Charla debate sobre “La Juventut en la Transició”, en el Centro Social Autogestionado Can Batlló, barriada de Sants, Barcelona.
El
sentido de la historia también se manifiesta en fenómenos superficiales y
laterales como la música pop, puesto que están vinculados con la vida corriente
y no son simplemente hueras trivialidades o negocios lucrativos, sino resultado
de fantasías y ensoñaciones colectivas donde cristaliza a un nivel cotidiano la
falsa conciencia de la época. Son materiales compuestos de consignas, temas,
imágenes y sonidos con las que se puede ilustrar la evolución de una sociedad
de clases enfrentadas hacia una sociedad de masas manipulables. Desde la
sucesión de estilos propios a esa clase de música para jóvenes, que anuncian el
desarrollo y diversificación de la industria del espectáculo, podemos llegar
con facilidad a las contradicciones de una realidad social en fase de
efervescencia a la que los intereses de la dominación tratan de apaciguar,
tanto en el frente musical como en los demás frentes. Si la función de tales
intereses consiste en desvirtuar y neutralizar los impulsos disolventes que
emergen musicalmente o no en los estratos juveniles de la sociedad, la nuestra
es por el contrario la de darlos a conocer y revelar lo que hay de esencial en
ellos, pasando por encima de opiniones veleidosas e intrascendentes.
El
periodo conocido como la Transición, comprendido entre 1976 y 1981, es decir,
entre el año de la actuación de los Rolling Stones en Barcelona y el año en el
que nace Mecano y abre la sala RockOla, consistió básicamente en la
transmutación parlamentaria de un régimen fascista con la aprobación y el apoyo
de una oposición política que se autoproclamaba “democrática”. Fue una
operación de cambio de oropeles de un aparato dictatorial que se conservaba
íntegro y limpiaba su antigua hoja de servicios gracias a un pacto de silencio
y una amnistía. En compensación se creaba un espacio para el asentamiento de
una nueva clase política, la cual se hacía responsable de la desactivación de
cualquier fuerza subversiva en el seno de la sociedad civil. La Constitución
salida de esa componenda, más que garantizar derechos los suspendía con el
pretexto de posibles situaciones de peligro institucional determinadas
unilateralmente por la autoridad gubernativa. Los jueces franquistas
garantizaban su aplicación regresiva. Mientras, la jurisdicción militar se
mantenía aparte y sus tribunales seguían procesando a escritores, actores y
periodistas. El golpe de Tejero proporcionó las excusas que faltaban para las
vergonzosas capitulaciones que cerraron el periodo, instaurando un régimen
continuista con apariencias democráticas.
Para
sus inventores, la Transición no podía limitarse a la política y a la
jurisprudencia; el cambio aparente tenía que ser cultural y sobre todo, llevar
la impronta generacional. La importancia de la juventud radicaba en el hecho de
que las tres cuartas partes de la población española de mediados de los setenta
tenía menos de cuarenta años. La farsa constitucional y los Pactos de la
Moncloa harían de fondo; la servidumbre voluntaria y la conciencia satisfecha
figurarían en primera fila. Siendo una herramienta de suma importancia para el
condicionamiento de masas, los medios de comunicación habían continuado casi en
exclusiva en manos del antiguo aparato, incluso después de aprobarse la “carta
magna” y constituirse las Cortes parlamentarias. Eso significó el predominio de
formas espectaculares arcaicas, y nunca mejor dicho, teledirigidas, cuando la
reconducción de la juventud potencialmente contestataria exigía un espectáculo
difuso que incluyera actitudes beligerantes contra las convenciones pasadas aún
vigentes. El clima social conformista que se quería introducir con el calzador
de la modernización formal necesitaba canales de desagüe más eficaces y
distracciones más atrevidas. Para ser verdaderamente moderno el orden musical
no tenía que luchar contra la subversión, sino marchar un paso por delante. Sin
embargo, desde el punto de vista del franquismo discográfico el rock no iba más
allá de Los Brincos o de Fórmula V, y, para los nuevos funcionarios
progresistas de la cultura, el rock era poco menos que un invento del
capitalismo. Eso, la ausencia de la gente de barrio, el carácter artificioso e
importado de la contracultura y una sofisticación fuera de lugar explicarían
por ejemplo la falta de atractivo tanto institucional como popular del llamado
rock progresivo o del llamado “underground” de los primeros setenta, a pesar de
contar con el respaldo de un parte significativa del staff musical. Dicha
modalidad rockera tuvo uno de sus últimos espasmos en el primer Canet Rock, la
única tentativa, confusa, pero con verdadera voluntad de dar vida a una
contracultura ibérica. El impasse musical fue aprovechado mejor por los
cantautores.
