Notas sobre un extravío teórico político
en el pensamiento crítico contemporáneo *
Uno
de los rasgos más categóricos de la victoria ideológica del neoliberalismo ha
sido su capacidad para influenciar decisivamente la agenda teórica y práctica
de las fuerzas sociales, las organizaciones de masas y los intelectuales
opuestos a su hegemonía. Si bien este atributo parecería haber comenzado ahora
a recorrer el camino de su declinación, reflejando de este modo la creciente
intensidad de las resistencias que a lo largo y a lo ancho del planeta se
erigen en contra de su predominio, las secuelas de su triunfo en la batalla de
las ideas están llamadas a sentirse todavía por bastante tiempo. Es bien sabido
que no existe una relación lineal, mucho menos mecánica, entre el mundo de las ideas
y los demás aspectos que constituyen la realidad histórico-social de una época.
Esto explica, por ejemplo, que las concepciones medievales sobre la unidad del
“organismo social” –justificatorias del carácter cerrado del estamentalismo
feudal y de la primacía del papado sobre los poderes temporales- sobrevivieran
por siglos al advenimiento de la sociedad burguesa y a una de sus instituciones
básicas, el contrato. No debiera sorprendernos, por lo tanto, si teorizaciones
surgidas durante el apogeo del neoliberalismo y coincidentes con el mayor
reflujo histórico experimentado por los ideales socialistas y comunistas desde
la Revolución Francesa hasta hoy perduren tal vez por décadas, aún cuando las
condiciones que les dieron origen hayan desaparecido por completo.
Un
ejemplo de esa pertinaz colonización ideológica lo ofrece en la actualidad la
obra de algunos de los más conocidos intelectuales críticos de la izquierda. Si
se examina con detenimiento el pensamiento de autores tales como Michael Hardt
y Antonio Negri o la más reciente contribución de John Holloway, puede
comprobarse sin mayor esfuerzo cuán vigorosa ha sido la penetración de la
agenda, las premisas y los argumentos del neoliberalismo aún en los discursos
de sofisticados intelectuales seriamente comprometidos con una crítica radical
a la mundialización neoliberal. Porque ninguno de los tres autores arriba
mencionados “se ha pasado de bando”, peregrinando a las filas de la burguesía y
el imperialismo en busca de reconocimiento u otro tipo de recompensas. Ninguno
de los tres abjuró de la necesidad de avanzar hacia la construcción de una
sociedad comunista, o por lo menos decididamente “post-capitalista.” Todo lo
contrario: el sentido de su obra es justamente el de fundamentar, en las nuevas
condiciones del capitalismo de inicios del siglo veintiuno, las formas de lucha
y las estrategias que podrían ser más conducentes al logro de tales fines. En
ese sentido es preciso establecer, antes de plantear nuestra divergencia con
sus teorizaciones, una clara línea de demarcación entre Hardt, Negri y Holloway
y autores tales como Manuel Castells, Regis Debray, Ernesto Laclau, Maria
Antonieta Macchiochi, Chantal Mouffe, Ludolfo Paramio y toda una pléyade de
ex-marxistas europeos y latinoamericanos que al iniciar una necesaria
renovación teórica del marxismo para rescatarlo de la ciénaga del estalinismo
culminaron su arrepentimiento con una capitulación teórica tan grosera como
imperdonable. En este descenso, y so pretexto de la supuesta superioridad
civilizacional del capitalismo, muchos abandonaron el marxismo dogmático que
habían cultivado con especial celo durante largo tiempo para convertirse en
furiosos profetas que ahora pretenden persuadirnos de la imposible superioridad
etica de un modo de producción basado en la explotación del hombre por el
hombre y la destrucción de la naturaleza. Pocos casos, no obstante, igualan la
denigrante trayectoria de María Antonieta Macchiochi, quien transitó desde el
más irresponsable ultraizquierdismo hasta el neofascismo, culminando con
ignonimia su trayectoria política e intelectual en el Parlamento italiano
representando nada menos que a Forza Italia y su capo, Silvio Berlusconi.
Queremos
dejar claramente sentado que Hardt, Negri y Holloway de ninguna manera entran
en esta lamentable categoría de los que bajaron los brazos, se resignaron y se
pasaron a las filas del enemigo de clase. Son, en buenas cuentas, camaradas que
proponen un análisis equivocado de la situación actual. Su integridad moral,
totalmente fuera de cuestión, no les ahorra sin embargo caer en la trampa
ideológica de la burguesía al hacer suyas, de manera inconsciente, algunas
tesis consistentes con su hegemonía y con sus prácticas cotidianas de dominio y
que de ninguna manera pueden ser aceptadas desde posiciones de izquierda.
Expliquémonos. Para la burguesía y sus aliados, para el imperialismo en su
conjunto, es imprescindible potenciar el carácter fetichista de la sociedad
capitalista y ocultar lo más que se pueda su naturaleza explotadora, injusta e
inhumana. Parafraseando a Bertolt Brecht podemos decir que el capitalismo es un
caballero que no desea que se lo llame por su nombre. La mistificación que
produce una sociedad productora de mercancías y que todo lo mercantiliza
requiere, de todos modos, un reforzamiento generado desde el ámbito de aquello
que Gramsci denominara “las superestructuras complejas” del capitalismo, y
fundamentalmente de la esfera ideológica. Así, no basta con que la sociedad
capitalista sea “opaca” y la esclavitud del trabajo asalariado aparezca en
realidad como un universo de trabajadores “libres” que concurren a vender su
fuerza de trabajo en el mercado. Es preciso además silenciar el tratamiento de
ciertos temas, deformar la visión de otros, impedir que se visualicen unos
terceros y que alguno de ellos se instale en la agenda del debate público. De
ahí la importancia que asume para la derecha cualquier teorización (sobre todo
si es producida por críticos del sistema) que empañe la visión sobre el
imperialismo, el poder y el estado, o que desaliente o impida una discusión
realista sobre estos temas. Esa es, precisamente, la misión ideológica del
saber económico convencional, donde la politicidad y eticidad de toda la vida
económica se diluyen en los meandros del formalismo, la modelística y la
pseudo-rigurosidad de la matematización. Si lo anterior no fuera posible, la
“segunda mejor” alternativa es hacer que las teorizaciones predominantes sobre
estos asuntos sean lo más inocuas posibles. La extraordinaria acogida que tuvo
la obra de Hardt y Negri en la prensa capitalista y la “opinión seria” de los
países desarrollados es de una contundencia aleccionadora al respecto.[i] Por
su parte, el libro de Manuel Castells, La Edad de la Información, que produce
una visión conformista y complaciente del “capitalismo informacional”, cosechó
extraordinarios elogios en esos mismos ambientes, sobresaliendo en dicha
empresa Anthony Giddens, el principal teórico de la malograda “tercera vía,” y
el ex-presidente de Brasil, Fernando H. Cardoso, cuya gestión en el área
económica se caracterizó por su estricta adhesión a las políticas neoliberales.
