El
que quiera luchar hoy contra la mentira y la ignorancia y escribir la verdad
tendrá que vencer por lo menos cinco dificultades. Tendrá que tener el valor de
escribir la verdad aunque se la desfigure por doquier; la inteligencia
necesaria para descubrirla; el arte de hacerla manejable como un arma; el
discernimiento indispensable para difundirla.
Tales
dificultades son enormes para los que escriben bajo el fascismo, pero también
para los exiliados y los expulsados, y para los que viven en las democracias
burguesas.
I.
El valor de escribir la verdad.
Para
mucha gente es evidente que el escritor debe escribir la verdad; es decir, no
debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los
poderosos; no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los
poderosos y muy provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante
los poderosos equivale a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al
salario. Renunciar a la gloria de los poderosos significa frecuentemente
renunciar a la gloria en general. Para todo ello se necesita mucho valor.
Cuando
impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es
entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares,
como la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la
consigna: «No hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En
lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y de
abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas
las antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado
e instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para
quién? Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en
decir: ¿Es que el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?
También
se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un vencido.
Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la persecución
les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son malos; las
víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad ha
sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad
incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la
lluvia la humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos
sino porque eran débiles requiere cierto valor.
Escribir
la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo general,
elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la mentira.
El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre
verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se
necesita un gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el
triunfo de la brutalidad, ni para anunciar con estruendo el triunfo del
espíritu en países donde éste es todavía concebible. Muchos se creen apuntados
por cañones cuando solamente gemelos de teatro se orientan hacia ellos.
Formulan reclamaciones generales en un mundo de amigos inofensivos y reclaman
una justicia general por la que no han combatido nunca. También reclaman una
libertad general: la de seguir percibiendo su parte habitual del botín. En
síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero
si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige
ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre
veraz sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.
II.
La inteligencia necesaria para descubrir la verdad.
Tampoco
es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según
opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema.
Y una guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en
cualquier momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro
continente en un montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se
puede negar que llueve hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este
género. Son como el pintor que cubría de frescos las paredes de un barco que se
estaba hundiendo. El haber resuelto nuestra primera dificultad les procura una
cierta dificultad de conciencia. Es cierto que no se dejan engañar por los
poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los torturados? No; pintan imágenes.
Esta actitud absurda les sume en un profundo desconcierto, del que no dejan de
sacar provecho; en su lugar otros buscarían las causas. No creáis que sea cosa
fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades referentes a la lluvia; al
principio parecen importantes, pues la operación artística consiste
precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os daréis
cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.
También
están los que por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin embargo,
distinguen las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria. Pero
viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para
ellos el mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e
ignorar las relaciones que existen entre ellos.
Me
permito decir a todos los escritores de esta época confusa y rica en
transformaciones que hay que conocer el materialismo dialéctico, la economía y
la historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en la práctica si
no falta la necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad,
e incluso verdades enteras. El que busca necesita un método, pero se puede
encontrar sin método, e incluso sin objeto que buscar. Sin embargo, ciertos
procedimientos pueden dificultar la explicación de la verdad: los que la lean
serán incapaces de transformar esa verdad en acción. Los escritores que se
contentan con acumular pequeños hechos no sirven para hacer manejables las
cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no tiene otra ambición. Por
consiguiente esos escritores no están a la altura de su misión.
III.
El arte de hacer la verdad manejable como arma.
La
verdad debe decirse pensando en sus consecuencias sobre la conducta de los que
la reciben.
Hay
verdades sin consecuencias prácticas. Por ejemplo, esa opinión tan extendida
sobre la barbarie: el fascismo sería debido a una oleada de barbarie que se ha
abatido sobre varios países, como una plaga natural. Así, al lado y por encima
del capitalismo y del socialismo habría nacido una tercera fuerza: el fascismo.
Para mí, el fascismo es una fase histérica del capitalismo, y, por
consiguiente, algo muy nuevo y muy viejo. En un país fascista el capitalismo
existe solamente como fascismo. Combatirlo es combatir el capitalismo, y bajo
su forma más cruda, más insolente, más opresiva, más engañosa.
