Del libro: Anarquismo social o anarquismo personal, un abismo insuperable. Murray Bookchin
Lo
que más destaca del anarquismo personal de hoy en día es su apetito por lo inmediato más que por la reflexión, por
una simplista relación directa entre mente y realidad. Esta inmediatez no sólo
inmuniza al pensamiento libertario de las exigencias de una reflexión matizada
y mediada, sino que también excluye el análisis racional y, de hecho, la
racionalidad en sí. Al consignar la humanidad a una esfera sin tiempo, sin
espacio y sin historia –una noción «básica» de la temporalidad basada en los
ciclos «eternos» de la «Naturaleza»–, despoja a la mente de su singularidad
creativa y su libertad para intervenir en el mundo natural.
Desde
el punto de vista del anarquismo personal primitivista, los seres humanos están
mejor cuando se adaptan al resto de la naturaleza, más que cuando intervienen
en ella, o cuando, sin los lastres de la razón, la tecnología, la civilización
e incluso el habla, viven en plácida «armonía» con la realidad existente, tal
vez dotados de unos «derechos naturales», en una condición visceral y
«extática» esencialmente inconsciente. T.A.Z.,
Fifth Estate, Anarchy: A Journalof Desire Armed y revistas más marginales
como la stirneriana Demolition Derby
de Michael William: todos ellos se centran en un «primitivismo» sin
mediaciones, ahistórico y anticivilizatorio del que hemos «caído», un estado de
perfección y «autenticidad» en el que nos guiábamos indistintamente por los
«límites de la naturaleza», la «ley natural» o nuestros ávidos egos. La
historia y la civilización no consisten en nada más que un descenso hacia la
falta de autenticidad de la «sociedad industrial».
Como
ya he apuntado, este mito de la «caída de la autenticidad» tiene sus raíces en
el romanticismo reaccionario, y más recientemente en la filosofía de Martin
Heidegger, cuyo «espiritualismo» völkisch,
latente en Ser y Tiempo, surgió más
tarde en sus obras explícitamente fascistas. Esta perspectiva se ceba ahora en
el misticismo quietista que abunda en los escritos antidemocráticos de Rudolf
Bahro, con su llamamiento apenas disimulado a la «salvación» por un «Adolf
verde», y en la búsqueda apolítica de «realización personal» y espiritualismo
ecológico postulada por los ecologistas profundos.
Al
final, el ego individual se convierte en el templo supremo de la realidad,
excluyendo la historia y el devenir, la democracia y la responsabilidad. De
hecho, la convivencia con la sociedad como tal queda debilitada por un
narcisismo tan envolvente que reduce la consociación a un ego infantilizado que
es poco más que un puñado de exigencias y reclamaciones chillonas de sus
propias satisfacciones.
La
civilización meramente obstruye la extática realización personal de los deseos
de este ego, reificado como la satisfacción final de la emancipación, como si
el goce y el deseo no fueran productos de la cultura y el desarrollo histórico,
sino meros impulsos innatos que aparecen de la nada en un mundo sin sociedad.
Como
el ego stirneriano pequeñoburgués, el anarquismo personal primitivista no da
cabida a las instituciones sociales, las organizaciones políticas y los
programas radicales, y menos aún a una esfera pública, que todos los escritores
examinados identifican automáticamente con la capacidad de gobernar. Lo
esporádico, lo poco sistemático, lo incoherente, lo discontinuo y lo intuitivo
suplantan lo coherente, lo deliberado, lo organizado y lo racional, e incluso
cualquier forma de actividad sostenida y centrada, aparte de publicar una
revistilla o panfleto... o quemar un contenedor de basuras. Se contrapone la
imaginación a la razón y el deseo a la coherencia teórica, como si los dos
estuvieran en contradicción radical. La admonición de Goya de que la
imaginación sin la razón produce monstruos se altera para dar la impresión de
que la imaginación florece gracias a una experiencia directa con una «unidad»
sin matices. Por consiguiente, la naturaleza social se disuelve esencialmente
en la naturaleza biológica; la humanidad innovadora, en la animalidad
adaptable; la temporalidad, en una eternidad anterior a la civilización; la
historia, en una repetición de ciclos arcaica.