(Castells, 1996; 1997; 1998) [ii]
En
síntesis: la tesis fundamental que quisiéramos probar en las páginas que siguen
sostiene que la concepción general y las orientaciones heurísticas que se
desprenden de los planteamientos que encontramos en la obra de Hardt y Negri y
Holloway lejos de instalarse en el terreno político del pensamiento
contestatario son plenamente compatibles con el discurso neoliberal dominante. Reflejan
la derrota ideológica sufrida por aquél, y la lamentable vigencia del
diagnóstico al que arribara, a finales del siglo diecinueve, José Martí cuando
decía que “de pensamiento es la guerra mayor que se nos hace” y convocara a los
patriotas latinoamericanos a ganar la batalla de las ideas. Tarea que, por
cierto, constituye una de las más importantes asignaturas pendientes de la
izquierda.
Hardt y Negri
En
un libro publicado poco después de la aparición en lengua española de Imperio,
la aclamada obra de Michael Hardt y Antonio Negri, sometimos a crítica las
tesis centrales de dichos autores, razón por la cual no reiteraremos, siquiera
mínimamente, lo dicho en esa oportunidad.[iii] En este trabajo nos limitaremos
en cambio a exponer, sucintamente, nuestra disidencia en relación a la noción
de “contra-poder” que proponen esos autores.
El
concepto de “contra-poder” surge como consecuencia de la crisis terminal que
enfrenta, según Hardt y Negri, el estado nación y, a raíz de esto, las clásicas
instituciones de la democracia representativa que le acompañaron desde el
advenimiento de la Revolución Francesa. El “contra-poder” alude así a tres
componentes específicos: resistencia, insurrección y poder constituyente. Hardt
y Negri analizan en su obra sus cambios experimentados a consecuencia del
tránsito desde la modernidad a la posmodernidad, y concluyen que en las más
variadas experiencias insurgentes habidas en la época moderna –ese vasto e
indefinido arco histórico que comienza con el amanecer del capitalismo y
culmina con el advenimiento de la sociedad “posmoderna”– la noción de
“contra-poder” se reducía a uno solo de sus componentes: la insurrección. Pero,
afirman nuestros autores, la “insurrección nacional era en realidad ilusoria”
habida cuenta de la presencia de un denso sistema internacional de estados
nacionales que hacía que, en esa época histórica, toda insurrección, incluyendo
la comunista, estuviese condenada a desembocar en una guerra internacional
crónica, la que acabaría por tender “una trampa a la insurrección victoriosa y
la transforma en régimen militar permanente”.
Pero
si el papel sumamente relevante del sistema internacional es indiscutible –como
lo atestigua la obsesiva preocupación que manifestaran por este asunto los
grandes revolucionarios del siglo XX– no es menos cierto que, tal como ocurre
reiteradamente en Imperio, H&N incurren en graves errores de apreciación
histórica cuando hablan del carácter “ilusorio” de las tentativas
revolucionarias que jalonaron el siglo XX. En efecto: ¿qué significa
exactamente la palabra “ilusorio”? El hecho de que una insurrección popular
precipite una impresionante contraofensiva internacional llamada a asegurar el
sometimiento y control de los rebeldes, con un abanico de políticas que van
desde el aislamiento diplomático hasta el genocidio de los insurrectos,
demuestra precisamente que en tal situación no hay nada de “ilusorio” y sí
mucho de real, y que las fuerzas imperialistas reaccionan con su reconocida
ferocidad ante lo que consideran como una inadmisible amenaza a sus intereses.
Si atendemos a las enseñanzas de la historia latinoamericana, por ejemplo,
comprobaríamos que ni siquiera hizo falta una insurrección popular para que la
parafernalia represiva del imperialismo se pusiera en juego. Recordemos lo
acontecido con João Goulart en Brasil de 1962, Juan Bosch en República
Dominicana en 1965, Salvador Allende y la Unidad Popular en Chile de comienzos
de los años setentas, para no citar sino los casos más conocidos, que
demuestran como un simple resultado electoral que proyecte al gobierno nacional
a un partido o coalición progresista es suficiente para que comience un juego
de presiones desestabilizadoras tendientes a corregir los “errores” del
electorado. Algo semejante ya está ocurriendo en Brasil con el nuevo gobierno
del PT. En todo caso, cualquiera sea la experiencia insurreccional que se
analice a lo largo de los siglos XIX y XX, resulta evidente que la guerra
internacional es mucho menos atribuible a la intransigencia o al apetito
expansionista de los revolucionarios que a la furia represora que desata la
insubordinación de las masas y sus anhelos emancipatorios.
Por
otra parte, afirmar como hacen nuestros autores que las revoluciones
triunfantes asediadas por los ejércitos y las instituciones imperialistas
(entre las que sobresalen el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial,
la Organización Mundial del Comercio y otras afines) y que deben enfrentarse
para sobrevivir a un repertorio de agresiones de todo tipo -que incluye
sabotajes, atentados, bloqueos comerciales, boicots, guerras “de baja
intensidad”, invasiones militares, bombardeos “humanitarios”, genocidios, etc.–
se convierten en “regímenes militares permanentes” implica un monumental error
de interpretación del significado histórico de dichas experiencias. Equívoco
que, dicho sea al pasar, es típico de la ciencia política norteamericana que
procede de igual manera cuando, por ejemplo, coloca en una misma categoría –los
famosos “sistemas de partido único”– a regímenes políticos tan diversos como la
Italia de Mussolini, la Alemania Nazi, la Rusia de Stalin y la China de Mao.
Nuestros autores subestiman los factores históricos que a lo largo del último
siglo obligaron a las jóvenes revoluciones a armarse hasta los dientes para
defenderse de las brutales agresiones del imperialismo, a años luz de las
sutilezas del imperio imaginado por H&N, esa misteriosa red sin centro ni
periferia, adentro ni afuera, y que supuestamente nadie controla para su
beneficio. Si la revolución cubana sobrevive en estos días de un supuesto
“imperio sin imperialismo”, ello se explica tanto por la inmensa legitimidad
popular del gobierno revolucionario como por la probada eficacia de sus fuerzas
armadas, que después de Playa Girón disuadieron a Washington de intentar nuevamente
una aventura militar en la isla.
