decir de un
sentimiento, es que no se sabe, que un sentimiento es precisamente eso que
antes decía respecto al propio verbo ‘sentir’, que no lo podemos tocar con la
definición, que la gracia que tiene es que no podemos encerrarlo en definición.
Cuando el sentimiento se sabe, ese sentimiento está metido en una cárcel; pero
estar metido en una cárcel una cosa que consistía precisamente en no tener
definición, quiere decir matarlo, aniquilarlo, hacerlo desaparecer.
Claro, si simplemente al niño por estos procedimientos
familiares se le hubiera hecho no sentir, el proceso malo sería, en el sentido
de que avanzaría en la muerte que se le está dando, pero no tan malo como es en
realidad. Porque, en realidad, lo que ha sucedido es que se le ha sustituido:
eso que el niño dice cuando dice que quiere a su mamá y a su papá, eso ya va a
ser para él, para siempre, el sustituto del sentimiento. Ya en el resto de su
vida, cuando se refiera a sus sentimientos, va a estarse de verdad refiriendo a
ese sustituto, ya no se lo va a quitar nunca de encima; y este aprendizaje
respecto a la sustitución de los sentimientos por su idea, por su saber, por su
nombre, es, por supuesto —ya lo comprendéis—, fundamental para conseguir que el
niño muera. Es fundamental. Así que cuando el niño sea un adulto o una adulta,
procederá respecto al resto de sus sentimientos y especialmente respecto a sus
sentimientos con otras personas, procederá de una manera análoga, tal como lo
ha aprendido en el seno familiar, es decir, que creerá que quiere, creerá que
ama, cuando sabe, decide, cree, tiene fe en que ama o quiere, etc.; y no se le
pasará por las mientes que eso es mentira, porque eso desde niño se le ha hecho
la verdad misma, gracias a la sustitución.
El truco consiste en que ya no se le va a ocurrir, por lo menos
de una manera clara y razonable, dudar de que aquel sustituto es un sustituto.
Sí, le pasarán cosas raras al niño, a la niña, al muchacho, a la muchacha. Le
pasarán cosas raras que no están muy de acuerdo con la convicción de “Quiero a
fulano” o “Quiero a fulana”, etc... Le pasarán cosas raras que se escapan. Se
lo pasará muy mal en ocasiones. Tendrá efectivamente sentimientos y
experiencias muy mal encajadas; pero eso no dará lugar a ninguna razón, a
ninguna reflexión razonable: hasta tal punto el sustituto habrá tenido éxito.
El sentimiento de verdad será precisamente aquél que se sabe a sí mismo como
tal sentimiento. Esto se ha aprendido en el seno familiar.
Desde luego, ya desde ahí, tampoco la cosa, tampoco el
procedimiento de dar muerte se realiza de la misma manera para los niños y para
las niñas, es decir, para los futuros hombres y para las futuras mujeres, que
en realidad se llaman niños y niñas ya. Hay otras lenguas, como el alemán mismo
o el griego antiguo, que emplean para los niños un neutro, un neutro cuando lo
tienen en su gramática, y tal vez es un empleo que en cierto modo sería satisfactorio.
Otras lenguas, no; en otras lenguas ya es un niño o una niña, lo cual quiere
decir que es un futuro hombre o una futura mujer: de ahí la diferencia de
género. Y el procedimiento no es igual para el futuro hombre que para la futura
mujer.
En realidad, ya desde el primer paso de muerte que era la
asignación del nombre propio, esto estaba establecido, esta separación no podía menos
de darse. No se admite, se admite muy mal, que haya nombres epicenos entre los
nombres propios, es decir, nombres que puedan llevar lo mismo un niño que una
niña; es decir, eso de que alguien se llame Abril y que Abril no se sepa si es
nombre de hombre o nombre de mujer, eso no sólo es que esté mal visto, es que
no se lleva; se evita por todos los medios. Puede dudarse si Jezabel es un
nombre de un niño o de una niña, pero por supuesto se procurará asignarlo
rápidamente, en el caso de que le falten marcas morfológicas. Así que desde el
principio está esa separación.