El
anarquismo personal convierte astutamente una realidad burguesa, cuya dureza
económica es más fuerte y extrema cada día que pasa, en constelaciones de
autocomplacencia, inconclusión, indisciplina e incoherencia. En los años 1960,
los situacionistas, en nombre de una «teoría del espectáculo», produjeron en
realidad un espectáculo reificado de la teoría, pero por lo menos ofrecían
correcciones organizativas, como consejos de trabajadores, que daban algo de
peso a su esteticismo. El anarquismo personal, al impugnar la organización, el
compromiso con programas y un análisis social serio imita los peores aspectos
del esteticismo situacionista sin adherirse al proyecto de construir un
movimiento. Como los deshechos de los años sesenta, vaga sin rumbo dentro de
los límites del ego (rebautizado por Zerzan como los «límites de la naturaleza»)
y convierte la incoherencia bohemia en una virtud.
Lo
más preocupante es que los caprichos estéticos autocomplacientes del anarquismo
personal erosionan significativamente el corazón socialista de una ideología
izquierdista libertaria que en el pasado podía reivindicar una relevancia y un
peso social precisamente por su compromiso inquebrantable con la emancipación;
no fuera de la historia, en el reino
de lo subjetivo, sino dentro de ella,
en el reino de lo objetivo. El gran grito de la Primera Internacional –que el
anarcosindicalismo y el anarcocomunismo mantuvieron después de que Marx y sus
seguidores la abandonaran– fue la exigencia: «No más deberes sin derechos,
ningún derecho sin deber». Durante generaciones, este eslogan adornó las
cabeceras de lo que ahora llamamos en retrospectiva revistas sociales anarquistas. Hoy en día choca radicalmente
con la demanda esencialmente egocéntrica de un «deseo armado» y con la
contemplación taoísta y los nirvanas budistas.
Si
el anarquismo social llamaba al pueblo a alzarse en revolución y buscar la
reconstrucción de la sociedad, los pequeñoburgueses airados que pueblan el
mundo subcultural del anarquismo personal llaman a rebeliones episódicas y a la
satisfacción de sus «máquinas deseantes», por utilizar la fraseología de
Deleuze y Guattari.
El
continuo retroceso del compromiso histórico del anarquismo tradicional con la
lucha social (sin la cual no puede alcanzarse la realización personal y la
satisfacción del deseo en todas sus vertientes, no únicamente la instintiva)
viene inevitablemente acompañado de una mistificación desastrosa de la
experiencia y la realidad. El ego, identificado de manera casi fetichista como
el escenario de la emancipación, resulta ser idéntico al «individuo soberano»
del individualismo del laissez faire.
Desvinculado de sus raíces sociales, alcanza no la autonomía sino una
«mismedad» heterónoma de la empresa pequeñoburguesa.
En
realidad, el ego en su soberanía personal no es en absoluto libre, sino que
está atado de pies y manos a las leyes aparentemente anónimas del mercado –las
leyes de la competencia y de la explotación–, que convierten el mito de la
libertad individual en otro fetiche que oculta las leyes implacables de la
acumulación de capital.
El
anarquismo personal, en efecto, resulta ser otro engaño burgués desconcertante.
Sus seguidores no son más «autónomos» que los movimientos de la bolsa, que las
fluctuaciones de precios y los hechos mundanos del comercio burgués. Pese a
todas las declaraciones de autonomía, este «rebelde» de clase media, ladrillo
en mano o no, es totalmente cautivo de
las fuerzas subyacentes del mercado que ocupan todos los espacios supuestamente
«libres» de la vida social moderna, desde cooperativas agrícolas a comunas
rurales.
El
capitalismo gira en torno nuestro: no sólo material, sino culturalmente
también. Como John Zerzan justificó memorablemente a un sorprendido
entrevistador que le preguntó cómo podía haber una televisión en el hogar de
este enemigo de la tecnología: «Como todas las demás personas, yo también
necesito narcotizarme»(1).
Que
el propio anarquismo personal es un autoengaño «narcotizante» puede verse
claramente en El único y su propiedad
de Max Stirner, donde la reivindicación a la «singularidad» del ego en el
templo del «yo» sacrosanto supera con creces las devociones liberales de John
Stuart Mill. De hecho, con Stirner, el egoísmo se convierte en un asunto de
epistemología. En medio del laberinto de contradicciones y afirmaciones
lamentablemente incompletas de las que está repleto El único y su propiedad, uno encuentra que el ego «único» de
Stirner es un mito porque se basa en su «otro» aparente: la propia sociedad.
