Nos
encontramos ante dos noticias. La buena noticia es que nuestro viejo enemigo,
el capitalismo, parece encontrarse en una crisis gravísima. La mala noticia es
que, por el momento, no se ve ninguna forma de emancipación social que esté
realmente a nuestro alcance, y que nada garantiza que el posible final del
capitalismo desemboque en una sociedad mejor. Es como si constatáramos que la
cárcel en la que desde hace tiempo estamos encerrados se hubiera incendiado, pero
las cerraduras de las puertas siguieran bloqueadas.
Me gustaría
empezar con un recuerdo personal que tiene que ver con México. Visité el país
por primera vez en 1982, con mi mochila a la espalda, cuando tenía 19 años.
Vivía entonces en Alemania. A pesar de que ya en aquel momento se hablaba del
“Tercer Mundo” y de su miseria, era distinto conocerlo realmente y verse
confrontado a los niños descalzos mendigando en la calle. En México DF me
hospedaba en una especie de albergue juvenil gestionado por unos suizos y una
noche, al regresar, abrumado por la visión de la pobreza en la ciudad, empecé a
leer un ejemplar del semanario alemán Der Spiegel que encontré por ahí. Me topé
con un extenso reportaje sobre el estado de la sociedad alemana que por aquel entonces
parecía en pleno apogeo. La descripción del reportaje era de lo más desoladora:
depresiones, fármaco-dependencias, familias desestructuradas, jóvenes desmotivados
y deterioro social. Yo mismo me sentía sumergido en un abismo. Ya tenía una
amplia experiencia en la crítica teórica y práctica del capitalismo, del cual
pensaba todo el mal posible. Pero nunca antes había sentido con tal fuerza en
qué mundo vivimos, un mundo donde unos mueren de hambre y otros, los que
supuestamente se encuentran del lado bueno de la balanza, son tan infelices que
se atiborran de medicamentos o se suicidan (mis recuerdos de la vida en
Alemania confirmaban además plenamente aquel reportaje). Sentía que tanto
pobres como “ricos” eran infelices, y que el capitalismo era, por lo tanto, una
desgracia para todos. Entendí que este sistema, en última instancia, no
beneficiaba a nadie, que “desarrollar” a los pobres para que se vuelvan como
los ricos no serviría de nada, y que la sociedad basada en la mercancía era el
enemigo del género humano.
Pero al mismo
tiempo, en 1982, este sistema parecía fuerte, muy fuerte y resultaba deprimente
considerar la correlación de fuerzas entre quienes, de una forma u otra,
deseaban transformarlo, y las fuerzas de las que disponía el propio sistema, comprendiendo
entre ellas el consenso que a pesar de todo suscitaba y los beneficios
materiales que todavía podía distribuir.
Actualmente
parece que la situación se ha invertido radicalmente. En estos días, en Europa,
en las instituciones políticas y los grandes medios de comunicación, se evocan
escenarios catastróficos como el argentino. No es necesario insistir en que,
por todas partes, se percibe una crisis del capitalismo muy grave, permanente
por lo menos desde 2008. Quizás hayan leído mi artículo “¿Se volvió obsoleto el
dinero?”(1), donde trato de imaginar qué ocurriría si el dinero, todo el
dinero, perdiera su función, tras un derrumbe financiero y económico. Para mi
sorpresa, llegó a ser publicado y muy comentado en el periódico más importante
de Francia, Le Monde, cuando hace tan sólo unos años se me habría metido en la
misma categoría que los avistadores de ovnis.
Es sin embargo
importante constatar que esta crisis del capitalismo no se debe a las acciones
de sus adversarios. Todos los movimientos revolucionarios modernos y casi toda
la crítica social siempre imaginaron que el capitalismo desaparecería porque
sería vencido por fuerzas organizadas, decididas a abolirlo y a sustituirlo por
algo mejor. La dificultad era arremeter contra el inmenso poder del capitalismo,
que radicaba no sólo en sus fusiles sino también en el anclaje que había logrado
establecer en nuestras cabezas; pero si esto se lograba, la solución estaba al
alcance de la mano: existía, en efecto, un proyecto de sociedad alternativa
que, en última instancia, provocaba las revoluciones.