Por
otra parte, la interpretación de H&N revela asimismo el grave yerro en que
incurren a la hora de caracterizar a las emergentes formaciones estatales de
las revoluciones. Una cosa es lamentarse por la degeneración burocrática de la
revolución rusa y otra bien distinta afirmar que lo que allí se constituyó fue
un “régimen militar”. El hecho de que Cuba haya tenido que invertir cuantiosos
recursos, materiales y humanos, para defenderse de la agresión imperialista no
la convierte en un “régimen militar”. Sólo una visión de una imperdonable
ingenuidad e irreparablemente insensible ante el significado histórico de los
procesos sociales y políticos puede caracterizar de ese modo a las formaciones
sociales resultantes de las grandes revoluciones del siglo veinte. Por último,
y haciéndonos cargo de todas sus limitaciones y deformaciones, ¿puede
efectivamente decirse que las revoluciones en Rusia, China, Vietnam y Cuba
fueron apenas una ilusión? Una cosa es la crítica a los errores de esos
procesos y otra bien distinta decir que se trató de meros espejismos o de
torpes ilusiones. ¿Habrá sido un simulacro baudrillardiano la paliza sufrida
por el colonialismo francés en Dien Bien Phu? Y la bochornosa derrota de los
Estados Unidos a manos del Vietcong, ¿habrá sido tan sólo una visión alucinada
de sesentistas trasnochados, o se produjo de verdad? Esa huida desesperada
desde los techos de la embajada norteamericana en Saigón, donde espías, agentes
secretos, asesores militares y torturadores policiales destacados en Vietnam
del Sur se mataban entre sí para subir al último helicóptero que los conduciría
sin escalas del infierno vietnamita al “American dream”, ¿habrá sido verdadera
o fue una mera ilusión? Los cuarenta y tres años de hostigamiento
norteamericano a Cuba, ¿son producto del fastidio que provoca en Washington el
carácter ilusorio de la revolución cubana? Y, para acercarnos a nuestra
realidad actual: el abierto involucramiento del gobierno norteamericano –con la
ayuda de su correveidile español, José M. Aznar– en el frustrado golpe de
estado de Venezuela, en abril del 2002, ¿habrá sido propiciado por el carácter
ilusorio de las políticas del Presidente Hugo Chávez?
Curiosamente,
nuestros autores nos advierten que se trata de preguntas que, en realidad, ya
son anacrónicas porque según ellos en la posmodernidad las condiciones que
tornaban posible la insurrección moderna, con todo su ilusionismo, han
desaparecido, “de tal forma que inclusive hasta parece imposible pensar en
términos de insurrección” (H&N, 2002: 164). Afortunadamente, los
insurrectos que pusieron fin a la tiranía de Suharto en Indonesia en 1999 no
tuvieron ocasión de leer los borradores de Imperio porque de lo contrario
seguramente habrían desistido de su empeño. Los argentinos que ganando las
calles a fines del 2001 pusieron punto final a un gobierno reaccionario e
incapaz tampoco parecerían haber tomado nota de las elucubraciones de Hardt y
Negri, y lo mismo parece haber ocurrido hace unas pocas semanas con los
trabajadores bolivianos que pusieron en jaque al gobierno de Sánchez de Lozada.
Pero el pesimismo que se desprende de esta afirmación se atenúa ante la
constatación del crepúsculo de la soberanía nacional y la laxitud del imperio
en su fantasmagórica fase actual, todo lo cual alteró las condiciones que
sometían la insurrección a las restricciones impuestas por las guerras
nacionales e internacionales.
Posterguemos
por un momento la crítica a este segundo supuesto, el que anuncia la
“emancipación” de los procesos insurreccionales de las guerras nacionales e
internacionales, y veamos lo que significa la insurrección en el capitalismo
posmoderno. Si en la sociedad moderna aquélla era “una guerra de los dominados
contra los dominadores”, en la supuesta posmodernidad la sociedad “tiende a ser
la sociedad global ilimitada, la sociedad imperial como totalidad,” en donde
explotadores y explotados se desvanecen en la nebulosa de una sociedad sin
estructuras, asimetrías y exclusiones. (H&N, 2002: 165) Bajo estos
supuestos, falsos en la medida en que llevan hasta el límite ciertas tendencias
reales pero parciales de la globalización (como por ejemplo, el debilitamiento
aunque no la desaparición de los espacios “nacionales”), H&N concluyen, sin
ninguna clase de apoyatura empírica o argumentativa, que la resistencia, la
insurrección y el poder constituyente se funden ahora en la noción de
“contra-poder” que, presumiblemente, sería la prefiguración y el núcleo de una
formación social alternativa. Todo esto es sumamente discutible a la luz de la
experiencia histórica concreta, pero aun así el argumento es comprensible.
Forzando un poco el mismo podría llegar a decirse que no es novedoso ni tan
distinto, en su abstracción conceptual, al que desarrollaran los bolcheviques
en el período comprendido entre abril y octubre de 1917. La resistencia y la
insurrección, dos de los tres elementos claves de nuestros autores, se
expresaban en el famoso apotegma leninista referido a la situación que se
producía cuando “los de abajo” no aceptaban seguir viviendo como antes y “los de
arriba” no podían hacerlo tal como acostumbraban; o en los análisis de Gramsci
sobre la crisis orgánica y la situación revolucionaria. El tercer elemento, el
poder constituyente, estaba formado por los soviets y los consejos, en la
visión de Lenin y Gramsci.
Pero
si existiría la posibilidad de retraducir, insistimos, en el plano de la
conceptualización más abstracta, los tres componentes del “contra-poder” al
lenguaje de la tradición revolucionaria comunista, no ocurre lo mismo cuando
llega la hora de identificar los agentes sociales concretos llamados a encarnar
el proyecto emancipador y las formas políticas específicas mediante las cuales
éste será llevado a cabo. Si en la tradición de comienzos del siglo veinte el
proletariado en conjunto con las clases aliadas (campesinos, pequeña burguesía,
intelectuales radicalizados, etc.) era el soporte estructural del proceso
revolucionario y los soviets y los consejos, más que el partido, el vehículo de
su jornada emancipadora, el “contra-poder” de H&N no reposa en ningún
sujeto, en ninguna nueva construcción social o política o en ningún otro
producto de la acción colectiva de las masas sino en la carne, “la sustancia
viva común en la cual coinciden lo corporal y lo espiritual” (H&N, 2002:
165). Es esta sustancia vital la que constituye, en una argumentación de tono
inocultablemente metafísico, el fundamento último del “contra-poder”, su
materia prima. Según esta interpretación los tres elementos que constituyen el
“contra-poder” “brotan en forma conjunta de cada singularidad y de cada uno de
los movimientos de los cuerpos que componen la multitud.” Se consuma, de este
modo, una completa volatilización de los sujetos del cambio, quedando la
sociedad reducida a un inconmensurable agregado de cuerpos hipotéticamente unificados
en el momento fundante y a la vez disolvente de la multitud. Esta visión
reproduce en el plano del intelecto y de modo profundamente distorsionado
ciertas transformaciones ocurridas en la anatomía de la sociedad burguesa y,
más específicamente, de su estructura de clases: la atomización de los grandes
colectivos, la fragmentación de las clases sociales, sobre todo de las clases y
capas subalternas, la desintegración y desmembramiento social producido por el
auge del mercado y la mercantilización de la vida social. Pero la lectura que
Hardt y Negri hacen de las mismas los arrastra insensiblemente a proponer una
visión entre metafísica y poética que poco, muy poco, tiene que ver con la
realidad. En sus propias palabras:
Los actos de resistencia, los actos de revuelta colectiva y la invención común de una nueva constitución social y política atraviesan en forma conjunta innumerables microcircuitos políticos. De esta forma se inscribe en la carne de la multitud un nuevo poder, un “contra-poder”, algo viviente que se levanta contra el Imperio. Es aquí donde nacen los nuevos bárbaros, los monstruos y los gigantes magníficos que emergen sin cesar en los intersticios del poder imperial y contra ese poder (H&N, 2002: 165).