Por
lo menos hasta 1978, a pesar de la euforia libertaria, los cantautores adictos
al sistema de partidos dominaron la escena oficial. Las maneras poetoides,
corales y folk con “mensaje” eran más apropiadas para transmitir los eslóganes
del poder remodelado a un público mayoritario de estudiantes y profesores. Una
lírica palabrera y seudotrascendental de “libertad
sin ira, libertad”, de “se hace
camino al andar”, de “a galopar”,
o de “si tu l’estires cap aquí”,
cubría el engaño supremo de una democracia ful con que la misma libertad estaba
siendo escamoteada. La tarea adormecedora del cantautor obedecía a la urgencia
de estabilizar el régimen nacido de una transacción abominable. Apremiaba un
trabajo de propaganda que, mediante el uso poético-musical de los tópicos
liberales y el buenismo democrático parlamentario, ocultara los antagonismos de
clase e indirectamente hiciera apología del orden establecido, de sus curas,
sus jueces, su policía y su ejército. Al caminante de Machado le soplaban lo de
que “se hace camino al votar”. En
fin, se puede decir que la canción de autor, serio y “de izquierdas”,
caracterizó el melecumbé del nuevo régimen partitocrático en sus inicios. Los
efectos de la contracultura americana durante los primeros setenta no
traspasaron los ambientes de los retoños desarraigados de las clases medias y
altas. Los viajes, el ácido lisérgico, la meditación, la maría, la melena, el
comic underground, la no-violencia, la libertad sexual y las comunas campestres
fueron sus propuestas más importantes, y Pau Riba, su artista más dinámico.
Inspiraron los voluntariosos y artesanales festivales de rock de 1975-76,
balbuceos de un hippismo casero pasando de todo lo que significara compromiso
social, y tuvieron su momento de gloria en las Jornadas Libertarias de julio de
1977, ceremonia triunfalista y autocomplaciente de una confusión que ni la CNT
ni la revista cajón-de-sastre “Ajoblanco” pudieron administrar durante
demasiado tiempo. La amalgama de ideologías, camarillas y poses no despertaba
una especial lucidez; mientras, los días de libertad se acababan con la
consolidación de la partitocracia y la acción paralela del caballo y de los
servicios secretos.
Los
trabajadores adultos veían con malos ojos los asaltos a la moral puritana, a la
familia y a la ética del trabajo. Estaban contaminados por valores culturales
catolico-burgueses y eran indiferentes, cuando no francamente hostiles, a los
radicalismos en la vida cotidiana. Por su parte, el movimiento obrero autónomo
se batía en retirada y no estaba ni para porros ni para canciones. Sin embargo,
los tiempos corrían y lo que hoy ponía en música la buena conciencia de la progresía
pequeño burguesa y de los viejos militantes de fábrica, no serviría mañana para
impedir la formación de fuerzas juveniles desestabilizadoras en las barriadas
dormitorio, donde aún ardían rescoldos de luchas asamblearias. De un día para
otro habían dejado de funcionar los sermones cansinos y deprimentes de los
cantautores del nuevo régimen, requiriéndose nuevos vehículos musicales para
dispersar las energías juveniles. No se trataba de dar un falso contenido al
tiempo, sino simplemente de matarlo, por lo que convenían más los estilos
rockeros ya que se prestaban mejor al optimismo y a la evasión. Con una masa
juvenil deseosa de divertirse, de huir de la realidad y de disimular su
insatisfacción particular, pero incapaz de tragarse las salmodias seudodemocráticas
y fraternaloides con que le obsequiaban los artistas “comprometidos” con el
statu quo –no hablemos ya del frikismo contemplativo hippy o de los cánticos
arqueolibertarios– los mecanismos de evacuación de la rabia anti-sistema
buscarán otras salidas que afrontarán en principio la realidad en lugar de
esquivarla, para mejor pasar después de ella.