Lo que estamos
viendo hoy, es el derrumbe del sistema, su autodestrucción, su agotamiento, su
hundimiento. Finalmente se topó con sus límites, con los límites de la
valorización del valor, latentes en su seno desde un principio. El capitalismo
es esencialmente una producción de valor, representada en el dinero. En la producción
capitalista sólo interesa lo que da dinero. Esto no se debe a la codicia de
unos capitalistas malvados. Deriva del hecho de que sólo el trabajo otorga
“valor” a las mercancías. Y significa también que las tecnologías no añaden un
valor suplementario a las mercancías. Cuanta más maquinaria y nuevas
tecnologías se utilizan, menos valor hay en cada mercancía. Sin embargo, la
competencia empuja incesantemente a los propietarios de capital a utilizar
tecnologías que remplacen al trabajo. El capitalismo mina así sus propias
bases, y lo lleva haciendo desde el principio. Sólo el aumento continuo de la
producción de mercancías puede contrarrestar el hecho de que cada mercancía
contiene cada vez menos “valor” y, por lo tanto, también menos plusvalor,
traducible en dinero(2). Ya conocemos las consecuencias ecológicas y sociales
de esta loca carrera de productividad. Pero también es importante señalar que
la caída de la masa de valor no puede ser compensada eternamente y que provoca,
finalmente, una crisis de la acumulación del propio capital. En las últimas
décadas, la escasa acumulación fue sustituida sobre todo por la simulación a
través de las finanzas y el crédito. Esta vida “por perfusión” del capital ha
encontrado ahora sus límites y la crisis del mecanismo de la valorización
parece ya irreversible.
Esta crisis no
es, como algunos quieren hacernos creer, un ardid de los capitalistas, una
manera de imponer medidas aún más desfavorables para los trabajadores y los
beneficiarios de las ayudas públicas, una manera de desmantelar las estructuras
públicas y aumentar las ganancias de bancos y súper ricos. Es innegable que
algunos actores económicos logran sacar grandes beneficios de la crisis, pero
esto sólo significa que un pastel cada vez más pequeño se divide en porciones
más grandes para un número cada vez más reducido de competidores. Es evidente
que esta crisis está fuera de control y que amenaza a la supervivencia del
propio sistema capitalista.
Por supuesto,
esto no implica automáticamente que estemos asistiendo al último acto del drama
iniciado hace 250 años. Que el capitalismo haya alcanzado sus límites en
términos económicos, ecológicos, energéticos no significa que vaya a
derrumbarse de un día para otro, aunque esto no esté del todo excluido. Más
bien se puede prever un largo periodo de declive de la sociedad capitalista,
con islotes un poco en todas partes, a menudo amurallados, donde la
reproducción capitalista aún funcione, y con amplias regiones de tierra quemada,
donde los sujetos postmercantiles deberán buscar la manera de sobrevivir como
puedan. El tráfico de drogas y la acumulación de residuos son dos de los
rostros más emblemáticos de un mundo que reduce a los propios seres humanos a
la condición de “desechos” y cuyo mayor problema ya no es ser explotados, sino
el ser simplemente superfluos desde el punto de vista de la economía mercantil,
sin tener, sin embargo, la posibilidad de regresar a formas precapitalistas de
economía de subsistencia mediante la agricultura y la artesanía. Allá donde el
capitalismo y su ciclo de producción y consumo dejen de funcionar, no será
posible regresar simplemente a antiguas formas sociales; el riesgo es más bien
entrar en nuevas configuraciones que combinen los peores elementos de las otras
formaciones sociales. Y no hay duda de que quienes vivan en los sectores de la
sociedad que aún funcionen defenderán sus privilegios con uñas y dientes, con
armas y técnicas de vigilancia cada vez más sofisticadas. Incluso como animal
agonizante, el capitalismo puede todavía causar terribles estragos, no sólo
desencadenando guerras y violencias de todo tipo, sino también provocando daños
ecológicos irreversibles, con la diseminación de OGM [transgénicos], de nanopartículas, etc.
En consecuencia, la mala salud del capitalismo es sólo una “condición
necesaria” para el advenimiento de una sociedad liberada, no es en absoluto una
“condición suficiente”, en términos filosóficos. El hecho de que la cárcel esté
en llamas no nos sirve de nada si la puerta no se abre, o si se abre hacia un
precipicio.
Observamos,
por lo tanto, una gran diferencia con el pasado: durante más de un siglo, la
tarea de los revolucionarios era encontrar medios para acabar con el monstruo.