Es
evidente que el planteamiento de nuestros autores adquiere, a estas alturas, un
tono inequívocamente vitalista que los aproxima mucho más a los embriagantes
vahos metafísicos de Henry Bergson que a las enseñanzas de Spinoza, al paso que
los sitúa en un terreno sin retorno en relación al materialismo histórico. No
habría que esforzarse demasiado para descubrir los inquietantes paralelos
existentes entre la doctrina del “ímpetus vital” del filósofo francés y la
exaltación de la carne hecha por H&N. En todo caso, y para resumir, digamos
que una impostación de esta naturaleza del problema del “contra-poder” disuelve
por completo el carácter histórico-estructural de los procesos sociales y
políticos en la singularidad de los cuerpos que conforman la multitud. De este
modo se arriba a una conclusión desoladoramente conservadora toda vez que, en
su vertiginoso ascenso hacia el topos uranos platónico –ese lugar tan excelso
donde según Platón reposan las ideas en su pureza conceptual– Hardt y Negri
desdibujan por completo la especificidad del capitalismo como modo de
producción y las relaciones de explotación y de opresión política que le son
propias. Desaparecidas las clases sociales –en efecto, ¿quiénes explotan y
quiénes son los explotados?- y diluidos también por completo los fundamentos
estructurales del conflicto social, lo que nos queda es una rudimentaria
poética de la rebelión ante un orden abstractamente injusto que nada tiene que
ver con los procesos reales que sacuden al capitalismo contemporáneo. En la
formulación de Hardt y Negri el fenómeno del “contra-poder” se diluye por
completo en la formalidad de una gramática que, por razones inescrutables,
opone la multitud al imperio, sin que se sepa, a ciencia cierta, que es lo uno
y que es lo otro y, sobre todo, qué es lo que hay que hacer, y con qué
instrumentos, para poner fin a esta situación.
Holloway
La
obra de Holloway plantea una tesis que, si bien es afín a la de Hardt y Negri,
radicaliza aún más el movimiento auspiciado por éstos.[iv] En efecto, si los
autores de Imperio rehuyen el tratamiento del tema del poder en su
especificidad histórica –el poder de la burguesía y sus efectos, en esta fase
del capitalismo mundializado– y caen embelesados ante la contemplación del
“contra-poder”, en Holloway la huida es mucho más pronunciada. Ya no se trata
de postular la existencia de una nebulosa fórmula que, supuestamente, se
enfrenta al poder real ejercido por las clases dominantes, sino de abogar a
favor de la total erradicación del poder de la faz de la tierra. De lo que se
trata, nos dice este autor, es de disolver para siempre las relaciones de
poder. Nada se gana con intentar “tomar el poder”, o “conquistar el poder del
estado,” porque tal estrategia ha fracasado rotundamente.[v] Lo que se requiere
es, entonces, la construcción de un “anti-poder”, es decir, de un nuevo
entramado social en donde las relaciones de poder sean un doloroso recuerdo del
pasado.
El
poder es así satanizado en la obra de Holloway, convertido en un fetiche
horrendo que contamina a todo aquél que osa tomarlo en sus manos. Los
movimientos y los agentes sociales que en el pasado intentaron transformar a la
sociedad a partir de la toma del poder y la utilización de los recursos que
éste brindaba para dar a luz una nueva sociedad fracasaron completamente.[vi]
Pero, en lugar de examinar desde la perspectiva del materialismo histórico las
circunstancias bajo las cuales se ensayaron estos proyectos lo que hallamos en
Holloway es una exhortación a alejarnos de algo considerado como pecaminoso y
hasta mortífero. El “anti-poder” sería, en esta conceptualización, la
manifestación del triunfo de la sociedad civil sobre el estado; la liberación
del género humano de toda forma de opresión, concentrada y sublimada en la
visión de este teórico en la figura omnipotente y terrible de lo que Octavio
Paz llamara “el ogro filantrópico” y que no es otra cosa que el estado.
La
génesis de esta crítica absoluta al estado y a la “ilusión estatal”, y de esta
intransigente –e injusta, por sesgada y parcial– condena a las revoluciones del
siglo veinte se encuentra en las enseñanzas que para la estrategia
revolucionaria de las masas se desprenden de la experiencia zapatista. Ya no se
trataría de conquistar el mundo sino, en un proceso asombrosamente más simple,
de “hacerlo de nuevo”, dejando de lado la rémora doctrinaria de carácter
estadocéntrica en la cual la revolución era asimilada “a la conquista del poder
estatal y la transformación de la sociedad a través del estado” (Holloway,
2001a, p.174). En opinión de Holloway el debate que conmovió a las filas de la
Segunda Internacional a comienzos del siglo veinte y que contraponía reforma y
revolución –a Bernstein versus Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo– ocultaba, pese
a las aparentes diferencias, un acuerdo fundamental: la construcción de la
nueva sociedad pasaba por la conquista del poder del estado. De ahí el carácter
estadocéntrico del proceso revolucionario. Precisamente por eso, para Holloway
“la gran aportación de los zapatistas ha sido romper el vínculo entre
revolución y control del estado” (ibid. p. 174).
Sin
decirlo, el programa que nos propone Holloway es, nada menos, que la serena e
indolora instauración de la sociedad comunista. No otra cosa significaría poner
fin a la separación entre estado y sociedad, instituir el autogobierno de los
productores y, de ese modo, lograr la tan anhelada extinción del estado.
(Holloway, 1997: p. 24) Hasta aquí la propuesta no es para nada novedosa para
la tradición comunista, salvo que, en el caso de este autor, todo este programa
debería realizarse absteniéndose las fuerzas populares de tomar el poder del
estado. Haciéndose eco del discurso zapatista Holloway asegura que no se trata
de “un proyecto de hacernos poderosos sino de disolver las relaciones de
poder.” (Holloway, 2001a: p. 174). El tema de la disolución de las relaciones
de poder merece múltiples consideraciones. En primer lugar, es algo que no se
puede discutir en abstracto porque pierde todo significado. ¿Quién podría estar
en contra de una propuesta de ese tipo, que evoca visiones de una comunidad en
la cual se han suprimido definitivamente y en todos sus órdenes las relaciones
de dominación? Es como proponer la erradicación del dolor y la enfermedad, la
miseria y el sufrimiento: nadie podría disentir de tan nobles propuestas. Pero
por más que nos disgusten, la realidad es que las relaciones de poder
aparecieron sobre la faz de la tierra junto con las formas más primitivas de la
vida animal, como lo ha comprobado hasta el cansancio la sociobiología, y no
parece que vayan a desaparecer a fuerza de lamentos y plegarias. Si las
jerarquías y las dominaciones, con todas sus secuelas degradantes y opresivas,
acompañaron a la especie humana desde los albores de su existencia nada
autoriza a pensar que la disolución de las relaciones de poder pueda plantearse,
programáticamente, como un objetivo inmediato de una fuerza revolucionaria,
especialmente si ésta renuncia a la conquista del poder político.