Efectivamente: «La verdad no puede manifestarse como tú te manifiestas», insta
Stirner al egoísta, «no puede moverse, ni cambiar, ni desarrollarse; la verdad
aguarda y recibe todo de ti y no sería si no fuera por ti, porque no existe más
que en tu cabeza»(2). El egoísta
stirneriano, en efecto, se despide de la realidad objetiva, de la realidad
factual de lo social, y por consiguiente del cambio social fundamental y todos
los criterios e ideales éticos más allá de la satisfacción personal en medio de
los demonios ocultos del mercado burgués. Esta falta de mediación subvierte la
mismísima existencia de lo concreto, por no hablar de la autoridad del propio
ego stirneriano: una reivindicación tan absoluta como para excluir las raíces
sociales del yo y su formación en la historia.
Nietzsche,
de manera bastante independiente de Stirner, llegó con su visión de la verdad
hasta su conclusión lógica borrando la existencia y la realidad de la verdad
como tal: «¿Qué es, pues, verdad?», preguntaba—. «Una multitud movible de
metáforas, metonimias y antropomorfismos, en una palabra una suma de relaciones
humanas poética y retóricamente potenciadas, transferidas y adornadas»(3).
Más
directamente que Stirner, Nietzsche mantenía que los hechos son meras
interpretaciones; incluso preguntaba: «¿Es, en fin, necesario poner todavía al
intérprete detrás de la interpretación?». Parece ser que no, puesto que
«incluso esto es invención, hipótesis»(4). Siguiendo la lógica implacable de
Nietzsche, nos quedamos con un yo que no sólo crea esencialmente su propia
realidad, sino que además debe justificar su propia existencia como algo más que una mera interpretación. Un
egoísmo tal aniquila así el propio ego, que se esfuma en medio de las propias
premisas no declaradas de Stirner.
Despojado
de manera similar de la historia, sociedad y realidad factual más allá de sus
propias «metáforas», el anarquismo personal vive en una esfera asocial en la
que el ego, con sus deseos crípticos, debe evaporarse en abstracciones lógicas.
Pero reducir el ego a la inmediatez intuitiva –anclándolo en la mera
animalidad, en los «límites de la naturaleza»– supondría ignorar el hecho de
que el ego es el producto de una historia en continua evolución, incluso una historia que, si tiene que
consistir en meros episodios, debe utilizar la razón como guía para los
estándares del progreso y la regresión, la necesidad y la libertad, el bien y el
mal, y –¡sí!– la civilización y la barbarie. De hecho, un anarquismo que trate
de evitar los escollos del puro solipsismo, por una parte, y la pérdida del
«yo» como mera «interpretación», por otra, tiene que pasar a ser explícitamente
socialista o colectivista; es decir, tiene que ser un anarquismo social que
busque la libertad a través de la estructura y la responsabilidad mutua, no a
través de un ego etéreo y nómada que elude los prerrequisitos de la vida
social.
Por
decirlo sin rodeos: entre la ideología socialista del anarcosindicalismo y el
anarcocomunismo (que nunca han negado la importancia de la realización personal
y la satisfacción del deseo) y el pedigrí esencialmente liberal e
individualista del anarquismo personal (que fomenta la incapacidad social, por
no decir directamente la negación social), existe un abismo que no puede
salvarse a menos que se ignoren totalmente los objetivos, métodos y filosofía
subyacente, profundamente distintos, que los diferencian. En realidad, el propio
proyecto de Stirner surgió en un debate con el socialismo de Wilhelm Weitling y
Moses Hess, donde invocó el egoísmo precisamente en contraposición al
socialismo. «El mensaje [de Stirner] era la insurrección personal más que la
revolución general» –observa James J. Martin con admiración–(5). Una
contraposición que persiste actualmente en el anarquismo personal y sus
variantes yuppies, a diferencia del anarquismo social con sus raíces en el
historicismo, la matriz social de la individualidad y su compromiso con una
sociedad racional.
La
misma incongruencia de estos mensajes esencialmente contradictorios, que
coexisten en cada página de las revistas de estilo de vida, reflejan la voz
febril del pequeñoburgués intranquilo. Si el anarquismo pierde su esencia
social y su objetivo colectivista, si se desvía hacia el esteticismo, el
éxtasis y el deseo e, incongruentemente, hacia un quietismo taoísta y un olvido
budista como sustitutos de un programa, una política y una organización
libertarias, pasará a representar no una regeneración social y una visión
revolucionaria, sino la decadencia social y una rebelión irritantemente
egoísta. Aún peor, alimentará la ola de misticismo que ya está extendiéndose a
miembros acomodados de la generación actualmente adolescente y veinteañera. La
exaltación del éxtasis que hace el anarquismo personal, sin duda loable en una matriz social radical pero aquí
descaradamente mezclada con la «brujería», está dando lugar a una absorción
irreal con espíritus, fantasmas y arquetipos jungianos en vez de a una
conciencia racional y dialéctica del mundo.