Si se lograba, el socialismo, la sociedad libre o el nombre que se le quiera
dar le sucedería inevitablemente. Actualmente, la tarea de los que en otro
momento eran los revolucionarios se presenta de manera invertida: frente a los
desastres provocados por las revoluciones permanentes operadas por el capital,
se trata de “conservar” algunas adquisiciones esenciales de la humanidad e
intentar desarrollarlas hacia una forma superior.
Ya no es
necesario demostrar la fragilidad del capitalismo, que ha agotado su potencial
histórico de evolución que en sí ya es una buena noticia. Tampoco es necesario –y
es otra buena noticia– concebir la alternativa al capitalismo bajo formas que
más bien lo continúan. Diría que hay mucha más claridad en lo que se refiere a
los objetivos de la lucha hoy en día que hace cuarenta años. Afortunadamente,
dos maneras a menudo entrelazadas de concebir el postcapitalismo que dominaron
durante todo el siglo XX han perdido mucha credibilidad, aunque estén lejos de
haber desaparecido. Por un lado, el proyecto de superar el mercado con el
Estado, la centralización, la modernización de reajuste, y confiando la lucha
para alcanzar este objetivo a organizaciones de masas dirigidas por
funcionarios. Poner a trabajar a todo el mundo era la meta principal de estas
formas de “socialismo real”; hay que recordar que tanto para Lenin como para
Gramsci, la fábrica de Henry Ford era un modelo para la producción comunista.
Es cierto que la opción estatal sigue teniendo sus adeptos, ya sea a través del
entusiasmo por el caudillo(3) Chávez o reclamando más intervencionismo estatal
en Europa. Pero en conjunto, el leninismo en todas sus variantes ha perdido
influencia sobre los movimientos de protesta desde hace treinta años, y eso
está muy bien.
La otra manera
de concebir la superación del capitalismo, de modo que más bien pareciera su
intensificación y modernización, es la confianza ciega en los beneficios del
desarrollo de las fuerzas productivas y de la tecnología. En ambos casos, la
sociedad socialista o comunista era concebida esencialmente como una distribución
más justa de los frutos del desarrollo de una sociedad industrial por lo demás
fundamentalmente igual. La esperanza en la tecnología y la maquinaria para
resolver todos nuestros problemas ha sufrido golpes severos desde hace cuarenta
años, por el nacimiento de una conciencia ecológica y porque los efectos
paradójicos de la tecnología sobre los seres humanos se han hecho más evidentes
(quisiera recordar aquí que Ivan Illich, a pesar de todas las reservas que
podría formular sobre algunos aspectos de su obra, ha tenido el gran mérito de
poner en evidencia estos aspectos paradójicos y quebrantar la fe en el
“progreso”). Si bien la creencia de que el progreso tecnológico lleva al
progreso moral y social ya no asume la forma de la exaltación de las centrales
nucleares “socialistas” o de la siderurgia, o la del elogio incondicional del
productivismo ha encontrado, sin embargo, una nueva vida en las esperanzas a
menudo grotescas en la informática y la producción “inmaterial”; como ocurre
por ejemplo con el debate actual sobre la “apropiación”, al cual se han
asociado recientemente el concepto de “commons”
o “bien común”. Es cierto que toda la historia (y la prehistoria) del
capitalismo ha sido la historia de la privatización de los recursos que antes
eran comunes, como el caso ejemplar de los cercamientos (enclosures) en Inglaterra. De acuerdo con una perspectiva
ampliamente difundida, al menos en los entornos informáticos, la lucha por la
gratuidad y el acceso ilimitado a los bienes digitales es una batalla que tiene
la misma importancia histórica y sería la primera batalla ganada en muchos
siglos por los partidarios de la gratuidad y el uso común de los recursos. Sin
embargo, los bienes digitales nunca son bienes esenciales. Puede resultar
simpático disponer siempre gratuitamente de la última música o de tal vídeoclip,
pero los alimentos, la calefacción o la vivienda no son descargables por Internet
y están, por el contrario, sometidos a un encarecimiento y a una
comercialización cada vez más intensas. El intercambio de archivos (file-sharing) puede ser una práctica
interesante, pero tampoco deja de ser un epifenómeno comparado con la escasez
del agua potable en el mundo o con el calentamiento climático.