Quisiéramos
que no se nos malinterpretara en este punto. No estamos diciendo que el
objetivo de disolver todas las relaciones de poder deba ser descartado. Al fin
y al cabo ese es el programa de máxima del proyecto comunista. Lo que estamos
afirmando, en cambio, es que la formulación de esta propuesta en el pensamiento
de Holloway tiene un cariz indudablemente quimérico o quijotesco, algo
radicalmente distinto a lo utópico. Decimos quimérico porque se plantea un
objetivo grandioso sin reparar en sus necesarias mediaciones históricas y en el
hecho de que antes de lograrlo es imprescindible pasar por el purgatorio de un
largo, complejo y turbulento proceso de transición, en el cual las fuerzas del
viejo orden librarán una batalla desesperada, y apelando a todos los medios
disponibles, violentos y “pacíficos” por igual, para impedir la realización de
la utopía. Y aquí cabe recordar lo que Marx y Engels dijeran en El Manifiesto
Comunista y en tantos otros pasajes de su obra: que el problema con el
comunismo utópico no radicaba en los bellos mundos imaginados por sus
pensadores sino en el hecho de que aquéllos no brotaban de un análisis
científico de las contradicciones de la sociedad capitalista, ni de la
identificación de los actores concretos que habrían de asumir la tarea de
construirlos, así como tampoco planteaban el itinerario histórico que sería
preciso recorrer antes de llegar a destino. La propuesta de disolver todas las
relaciones de poder formulada por Holloway conserva todo el encanto de las
bellas iluminaciones del comunismo utópico, pero también adolece de sus
insalvables limitaciones.
Un
segundo campo de problemas tiene que ver con la operatividad de una tal
propuesta -el cómo de la disolución del poder- y los resultados prácticos que
podrían desprenderse de la aceptación de ese programa por parte de las fuerzas
sociales insurgentes. Porque abogar por la disolución del poder puede ser muy
romántico y conmovedor, pero condena a los agentes sociales y, en especial a
las clases y capas subordinadas, a una empresa inexorablemente destinada al
fracaso, al menos mientras subsista la sociedad capitalista. Y como ésta no va
a pasar a la historia como producto de los ruegos e invocaciones a nobilísimos
ideales comunitarios sino como resultado de encarnizadas luchas sociales, y en
las cuales la cuestión del poder asume una centralidad excluyente en el
tránsito de la vieja a la nueva forma social, la asunción de una propuesta
insanablemente equivocada cómo ésta no hace sino servir de prólogo a una nueva
y más duradera derrota del campo popular.
En
realidad, y esta es la tercera consideración que quisiéramos hacer en torno a
este tema, el abandono del proyecto de conquistar el poder refleja no sólo una
capitulación política ante la burguesía sino también los errores de una
concepción teórica que no alcanza a comprender lo que significa el fenómeno del
poder social. Holloway es tributario de una concepción metafísica del poder
que, curiosamente, tiene más de un punto de contacto con las visiones
características de la derecha. En efecto, si para ésta el poder es equivalente
al gobierno y, por lo tanto, a una herramienta de dirección y control social,
para la izquierda posmoderna el poder aparece también como un instrumento, sólo
que inútil, improductivo y patológico, que destruye la fibra misma de la vida
social y que contamina insanablemente la integridad de un proyecto de
transformación socialista de la sociedad. Más allá de sus diferencias, ambas
versiones adhieren, en el fondo, a una concepción teleológica e
instrumentalista del poder: éste es concebido como un punto de llegada, un
objeto que hay que alcanzar y, a la vez, un seguro instrumento de gestión de lo
social. Lo que el pragmatismo de la derecha defiende a ultranza es objeto de
crítica radical por parte de Holloway, pero en ambos casos estamos en presencia
de un equívoco porque el poder no es una cosa, o un instrumento que puede
empuñarse con la mano derecha o con la izquierda, sino una construcción social
que, en ciertas ocasiones, se cristaliza en lo que Gramsci llamaba “las
superestructuras complejas” de la sociedad capitalista. Una de tales
cristalizaciones institucionales es el estado y su gobierno, pero la
cristalización remite, como la punta de un iceberg, a una construcción
subyacente que la sostiene y le otorga un sentido. Es ésta quien, en una
coyuntura determinada, establece una nueva correlación de fuerzas que luego se
expresa en el plano del estado. Sin ese sustento social profundo, invisible a
veces pero siempre imprescindible, el control de las “alturas del estado” que
pueda tener una fuerza revolucionaria o reformista se desvanece como la neblina
ante la salida del sol.
En
este sentido convendría recordar que Lenin, que fue un gran teórico y a la vez
un gran práctico de la revolución y de la cuestión del poder, subrayó la
importancia de distinguir entre (a)
la “toma del poder”, que era un acto eminentemente político por el cual las
clases explotadas se apoderaban del estado y se convertían en nueva clase
dominante y, (b) la concreción de la
revolución, concebida como una empresa fundamentalmente civilizatoria, en donde
la nueva correlación de fuerzas favorable a los agentes sociales de la nueva
sociedad era ratificada por el control que ellos ejercían sobre el estado, el
entramado institucional y el orden legal. Por eso, al comparar las perspectivas
de la revolución en Oriente y Occidente decía, en un pasaje luminoso de su obra,
que “la revolución socialista en los países avanzados no puede comenzar tan
fácilmente como en Rusia, país de Nicolás y Rasputín… En un país de esta
naturaleza, comenzar la revolución era tan fácil como levantar una pluma”. Y
continuaba afirmando que es “evidente que en Europa es inconmensurablemente más
difícil comenzar la revolución, mientras que en Rusia es inconmensurablemente
más fácil comenzarla, pero será más difícil continuarla” (Lenin, 1918: pp.
609-614). Fue precisamente a partir de estas lecciones que brindaba la historia
comparativa de las luchas obreras y socialistas en los albores del siglo XX que
Lenin insistió en la necesidad de distinguir entre los “comienzos de la
revolución” y el desarrollo del proceso revolucionario. Si en el primer caso la
conquista del poder político y la conversión del proletariado en una clase
dominante era condición indispensable –más no suficiente– para el lanzamiento
del proceso revolucionario, su efectivo avance exigía una serie de políticas e
iniciativas que trascendían largamente lo primero y que hundían sus raíces en
el suelo de la sociedad.
