06 diciembre, 2012

Relación abreviada de la destrucción del territorio peninsular

Miquel Amorós

La sociedad capitalista ha alcanzado su cénit colonizando todos los rincones del planeta y absorbiendo todos sus elementos para ponerlos al servicio del mercado. Todo lo que un día tuvo su valor de uso, ahora tiene un valor de cambio. El resultado de tanta modernización no logra esconder un sentimiento de pérdida que el genio capitalista inmediatamente convierte en un nuevo factor de producción.

La nostalgia de lo natural hace que los modernos consumidores se vuelquen hacia los productos con ese apelativo comercial, compren segundas residencias en zonas ajardinadas y visiten escenarios arreglados para parecer salvajes, donde pueden pasar unos días “de aventura” y sentirse como Robinson Crusoe en su isla. Hoy, desde cualquier ángulo en que se mire, todo el mundo se considera ecologista; a nadie se le ocurriría declararse contra la ecología o el medio ambiente, aunque, en cambio, puede que sí lo hiciera si se tratase de inmigrantes, anarquismo, aborto, revolución o sexo libre. A todo el mundo le encanta la naturaleza. Sin embargo, lo que hoy se trata de preservar no es la naturaleza en cuanto a tal, o si se quiere, el territorio; es más bien una imagen a la que ya se le ha puesto precio y de la que tan sólo queda por discutir la modalidad de su explotación.

Un problema pues, simplemente fiscal, y sobre todo, una optimización de beneficios. Las plataformas ecologistas del tipo “salvemos el ...” o “en defensa de ...” no pretenden rellenar la grieta que la economía de mercado ha provocado entre el territorio y sus habitantes. Esta separación es la base de la actual organización social, a la que no se cuestiona en absoluto aunque comporte la destrucción del territorio y, a la larga, de la vida que alberga. Solamente se quiere que dicha destrucción sea más digerible y, ante todo, que sea pactada. Los “verdes” razonan en términos de mal menor y con una seriedad verdaderamente cómica nos transmiten un mensaje atrabiliario: para ganar una batalla hay que perder la guerra.

Entendemos por territorio, no el paisaje “protegido” oropel de lo urbano, ni tampoco la parte de suelo aún no urbanizada. Territorio es el espacio geográfico donde ocurren todas las actividades humanas. Lo que llamamos territorio es un hecho histórico; en la medida en que la humanidad interacciona con él encontramos historia en cada uno de sus rincones, que podemos seguir en las variaciones del concepto de naturaleza dominantes en cada época, en las distintas representaciones filosóficas o religiosas de la idea. Vida, trabajo, instituciones, economía, naturaleza, forman un todo articulado. Las ciudades también son inseparables de los pueblos, los campos, los bosques y las montañas.

Todo está relacionado con todo. Si la interacción entre la naturaleza cósmica y la sociedad no es armónica y equilibrada, la vida se degrada y el territorio se destruye. El proceso ocurre al darse la separación entre hombre y territorio, de donde derivan las demás separaciones: entre ciudad y campo, entre economía y sociedad, entre burgueses y proletarios, entre dirigentes y dirigidos.

En el pasado los límites de la separación los imponía la técnica; podíamos llamar naturaleza a lo que caía fuera de su alcance, y que, por lo tanto, no quedaba afectado por ella. Hace ciento cincuenta años Marx ironizaba sobre el asunto, apuntando que para encontrar naturaleza en estado puro habría que buscar en los arrecifes australianos. En la actualidad los artilugios tecnológicos y los negocios llegan a todas partes y nada queda a salvo, ni los arrecifes. Han conformado un entorno artificial, una especie de segunda naturaleza. El territorio, la naturaleza y el medio ambiente han sido modificados para formar parte de la economía mundial; son independientes del resto de los factores y sujetos sólo a leyes de mercado. La unificación totalitaria del mundo gracias a la técnica y a la economía, ha dado lugar en nuestro tiempo a la separación más acabada de sus componentes. La artificialización y destrucción generalizada son el resultado.

Al tratar de la destrucción del territorio, conviene no caer en la facilidad pasadista, dándole la culpa bien sea a los romanos, bien a los Reyes Católicos, para ir después a buscar en periodos lejanos una Edad de Oro, donde el placer, la abundancia y la salud dominaban sin réplica. Las páginas de la Historia donde imperaron la felicidad y la libertad están escritas en blanco. Cada paso hacia ellas, también ha sido un paso hacia la barbarie; en cualquier época histórica encontraríamos pruebas de las tres.