Nótese pués: se trata de aspirar a convertirlo en persona, a
matarlo en forma de persona, y lo importante es esto: persona, que es igual
para hombres que para mujeres; pero para llegar a esto, una de las condiciones
indispensables es la separación entre los sexos. A esa definición se va a
llegar incluyendo necesariamente la separación.
Por supuesto, las mujeres son personas: ¿cómo no vamos a decir
esto, cuando los movimientos feministas, en el colmo de su error, no hacen más
que perseguir este ideal de muerte que es el adquirir personalidad, es decir,
participar en la misma muerte de sus congéneres?; porque de eso se trata. Ellas
se empeñan en tener personalidad y tenemos que ceder a este nuevo impulso de
muerte y decir “Sí, persona es común para los dos”.
Tal vez en sociedades donde esta imposición de la forma más
progresada de la muerte no estaba establecida, las mujeres, al ser menos
personas, estaban un poco más cerca de eso a lo que aludimos como niño o como
pueblo, es decir, un poco más cerca de la vida. Con el progreso, por supuesto,
eso se elimina y la igualación en la muerte como persona progresa y llega hasta
su culminación en el estado actual.
Pero no nos engañemos tampoco con imaginerías históricas: aun en
los pueblos que podamos llamar primitivos, las mujeres pueden haber sido menos
personas, degradadas en la jerarquía social, pero, por supuesto, personas
siempre y con su nombre propio. No conozco ningún pueblo en que a las niñas no
se les dé ningún nombre propio, igual que a los niños. Tampoco hay que exagerar
las diferencias. Simplemente que en esto como en lo demás con el progreso se
alcanza una culminación de algo que está desde el comienzo de la Historia;
además, ya desde el comienzo de la Historia, Dios, el Padre Sumo, tuvo que
proceder así; es decir, empezó intentando que fuera uno, pero se dio cuenta de
que eso de ser uno simplemente no salía bien, que para que la cosa marchase
como es debido, ese uno tenían que ser dos y los dos con su nombre propio.
Así que en la definición, que es la muerte como persona de
aquello que era niño, que estaba vivo, una de las condiciones primeras es que
eso se alcance de una manera dividida, por sexos.
Claro: ¿qué es la personalidad sino un conjunto de rasgos que le
definen a uno como siendo precisamente el que es y distinto de cualquier otro,
insustituible por cualquier otro? Uno de los rasgos de personalidad primeros es
precisamente la pertenencia a un sexo o al otro.
En otros tiempos, yo, cuando reflexionaba sobre esto, veía que
la oposición entre los rasgos de ser de un sexo y ser de otro era del tipo ése que
llaman los gramáticos ‘privativa’; de manera que había un término marcado y un
término no marcado, y que por tanto no era lo mismo, no era cosa del mismo
orden ser hombre que ser mujer. Que en cierto modo ser hombre no era nada,
porque ser hombre es lo común, como si ‘hombre’ quisiera decir igual que lo que
estoy llamando persona, mientras que lo marcado, lo definitorio, el término
marcado era ser mujer. Sin embargo, esto no se me aparece hoy tan claro. Parece
que en la contraposición misma resulta que, efectivamente, al menos hasta
cierto punto, tanto ser mujer como ser varón son efectivamente constituyentes
de la personalidad; no cabe duda que de maneras distintas, pero tampoco se
puede exagerar la diferencia hasta el extremo de separarlas como yo a veces
hacía con esa oposición de orden privativo como la que rige entre los fonemas.
Rasgo, pues, constitutivo de muerte es el pertenecer a un sexo o
a otro.
Respecto al aprendizaje, que consistía en la conversión de los
sentimientos en ideas de sí mismos, el proceso va a ser distinto para ellos y
para ellas. En ambos casos va a tratarse de lo que he dicho: conversión,
sustitución de los posibles sentimientos por el saber acerca de esos
sentimientos. Esto va a ser común, pero dentro de eso va a haber diferencias
notables. Son aquéllas a las que también el psicoanálisis aludía cuando
descubría aquellas cosas del complejo de Edipo como primariamente propias para
los niños, y sólo posteriormente se esforzaba, con mucho artificio, en
encontrar un equivalente para las niñas; porque no se veía claro que en las
niñas pudiera haber un equivalente análogo del complejo de Edipo. Y,
efectivamente, es difícil.