Antonio
Gramsci, por su parte, dejó un legado de significativas aportaciones para el
estudio del poder. En múltiples escritos argumentó persuasivamente que la
creación de un nuevo bloque histórico que desplazara a la burguesía del poder
suponía una doble capacidad de las fuerzas contra-hegemónicas: éstas debían ser
dirigentes y dominantes a la vez. Es más, en realidad las fuerzas insurgentes
debían primero ser dirigentes, es decir, ser capaces de ejercer una “dirección
intelectual y moral” sobre grandes sectores de la sociedad –esto es, establecer
su hegemonía– antes de que pudieran plantearse con alguna posibilidad de éxito
la conquista del poder político y la instauración de su dominio. Pero dirección
intelectual y moral y dominación política eran dos caras inseparables de una
misma y única moneda revolucionaria. En el análisis de Holloway el poder
aparece como una cuestión que se refiere exclusivamente al dominio político,
desoyendo la necesidad de concebirlo antes que nada como una cuestión que se
arraiga en el suelo de la sociedad civil y que desde allí se proyecta sobre el
plano de las superestructuras políticas.
No
se construye un mundo nuevo, como quiere el zapatismo, si no se modifican
radicalmente las correlaciones de fuerzas y se derrota a poderosísimos
enemigos. Contrariamente a lo que proponen Hardt, Negri, Holloway –¡que en esto
coinciden con Castells!– el poder social, en tren de imaginar metáforas, se asemeja
mucho más a una tela de araña que a una red amorfa y difusa, carente de un foco
central y el estado es precisamente ese foco, el lugar donde se condensan las
correlaciones de fuerzas y desde el cual, por ejemplo, los vencedores pueden
transformar sus intereses en leyes y construir un marco normativo e
institucional que garantice la estabilidad y eventual irreversibilidad de sus
conquistas. No se trata, por cierto, del único lugar desde el cual se ejerce el
poder social, pero es sin duda alguna, el espacio privilegiado de su ejercicio
en una sociedad de clases. De ahí que un “triunfo” político o ideológico en el
plano de la sociedad civil sea importantísimo, pero el mismo carece de efectos
imperativos: ¿o alguien duda de la arrasadora victoria que los zapatistas
cosecharon con la Marcha de la Dignidad? Sin embargo, poco después el Congreso
mexicano produciría una vergonzosa legislación que retrotrajo la crisis
chiapaneca a sus peores momentos, con total prescindencia del “clima de
opinión” prevaleciente en la sociedad civil. Conclusión: por más que algunos
teóricos hablen de la “desestatización” o el “descentramiento” del estado éste
seguirá siendo por bastante tiempo un componente fundamental de cualquier
sociedad de clases. Y más nos vale contar con diagnósticos precisos acerca de
su estructura y funcionamiento, y con estrategias adecuadas para enfrentarlo
porque la realidad del poder no se disuelve en el aire diáfano de la mañana
gracias a una apasionada invocación a las bondades del “anti-poder” o del “contra-poder.”
Una
última consideración. Holloway guarda silencio en relación a varios temas
cruciales de su propuesta de cambiar el mundo. Es más, el último capítulo del
libro en el cual, supuestamente, fundamenta teórica e históricamente su
argumento, termina con un decepcionante “no sabemos cómo se cambia el mundo sin
tomar el poder.” (p. 308) Es decir, luego de unas trescientas páginas de
elaboración la respuesta que se prometía desde el mismo título del libro cae en
el más profundo vacío. Podríamos decir, a favor de Holloway, que Marx y Engels
tampoco sabían cómo sería la dictadura del proletariado, y que fue la
experiencia histórica concreta de la Comuna de París la que les permitió
“descubrir” en la práctica emancipatoria del proletariado parisino los contornos
de la nueva forma política. Pero, hasta ese momento, por lo menos existían de
parte de los padres fundadores del materialismo histórico una serie de
elementos teóricos que permitían prefigurar, aunque sea en sus trazos más
gruesos, la fisonomía del nuevo poder político basado en la clase obrera. En el
caso de Holloway esos elementos están ausentes, y ni siquiera se plantean
algunas preguntas cruciales que, a los efectos de iluminar su propio argumento,
deberían haber sido puestas sobre la mesa. Por ejemplo, ¿cómo se construyen
esas “formas alternativas” de organización social y el “anti-poder
anti-estatal” del que tanto nos habla? ¿Cómo hacer para obligar a los
despóticos detentadores del poder burgués para que, de ahora en más, “manden
obedeciendo”? ¿Se resuelven estos candentes problemas prácticos apelando a la
nobleza de las metas propuestas? ¿No son esas “formas alternativas” de
organización social, de poder y de estado sino otros nombres para referirse a
una revolución social en ciernes, que destruye el orden capitalista e instaura
otro nuevo? ¿No son éstos los problemas con que se han topado todas las
experiencias revolucionarias desde la Comuna de París hasta nuestros días?
Holloway argumenta que las fuerzas transformadoras no pueden “adoptar primero
métodos capitalistas (luchar por el poder) para luego ir en el sentido
contrario (disolver el poder).” (Holloway, 2001.b.) Nos parece que la lucha por
el poder, sobre todo si la situamos en el terreno más prosaico de la política y
no en el de las abstracciones filosóficas, mal podría ser concebida como un
“método capitalista” a partir de la afirmación de que “la existencia de lo
político es un momento constitutivo de la relación del capital”. En realidad,
el poder y la lucha que se origina en relación a él es tan antiguo como el
género humano, y antecede en miles de años a la aparición del capital. Suponer
que la lucha por el poder es una derivación política del reinado del capital
equivale a arrojar por la borda toda la historia de la humanidad.
Para
concluir: si bien es cierto que, en línea con las observaciones de Lenin y
Gramsci, no basta con la toma del poder para producir los formidables cambios
que requiere una revolución, también es cierto que sin la toma del poder por
parte de las fuerzas sociales insurgentes los cambios tan ansiados no se
producirán. Y esto es tanto más verdadero en nuestros días, cuando asistimos a
la “estatificación” de un número creciente de actividades y funciones
íntimamente ligadas al proceso de acumulación y reproducción del capital que
otrora eran resueltas en el plano del mercado o la sociedad civil.
Independientemente de lo pregonado por los ideólogos del neoliberalismo en las
últimas décadas, el papel del estado ha asumido una importancia cada vez mayor
para asegurar la perpetuación de las relaciones capitalistas de producción: su
papel como organizador de la dominación de los capitalistas y como astuto
desorganizador de las clases subordinadas no ha hecho sino acentuarse en los
últimos tiempos. Y si bien en los países de la periferia el estado se ha
debilitado en gran medida, aún en estos casos ha seguido cumpliendo fielmente
la doble tarea señalada más arriba. Una fuerza insurgente y anticapitalista no
puede darse el lujo de ignorar, o subestimar, un aspecto tan esencial como
éste. El capitalismo contemporáneo promueve una cruzada teórica en contra del
estado, mientras en el plano práctico no cesa de fortalecerlo y asignarle
nuevas tareas y funciones. En realidad, la “ilusión estatal” parecería más bien
anidar en aquellas concepciones que, pese a las evidencias en contrario, no
alcanzan a distinguir la retórica anti-estatista de la práctica estatizante del
capitalismo “realmente existente”, ni a percibir el carácter cada vez más
estratégico que el estado ha asumido para garantizar la continuidad de la
dominación burguesa.