A
partir de 1977, año de la euforia que despertaron las primeras elecciones y año
también de las primeras manifestaciones de la crisis económica, al margen del
negocio musical aparecen o graban en sellos independientes una multitud de
bandas rockeras suburbanas de sonido diverso, promocionadas por emisoras de
frecuencia modulada. Tienen buenos intérpretes, malas pintas y cantan letras
que hablan de asuntos muy alejados de los que obsesionan a la clase política,
como son el sexo, la peligrosidad social, la escuela, el dinero, las peleas, el
bailoteo, la juerga del fin de semana, etc. Se han cansado de versionear en
inglés a sus grupos preferidos, cantan en español y demuestran un gran poder de
convocatoria. De Burning a Barricada, de Leño a Baron Rojo, de La Banda Trapera
a Cucharada, de Coz a La Polla Records, de Asfalto a la incipiente movida
viguesa, un montón de bandas conectan de maravilla con un público que además de
ir a los conciertos todavía se organizaba en los barrios, asistía a asambleas y
se presentaba en las manifestaciones. El pacto desmovilizador que cimentaba la
Transición no había acabado con eso puesto que su complemento económico, la
sociedad de consumo, no había alcanzado niveles europeos. El coche, por
ejemplo, el artefacto por excelencia del consumidor, no ocupaba el centro de la
vida cotidiana del joven. Tampoco la moto ni la ropa. Culpa de la subida del
precio del carburante y de la falta de trabajo que se empezaba a notar. Otras
propuestas musicales ofrecerán menos interés, como por ejemplo el rock
anestésico tipo andaluz o el rock-salsa layetano, hijos bastardos del
progresivo, pero completan un cuadro que permite hablar de “creatividad” y de
“libertad” con mayor propiedad que en ningún otro momento. La producción
musical no iba condicionada y ni mucho menos determinada por las estructuras
comerciales de un show bussiness que
se comía bien poco en ese campo. El rock español de barrio superaba los límites
del espectáculo al crear una comunión entre músicos y público lo suficiente
real como para dar la impresión de una comunidad juvenil, cuando no de una
“nación”, pero más bien como la del “Woodstock catalán” de Canet. Mera
impresión sin mucha base, puesto que la marcha rockera no era sino una
respuesta en el terreno del ocio a cuestiones sociales irresolubles en dicho
terreno. La libertad, liquidada apenas acabada de nacer en la sociedad
posfranquista, se preservaba de momento en enclaves juveniles de la periferia
urbana. Pero se pretendía una resolución mágica de contradicciones sociales con
la fórmula magistral de amontonamiento libre, buenrollismo y colocón tolerado.
Las contundentes afirmaciones del público de los conciertos: “el rock es todo”, “es mi religión”, “es una
forma de estar vivos”, etc., ya reflejaban las ansias de sublimar su
libertad verdadera, sus experiencias posibles y sus deseos de acción en un
lugar cerrado liándose canutos, dando cabezazos, rasgando guitarras irreales y saltando
con la música a toda pastilla, con la ilusión adolescente de formar parte de
algo completamente inexistente. Y sobre todo, manifestaban la voluntad de no
correr riesgos. Al revés de lo ocurrido en la década anterior, en los últimos
setenta nadie creía realmente que el rock cambiaría el mundo. Lo dijeron los
Stones: “esto es sólo rocanrol”. Un
estilo que además parecía perfectamente coherente con una mentalidad política
conservadora: Neil Young, Alice Cooper, David Bowie y Eric Clapton, entre
otros, se habían pronunciado por la derecha o la extrema derecha, y lo mismo
harían miembros de Velvet Underground, King Crimson, Ramones, Kiss, Led
Zeppelin y los mismísimos Doors. Estábamos en los balbuceos del tratamiento
industrial de los jóvenes a través de la música, a los que se proporcionaba una
identidad roquera de prestado ideal para convertirles en masa maleable.
El
rock suburbano peninsular no tenía raíces ibéricas; las tenía en el mundo
anglosajón blanco. Eran raíces importadas muy concretas. Nada que ver con el
pop español tutelado y facilón de los sesenta. Se inspiraba principalmente en
el rock sinfónico, experimental e intelectualizado, en el glam, en el rock duro
y en el heavy metal, estilos propios de la fase terminal del rock, aquella en
la que el ruido, las anfetas y la parafernalia escénica creaban el necesario
ambiente pasivo para que el espectáculo total se consumara en una completa
separación entre el grupo virtuoso y el público contemplativo y domesticado.