Entonces,
¿de qué sirve decir la verdad sobre el fascismo que se condena si no se dice
nada contra el capitalismo que lo origina? Una verdad de este género no reporta
ninguna utilidad práctica.
Estar
contra el fascismo sin estar contra el capitalismo, rebelarse contra la
barbarie que nace de la barbarie, equivale a reclamar una parte del ternero y
oponerse a sacrificarlo.
Los
demócratas burgueses condenan con énfasis los métodos bárbaros de sus vecinos,
y sus acusaciones impresionan tanto a sus auditorios que éstos olvidan que
tales métodos se practican también en sus propios países.
Ciertos
países logran todavía conservar sus formas de propiedad gracias a medios menos
violentos que otros. Sin embargo, los monopolios capitalistas originan por
doquier condiciones bárbaras en las fábricas, en las minas y en los campos.
Pero mientras que las democracias burguesas garantizan a los capitalistas, sin
recurso a la violencia, la posesión de los medios de producción, la barbarie se
reconoce en que los monopolios sólo pueden ser defendidos por la violencia
declarada.
Ciertos
países no tienen necesidad, para mantener sus monopolios bárbaros, de destruir
la legalidad instituida, ni su confort cultural (filosofía, arte, literatura);
de ahí que acepten perfectamente oír a los exiliados alemanes estigmatizar su propio régimen por haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento
suplementario en favor de la guerra.
¿Puede
decirse que respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin cuartel a Alemania,
que es hoy la verdadera patria del «mal», la oficina del infierno, el trono del
anticristo»? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas.
Sus discursos tienden a la destrucción de un país, de un país entero con todos
sus habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.
Los
que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial, general e impreciso.
Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus auditorios se
interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos para
que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la barbarie
salida de la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En realidad
no se dirigen a nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con predicar
la mejora de las costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso equivale
a limitarse a aislar algunos eslabones en la cadena de las causas y a
considerar como potencias irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras
que se dejan en la oscuridad las fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco
de luz y los verdaderos responsables de las catástrofes aparecen claramente:
los hombres. Vivimos una época en que el destino del hombre es el hombre.
El
fascismo no es una plaga que tendría su origen en la «naturaleza» del hombre.
Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes naturales que restituyen
al hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza combativa.
El
que quiera describir el fascismo y la guerra y grandes desgracias, pero no
calamidades «naturales» debe hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas
desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de
producción contra masas obreras. Para presentar verídicamente un estado de
cosas nefasto, mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe que la
desgracia tiene un remedio, es posible combatirla.
IV.
Cómo saber a quién confiar la verdad.
Un
hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no
se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario,
las distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que quieren
entenderme, me entienden. En la realidad, el escritor habla, y los que pueden
pagar, le entienden. Sus palabras jamás llegan a todos, y los que las escuchan
no quieren entenderlo todo.
Sobre
esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes. Transformar la
«acción de escribir a alguien» en «acto de escribir» es algo que me parece
grave y nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que escribirla
a alguien. A alguien que sepa utilizarla. Los escritores y los lectores
descubren la verdad juntos.
Para
ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad debe ser
dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es importante
saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que viven en condiciones
intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa verdad
debe venirnos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un solo
sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de entendernos. Hasta
los verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer por sus vidas. Los
campesinos de Baviera, que se oponían a todo cambio de régimen, se hicieron
permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver
de una larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.
La
verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se adopta un
tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer daño a una mosca». Esto tiene
la virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha. No trataremos como
enemigos a quienes emplean este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros de
lucha. La verdad es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira,
sino de los embusteros.
V.
Proceder con astucia para difundir la verdad
Orgullosos
de su valor para escribir la verdad, contentos de haberla descubierto, cansados
sin duda de los esfuerzos que supone el hacerla operante, algunos esperan
impacientes que sus lectores la disciernan. De ahí que les parezca vano
proceder con astucia para difundir la verdad.
Confucio
alteró el texto de un viejo almanaque popular cambiando algunas palabras: en
lugar de escribir «el maestro Kun hizo matar al filósofo Wan», escribió: «el
maestro Kun hizo asesinar al filósofo Wan». En el pasaje donde se hablaba de la
muerte del tirano Sundso, «muerto en un atentado», reemplazó la palabra
«muerto» por «ejecutado», abriendo la vía a una nueva concepción de la
historia.