Breve digresión final sobre la dualidad
de poderes.
Quisiéramos
cerrar este análisis trayendo a colación el debate surgido a partir de la
experiencia revolucionaria rusa entre 1905 y 1917. En esa ocasión la necesidad
práctica dictada por la inminencia de la ruptura revolucionaria dio origen a un
encendido debate en torno a la cuestión del estado y la dualidad de poderes.
Sin embargo, ninguno de los grandes protagonistas de ese debate, nos referimos
principalmente a Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo, llegó a proponer fórmulas
abstractas del estilo del “contra-poder” o el “anti-poder” para resolver las
contradicciones de la coyuntura a favor de las fuerzas insurgentes. Más allá de
la aspereza que por momentos caracterizó a esta controversia, todos quienes
tomaban parte en ella coincidían en un hecho: que la dualidad de poderes era
una situación eminentemente transitoria, producto de aquello que, años más
tarde y siguiendo las huellas de los análisis clásicos del bonapartismo
efectuados por Marx y Engels, Gramsci denominara “empate catastrófico” de
clases. Había dos poderes contrapuestos y excluyentes porque, en la Rusia de
comienzos de siglo, la alianza entre la aristocracia y la burguesía ya no podía
prevalecer sobre el conjunto de las clases populares. La correlación de fuerzas
que la había favorecido durante décadas se había esfumado como consecuencia de
una crisis catastrófica como la provocada por la guerra ruso-japonesa primero
y, después, por la carnicería de la Primera Guerra Mundial, todo ello montado
sobre el cambiante escenario de un desarrollo capitalista que estaba
pulverizando las arcaicas estructuras sociales de la Rusia feudal.
Pero
por su misma transitoriedad la dualidad de poderes estaba condenada a
resolverse en plazos perentorios, sea con el triunfo de la coalición dominante
o bien con el de las clases subordinadas. La dualidad de poderes era pues la
expresión de una crisis general revolucionaria, situación ésta que no puede
perdurar: o se define a favor de las clases y grupos sociales ascendentes,
interesados en la creación de un nuevo orden social, o lo hace en beneficio de
las fuerzas de la contrarrevolución, y los insurrectos son ahogados en sangre.
El carácter efímero de una coyuntura de ese tipo hace que conceptos como el
“contra-poder” o el “anti-poder” tengan, en el mejor de los casos, una validez
limitada, en el tiempo tanto como en el terreno de la lucha política. Ambos
expresan la fragilidad del “momento hobbesiano” cuando el orden social se
desintegra ante el surgimiento de un bloque contra-hegemónico dotado de la
fuerza suficiente como para plantear una resolución de la crisis en la forma
más favorable a sus intereses. De este modo, el debate clásico en torno a la
dualidad de poderes reposaba sobre la convicción de que frente al poder oficial
de las clases dominantes, sus instituciones, leyes y agencias, existía un
embrión, suficientemente vigoroso ya, del poder “de los de abajo”, llámese éste
el proletariado, la alianza obrero-campesina, comuneros o partido
revolucionario. Nada más lejano pues a un “contra-poder” que remitiera a una
amorfa multitud, o a la inconmensurable multiplicidad de los cuerpos; o a un
“anti-poder” que, en la práctica, es apenas una amable ilusión. En la tradición
clásica se trataba, en cambio de un poder emergente que luchaba contra el orden
establecido, que se apoyaba en actores concretos, clases y grupos sociales, que
se expresaba en formatos políticos diversos –partidos, soviets, consejos
obreros, etc.-, que proponía un programa específico de gobierno
(nacionalizaciones, reforma agraria, expropiación de los capitalistas, etc.) y
que, como no podía ser de otra manera, proyectaba su creciente ascendiente
también sobre el plano militar. Porque, en las coyunturas de disolución del
orden social la lucha de clases no se resuelve en los serenos ámbitos del
debate parlamentario, o en negociaciones a puertas cerradas en las oficinas del
gobierno sino en las calles y, casi invariablemente, con las armas en la mano.
Esta es al menos la lección que enseña la historia de las revoluciones en los
tres últimos siglos, desde la Revolución Gloriosa en Inglaterra, en 1688 hasta
la Revolución Cubana, en 1959, pasando por las grandes revoluciones sociales
que conmovieron el mundo en Francia en 1789, en Rusia, en 1917, y en China, en
1949, para no mencionar sino algunas de las más conocidas.
Esta
breve referencia al célebre debate sobre la dualidad de poderes en Rusia -tema
que merecería ser estudiado rigurosamente por los agentes sociales involucrados
en la construcción de una sociedad socialista en América Latina y muy
especialmente por los intelectuales que no abjuran de su vocación crítica- es
suficiente para poner de relieve el abismo que separa el escolasticismo abstracto
de los análisis contemporáneos sobre el tema del poder de la reflexión
teórico-práctica imperante en el pasado. Una pista para entender esta
discrepancia proviene de la coyuntura histórica en la cual se produce la
reflexión teórica: en efecto, el auge revolucionario de masas, a comienzos del
siglo veinte en Rusia, contrasta visiblemente con el reflujo que se observa, a
escala mundial, desde la década de los ochentas, marcada por el auge de la
mundialización neoliberal y la primacía doctrinaria del Consenso de Washington.
Mientras que a comienzos del siglo veinte la reflexión teórica se instalaba a
la sombra de la inmediatez del estallido revolucionario, la coyuntura actual se
constituye a partir de una derrota, transitoria pero derrota al fin, de las
fuerzas populares una vez agotado el impulso ascendente que con tanta fuerza
surgiera en la segunda posguerra. El hecho de que, a partir de finales del
siglo pasado se observe en muchos países una vigorosa recomposición del campo
popular y una renovada militancia anticapitalista -cuyos inicios emblemáticos
fueron la rebelión zapatista del 1° de enero de 1994 y la así llamada “batalla
de Seattle”, en noviembre de 1999- que habrían de articularse globalmente a
partir de la realización del primer Foro Social Mundial de Porto Alegre, en
enero del 2001, no desmiente la caracterización precedente sino que pone de
relieve los signos inequívocos que hablan del agotamiento del modelo neoliberal
tanto en el centro del sistema como en la periferia del mismo.
