transcripción
del audio 1: Loam
Me
parece que es fácil enunciar cuales son los rasgos de la crítica libertaria de
la pseudo-democracia liberal. Los enuncio telegráficamente así: esa forma de
pseudo-democracia, en primer lugar, se asienta en un escenario marcado por
lacerantes desigualdades. Obedece en realidad al propósito de ratificar esas
desigualdades. Bebe de artificiales mayorías que son el producto de una
dramática distorsión de las creencias de la población. En su trastienda operan,
bien lo sabéis, formidables corporaciones económico-financieras que son las que
dictan las reglas del juego en las materias realmente importantes. Por si poco
fuera todo lo anterior, cuando las cosas vienen mal dadas, esa forma de
pseudo-democracia no duda en hacer uso de la fuerza a través de lo que
conocemos en forma de represión en nuestras calles, o a través de golpes de
estado asestados en países del sur que tienen la mala fortuna de contar con
materias primas razonablemente golosas.
Creo
que, frente a esta crítica de la democracia liberal, los libertarios proponemos
tres grandes conceptos: el primero de ellos se llama democracia directa.
Rechazamos las formas de democracia representativa y delegativa, y rechazamos
también, y esto es importante subrayarlo, liderazgos y personalismos. En uno de
esos libros que se ha mencionado antes, en Repensar la anarquía, en un momento
determinado, acometo una reflexión lingüístico-terminológica que me invita a
recordar que no deja de ser llamativo que la mayoría de las corrientes de
pensamiento, no todas, pero la mayoría, derivadas de la obra de Marx, se
vinculen con nombres de personas: hablamos de marxismo, de leninismo, de
estalinismo, de trotskismo, de luxemburguismo, de castrismo, de guevarismo, de
maoísmo. Esta es una práctica, creo yo, afortunadamente desconocida en el mundo
libertario. Es verdad que en la España del siglo XIX se hablaba de los bakuninistas,
pero llamativamente fue un término ideado por los detractores de los
bakuninistas. Defendemos, en segundo lugar, la acción directa. ¿Qué significa
esto? Que queremos retener en todo momento y lugar una plena capacidad de
control sobre lo que hacemos, y que procuramos, por añadidura, que en lo que
hacemos haya una relación directa entre los medios que desplegamos y los fines
que deseamos alcanzar. Defendemos, en fin, la autogestión. El término parece
que es de introducción relativamente reciente, se extendió al calor del mayo
francés de 1968. Pero cuando uno lee las resoluciones de los diferentes
congresos de la CNT española anteriores a la guerra civil de 1936, descubre
que, aunque la palabra no está ahí, el concepto está claramente presente. Permitidme
que subraye que en España, antes de la guerra civil, las prácticas y la cultura
autogestionarias tenían un peso ingente. A buen seguro que habéis escuchado
hablar, más de una vez, de las colectivizaciones libertarias en el campo
aragonés y en la industria catalana en 1936 y en 1937. El adjetivo me parece
que no es muy adecuado, ¿por qué?, porque en esas colectivizaciones había
también muchos militantes de la UGT socialista. Me interesa subrayarlo para
llamar la atención sobre el hecho de que la cultura y las prácticas
autogestionarias rompían las fronteras del propio mundo libertario. Estoy
obligado a preguntarme sobre qué ha quedado de esa cultura y de esas prácticas:
me temo que muy poco. Bastará con acometa una rapidísima reflexión sobre la
condición de los dos sindicatos hoy mayoritarios en España. Cuentan con
centenares de miles de afiliados, con recursos económicos razonablemente
importantes, ¿qué tipo de proyecto autogestionario han sido capaces de
desplegar en el transcurso de los últimos 35 años?: una modestísima agencia de
viajes, algo que, me temo, retrata fidedignamente la deriva dramática de buena
parte del movimiento obrero español.