Para los niños, en todo caso, lo cual quiere decir para los
futuros hombres, la cosa funciona muy bien: ellos van a saber cómo se quiere a
la madre de uno y cómo se quiere al padre de uno. Eso está bastante bien
establecido y no voy a hacer psicoanálisis, sino una descripción más externa.
A la madre de uno se la quiere porque es la mujer entre todas
las mujeres; es algo así como la Virgen Santísima, es decir, es una
representación ideal. Nada extraño tiene que tradicionalmente, cuando los niños
se hacen adultos y empiezan a pensar y a decir que todas las mujeres son unas
putas, de la madre hacen una excepción ilustre (“Todas putas menos mi madre”).
En algunos casos veniales, una hermana podía entrar, pero trabajosamente.
Claro, para la madre no hay duda: a la madre, que es de hecho, visto desde
fuera, un simple número del sexo sometido desde el comienzo de la Historia, es
decir, una esclava sometida a los señores, es preciso aprender a idealizarla
por ello mismo, por ello. Es justamente la condición de sometimiento, de
degradación, de esclavitud, que una madre representa, lo que exige su
idealización, y el futuro hombre pertenece al sexo dominante, de manera que eso
es lo que le hace cargar con esta necesidad de idealización.
Por eso una niña no está ni mucho menos igualmente cargada de
esto. Una niña, en la mayor parte de los casos, no idealiza a su madre; puede
cogerle más o menos aversión, puede tener reacciones diversas, pero
precisamente muy diversas, muy libremente diversas. Hay mucha diferencia entre
cómo las niñas se las han con sus madres respectivas, mucha más diferencia que
en los niños.
Pero un niño es un futuro hombre. Va a pertenecer a la casta o
clase dominante. Entonces, la necesidad de exaltar y de idealizar a un ejemplar
de la casta sometida va a cargar sobre él de una manera especial. Repito que
todas estas cosas tienen relación con los mecanismos del psicoanálisis, pero yo
prefiero emplear ahora otros mecanismos.
En cuanto al padre, el niño tiene que quererlo como se dice en
el Evangelio: “quererlo como a sí mismo”: exactamente como a sí mismo, de esa
manera. De manera que ya comprendéis cómo es la cosa: de la manera en que uno
se quiere a sí mismo es la manera en que se quiere al padre. Ahora bien, ¿cómo
uno se quiere a sí mismo? He aquí la cuestión que va a dar lugar a la tercera
parte de esta charla.
Uno no se quiere bien a sí mismo: se quiere muy mal a sí mismo.
Uno normalmente se quiere muy mal a sí mismo. Y se quiere muy mal porque no hay
tal sentimiento, sino idea de sentimiento. Por tanto, eso que se llama
“quererse a sí mismo” es un tipo de egoísmo abstracto: no hay nada de sensual,
nada de sentimental.
Generalmente quererse a sí mismo quiere decir guardar y
promocionar su persona, es decir, cosas del tipo de la honra y del dinero,
abstractas. Eso es lo que quiere decir quererse a sí mismo. Quererse a sí mismo
sensualmente, sentimentalmente, es una cosa que a la gente no suele pasarle.
Les pasa a muy pocos y en raras ocasiones. Tampoco a las niñas y a las mujeres,
aunque tal vez para ellas es algo más fácil, por las condiciones que estoy
exponiendo; entre otras cosas porque, no estando condenadas a cargar con una
persona que encima es una persona de la clase dominante, parece que eso deja
algo más libre la posible relación sensual o sentimental consigo misma. No
funciona mejor en las niñas, en las futuras mujeres, pero es por otras razones,
es a pesar de esta diferencia fundamental.
En los niños, en todo caso, por supuesto, los que están
destinados a pertenecer a la clase dominante, la cosa es así: egoísmo quiere
decir un egoísmo abstracto, es decir, una defensa, salvaguarda, promoción por
el propio ser; no por la vida, el placer, ni el cuerpo, ni nada. El dinero es
el cuerpo, la vida es la promoción. Es decir, eso es lo que viene a pasar como
sustituto del sentimiento.