Como
botón de muestra, la portada de una edición reciente de Alternative Press Review (otoño de 1994), una fiera revista
anarquista con numerosos lectores en los Estados Unidos, venía adornada con una
deidad budista de tres cabezas en una pose serena y nirvánica, frente a un
fondo supuestamente cósmico de espirales de galaxias y parafernalia new age;
una imagen que podría muy bien ir junto al póster «Anarquía» de Fifth Estate en una boutique new age.
En
la contraportada, un gráfico postula: «La vida puede ser mágica cuando
empezamos a liberarnos» (con la A de «mágica» dentro de un círculo), que nos
obliga a preguntarnos: ¿cómo?, ¿con qué?
La revista misma contiene un artículo sobre ecología profunda de Glenn Parton
(sacado de la revista Wild Earth de
David Foreman), titulado: «El Yo salvaje: por qué soy un primitivista»,
ensalzando los «pueblos primitivos» cuyo «estilo de vida encaja con el mundo
natural recibido», lamentando la revolución neolítica e identificando nuestra
«tarea principal» con la de «destruir nuestra civilización y restablecer lo
salvaje». Las ilustraciones de la revista hacen gala de una gran vulgaridad:
destacan las calaveras humanas e imágenes de ruinas. En su contribución más extensa,
«Decadencia», reimpresa de Black Eye,
se mezcla lo romántico con lo marginal, concluyendo de manera exultante: «Ya es
hora de unas verdaderas vacaciones romanas, ¡que vengan los bárbaros!».
Por
desgracia, los bárbaros ya están aquí, y las «vacaciones romanas» se
multiplican en las ciudades estadounidenses del presente con el crack, el
vandalismo, la insensibilidad, la estupidez, el primitivismo, la
anticivilización, el antirracionalismo, y una buena dosis de «anarquía»
entendida como caos. El anarquismo personal debe considerarse en el contexto
social actual no sólo de los guetos de negros desmoralizados y suburbios de
blancos reaccionarios, sino también de las reservas indias, esos pretendidos
centros de «primigenitud», en los que bandas de jóvenes indios andan a tiros
los unos contra los otros, el narcotráfico prolifera, y los «grafitis de las
bandas dan la bienvenida a los visitantes incluso en el monumento sagrado de
Window Rock», como observa Seth Mydans en The
New York Times (3 de marzo de 1995).
Por
consiguiente, una extendida decadencia cultural ha seguido a la degeneración de
la Nueva Izquierda de los años 1960 hacia el posmodernismo, y de su
contracultura hacia el espiritualismo new
age. Para los anarquistas personales timoratos, el diseño tipo Halloween y los artículos incendiarios
empujan la esperanza y la comprensión de la realidad cada vez más lejos.
Atraídos por los alicientes del «terrorismo cultural» y los recesos budistas,
los anarquistas personales se encuentran en realidad en un fuego cruzado entre
los bárbaros en la cúspide de la sociedad en Wall Street y la City, y
los de abajo, en los lúgubres guetos urbanos de Europa y Estados Unidos. Por
desgracia, el conflicto en el que se encuentran, pese a sus loas a los estilos
de vida marginales (a los que los bárbaros corporativos no son ajenos hoy en
día), tiene menos que ver con la necesidad de crear una sociedad libre que con
una guerra brutal para ver quién va a participar en los botines disponibles de
la venta de drogas, cuerpos humanos, préstamos exorbitantes... sin olvidar los
bonos basura y las divisas.