Es más, si hiciéramos caso de las encuestas, concluiríamos que nuestra época es la más feliz y libre de todas, la menos bárbara, pero así como los datos del presente no reflejarían más que la extrema pobreza de espíritu de los encuestados, su sensibilidad agotada, sus mezquinas aspiraciones y sus deseos manipulados, los del pasado no lograrían ocultar que precisamente en él se originó el polvo que acarreó semejantes lodos. En efecto, la gran capacidad de autoengaño, o mejor, el grado de esclavitud interiorizada de las enfermizas masas modernas, seguramente supera con creces al que podían asumir los celtíberos numantinos, los comuneros de Castilla o las partidas de Juan Martín El Empecinado, pero la liberación no vendrá caminando hacia atrás, regresando a cualquier tiempo pasado, donde todo se supone que fue mejor. A lo sumo, la mirada desde el presente iluminará las pérdidas sufridas en las encrucijadas históricas mal resueltas, lo que puede ser de alguna utilidad en los combates actuales en defensa del territorio. Pero sepan los contendientes que ningún Apocalipsis les librará de la necesidad de entablar batalla, ni ningún conjuro ideológico o fórmula existencial les ahorrará el deber de ganarla.

Ahora ya, sin más preámbulos, centrándonos en el tema que nos ocupa, a saber, el impacto de las relaciones capitalistas sobre el territorio, describiremos tres etapas cualitativamente diferenciadas que jalonan el camino de su desagregación. La primera comienza a finales del siglo XVIII y termina a mediados del XIX. En ella sucede la transición del Antiguo Régimen, la monarquía absoluta, hacia el régimen liberal. Partiendo de la separación entre ciudad y campo, a lo largo del periodo se creó el mercado de la tierra y se destruyó cualquier forma de comunidad agraria, dando lugar a la constitución de una clase terrateniente que sustituyó a la aristocracia como clase dominante. La segunda, la que transcurre en paralelo al desarrollo del mercado interior y a la industrialización, abarca varios regímenes políticos, desde finales del siglo XIX hasta la década de los ochenta del siglo XX. La producción agrícola mercantilizada irá perdiendo importancia en provecho de la industria nacional y de los servicios, configurándose el dominio absoluto de las ciudades –convertidas en conurbaciones por la afluencia de emigrantes– y afianzándose el liderazgo de la burguesía nacional, empresarial o financiera. La tercera etapa, la actual, que corresponde a la economía globalizada, en la que predominan el sector terciario e inmobiliario, protagoniza la suburbialización del campo, siendo el ladrillo y el asfalto los frutos más característicos de la actividad agraria. A la vez que los sistemas metropolitanos devoran su entorno rural para urbanizarlo, acondicionarlo o convertirlo en vertedero, la política nacional queda absorbida completamente por la economía mundializada, consagrando la dominación de una clase dirigente internacional compuesta por altos ejecutivos de la política, de las multinacionales y de las finanzas.

La “reforma agraria”, es decir, la mercantilización de la propiedad rural, fue concebida a partir de 1770 por los altos funcionarios de la monarquía borbónica. Las Sociedades Económicas de “Amigos del País” que impulsaron los aristócratas y religiosos “ilustrados”, desempeñaron el mismo papel instructor y difusor que en Francia la Enciclopedia y los filósofos. Las nuevas teorías arbitristas y fisiócratas conformaron la mentalidad de la élite dirigente, según la cual, la economía política, con la ayuda del despotismo real, debía ocupar el centro de las preocupaciones sociales. Los ilustrados fueron los primeros desarrollistas. España era un estado monárquico escasamente poblado; tenía diez millones de habitantes, ocho de los cuales vivían en el campo.