La relación con el padre es más o menos de esa índole. Uno se lo
pasa muy mal consigo mismo con frecuencia, precisamente por esa sustitución,
que a pesar de lo muy bien asentada que está no acaba de funcionar del todo
bien, y se lo pasa mal con su padre, en la mayor parte de los casos, por la
misma razón exacta.
Sin embargo, las niñas tienen que aprender a sustituir sus
sentimientos por ideas de maneras notablemente distintas. Tienen, desde luego,
que aprender eso: estamos viendo cómo se mata un niño para ser un hombre o una
mujer, y eso es común: para hacer con él un hombre o una mujer. A las niñas
tiene que imponérseles una relación con su madre tal que cuanto más la
desprecian tanto más la quieren. Por decirlo de una manera simple: una niña,
cuando todavía no está bien reducida a persona, tiene que despreciar
(naturalmente, de una manera reprimida, oculta) tiene que despreciar a su
madre, porque su madre es la esclava, es el ejemplo de aquello a lo que ella
está condenada, no puede menos de sentirlo. Y entonces hay una especie de
reacción sentimental tal que hace que esto se convierta en algo como una
compasión, que tiene, como frutos muy diversos, algunas de las reacciones más
típicas de las niñas o más bien ya de las muchachas y mujeres con respecto a
sus madres.
En cambio, la relación con el padre va a ser el aprendizaje para
la relación de una persona del sexo sometido con los hombres en general, con
los hombres del sexo dominante; va a ser un aprendizaje. En muchos casos el
padre... pues es una persona débil, como suele decirse, y no da bastante
soporte para el caso. Me estoy refiriendo a los casos más normales en que el
padre es una persona relativamente fuerte y entonces sirve para el aprendizaje.
El esclavo, en una situación como la que estamos diciendo (las
mujeres ocupan la condición de sexo sometido), el esclavo tiene como arma
principal la astucia. Entonces, las niñas van a aprender respecto a su padre
sobre todo el disimulo y todas las artes de la astucia. Esto es lo que van a
usar; no tanto respecto a la madre: precisamente respecto al padre, al
representante de la clase dominante. Que por otra parte, como suele sucederles
a los hombres, pues son algo más tontos, más fáciles de engañar; de manera que
la cosa no sólo se debe hacer con ellos, sino que es más fácil hacerla con
respecto al padre. Bueno, salvando todas las enormes diferencias que entre
otras cosas nacen, como he dicho, del hecho de que haya padres poco aptos, por
eso de ser una persona débil o por otras razones por el estilo.
Dentro de estas diferencias, al niño se le mata pues (era el
otro gran procedimiento en que me detenía) por esa desaparición de los
sentimientos bajo la idea de sí mismos, que se aprendía en aquello de querer a
papá o a mamá, que es lo que hemos estado desarrollando. Todas las relaciones
sentimentales, decíamos, estarán ya condicionadas por ese aprendizaje, por esa
reducción al saber abstracto acerca del sentimiento.
Fijaos que es un procedimiento muy terrible: por más que me
esfuerzo en decirlo de una manera terrible, seguramente no se percibe lo
bastante bien lo terrible que es. Es decir, que los nombres de muerte que
empleo no son exageraciones.
No son exageraciones. Imaginaos que efectivamente a lo mejor se
pudiera vivir y se pudiera sentir. 'Se', no digo quién. Imaginaos que se
pudiera. Pues entonces, lo que se hace con niños y niñas es literalmente esto,
es decir, ofrecerles un sustituto que es la muerte de esa posibilidad. No
exagero nada cuando describo este proceso de matar un niño o niña para hacer un
hombre o una mujer.
Me paro en la tercera y última receta o cuestión, que es
fundamental. Es la más general. Ésta consiste en el aprendizaje de lo que
algunos llamarían la Moral, la Ética, o la Ley que dirían otros. Consiste en
esto. No hablo de ello lo último porque sea secundario: probablemente está en
la raíz de todo lo demás que he estado diciendo hasta ahora.
¿En qué consiste esto de aprender la Moral o la Ley que presento
como la forma fundamental de dar muerte a un niño o a una niña?