No
está de más aclarar que es imposible establecer una relación mecánica entre la
coyuntura política nacional y/o internacional y las características de la
producción teórica de la izquierda. La dolorosa fórmula gramsciana de
“pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad” sintetiza acabadamente
la complejidad del vínculo entre la razón crítica y el marco histórico-social
en el cual aquella se despliega. Si un brillante ejemplo demuestra precisamente
el carácter no-lineal de esta ligazón es la obra del fundador del Partido
Comunista Italiano. Pese a ser testigo y protagonista a la vez de la derrota
del auge de masas de la primera posguerra Gramsci jamás hizo suyas las
categorías intelectuales y prioridades temáticas del dominante pensamiento de
los vencedores. Ergo, el reflujo de las luchas populares no necesariamente
conduce a la indefensión o capitulación teórica. Un ejemplo antitético al de
Gramsci lo provee la obra de Karl Kautsky, quien en el contexto
prerrevolucionario que ocasionara el colapso del Imperio Alemán asumió posturas
doctrinarias tibiamente reformistas que para nada se correspondían con la
correlación de fuerzas de la época. Para abreviar una discusión que no podemos
dar aquí: hay una sociología de los intelectuales revolucionarios que está
reclamando investigaciones concretas que nos ayuden a iluminar la relación
arriba mencionada.[vii]
Retomando
el hilo de nuestra argumentación, concluimos entonces que las propuestas de
Hardt, Negri y Holloway son la proyección sobre el plano de la producción intelectual
–como dijimos, mediatizada y nunca lineal– del reflujo experimentado por las
fuerzas populares a partir de finales de los años setentas. Un revés que, en el
caso de estos autores, no se manifiesta, como ocurriera con los “renegados” de
nuestro tiempo, por una vergonzosa adhesión al capitalismo y la sociedad
burguesa sino por la radical indefensión de su pensamiento contestatario ante
las premisas fundamentales de las ideas dominantes en nuestra época. De este
modo, teóricos declaradamente contrarios al capitalismo hacen suyas,
inadvertidamente, tesis centrales al pensamiento neoliberal, por ejemplo
removiendo de la agenda de los pueblos oprimidos una temática crucial como la
del poder y canalizando las energías de los descontentos y las víctimas del
sistema hacia regiones ideológicamente etéreas y políticamente irrelevantes. No
sorprende comprobar, en cambio, como mientras desde el campo intelectual de la
izquierda se desvía la vista hacia estas construcciones ilusorias o quiméricas
en relación al “poder realmente existente”, las clases dominantes prosiguen sin
pausa su tarea de acrecentar la eficacia del poder que ya disponen, diseñando
nuevas modalidades de su ejercicio que le aseguren una renovada capacidad para
controlar a las clases y capas subalternas y seguir, de este modo, siendo
dueñas de la historia.
Atilio Boron
Bibliografía
Boron,
Atilio 2000 Tras el Búho de Minerva. Mercado contra democracia en el
capitalismo de fin de siglo (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica).
Boron,
Atilio A. 2001 “La selva y la polis. Interrogantes en torno a la teoría
política del zapatismo”, en Chiapas 12 (México: ERA).
Boron,
Atilio 2002a Imperio & Imperialismo (Buenos Aires: CLACSO)
Boron,
Atilio A. 2002b “Imperio: dos tesis equivocadas”, en OSAL, Observatorio Social
de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 6, Junio.
Castells, Manuel 1996, 1997, 1998 The Information Age.
Economy, Society and Culture (Oxford: Blackwell Publishers), tres tomos.
Hardt,
Michael y Negri, Antonio 2000 Empire (Cambridge, Mass.: Harvard University
Press) [Traducción al español: Imperio (Buenos Aires: Paidós, 2002)].
Hardt,
Michael y Negri, Antonio 2002 “La multitud contra el Imperio”, en OSAL (Buenos
Aires) Nº 7, Junio.
Holloway,
John 1997 “La revuelta de la dignidad”, en Chiapas (México: Instituto de Investigaciones
Económicas), Nº 5
Holloway,
John 2001a “El Zapatismo y las ciencias sociales en América Latina”, en OSAL,
Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4, Junio.
Holloway,
John 2001b “La asimetría de la lucha de clases. Una respuesta a Atilio Boron”,
en OSAL, Observatorio Social de América Latina (Buenos Aires: CLACSO), Nº 4,
Junio.
Holloway,
John 2002 Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder(Buenos Aires: Herramienta)
* Ponencia
presentada al V Encuentro Internacional de Economistas sobre Globalización y
Problemas del Desarrollo, La Habana, Cuba, 10 al 14 de Febrero de 2003.
[i]
Sobre este tema ver Boron, 2002a, pp. 149-153.
[ii]No
es un dato menor que haya sido precisamente Fernando H. Cardoso quien redactara
el prólogo de la edición brasileña de la obra de Castells.
[iii]
Véase nuestro Imperio & Imperialismo, obra en la cual exponemos
detalladamente algunos de los más graves errores de interpretación de
contenidos en dicho libro y que, lamentablemente, exceden con creces el ámbito
más restringido de la teoría del estado capitalista. Una reflexión sobre este
tema se desarrolla ampliamente en Boron, 2000. Una versión más acotada de la
crítica a la obra de Hardt y Negri se encuentra enBoron, 2002b. El presente
trabajo retoma libremente algunos de los elementos contenidos en este último
trabajo y los re-elabora en función de los objetivos que aquí han sido
propuestos.
[iv]
Hemos debatido algunas de las ideas de Holloway en Boron, 2001.
[v]
En este sentido, el análisis de Holloway es extremadamente general y no
introduce ningún tipo de matices. Para él la experiencia de la URSS y la de la
revolución cubana son exactamente lo mismo, y ambas han fracasado. No existe en
su obra la menor tentativa de distinguir situaciones, contextos
internacionales, problemas específicos, momentos históricos y logros, aunque
sea parciales, de los procesos revolucionarios. Su visión del “fracaso” de las
revoluciones es similar a las que, desde la derecha, se formula en la ciencia
política de inspiración anglosajona, y en nada ayuda a comprender las durísimas
condiciones en las cuales aquellas tienen lugar y se desenvuelven.
[vi]
De ahí el título del nuevo libro de Holloway, en el cual plantea in extenso
toda su teorización: Cómo cambiar el mundo sin tomar el poder. Cf. Holloway,
2002.
[vii]
Una pequeña aportación en ese sentido se encuentra en nuestro Imperio &
Imperialismo ,op. cit. Cap. 7.
¡Qué lástima que en el reino de los 140 caracteres, para entender bien las cosas se necesite leer y asimilar textos de más de veinte mil!
ResponderEliminarPara eso hace falta un interés que por desgracia no tienen quienes más lo necesitan.
¿Cómo explicárselo? Y no me refiero al texto, sino al problema.
"Quienes más lo necesitan", tú lo has dicho y así es. La cosa es compleja, dado que para explicar dicho problema se hacen necesarios, a su vez, textos de más de veinte mil caracteres... y el interés de los propios necesitados.
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