Considerando la agricultura como fuente casi exclusiva de prosperidad y riqueza nacional, y por consiguiente, a la tierra como el principal factor de producción, según los Olavide, Floridablanca, Campomanes, Jovellanos, etc., todo progreso en la productividad agraria redundaría en bienestar y crecimiento de la población, en beneficios para el comercio y en engrose de las arcas del Estado. Sin embargo, un obstáculo se levantaba ante esta promesa de felicidad burguesa. La propiedad se hallaba tan trabada por privilegios, contratos, derechos, leyes y costumbres, que era imposible enajenarla, a fin de que, mediante la aplicación de nuevas técnicas de cultivo, la introducción de maquinaria, el empleo de abonos y la explotación del trabajo asalariado, se convirtiera en capital. En efecto, la tierra que pertenecía los nobles estaba sujeta por vinculaciones; la tierra en manos de la Iglesia y de otras “manos muertas” (la caridad pública), de las que obtenía un “diezmo”, estaba infrautilizada y sin “cerrar”; en fin, la tierra perteneciente a los municipios o al común, se explotaba en régimen de colectividad, según la tradición, y era en su mayor parte de acceso gratuito. Los pueblos tenían su abastecimiento garantizado gracias al control de los mercados locales; su economía funcionaba merced a un sistema integrado de aprovechamiento forestal, pastoril y agrícola que suplía con creces las necesidades del vecindario. La tradición y el derecho consuetudinario impedían la imposición de las leyes del libre mercado, bien sobre la institución municipal y la tierra, bien sobre los alimentos o el trabajo. Dicha situación ha servido de base para una ideología medievalista que se presenta como panacea de todos los males introducidos por el capitalismo, pero no olvidemos que el mundo de las comunidades aldeanas distaba mucho de ser idílico. Para comenzar, había sido despojado de su sistema genuino de gobierno: las asambleas populares o concejos abiertos habían sido sustituidos por juntas caciquiles y los cargos públicos podían comprarse, venderse e incluso dejarse en herencia. Además, se excluía del derecho a los bienes del común a la parte de la población no considerada vecina, que solía ser la más necesitada. El paraíso relativo del colectivismo agrario existía inmerso en un infierno poblado por el Estado borbónico y sus guerras, la Inquisición, la Mesta, los señoríos jurisdiccionales y las oligarquías burguesas de las ciudades. Si cada institución estaba enlazada con las demás, podemos imaginar las dificultades de recomponer la situación sin los males que emanaban de su esencia, y, por lo tanto, nos es legítimo sospechar que quienes elaboran y defienden propuestas de cambio social arcaizantes, perfectamente imposibles, en el fondo no quieren cambiar nada.

Quiso la ironía de la Historia que la separación entre el territorio y sus habitantes merced a la comercialización del suelo y la supeditación de los municipios a los ritmos del mercado de la tierra o al de los granos, no fuera obra de ninguna reforma, sino de las enormes deudas que contrajo la monarquía en cuatro guerras. Para amortizarlas emitió vales reales que en su mayoría fueron comprados por la burguesía comercial de las ciudades y los propietarios rentistas. En su incesante sed de dinero, el Estado monárquico se vio obligado a vender primero las tierras de los hospitales, hospicios, comedores, casas de misericordia, de expósitos y obras pías; después, las propiedades de las órdenes religiosas y de las iglesias; y finalmente, los bienes municipales y comunales. La aristocracia no resultó afectada sino en la ley que suprimía los mayorazgos y permitía cercar o enajenar sus propiedades, equiparándola a la recién nacida burguesía terrateniente. Los minifundios que dominaron en algunas zonas, fueron consecuencia de los contratos enfitéuticos y la venta a censo reservativo, prácticas tradicionales. Como consecuencia de la desamortización se liberaron los arriendos, se rebajaron los salarios y se desregularon los mercados locales, dando lugar a la ruina de los municipios, la miseria de campesinos y jornaleros. La nueva clase semifeudal latifundista apoyada en el Estado liberal forzó una contrarreforma fiscal: en lugar de gravar la propiedad, los nuevos impuestos, sisas y consumos, gravaban el comercio de los alimentos básicos como el pan y la carne, desviando la presión impositiva hacia los desposeídos labradores y empobrecidos braceros. Las clases rurales habían sido sacrificadas a los intereses del Estado y de la burguesía, pero la eliminación de obstáculos al desarrollo capitalista no produjo riqueza alguna para la “Nación”. La desamortización de tierras no atrajo capital a las ciudades, que se mantuvieron tal como estaban, sin apenas industrias, y por tanto, sin necesidad de mano de obra. Mientras que la población pasó de diez a diecinueve millones, en 1900 todavía los dos tercios vivían en el campo. Al tener escasas opciones de emigrar a las ciudades o a ultramar, los habitantes de los campos quedaron atrapados en sus pueblos con pocos medios de subsistencia y ninguna institución auxiliadora, con la sociedad a la que pertenecían desarticulada y los derechos que les protegían suprimidos. Las guerras carlistas fueron la respuesta a tanto estropicio, seguidas por una oleada de atentados contra las personas pudientes y las propiedades. No es de extrañar que para defender a los terratenientes y hacendados del campo se fundara la Guardia Civil, cincuenta años antes que cualquier otro cuerpo policial.