Bueno, pues consiste simplemente en hacerles saber, y en
imprimirles hasta el fondo, la convicción de que lo malo es bueno; al mismo
tiempo que, para ello, se les convence, se les imprime que lo bueno es malo.
Sin esta inversión, nada funcionaría en este mundo y no se podría proceder a
matar a un niño o a una niña. Ésta es la condición fundamental. Imprimir en él
la convicción de que lo malo es bueno y, simultáneamente, como apoyo para ello,
la convicción de que lo bueno es malo.
Esto se hace desde el principio mismo, desde que empieza eso que
se llama crianza o educación. Todo consiste en eso. Pero notad por un momento
el aspecto metafísico y político de la cuestión. Si aquí nos estamos
permitiendo describir cómo se mata un niño o una niña, sin poner culpables
personales, pero evidentemente hablando de que eso se hace de parte de la
sociedad constituida tal como está constituida, de parte de eso que llamamos
Estado y Capital, con Familia y demás, si lo estamos haciendo así, es porque
sospechamos que a lo mejor lo bueno es bueno. Si no, no habría ningún aliento para
la rebelión que en esta descripción pueda estar implícita.
Pensamos que a lo mejor lo bueno es bueno. No sé si entendéis la
trascendencia de esto. Imaginaos que lo bueno, lo que es evidentemente bueno
fuera bueno, al mismo tiempo. Evidentemente, es una posibilidad. No se nos da;
estoy describiendo cómo desde pequeños se nos imprime la necesidad de lo
contrario; pero siempre nos cabe imaginar que fuera así; por lo menos nos cabe
imaginarlo con lo que de niño quede en nosotros. A lo mejor podía ser que lo
bueno fuera bueno, y entonces este mundo no tendría el sentido que tiene. Este
mundo está fundado en esa muerte, para la cual es necesario, primariamente, que
lo malo sea bueno, es decir, que todo lo que sea feo, sacrificio, sometimiento,
destrucción, humillación, todo lo malo que le pueda pasar a un niño, todo eso
sea bueno, todo eso tenga virtud.
Vamos, supongo que no estoy diciendo nada del otro mundo: es la
educación misma, al mismo tiempo que la moral: todo eso tiene virtud, hasta el
punto de que la virtud se puede decir que consiste en eso, justamente en eso.
Imaginaos qué necesario es que lo malo sea bueno. Se hará el
niño adulto y tendrá, como individuo de una masa de individuos, es decir, de
una masa dominada por el Capital y el Estado, tendrá que ponerse a trabajar,
por ejemplo. Si al niño no se le ha imbuido de que lo malo es bueno, ¿cómo va a
trabajar? Eso no se concibe, ¿no? ‘Trabajo’ no quiere decir más que eso, una
actividad que no se hace ni por gusto, ni por curiosidad, ni por nada; es una
actividad vacía que se hace para sacar dinero o se supone que para sacar
dinero, o para el sustento o para lo que sea, es decir, por una condición
abstracta. Si al niño no se le hubiera preparado de pequeño en la convicción de
que lo malo es bueno, ¿cómo iba a ser un trabajador el día de mañana?
Imposible. Todo se hundiría.
Una niña tendrá que casarse, normalmente. Someterse a un tío,
casarse. ¿Cómo esa niña puede llegar a semejante extremo si previamente no se
le ha convencido de que lo malo es bueno? ¿Cómo ella va aguantarse con todo, a
renunciar a todos los posibles sueños y sentimientos y decir “He aquí la
esclava del Señor”? ¿Cómo va a llegar a eso? Sólo gracias a que desde pequeñita
sabe que ésa es la virtud. Que así es lo bueno. Que lo malo es necesariamente
bueno.
Ya comprendéis bien que para que esto se consiga,
simultáneamente —pero lo pongo en segundo lugar— tiene que hacérseles sentir, padecer, que lo
bueno es malo, lo bueno, todo, prácticamente todo. Cualquier cosa que sea
buena, es mala. Eso cualquier niño lo aprende enseguida. Cualquier cosa que sea
buena, es mala, por supuesto. Si es muy buena, pues es muy mala; si es
buenísima, es malísima. Todo está en su grado. Eso es una condición esencial.