El
que en la actualidad reemplaza «pueblo» por «población», y «tierra» por
«propiedad rural», se niega ya a acreditar algunas mentiras, privando a algunas
palabras de su magia. La palabra «pueblo» implica una unidad fundada en
intereses comunes; sólo habría que emplearla en plural, puesto que únicamente
existen «intereses comunes» entre varios pueblos. La «población» de una misma
región tiene intereses diversos e incluso antagónicos. Esta verdad no debe ser
olvidada. Del mismo modo, el que dice «la tierra», personificando sus encantos,
extasiándose ante su perfume y su colorido, favorece las mentiras de la clase
dominante. Al fin y al cabo, ¡qué importa la fecundidad de la tierra, el amor
del hombre por ella y su infatigable ardor al trabajarla!: lo que importa es el
precio del trigo y el precio del trabajo. El que saca provecho de la tierra no
es nunca el que recoge el trigo, y «el gesto augusto del sembrador» no se
cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad rural».
Cuando
reina la opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión» pues la
disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo modo, el
vocablo «dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al
hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la ventaja de
defender el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos distribuyen
el «honor» a los que trabajan para enriquecerlos.
La
astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días. También la de Tomás
Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la Inglaterra de aquella
época, pero en el que las injusticias se presentaban como costumbres admitidas
por todo el mundo.
Cuando
Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una idea de la explotación
de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín por
Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente, pero como Rusia estaba
en guerra con el Japón la censura dejó pasar el trabajo de Lenin.
Hay
una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado receloso. Voltaire
luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la historia
galante de «La Doncella de Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras
galantes sacadas de la vida de los grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar
la religión (que hasta entonces tenían por caución de su vida disoluta). De
repente se hicieron los propagadores celosos de las obras de Voltaire y
ridiculizaron a la policía que defendía sus privilegios. La actitud de los
grandes permitió la difusión ilícita de las ideas del escritor entre el público
burgués, hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.
Decía
Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la propagación de su
ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden favorecer su
difusión clandestina. Pero hay que reconocer que a veces suscitan múltiples
sospechas. De ahí la necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas
ocasiones. Tal sería el caso, por ejemplo, si se introdujera en una novela
policíaca -género literario desacreditado- la descripción de condiciones
sociales intolerables. A mi modo de ver, esto justificaría completamente la
novela policíaca.
En
la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad propagada por la
astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César. Afirmando
constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que
hace de él es mucho más aleccionadora que la del criminal. Dejándose dominar
por los hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de
su propio juicio.
Jonathan
Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres fueran puestos a la
venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en el país. Después de
efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que se podrían realizar
economías importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift jugaba al
monstruo. Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de
denunciar la ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que
la suya, o al menos más humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido
a dónde conducía este tipo de razonamiento.
Militar
a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte, sirve la
causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio de los
explotadores consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo
que es útil para los pobres es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por
comer, por satisfacer su hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores
militares cuando se goza de este favor inestimable: batirse por un país cuando
se muere de hambre. Es bajo dudar de un jefe que os conduce a la desgracia. El
horror al trabajo que no alimenta al que lo efectúa es asimismo una cosa baja,
y baja también la protesta contra la locura que se impone y la indiferencia por
una familia que no aporta nada. Se suele tratar a los hambrientos como gentes
voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen confianza en sus
opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de vagos a los que
pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo semejante régimen, pensar es una
actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender a pensar? A todos
los lugares donde impera la represión.
Sin
embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que resulta
indispensable para la dictadura. En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la
utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para remediar,
mediante la invención de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para explicar la
mala calidad de los productos alimenticios o la militarización de la juventud
no es posible renunciar al pensamiento. Pero recurriendo a la astucia se puede
evitar el elogio de la guerra, al que nos incitan los nuevos maestros del
pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar la guerra? lleva a la pregunta:
¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a preguntar: ¿cómo evitar la
guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta cuestión en público
hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia a la verdad?