Con la creación de un nuevo marco jurídico que imponía la propiedad privada sobre las ruinas de una costumbre basada en la igualdad y la cooperación, retrocedió la cultura agraria hasta casi desaparecer. Entonces empezó a hablarse de ignorancia, atraso y analfabetismo. La cultura campesina, fundamentalmente oral, había producido un riquísimo folklore y una inmensa cantidad de conocimientos prácticos. En España pocos hablaban el castellano de Burgos y Valladolid, lengua usada principalmente por aristócratas, funcionarios, periodistas, terratenientes y frailes. Existía una diglosia evidente entre el habla popular y el idioma oficial. El pueblo, incluso el de las ciudades, hablaba un sinfín de lenguas regionales, dialectos y jergas. Nada de eso era producto del atraso; por ejemplo, los dialectos eran tan antiguos o más que el castellano, poseían un abundante léxico propio, gran vitalidad y, en ocasiones, habían alcanzado expresión literaria.

Con mayor razón podría decirse de las lenguas restantes. Sin embargo, desde el punto de vista centralista de la clase dirigente debía de haber una sola lengua oficial, un solo “español”, regulado por una Academia de la Lengua, a imitación francesa. Todo lo demás iba contra el “progreso”, de ahí que el habla campesina fuese considerada poco menos que signo de barbarie. El programa pedagógico de la Ilustración fue recogido por los políticos liberales gracias al Concordato y la Ley de Bases de 1857. Los campesinos y los proletarios debían de aprender la lengua de las autoridades, de los patronos y contramaestres, que era el vehículo por el que recibían órdenes. La escolarización se volvió un arma centralizadora y adoctrinadora, una herramienta para transmitir desde el Estado y la Iglesia la nueva cultura escrita y codificada de la clase dominante. La escuela venía para contribuir a la liquidación una cultura de siglos, uniformizar las mentes de generaciones y empobrecer su pensamiento, pero los frutos tardaron décadas en recogerse porque la enseñanza que a partir de entonces llamaron “primaria” debía ser costeada por los municipios, y éstos no podían pagar a los maestros. La única enseñanza practicada durante mucho tiempo fue la religiosa.

Durante la República, la pequeña burguesía en el poder intentó remediar la situación mediante un plan que preveía la construcción de 27.000 escuelas laicas, pero el mérito del genocidio cultural se lo llevaron la imposición franquista de la “lengua del imperio”, la emigración irreversible a las ciudades, la colonización mental a través de los medios de comunicación unilateral y la hipermovilidad de la población globalizada.

En España los ferrocarriles no fueron un producto de la revolución industrial, sino que se construyeron para provocarla. La operación resultó fallida y la industrialización no vino sino muy lentamente hacia finales de siglo. Con la excepción de Madrid y Barcelona, las ciudades no experimentaron cambios significativos, y el exceso de población fue canalizado hacia América, aunque también a Francia y Argelia (tres millones entre 1887 y 1914). En las zonas latifundistas, la lealtad de los campesinos a los púlpitos se había desplazado a las ideas revolucionarias; concretamente, el campo andaluz mostró una gran capacidad de organización y una combatividad mejor dosificada, como prueban las insurrecciones de Loja y El Arahal, la expansión de la Primera Internacional en el sur peninsular, el levantamiento de los campesinos de Jerez y el proceso de la Mano Negra. Seguirán siendo un elemento clave en la creación de sindicatos.

La coyuntura económica favorable provocada por la guerra mundial de 1914 atrajo a miles de campesinos a las ciudades, donde engrosaron las filas del proletariado. Con todo el número de trabajadores de la tierra doblaba ampliamente al de los obreros de la industria (cinco millones contra dos), por lo que la cuestión social seguía siendo fundamentalmente un problema agrario y fue precisamente su no resolución lo que trajo la guerra civil. La victoria fascista fue sangrienta para todos los perdedores en general, pero en el campo alcanzó niveles de exterminio.