Fijaos bien que lo pongo en segundo lugar. Yo no pienso que el
interés principal del Dominio esté en que las cosas buenas sean malas, sino que
esto es una condición para conseguir lo otro, para conseguir que las cosas
malas sean buenas; porque si no, no funcionaría. Esto da lugar a equivocaciones
a veces, y convendría tenerlo bien presente.
Bueno, pues esto es el establecimiento de la Moral. Esto es el
establecimiento de la Ley. Se dice en dos palabras: la convicción de que lo
malo es bueno, y, para ello, que lo bueno es malo, es toda la Moral.
Evidentemente, también aquí la cosa procederá de manera algo
distinta para niños y para niñas, pero, a pesar de la diferencia y por medio de
la diferencia, también será un procedimiento común para matar a los unos y a
las otras. Para matar lo niño, que es de lo que se trata.
Lo importante que tengo que decir, y para lo que quería reservar
un poco de tiempo, es que hay un equívoco, que fácilmente os puede asaltar a lo
largo de todo el desarrollo de esta receta de cómo se mata a un niño, y contra
él quiero preveniros.
Un niño, o lo niño, era aquello de lo que partíamos, lo que
suponíamos por debajo, sobre lo que se hacían estas operaciones. Pero los
procesos son dinámicos, qué se le va a hacer. La dialéctica implica un cierto
dinamismo en su operación y si no se tiene esto en cuenta, podemos descarriar.
Desde el momento en que al niño se le ha empezado a matar, a convertir en un
ser constituido, en una persona que va para adulta, ya no es aquel niño del que
partíamos. Estamos en un proceso, ésta es la cuestión. De manera que si en el
comienzo de la historia podemos suponer que se está operando sobre algo vivo, que
no era, que no tenía definición, claro, cuando se sigue operando, a los tres
años y a los cinco y a los nueve, ya no es lo mismo, ya no se está operando
sobre aquello; ya un niño a los tres
años, no digamos a los nueve, está harto constituido. No será un adulto
perfecto (si no, no se le seguiría matando), pero desde luego no es ya aquella
indefinición vaga de que partíamos. Esto es lo importante, esto sí que es
fuente de muchas equivocaciones en la rebelión. Un niño, a partir del primer
momento, ya está a medio matar. Aquello a lo que se sigue matando, ya no es
aquello simplemente vivo que definíamos negativamente como lo que no está
muerto. Es algo que está medio muerto, medio convertido en persona. El niño
tiene su personalidad.
El proceso implica que,
como desde luego el ideal es que el niño se convierta en adulto —un hombre o
una mujer—, estas personalidades tienen que ser provisionales. El proceso tiene
que desarrollarse así. A lo largo de los años de la infancia y de la educación,
tienen que producirse muertes sucesivas que vienen a dar en personalidades
provisionales. Personalidades que vemos cambiar. Los psicólogos de la infancia,
de maneras más o menos lúcidas, nos lo hacen ver. Hacen ver cómo es la
personalidad de un niño, de una niña de tres años, de cinco años, de siete
años, de nueve años, de trece años, con más o menos acierto. Efectivamente se
trata de eso, de algo como ensayos de ser adulto, que fallan uno tras otro, que
tienen que ser renovados y sustituidos. Así es como tenéis —pienso— que
concebir el proceso. De tal manera que, en cada uno de los estadios, aquello
que se va matando no es ya meramente niño vivo, sino que ya es un poco niño
muerto; ya es un ser a medio hacer. Con un ensayo de persona que va a fracasar.
Pero ya es eso.
Digo que esto es así,
porque, si no, caemos en muchas equivocaciones. A lo mejor cuando antes os
estaba diciendo, a propósito de que lo bueno es malo, os estaba diciendo cómo
se convierte en malo por la Ley todo aquello que es bueno, estabais pensando en
un niño que de verdad siente y por tanto desea lo que es bueno por las buenas.
Por desgracia, esto no me atrevería a decir que se da, ni siquiera cuando está
mamando del pecho de su madre, cuanto menos más adelante: por desgracia, cuanto
más, peor.