Evidentemente no.
Si
en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita a una minoría
explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad de la
población, complicidad que se extiende a todos los dominios. Una complicidad
análoga, pero orientada en sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por
ejemplo, los descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en
peligro todo el sistema, pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no
veía en ello nada nocivo. Los últimos descubrimientos físicos implican
consecuencias de orden filosófico que podrían poner en tela de juicio los
dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las investigaciones de Hegel en el
dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la revolución proletaria,
Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias son solidarias
entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es
incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar
terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es
enseñar el buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de
sus caracteres transitorios y variables. Los dirigentes odian las
transformaciones: desearían que todo permaneciese inmóvil, a ser posible
durante un milenio: que la Luna se detuviese y el Sol interrumpiese su carrera.
Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos. Nadie respondería cuando
ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la última.
Subrayar
el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No
olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación contiene una
contradicción susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante método -la
dialéctica, ciencia del movimiento de las cosas- puede ser aplicado al examen
de materias como la biología y la química, que escapan al control de los
poderosos, pero nada impide que se aplique al estudio de la familia; no se
corre el riesgo de suscitar la atención. Cada cosa depende de una infinidad de
otras que cambian sin cesar; esta verdad es peligrosa para las dictaduras.
Pues
bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas narices de la policía. Los
gobernantes que conducen a los hombres a la miseria quieren evitar a todo
precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De ahí que hablen de
destino. Es al destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la responsabilidad
de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a las causas de
estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al Gobierno.
Pero
en general es posible reclinar los lugares comunes sobre el destino y demostrar
que el hombre se forja su propio destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa granja
islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado al
agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que
aportaba como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la
maldición. En la aldea se interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos
lo atribuyeron al natural alegre de la joven; otros a la dote, que permitía, al
fin, a los propietarios de la granja comenzar sobre nuevas bases. Incluso un
poeta que describe un paisaje puede servir a la causa de los oprimidos si
incluye en la descripción algún detalle relacionado con el trabajo de los
hombres. En resumen: importa emplear la astucia para difundir la verdad.
Conclusión
La
gran verdad de nuestra época -conocerla no es todo, pero ignorarla equivale a
impedir el descubrimiento de cualquier otra verdad importante- es ésta: nuestro
continente se hunde en la barbarie porque la propiedad privada de los medios de
producción se mantiene por la violencia. ¿De qué sirve escribir valientemente
que nos hundimos en la barbarie si no se dice claramente por qué? Los que
torturan lo hacen por conservar la propiedad privada de los medios de
producción.
Ciertamente,
esta afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la
tortura, creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas
actuales de propiedad.
Digamos
la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país; así será
posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de producción.
Digámoslo a los que sufren del statu quo y que, por consiguiente,
tienen más interés en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados
posibles de la clase obrera, a los que colaboran en este estado de cosas sin
poseer los medios de producción.
Como se dice, cada uno puede tener su verdad, pero Verdad no hay más que una.
ResponderEliminarBuen "manual" sobre algo tan menospreciado en nuestros días, a veces por necesidad, a veces por costumbre.
Nos educan en la mentira, hay que analizarlo casi todo lo que hacemos y pensamos en nuestra vida y buscar las mentiras que esconden para poderlas pulir.
Salud!
Buscarla, desvelarla, defenderla y hacer de ella un arma. No es nada fácil.
EliminarSalud!
Como siempre, la verdad es necesaria y sobre todo la emplean las personas que no comercian con información. Está claro que la información es siempre subjetiva y que los continuos intercambios de información van cambiando tu forma de pensar. Empiezas a exagerar hechos, a tergiversar argumentos o publicar tendencias. Puedes creer cosas falsas y publicar cosas falsas, pero en cuanto empiezas a comerciar con información aparece el beneficio en la mentira. El ejemplo más claro es la publicidad o promocionar a tus patrocinadores. Muchos periodistas no escriben lo que creen y finalmente los redactores coartan sus artículos aduciendo la linea política o cualquier otra gilipollez. Las cartas están ya repartidas.
ResponderEliminarSalud!
Muy buen artículo. No sabía que el Bertoldo había escrito esto.
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