La tecnofilia
bajo formas renovadas resulta hoy menos “pasada de moda” que el proyecto de
“tomar el poder” y constituye quizás un obstáculo fundamental para una ruptura
profunda con la lógica del capitalismo. Sin embargo, la difusión de propuestas
como el decrecimiento, el ecosocialismo, la ecología radical o el retorno de
los movimientos campesinos en todo el mundo indican, con toda su heterogeneidad
y con todos sus límites, que cierta parte de los movimientos de protesta actuales
no quiere confiar al progreso técnico la tarea de conducirnos a la sociedad
emancipada. Y es, una vez más, una buena noticia.
Diría, por lo
tanto, que actualmente existe, en principio, una mayor claridad respecto a los
contornos de una verdadera alternativa al capitalismo. Un “programa” como el
que esbozó Jerôme Baschet en 2009 me parece totalmente razonable(4). Y es muy
importante, sobre todo, no limitarse a una crítica de la forma ultraliberal del
capitalismo, sino apuntar al capitalismo en su conjunto, es decir a la sociedad
mercantil basada en el trabajo abstracto y el valor, el dinero y la mercancía.
Estamos, por
consiguiente, un poco más convencidos de que el capitalismo está en crisis y
tenemos algo más claras las alternativas, pero surge la siguiente pregunta:
¿cómo llegar a ellas? No quiero dedicarme aquí a abordar consideraciones estratégicas
o pseudo-estratégicas, sino más bien preguntarme qué clase de mujeres y de
hombres podrán realizar la transformación social necesaria. Ahí es donde radica
el problema. Por decirlo sin rodeos, tenemos a menudo la impresión, de que la
“regresión antropológica” provocada por el capital, sobre todo en las últimas décadas,
también ha afectado a quienes podrían o quisieran oponerse a él. Es un cambio
determinante al cual no siempre se le otorga toda la atención que precisa. La economía
mercantil nació en sectores muy limitados de algunos países únicamente; posteriormente
conquistó el mundo entero a lo largo de dos siglos y medio, no sólo en sentido
geográfico sino también dentro de cada sociedad (algo que se ha denominado
“colonización interior”). Paulatinamente, cualquier actividad, cualquier pensamiento
o sentimiento, dentro de las sociedades capitalistas, tomaba la forma de una
mercancía o bien era satisfecho por mercancías. Se han descrito a menudo los
efectos de la sociedad de consumo y sus consecuencias particularmente nocivas
al introducirse en contextos denominados “atrasados” (y aquí también cabría
citar a Ivan Illich). Es bien conocido y sobraría repetirlo aquí. Pero no
logramos entender del todo el hecho de que, a causa de esta evolución, la
sociedad capitalista ya no se presenta dividida simplemente en dominantes y dominados,
explotadores y explotados, administradores y administrados, verdugos y
víctimas. El capitalismo es, de manera cada vez más visible, una sociedad gobernada
por los mecanismos anónimos y ciegos, automáticos e incontrolables, de la
producción de valor. Todo el mundo es a la vez actor y víctima de este mecanismo,
aunque por supuesto los papeles asumidos y las recompensas obtenidas no son los
mismos.
En las
revoluciones clásicas y, en su punto álgido, en la Revolución española de 1936,
el capitalismo era combatido por poblaciones que lo sentían como una
exterioridad, una imposición, una invasión. Le oponían valores, formas de vivir
y concepciones de la vida humana totalmente diferentes; constituían mal que
bien (y aunque no haya que idealizarla) una alternativa cualitativa a la
sociedad capitalista. Y lo admitan o no, estos movimientos sacaban una buena
parte de su fuerza del anclaje en hábitos precapitalistas: en la aptitud al
don, a la generosidad, a la vida en colectivo, al desprecio de la riqueza
material como fin en sí mismo, a otra concepción del tiempo... Marx tuvo que
admitir al final de su vida que lo que quedaba de la antigua propiedad
colectiva de la tierra aún presente en su tiempo en numerosos pueblos
constituía una base para una sociedad comunista futura. Como sabemos, estas
formas aún siguen existiendo, sobre todo entre los pueblos indígenas de América
Latina y dejo a la libre consideración de cada cual el decidir si pueden formar
la base de una sociedad futura emancipada, que hunda sus raíces en el pasado
(aunque imagino que la respuesta es afirmativa).