Un
mero retorno a la animalidad –¿o hay que llamarlo «descivilización»?– no es una vuelta a la libertad sino al
instinto, al ámbito de la «autenticidad» que se guía por los genes más que
por el cerebro. No hay nada que esté más lejos de los ideales de libertad
expresados de formas cada vez más expansivas en las grandes revoluciones
históricas. Y no hay nada que sea más implacable en su total obediencia a los
imperativos bioquímicos como el ADN, o que contraste más con la creatividad,
ética y mutualidad abiertas por la cultura y las luchas por una civilización
racional. No hay libertad en lo «salvaje», si por pura fiereza se entienden los
dictados de las pautas de comportamiento congénitas que conforman la mera
animalidad. Difamar la civilización sin reconocer debidamente su enorme
potencial de libertad consciente –una libertad conferida por la razón así como
la emoción, por la comprensión así como el deseo, por la prosa así como la
poesía– es retroceder al oscuro mundo de la brutalidad, cuando el pensamiento
era débil y la capacidad intelectual era sólo una promesa de la evolución.
Citas:
1
Cita en The New York Times, 7 de mayo de 1995. Hay personas menos mojigatas que
Zerzan que han tratado de escapar de las garras de la televisión y se recrean
con buena música, piezas radiofónicas, libros, etc. ¡Simplemente no compran
una!
2 Max Stirner, The Ego and His Own, ed. James J.
Martin (Nueva York: Libertarian Book Club, 1963), part 2, chap. 4, sec. C,
«My Self-Engagement», p. 352; énfasis del autor. Edición en castellano: El
único y su propiedad, traducción de Pedro González Blanco (México D. F.: Juan
Pablos Editor, 1976), segunda parte, cap. II, sec. 3, «Mi goce de mí», p. 358.
3
Friedrich Nietzsche, «Sobre verdad y mentira en sentido extramoral» (1873,
fragmento), Obras Completas, vol. I (Buenos Aires: Ediciones Prestigio, 1970),
p. 547.
4 Friedrich Nietzsche, fragmento 481 (1883-1888), The
Will to Power (Nueva York: Random House, 1967), p. 267. Edición
en castellano: La voluntad de poder (Madrid: EDAF, 1981).
5
James J. Martin, introducción del editor a The Ego and His Own, p. 18.
Hoy día muchos confunden egoísmo con libertad individual. El egoísmo es todo lo contrario al anarquismo, y la libertad individual pilar fundamental del anarquismo. La libertad plena para tod@s solamente será posible si se respeta la irrepetible individualidad que somos cada una de las personas. Por otra parte, yo como individuo necesito ineludiblemente de la amistad, el cariño y la cooperación de otras individualidades; de otra manera sólo sería un huraño ermitaño. En el equilibrio entre nuestra necesidad de libertad individual y nuestro compromiso con la comunidad en la que vivimos, creo que está la clave para alcanzar una sociedad más justa y libre. Salud.
ResponderEliminarEn mi opinión, libertad individual y libertad colectiva son recíprocas e inseparables, como bien indica ese equilibrio al que te refieres. A propósito de ermitaños, refiriéndose al mito burgués de Robinson Crusoe, Manuel Vázquez Montalbán escribe:
Eliminar"Las robinsonadas no expresan en ningún modo, como se lo figuran los historiadores de la civilización, una simple reacción contra un excesivo refinamiento y el retorno a una vida primitiva mal comprendida. Como tampoco El Contrato Social de Rousseau, que mediante una convención relaciona y comunica a sujetos independientes por naturaleza, reposa sobre semejante naturalismo. Ésa es la apariencia, y la apariencia estética solamente, de las pequeñas y grandes robinsonadas. Éstas anticipan más bien la sociedad burguesa que se preparaba en el siglo XVI y que en el siglo XVIII marchaba a pasos agigantados hacia su madurez".
Algun@s confunden ese individualismo escapista con el anarquismo, olvidando la naturaleza social del ser humano.
Salud!
La aventura de Robinson, como bien dice Montalbán, es un canto a la razón instrumental que la sociedad occidental burguesa necesitaba ideológicamente en aquel momento y que aún lo sigue necesitando: cómo un individuo es capaz con su sola razón adaptar y dominar la naturaleza a sus propios intereses. Sin que le falte, por cierto, el negro al que redimir y explotar.
ResponderEliminar"No necesitas de nadie para vivir, yo te proporcionaré todo cuanto sea preciso", susurra el mercado al incauto y alienado consumidor.
EliminarAnte todo hay que empezar por mejorar al individuo, humanizarlo, recuperar eso que tanto se están esforzando en que perdamos, deshacer el tramo recorrido hacia el "hombre nuevo" del N.O.S. o de los nazis, volver a ser una tribu antes que un país.
ResponderEliminarUna vez recuperado el sentido común, nos daríamos cuenta de que sobra tecnología y falta compañerismo.