Cierto que también hubo mejores influencias, Dr. Feelgod, The Clash, Johnny
Thunders… Pero por otro lado, el macroconcierto se había revelado como el medio
más idóneo para congregar a masas de jóvenes huérfanos de personalidad que
solamente se sentían a gusto en una montonera, aplicación práctica del cuando
más seamos, mas reiremos. Incluso podía servir, con causa de por medio (como el
concierto para recaudar fondos pro Bangladesh organizado por el beatle
Harrison), para indignarse impotentemente ante una horrible masacre y olvidarla
a la salida, exhibiendo en público una sensibilidad frívola y un compromiso
falso por el precio de una entrada. Algo muy narcótico, muy narcisista y muy en
consonancia con el refuerzo de las burocracias partidistas y del Estado. En
cuanto al rock especifico de los setenta, el bajo pesado, la presencia fálica
de la guitarra marcando un ritmo enfático, la percusión densa, la voz chillona
del solista, la pose teatral y machorra, la amplificación distorsionante, las
bengalas, los focos, la pelambrera y el inevitable logo, sublimado nazi, eran
elementos idóneos para conducir a bandas y seguidores hacia los estereotipos
más banales, respectivamente, de la “tribu”, sucedáneo de la comunidad
disuelta, y del “ídolo”, imagen viril de la alienación modernizada que los “fans”
agradecían y deseaban imitar. El fetichismo rockero no hacía más que reflejar
el fetichismo de la mercancía espectacular, prueba suficiente de que el
antagonismo entre clases estaba degenerando en un conflicto generacional –o
“tribal”. Un problema de mucho menor calado, fácil de resolver mediante la
creación administrativa de espacios exclusivos donde los veinteañeros ociosos
pudieran fabricarse una identidad postiza y revolcarse alucinados en la nada,
dejando el campo libre a los profesionales de la política y del sindicalismo.
Vamos, la cuestión social convertida en un tema de política municipal
socialista o comunista. En realidad, era todo un salto adelante en el
espectáculo inscrito en el reajuste de los resortes del poder institucional y
sus nuevas políticas lúdico-ceremoniales.
Con
tales fuentes de inspiración el rock metropolitano no supuso un asalto a la
cultura, sino el desarrollo de un gueto juvenilista, feliz y entusiasmado de
nadar en movidas que no suponían peligro alguno, puesto que no afectaban al
orden neodemocrático. Un adelanto en el tiempo de los polígonos discotequeros y
las raves. El suplemento de libertad conseguido no se empleaba más que en pasar
un buen rato con los colegas moviendo las caderas. Por ese lado no hubo
conciencia de clase, y puesto que la sociedad de masas había igualado las
generaciones, tampoco hubo conflicto generacional; al final de la Transición la
despolitización era general. Los padres no servían de ejemplo para sus hijos,
aunque tampoco servían de revulsivo. Los más modernos empezaban a imitarles.
Los ambientes lúdicos y despreocupados no alentaban sentimientos colectivos de
rebeldía, ni favorecían la lucidez. Además, en las bandas era patente una
absoluta falta de criterio político, llegando no pocas veces a actuar para
espectáculos de partido, en consonancia con la resurrección de la Dictadura
repeinada y acicalada como Democracia. Las burocracias partidistas fueron las
primeras en darse cuenta de las posibilidades de esa clase de música para
contrarrestar la tendencia a la baja de la asistencia sus ceremonias y explorar
de paso las posibilidades electorales del filón juvenil. En ese sentido la
actuación de Ramones en la “Festa de Treball”, órgano del PSUC, marca un hito
en el oportunismo difícil de igualar. Entretanto, el capitalismo se reafirmaba
en suelo hispano cerrando fábricas y abriendo sucursales bancarias, cercenando
libertades y equipando a las fuerzas represivas. Los ejecutivos de una sociedad
forzada a una renovación constante, cuyos miembros se sentían arrastrados a un
consumo frenético, descubrían en la “juventud”, término impreciso donde los
haya, a la vanguardia del ocio integrable y la reconversión cultural, algo
secundario en un mundo de productores, pero esencial en uno de consumidores.