Si bien esto
constituye una luz de esperanza hay que reconocer, por el contrario, que
también significa que, casi en todos los demás lugares, en los países llamados
“desarrollados”, en las megalópolis del resto del mundo y hasta en las zonas
rurales más apartadas, los individuos sienten cada vez menos a la mercancía
omnipresente como un sometimiento ajeno a sus tradiciones, sino, por el
contrario, como un objeto de deseo. Sus reivindicaciones apuntan
fundamentalmente a las condiciones de su participación en este reino, como ya
fue el caso del movimiento obrero clásico. Tanto si se trata de un conflicto
salarial mediatizado por los sindicatos, como si es una revuelta en los
suburbios, la cuestión es casi siempre la del acceso a la riqueza mercantil.
Dicho acceso es generalmente necesario para poder sobrevivir en la sociedad de
la mercancía, esto es indudable, pero también se ha constatado que estas luchas
no plantean la exigencia de superar al sistema actual y crear otras maneras de
vivir. En muchos aspectos, el individuo que pertenece a las sociedades
“desarrolladas” actuales parece más lejos que nunca de una solución emancipatoria.
Le faltan los presupuestos subjetivos de una liberación y, por consiguiente,
también el deseo de ésta, porque ha interiorizado el modo de vida capitalista
(competencia, velocidad, éxito, etc.). Sus protestas responden por lo general
al miedo de quedar excluido de este modo de vida, o de no alcanzarlo; muchas más
escasas son las manifestaciones de puro y simple rechazo. La sociedad mercantil
agota las fuentes vivas de la imaginación desde la infancia, bombardeando con
auténticas máquinas de descerebrar desde las edades más tempranas. Esto es tan
grave si no más que los recortes de las pensiones, y sin embargo no empuja a
millones de personas a manifestarse o a tomar por asalto las productoras de
videojuegos y los canales de “Baby TV”.
Los
movimientos de protesta que están surgiendo no carecen de cierta ambigüedad.
Muchas veces, se protesta simplemente porque el sistema no cumple sus promesas;
la gente se manifiesta así por la defensa del statu quo, o más bien del statu
quo ante. Si tomamos como ejemplo el movimiento Occupy Wall Street y sus derivaciones,
vemos cómo responsabiliza de la crisis actual del sector financiero a Wall
Street y cómo afirma que la economía y, finalmente, la sociedad en su conjunto,
están dominadas por las altas finanzas. De acuerdo con la crítica del sistema
financiero actualmente en boga los bancos, los seguros y los fondos de
inversión no invierten en la producción real, sino que canalizan casi todo el
dinero disponible hacia una especulación que sólo enriquece a los especuladores,
a la vez que destruye empleos y crea miseria. El capital financiero, según se
dice, puede imponer su ley incluso a los gobiernos de los países más poderosos,
si es que no prefiere corromperlos. También compra a los medios de
comunicación. La democracia se ve así vacía de toda sustancia.
Pero, ¿tan
seguros estamos de que el poder absoluto de las finanzas y las políticas
neoliberales que las sustentan son la causa principal de las actuales turbulencias?
¿Y si fueran, por el contrario, tan sólo el síntoma de una crisis mucho más
profunda, de una crisis de toda la sociedad capitalista? Lejos de ser el factor
que perturba una economía en sí misma sana, la especulación es lo que ha
permitido mantener durante las últimas décadas la ficción de la prosperidad
capitalista. Sin las muletas ofrecidas por la financiación, la sociedad de
mercado ya se habría derrumbado, con sus empleos y también con su democracia.
Lo que se anuncia detrás de las crisis financieras es el agotamiento de las
categorías básicas del capitalismo: mercancía y dinero, trabajo y valor.
Frente al totalitarismo
de la mercancía, no podemos limitarnos a gritar a los especuladores y otros
grandes ladrones: “¡devolvednos nuestro dinero!”. Hay que entender más bien el
carácter altamente destructor del dinero y de la mercancía, y del trabajo que
los produce. Pedir al capitalismo que se “sanee”, para lograr una mejor
repartición y volverse más justo es ilusorio: los cataclismos actuales no se
deben a un complot del sector más voraz de la clase dominante, sino que son consecuencia
inevitable de problemas inherentes al capitalismo. Vivir a base de crédito no
era una perversión corregible, sino el último intento de rescate del
capitalismo y todos los que viven en él.
Ser
conscientes de todo esto permite evitar la trampa del populismo que pretende
liberar a “los trabajadores y a los ahorradores honestos”, considerados como
puras víctimas del sistema, de un mal personificado en la figura del
especulador. Algo que ya se ha visto en Europa: salvar al capitalismo
atribuyendo todos sus errores a la actuación de una minoría internacional de
“parásitos”.