Al niño en las fases
sucesivas se le ha equivocado, se le ha hecho un lío de sentimientos. Desde muy
pequeñito. Entonces, por ejemplo, un niño no sólo puede (esto es importante)
sino que tiene que desarrollar su personalidad individual, su voluntad propia y
hasta su capricho. Esto es esencial para un niño.
De manera que un niño,
ya equivocado desde los tres años, no deseará lo bueno necesariamente. Actuará
ya en muchas ocasiones como si fuera un adulto, es decir, confundiendo el deseo
con su capricho personal. Al pobre se le ha quitado la posibilidad de mamar de
la leche del paraíso. Entonces, en una desesperación, tendrá caprichos, muchas
veces imbéciles: muchas veces querrá tal o cual cacho de plástico, o tal o cual
trozo de dulce repugnante para comer, exactamente igual. Querrá cualquier
porquería incluso, porque tiene que quererla, porque tiene que ser su voluntad,
su capricho.
Ahí ya se ha dado la
sustitución. De manera que no nos encontramos ya con que la represión de esos
caprichos que viene a continuación sea una represión de deseos primigenios ni
nada, es simplemente la prosecución del proceso: aquella personalidad ha pasado
y los caprichos que estaban bien a los tres años, a los cinco ya no están bien.
Simplemente es eso.
No hay que confundir eso con una represión, porque, si no, nos
armamos un lío también para los adultos: nos vamos a creer que reprimirle a un
señor o a una señora sus caprichos y voluntades personales es ejercer la
represión. Una estupidez que se comete a cada paso. Cuando se están reprimiendo
o negando a un señor o a una señora adulta sus caprichos o voluntades
personales, normalmente no se le está reprimiendo ningún buen deseo: se le está
simplemente ajustando a otras voluntades, que en el momento no coinciden con la
suya, simplemente.
Pero el niño tiene que tener su capricho, su voluntad propia.
Notad cómo las madres, esas mismas que antes de que nazca ya quieren saber cómo
se llama, ya lo están bautizando, esas mismas madres y señoras se apresuran a
recoger cualquier rasgo que revele que el niño tiene algún capricho, porque
están seguras de que con eso está naciendo la personalidad, la muerte. Al niño
le gustan las cosas de color azul, las bolas azules, al niño le gusta el
chocolate blanco; cualquier cosa que le guste o le disguste. Al niño le dan
mucho miedo las avispas. Veréis un fervor de las madres y de las señoras en
especial por recoger cualquier rasgo de estos. Cualquiera puede servir para
constituir la persona del niño y para hacerlo adulto, aunque sea nada más que
un adulto provisional.
Hechos así un lío, ¿cómo se van a comportar los niños y niñas
respecto a aquello de los sentimientos, y de que lo bueno es bueno, y del
cambiazo de los sentimientos por sus ideas, y la aceptación de que lo bueno es
malo y de que lo malo es bueno?
Pero bueno, ya lo sabéis. Me voy a limitar al ejemplo de las
niñas, que es más ilustrativo en este caso.
Una sociedad adulta (más o menos en cualquier sociedad sin
grandes diferencias: no voy a insistir demasiado en la diferencia entre los
polinesios y la sociedad norteamericana actual) una sociedad necesita
aproximadamente pues que en cada generación se produzca, digamos, una mitad de
esposas de sus señores y de la otra mitad, pues que una mitad sean monjas y la
otra mitad sean putas. Más o menos, ésta es la proporción. Y como esto se
necesita, como la organización social necesita esto, pues esto se produce.
Parece una maravilla, que en los niveles personales una cuestión aparentemente
numérica respecto al todo pueda imponerse, pero así es. Tenemos, por más que
nos espante, que reconocerlo así. Si hace falta que la mitad de la población
femenina sean esposas, y de las de la otra mitad, la mitad sean monjas y la
mitad putas, pues así será.
Lo tremendo es que eso se hará pasando por las voluntades y
conciencias personales de cada una. Así se hará. ¿Cómo se consigue?