Salud!
Insistiré, a riesgo de ponerme pesado: el problema no es la tecnología, sino el uso y destino que (capitalismo mediante) se le da a la misma. Sobran máquinas y falta compañerismo, sí.
EliminarSalud!
Buen texto. Por "deformación profesional", en el tercer párrafo ya estaba pensando: "Aquí vendría muy bien una referencia a Nietzsche". Y en efecto, Bookchin no defrauda :)
ResponderEliminarCreo que hay algunas ideas anarcoprimitivistas rescatables (paradójicamente las más científicas o "civilizadas", como cuando se basan en estudios antropológicos), pero la crítica de Bookchin me parece fundamentalmente correcta y necesaria. En cuanto a la tríada posmodernismo-relativismo-individualismo, su afán por no concretar, por no cuantificar, por no demostrar y por no universalizar deviene en reacción política.
Un abrazo y a seguir.
¿En el tercer párrafo?... Mucho has tardado ;)
EliminarCoincidimos en la valoración y necesidad de la crítica de Bookchin. Lo que no comprendo es a qué te refieres cuando dices "En cuanto a la tríada...". Me gustaría que fueras más explicito, me interesa.
Un abrazo.
En realidad, cuando junto varios conceptos con guiones es porque no sé ir mucho más allá de ese juntar, je... como cuando después de enumerar un par de cosas decimos "etcétera", como queriendo decir "por ahí van los tiros, y si alguien quiere profundizar..."
ResponderEliminarUn primer trazo: el relativismo moral (ej. la libertad no es un hecho moral objetivo) y el individualismo modernos (en su versión reduccionista, anticolectivista, atomizadora, etcétera, je...) como teorías procapitalistas y prosistema, y defendidas "cultamente" desde buena parte de los estamentos universitarios, aliados intrínsecos de la Jerarquía. Algo así intento defender en el libro sobre Nietzsche que tengo entre manos (Nietzsche como precursor del posmodernismo, podría decirse). En el prólogo, exactamente, pero todo muy breve. Y nada nuevo, por otra parte :)
Un abrazo.
PD. Por cierto, el propio Zerzan, que no es relativista, está muy atinado, en mi opinión, cuando en "Futuro primitivo" escribe: "El liberal Habermas proclama que los pensadores postmodernos como Foucault, Deleuze y Lyotard son 'neoconservadores', ya que no ofrecen argumentaciones consistentes por las que moverse en una dirección social antes que en cualquier otra. La adopción postmoderna del relativismo (o 'pluralismo') significa también que no hay nada que evite que una facción social reivindique el derecho a dominar a otra, en ausencia de la posibilidad de determinados estándares. (...) No es difícil entender por qué el foucaultismo tuvo tan amplio seguimiento por parte de los medios de comunicación, mientras que a los situacionistas, por ejemplo, se les ignoró conscientemente".
Guy Debord era, y a mi juicio sigue siendo, bastante más peligroso (y menos academicista) que Foucault. Tal vez eso explique, en parte, por qué uno tuvo mayor seguimiento que el otro.
EliminarGracias por tu aclaración.
Creo que hay una relación entre el fetichismo de la mercancía y la técnica, en cuanto que los avances tecnológicos han propiciado una nueva visión del mundo y de las cosas, por lo tanto las mercancías en este contexto toman una nueva dimensión para el hombre, adquieren "alma" y cobran "vida" por si solas (como los coches), se reifican del hombre y son tomadas como objetos de culto que deben tener algún poder beneficioso para él como hacían las tribus primitivas...
ResponderEliminarEn manos del capital, el fin de la tecnología (ni buena ni mala en sí) está principalmente dirigido al mercado, es decir, a incrementar el capital, no ha mejorar las condiciones de vida de la gente. En el régimen capitalista que padecemos, la diferencia entre publicidad y propaganda es mínima, cuando no inexistente. Por otra parte, el uso que hacemos de la tecnología nos viene impuesto por exigencias de todo tipo, sobre todo laborales, y el destierro social está asegurado, no ya para quien decida prescindir de ella, sino para quien decida hacer un uso radicalmente distinto al que el mercado dictamina que sea.