La única
alternativa es una verdadera crítica de la sociedad capitalista en todos sus
aspectos, y no solo del neoliberalismo. El capitalismo no es únicamente el
mercado: el Estado es su otra cara, a pesar de estar estructuralmente sometido
al capital ya que éste debe aportarle los medios económicos indispensables para
su intervención. El Estado nunca puede ser un espacio público de decisión
soberana. Pero incluso entendido como binomio Estado-Mercado, el capitalismo no
es, o ya no es, una mera coacción que se impone desde fuera a unos sujetos
siempre en resistencia. El modo de vida que ha creado el capitalismo hace ya
mucho tiempo que es aceptado casi por doquier como altamente deseable y su
final posible como una catástrofe. Evocar la “democracia”, incluso “directa” o
“radical”, no sirve de nada si los sujetos a los que se pretende restituir su
voz reflejan fundamentalmente el sistema que los contiene. Es por esto que la
consigna “somos el 99%”, inventada según parece por el antiguo publicista
convertido en contrapublicista (adbuster)
Kalle Lasn, y que los medios consideran como “genial”, me parece delirante.
¿Bastaría con liberarse del dominio del 1% más rico y más poderoso de la
población para que todos los demás viviéramos felices? Entre estos “99%”,
¿cuántos pasan horas y horas cada día frente al televisor, explotan a sus
empleados, roban a sus clientes, aparcan el coche en la acera, comen en
McDonald's, pegan a su mujer, compran videojuegos a sus niños, hacen turismo sexual,
gastan su dinero en ropa de marca, consultan su móvil cada dos minutos, es
decir, forman parte por entero de la sociedad capitalista? Herbert Marcuse ya
había definido claramente la paradoja, el verdadero círculo vicioso de
cualquier empresa de liberación y que, desde entonces, no ha dejado de
agravarse: los esclavos tienen que ser ya libres para liberarse.
Hay quien
tildará estas críticas de excesivas, poco generosas o incluso sectarias. Se
dirá que, al fin y al cabo, lo importante es que la gente se mueva, que
proteste, que abra los ojos. Υ que ya profundizarán luego en las razones de su
revuelta, que el grado de consciencia que tienen puede elevarse. Es posible y
de hecho nuestra salvación depende de esto. Pero, para lograrlo, es
indispensable criticar todo lo que hay que criticar en estos movimientos, en
lugar de correr detrás de ellos. No es cierto que cualquier oposición,
cualquier protesta, es en sí misma una buena noticia. Con los desastres que se
producirán en cadena, con las crisis económicas, ecológicas y energéticas que
no harán sino profundizarse, es absolutamente seguro que la gente se rebelará
contra lo que le ocurra. Pero la cuestión radica en saber cómo reaccionarán:
tal vez vendan droga y envíen a sus mujeres a prostituirse, tal vez roben las
zanahorias ecológicas cultivadas por un campesino o tal vez se enrolen en una
milicia, pueden organizar una inútil masacre de banqueros y políticos o dedicarse
a la caza de inmigrantes. Tal vez se limiten a organizar su propia supervivencia
en medio de la debacle o pueden adherirse a movimientos fascistas y populistas,
que busquen a unos culpables para la venganza popular. O pueden por el contrario,
implicarse en la construcción colectiva de una mejor manera de vivir sobre las
ruinas dejadas por el capitalismo. No todo el mundo abocará a esta última opción,
y es incluso la más difícil. Si atrae a muy poca gente, será aplastada. Por lo
tanto, lo que podemos hacer actualmente es, esencialmente, obrar para que las
protestas, que seguirán surgiendo de todas maneras, tomen el buen camino. Sin
lugar a dudas, la presencia de rasgos procedentes de las sociedades
precapitalistas puede aportar aquí una buena contribución para optar por el
buen camino.
* Este texto
recoge una comunicación presentada en San Cristóbal de las Casas (México) en el
“II Seminario internacional de reflexión y análisis Planeta Tierra, movimientos
antisistémicos” (30 Diciembre 2011 – 2 Enero 2012) con motivo del 18º
aniversario de la insurrección zapatista.
1 Versión original en
Offensive Libertaire et Sociale, n°32, déc. 2011.