Bueno, pues hay una parte de las niñas que asimilan lo de que lo
malo es bueno de una manera extremada. Ésas van a ser las futuras monjas
(bueno, ya comprendéis que cuando digo monjas, me estoy refiriendo a cualquiera
de las mujeres más o menos sublimes y sacrificadas. He puesto que eso es una
cuarta parte de la población: creo que más o menos por ahí anda la cosa: hacen
falta más o menos eso, entre misione ras, enfermeras, etc.); de manera que esas
niñas se ve bien cómo han nacido, cómo se han fabricado: simplemente hay un
grado de asimilación de la convicción de que lo malo es bueno que llega al
extremo, que llega a lo sublime. Así se produce.
Está bien claro cómo se producen las niñas que van a ser putas,
que van a servir a la prostitución, que como sabéis —y lo han sabido siempre
los revolucionarios— es un ingrediente indispensable mientras la familia
todavía esté establecida: no hay matrimonio que se sostenga si no hay
prostitución. Esas niñas han pensado, han asimilado lo de que lo malo es bueno,
lo han asimilado de una manera muy especial, en la segunda fase. Lo malo es
justamente lo que ya se les ha convencido de que es malo, es decir, lo
prohibido, lo no mandado: entonces proceden en esta segunda fase (ya las
pobres, es normal, han perdido como los niños aquella noción de lo bueno que
era bueno), pero lo toman como sustituto, esto que se les da. Dicen “¡Ah! lo
prohibido, lo que no se debe hacer, lo malo, lo marginado, lo vil, lo sucio!
¡Pues eso! ¡Eso es lo que quiero!” Así se consigue que salga la cuarta parte de
prostitutas que hace falta.
Mientras que la otra mitad, pues procede de la manera que antes
ya he descrito, de la manera habitual, cuando he descrito cómo se prepara a una
niña normal para pasar por ese trance de someterse a su destino.
Bueno, o de imitar de la otra manera a los señores, como está de
moda entre nosotros: es decir, eso de tener una personalidad y por tanto
ponerse a trabajar y a gobernar, fenómenos realmente marginales y poco
importantes.
Basta con estos ejemplos. Quería insistir en las vueltas que da
el proceso antes de su consumación. Hay un establecimiento de muertes, de
ensayos de muerte, o personalidades provisionales, antes de que al niño se le
dé por bien fabricado, por bien convertido en un hombre o una mujer.
Así es como se mata a un niño. De esa manera se llega a la
situación en que aquello que podía haber vivo, y que era también popular y que
era curiosidad y deseo y todo aquello, no ofrece gran peligro. Se llega a una
cierta tranquilidad y seguridad. Ya una vez muerto el niño, convertido en un
hombre adulto, en una mujer adulta, aquellos peligros de la pregunta, del deseo
y demás son mínimos —se estima— y la cosa puede seguir marchando.
Bueno, pues termino antes de pasar al coloquio. Ya sabéis que se
sospecha que esto de matar a un niño, tal vez no llega a tener nunca un éxito
total. Tal vez. Antes ya os dije que una de las pruebas es que se sigue
insistiendo, incluso respecto a adultos, en perfeccionar esta muerte. Tal vez
no llegue a tener un éxito total este proceso de dar muerte. Tal vez la receta
falla siempre un poco. Esta receta que he tratado de describir a grandes rasgos
para matar a un niño, tal vez por alguno de los lados o algunos de los momentos
falle. El resultado es que no podemos estar seguros de que estemos del todo
hechos, es decir, muertos. De que seamos como Dios manda, un hombre y una
mujer, adulto, adulta, cada uno. Siempre puede quedar algo de niños y por
supuesto, si no hubiera esta posibilidad, por mínima que sea, de que debajo de
esta muerte quede algo de niño, vivo, pues ni tendría sentido esta asociación
antipatriarcal, ni tendría sentido nada de lo que aquí estamos diciendo. Por
mínima que sea esa posibilidad de fracaso, de fallo en esa receta que acabo de
daros para matar a un niño, eso es lo que nos tiene aquí.
es un texto imprescindible... al leerlo se me escarba y se me descubre una profundidad que invoca a unos orígenes que incendiar y asaltar.... tiene una lucidez incandescente que arde preguntas y rutas y fortalece todo lo combativo, es fascinante!
ResponderEliminarsalud!