EliminarEl fetichismo de la mercancía y del dinero le otorga poder al hombre con lo cual surge la transformación para que el hombre cuyo poder le han concedido la mercancía y el dinero se convierta en ídolo para los que no lo poseen, por eso motivo el progreso del aparato tecnológico va aparejado también con el aumento del fetichismo por la mercancía que cada vez va marginando a mas gente al concentrarse en grupos más reducidos (multinacionales, banca y Estados principalmente) que tienen el control sobre los avances e invenciones en los campos de la técnica y tecnología y también la del su uso y conocimiento a través de los especialistas que trabajan para el Capitalismo o el Estado.
ResponderEliminarRescato este artículo que habla sobre el Tecnofascismo:
"El tecnofascismo es un sistema social totalitario que se instaura a través de la tecnociencia, usando medios científicos y tecnológicos.
Sheldon Wolin1 define al tecnofascismo como un "totalitarismo invertido", en el cual el poder absoluto no tiene la apariencia de actuar como tal. El tecnofascismo no necesita establecer regímenes políticos, dictaduras militares, campos de concentración, obligar a la uniformidad ideológica ni suprimir a los elementos disidentes siempre que no cobren un perfil demasiado intelectual. En el tecnofascismo, el uso de las telecomunicaciones y de las computadoras se utiliza como medio de vigilancia absoluta, a la vez que se logra la adhesión de la población que percibe una sensación de progreso.
En un sistema tecnofascista, la fascinación de las masas por la ideología es sustituida por la fascinación hacia la tecnología. La adhesión ciega de los individuos hacia lo tecnológico posibilita el despliegue de un control absoluto sobre la sociedad, en cuya fase final se suele situar la manipulación biológica y/o mental de los individuos para lograr una sociedad uniforme y pacificada dirigida bajo los criterios de estados transnacionales o grandes corporaciones de una corporatocracia."
https://es.wikipedia.org/wiki/Usuario:Sorimi/Tecnofascismo
Pues sí, pero como dijo Bertolt Brecht, "Estar contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y oponerse a sacrificarlo." Es el capitalismo el que engendra el fascismo a secas, y claro está, se apropia de los medios científicos y tecnológicos y los utiliza para sus fines totalitarios. Combatir al capitalismo es combatir la raíz del fascismo.
EliminarGracias por la cita y por el enlace.
Salut!
Yo veo aquí un conflicto con las ideas insurrecionalistas y veo que hay un cacao monumental, amén de parecer simplista o yo mismo tenerlo. El texto solo me ha creado más dudas y no me ha convencido.
ResponderEliminarSi hay que construir una sociedad fuerte se necesitan individuos fuertes que actúen por la comunidad por voluntad propia. ok
El máximo exponente del individuo fuerte es el individuo egoista de nuestra sociedad actual, esto es lo que muestra bookchin. ok
Los insus nos dicen que el individuo fuerte es el que no se deja llevar por esta sociedad porque piensa por si mismo, que toma acciones incluso en contra de su sociedad si son justas. Hasta cierto punto ok
Por otra parte, el individuo que actua para cualquier sociedad es un individuo que deja a parte su egoismo y trabaja para los demás, lo cual supondría ir a veces en contra de su voluntad, por un bien mayor. ok
Si no se puede ser egoista ni generoso, ni colectivista ni individualista, primitivo ni moderno, yo declaro: que les den a todos! Cada uno por su camino, a su ritmo, y nos encontramos en la cima.
Las individualidades fuertes toman acuerdos fuertes establecidos bajo relaciones de igualdad, pares entre iguales. Y quienes los toman los respetan por propia voluntad, aceptando las discrepancias. Algo tan simple puede dar lugar a volúmenes y volúmenes.
Salud!
A mi entender, no se trata de egoísmo o generosidad, sino de inteligencia y de integridad. Algo no va bien (y es lo que creo que denuncia Bookchin) cuando el individuo piensa que su libertad y su inteligencia son producto de su quehacer aislado, que no debe nada a la comunidad. El ser completamente aislado es un mito o un animal. Todo, incluidas nuestras taras, se lo debemos a la sociedad en la que nos desarrollamos, empezando, claro está, por le lengua con la que nos expresamos.
EliminarComo apunta Bookchin: «El mensaje [de Stirner] era la insurrección personal más que la revolución general». La filosofía de Stirner representa la individualidad llevada a su máximo exponente. La solidaridad que permite la revolución general no se deriva de un acto de generosidad, sino de un planteamiento inteligente. Nadie puede ser verdaderamente libre al margen de la comunidad, de ahí el "sentido común".
Salud!