[Traducción
en: La Jornada, 23 de diciembre de 2011,
http://www.jornada.unam.mx/2011/12/23/opinion/018a1pol]
2 Véase de Anselm
Jappe, Les Aventures de la marchandise. Pour une nouvelle critique de la valeur
(París, Denoël, 2003) y Crédit à mort: la décomposition du capitalisme et ses
critiques (Lignes, 2011) [traducción en: Crédito a muerte: La descomposición
del capitalismo y sus críticos, Pepitas de calabaza, 2011).
3 N. de T. En
castellano, en el original.
4 Publicado en la revista Réfractions, nº 25 bajo el título “Anticapitalismo/postcapitalismo”.
Uno de los textos más lúcidos y pertinentes que he leído últimamente. Gracias por compartirlo :)
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario, con el cual estoy plenamente de acuerdo.
EliminarSalud!
Creo el aparato tecnológico reemplazará al sistema capitalista y se erigirá como el nuevo sistema de dominación sobre la sociedad en general, es decir, no desaparecerán juntos, ya que el sistema tecnológico al ser más eficaz, autónomo e independiente del hombre que lo ha fabricado, podrá de este modo administrar con mayor efectividad la mayoría de actividades que antes desarrollaban los hombres sin necesidad de los intermediarios que el sistema capitalista utilizaba para su funcionamiento. Será un sistema más funcional y con menos conflictos, más seguro y con mayor capacidad de ajuste y reparación a los problemas que puedan darse durante una función especifica encomendada.
ResponderEliminarTodo esto sucederá si antes no se ha producido una revolución verdadera de la conciencia humana.
Lo que anuncias, si te he entendido bien, es un totalitarismo basado en la tecnología. Cosa que, en cierto modo, ya sucede.
EliminarTambién lo entiendo así y creo que vamos a pasos agigantados hacia ello.
EliminarLa izquierda (capitalista) busca continuar con un capitalismo amable, un poco más humano, que no sería más que prolongar una agonía irremediable, pero el propio sistema parece que (por desgracia) va a sobrevivir a costa de tecnificarse aun más y convertirse en una tecnocracia que rebajará aun más la condición humana.
Salud!
"un poco más humano"... terminado en 5. Sobre todo en periodos electorales, ¡qué cantidad de vaselina escurre de las estereotipadas sonrisas de los candidatos! Más que candidatos deberían llamarse intermediarios, al fin y al cabo todos los votos van a parar al mismo: Rothschild.
EliminarSalud!
Según se desprende de este análisis cuanto más tecnologizado está el sistema capitalista las mercancías también pierden más valor, es decir, se prima la cantidad por la calidad de la mercancía y por lo tanto es menos productivo en cuanto al valor total de la misma.
EliminarPor lo tanto el sistema tecnológico requiere cada vez más recursos del planeta para fabricar las mercancías al perder la calidad que antes tenían y al tener que producir más, su productividad se basa cada vez menos en el trabajo manual y de esta forma el hombre queda reducido a una pieza del engranaje o una simple extensión del aparato tecnológico.
No es que haya perdido la autonomía sobre el trabajo que desarrollaba antes de la revolución industrial y después tecnológica y de la que era creador en buena medida, sino que también no es productivo en cuanto al valor de la mercancía que fabrica el aparato tecnológico.
Así es, Albert. Una frenética carrera innovadora meramente tecnológica, cuyo único y endogámico fin es el crecimiento exponencial de la tecnología misma, fuera de la cual no parece que exista vida alguna. La máquina nos va sustituyendo o fagocitando, sólo nos falta aparearnos con ella. ¿O lo hacemos ya?
EliminarMuy interesante y profundo. Gracias Loam. Me va a servir para hacerlo un poco mejor con mi libro. Me doy cuenta que la cabra tira al monte, y yo soy una cabrita dentro del capitalismo, tal vez un poco oveja...salirse de todo el machaque es árdua tarea...darse cuenta ...
ResponderEliminarSalud.
Hola Sonia. Gracias a ti por tu comentario. ¿Se puede saber qué estás escribiendo?
EliminarSalud, y ánimo!
Un libro con un compendio de pájaras que son un continuo en mi cabeza, pinceladas sobre el sistema económico, sobre feminismo, sobre modos de amar y de amarse, sobre tiempos para la vida, yo que sé, a ver qué sale y a ver si sirve para ser publicado...en fin...de momento me sirve a mi para tirar para adelante, para estructurar mi pensamiento, para darme cuenta de que cada vez sé menos,...para poner un granito de arena en romper algún molde...
EliminarSalud!
Sonia