La
juventud, tanto obrera como estudiante, en la medida que podía permitirse vivir
ajena al trabajo, descubría los sólidos lazos que la ataban al mundo consumista
de cuyas convenciones se burlaba. Consciente de ello, su burla fue cada vez más
frívola e insustancial y la trasgresión anduvo cada vez más por las ramas. La
trasgresión se volvía moda y la pose, norma. Lo fijo desaparecía, todo se hacía
muy cambiante, pues lo efímero es la condición primera de la sociedad de
consumo y del espectáculo que se estaba entronizando. La separación entre la
España oficial de los partidos y los poderes fácticos, y la España real de la
policía y los parados, había acabado produciendo la inevitable decepción. De
carambola, la masa juvenil empezó a volverse incrédula, narcisista, apolítica y
esteta. También más femenina y políticamente incorrecta: las letras de las
canciones de los nuevos grupos no buscaban la trascendencia, a lo sumo, una
provocación light más que vista (p.e. el uso de svásticas y uniformes nazis, la
nota gamberra, la irreverencia blanda). La juventud de los ochenta ya no quería
salvar el mundo, ni siquiera salvarse a sí misma. El desencanto, la soledad y
el tedio empezaron a rellenarse con humor, maquillaje y estupefacientes. El
ocio se hizo nocturno, como las rayas. Las rupturas, como siempre, se limitaron
a los códigos estéticos, no a la realidad, y también como siempre, con varios
años de retraso. Al no encarar la realidad, el desengaño no produjo
resentimiento, sino individualismo, mucho ego, delirio, postureo,
autodestrucción y nueva indumentaria. En fin, hablamos de la “Movida”
madrileña, el tecno y otras hierbas similares. Vale, la historia del punk y del
rock radical no fue exactamente así, pero aquellas ya eran movidas
postransicionales y llovían sobre mojado.
Miquel Amorós
Muy interesante.
ResponderEliminarDe acuerdo en todo, pero me habría gustado que desarrollara más las dos últimas líneas. El punk y el rock radical, sobre todo en Euskadi, sí que fueron parte de una guerra ideólogica que ha levantado muchas barricadas.
ResponderEliminarCierto. Pienso yo que, si Amorós no abunda en la historia del punk/rock radical es porque circunscribe su análisis a una determinada época y a un determinado tipo de música. Pero, sí, a mí también me habría gustado.
EliminarUn peñazo de artículo, ya desde el principio pretende que la CNT y la revista Ajoblanco sólo se dedicaban a verse el ombligo.....usted que hizo durante aquella época Sr. Amoros ? Ya salió en alguna manifestación ? Ya corrió algun riesgo .... por favor estos artículos dan una visión fatalista de quienes no tuvieron la oportunidad de asistir al asalto de lo cielos.
ResponderEliminar"Nieto de anarquistas, Miguel Amorós se hace anarquista en 1968. En la década de 1970 participó en la fundación de varios grupos anarquistas, entre los cuales figuran Bandera Negra, Tierra Libre, Barricada, Los Incontrolados y Trabajadores por la Autonomía Obrera y la Revolución social. Pasa algún tiempo en las cárceles franquistas antes de exiliarse a Francia."
EliminarLo que pasó después de los Pactos de la Moncloa, Transición, las Reconversiones, la Movida, la escisión de la CNT, la corrupción del PSOE, entrada de la OTAN... son todos signos de que el mundo había girado y evolucionado de forma distinta a lo que había pasado en el pasado. Se pasó del "mundo nuevo en nuestros corazones" al "no hay futuro". El trabajo era distinto, las condiciones económicas y tecnológicas también, políticas.
ResponderEliminarEl edonismo de los 80 y 90 solo vaticinaba el "españa va bien de 200-2006". Que salió mal y que se ha retomado la lucha está claro. Pero evidentemente de forma distinta. Los tiempos cambian con cada generación. Tal vez la nuestra vuelva a ver surgir la revolución de los abuelos realizada por sus hijos, la olvidada por nuestros padres. Pero hoy en día eso es simplemente imposible en España. Otros sitios como Rojava, México, o Colombia, tienen condiciones que sí que lo permiten, pero no en la forma que se realizó en España en el 36.
Salud!