El triunfo del ejército, la masacre de los opositores y la política autárquica del nuevo régimen posibilitaron la prolongación del dominio terrateniente. El atraso en el campo y el hambre en las ciudades significaron un retorno a la economía de subsistencia. El agro recuperó habitantes: todavía en 1950 la población rural era el 45 % del total. No obstante las tornas cambiaron cuando la industria se convirtió en el motor del desarrollo: entre 1957 y 1975 sucedió una verdadera revolución industrial que redujo considerablemente la población del campo, descendiendo ésta del 42 al 24 % (más de cuatro millones de personas emigraron a las ciudades; un millón lo hizo al extranjero).

Para un vaciado anterior semejante se hubieran necesitado sesenta años contando desde 1900. La agricultura tuvo que “modernizarse” y regirse con los mismos criterios que la industria: concentrar la propiedad, introducir maquinaria, fertilizantes químicos, híbridos y pesticidas, producir para el mercado, comercializar los productos; en una palabra, hubo que transformar la explotación agrícola y ganadera en un sistema de empresas dependiente de multinacionales de la petroquímica y la distribución. El territorio resultó seriamente modificado: desaparecieron los huertos urbanos y las vegas que hasta los años cincuenta abastecían a las ciudades; el contraste entre un campo semidespoblado y las conurbaciones densamente habitadas se hizo más escandaloso; los incendios forestales se volvieron habituales; la circulación de vehículos aumentó exponencialmente; en fin, se acentuó el desplazamiento de la población a la costa, lo que combinado con el turismo dio lugar a una auténtica devastación, modelo para desarrollos posteriores.

Los progresos de la economía capitalista globalizada, al desregular el mercado de alimentos, liquidaron la clase de pequeños y medianos campesinos, convirtiendo a la agricultura autóctona en una actividad marginal. Al transformarse el territorio rural en paisaje, con el toro de Osborne como logotipo, se habrían las puertas de par en par a la degradación. Se mejoraron los accesos para que los habitantes de las aglomeraciones urbanas frecuentasen en masa los lugares y arramblasen con todo lo que encontraban, musgo, espárragos, setas, bayas, cortezas y matojos. La motorización hizo devenir al territorio rural satélite de la conurbación, sea como decorado naturalista a destrozar sin reparos, o sea como reserva de espacio para una segunda urbanización extensiva combinada las más de las veces con la industria turística. Pero el campo devino también un sitio idóneo para las infraestructuras viarias, para la instalación de basureros, para el hospedaje de centrales –nucleares, térmicas o eólicas–, para el albergue de industrias contaminantes expulsadas de los recintos urbanos, o para la realización de experimentos transgénicos. Los cultivos, industrializados, han subsistido gracias a la explotación extrema de inmigrantes foráneos, contribuyendo con enormes extensiones de plástico, montañas de excrementos y ríos de purines, al nuevo concepto de belleza agraria. La lógica del capital ha requerido que cada elemento del territorio y de la actividad social que ocurre en su seno –la ciudad, los pueblos, la producción, la circulación, los habitantes, el trabajo, las instituciones, la tradición, los alimentos, el paisaje, el juego, el aire– se haya independizado de los demás y no responda más que a las exigencias de la economía. La separación ha quedado consumada en todos los ámbitos y en todos los aspectos. En lo sucesivo, cada pieza del puzzle territorial obedece únicamente a las leyes de la oferta y la demanda.

Un enorme problema se presenta ante quienes quieran enderezar la situación y recomponer el territorio para el disfrute de sus habitantes. Cada componente separado ha de volver a unificarse escapando del mercado, lo que tiene una traducción cultural, institucional y política. No sirven las actitudes voluntaristas e individuales, sino los movimientos de masas conscientes que luchen por nuevas formas de vida libres e independientes y organicen en esa dirección sus contrainstituciones. Lo que hoy llamamos industria, partidos, Banca, Gobierno, es solamente el bando de los vencedores, y precisamente por sólo ser un bando, se halla abocado a la decadencia; como además es el bando que dirige y toma decisiones, por eso es criminal y culpable. Su fin será el comienzo de otra época mejor o peor, eso dependerá de la calidad de sus enterradores, y, en general, de las ansias de libertad y autenticidad de las mujeres y los hombres que vayan a heredarla.

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