Segunda
observación que quiero haceros. La propuesta libertaria tiene que ser
orgullosamente anticapitalista. Creo que lo he dicho bien. No basta con que sea
meramente anti neoliberal. No es lo mismo ser anti neoliberal que ser
anticapitalista. Uno puede rechazar el neoliberalismo por entender que es una
versión extrema e indeseable del capitalismo, pero aceptar al mismo tiempo la lógica
del fondo de este último. O puede rechazar por igual el neoliberalismo y el
capitalismo, que creo que es lo que hacen los libertarios. En esta dimensión,
me parece que estamos obligados a rescatar el concepto de lucha de clases, en
el buen entendido de que el debate correspondiente presenta hoy perfiles
diferentes que los que exhibía hace 100 años. La principal concreción orgánica,
en España, de un proyecto anticapitalista en el mundo libertario es lo que
llamamos anarcosindicalismo. Siempre que digo esto de la principal concreción
orgánica, me da por recordar unas palabras de esta estimulante figura
intelectual que es el ministro del interior español, quien hace unos meses
afirmó que había sido desactivado un grupo anarquista sorprendentemente bien
organizado. Este buen señor, debería leer un manual de teoría política
elemental: los anarquistas no están contra la organización, están contra las
formas coactivas o coercitivas de la organización, que es algo “un poco
diferente”. Siempre que tengo la oportunidad, subrayo que, desde mi punto de
vista, un trabajador en general, un sindicalista en particular, debe hacer tres
grandes preguntas: la primera es la relativa a cómo trabajamos. Las palabras
alienación y explotación han desaparecido llamativamente de lenguaje de los
sindicatos mayoritarios en España cuando definen, y poderosamente, nuestra vida
cotidiana dentro y fuera de los centros de trabajo. La segunda gran pregunta es
la relativa a para quién trabajamos. Era la pregunta principal que se hacían
los sindicalistas de la CNT en España antes de 1936, cuando su objetivo mayor,
con toda evidencia, era acabar con el capitalismo. Hoy, a los ojos de las
cúpulas directoras de esos sindicatos mayoritarios españoles, pareciera como si
el capitalismo fuese el aire en el que inexorablemente tenemos que movernos. La
tercera y última pregunta, en fin, es la relativa a qué hacemos, qué bienes
producimos, qué servicios generamos, no vaya a ser, por ejemplo, que lo que
hacemos hoy ponga en peligro los derechos de ls integrantes de las generaciones
venideras.
Tercer
elemento que quiero considerar. La propuesta libertaria plantea, inexorablemente,
una discusión relativa a la institución Estado. En este caso, me siento en la
obligación de llamaros la atención sobre dos riesgos que entiendo que están
ahí. El
primero asume la forma de una obsesión tal con la institución Estado que perdemos
un poco el rumbo. Hay muchas formas de alienación y de explotación que no pasan
por la institución Estado. Si asumimos que el Estado es un aparato al servicio
de la clase dominante, tendremos que preguntarnos por los otros muchos
mecanismos de dominación que emplea esa clase. Me preocupa muchísimo más, sin
embargo, el otro riesgo que asume la forma de una excelsa superstición, la de
que el Estado es una institución que en esencia lo que hace es protegernos.
Frente a esto, lo primero que hay que oponer es el recordatorio de algo
evidente: la dimensión burocrática, militar, carcelaria, represiva que exhibe
de siempre y en todos los escenarios la institución Estado. Pero admitiré de
buen grado que el debate principal que se refiere a esto, en Europa hoy, es el
relativo a los llamados estados del bienestar. No sé si habéis caído alguna vez
en la cuenta de este curioso término que embellece gratuitamente la realidad
correspondiente: estados del bienestar. Creo, de nuevo, que es fácil enunciar los
términos de la crítica libertaria de los estados del bienestar. Lo hago así:
son formas de organización económica y social propias y exclusivas del
capitalismo, por completo desconocidas fuera de éste. Segundo: dificultan hasta
extremos inimaginables el despliegue de prácticas de autogestión desde abajo.
Tercero: beben de la filosofía mortecina de la social democracia y del
sindicalismo de pacto. Cuarto: no han venido a liberar, como anunciaban, a
tantas mujeres que son hoy víctimas de una doble o de una triple explotación.
Quinto: no tienen ninguna condición ecológica solvente, tanto más cuanto que la
figura “estado del bienestar” en Europa emergió en un momento cronológico, la
llamada era del petróleo barato, que visiblemente ha terminado. Sexto y último:
no exhiben ninguna condición solidaria con los habitantes preteridos,
castigados, explotados de los países del sur.
Conviene
que no extraigáis ninguna conclusión precipitada de lo que acabo de decir. Yo
no le estoy pidiendo a un anciano, en España, que renuncie a la pensión que
recibe y a la atención que le dispensan en un hospital de la seguridad social.
Creo que los libertarios no estamos contra lo público, estamos por la
autogestión y la socialización de lo público cuando ello sea posible, que es
verdad que no siempre es posible. Lo digo de la mano de un ejemplo personal.
Hace, qué sé yo, media docena de años, se produjeron en España movilizaciones
estudiantiles contra la LOE, la Ley Orgánica de Educación. Cuantas veces tuve
oportunidad, al calor de esas movilizaciones, me pronuncié en favor de una
enseñanza pública, universal, gratuita, laica y de calidad, pero un buen día,
mientras enunciaba toda esta retahíla de adjetivos recordé que cuando yo era un
estudiante universitario criticábamos agriamente la enseñanza pública porque
entendíamos que era un mecanismo central de reproducción de la lógica del
capital, y ¡ojo, que no íbamos desencaminados! ¿Qué es lo que ha ocurrido en
los 30 últimos años en España?, que hemos ido retrocediendo tanto que en un
momento determinado, creo yo que cargados de repetabilísima razón, decidimos
cavar una trinchera y salir en defensa de la enseñanza pública. Bien está que
lo hagamos, pero repito, tendremos que etiquetar, tendremos que adjetivar esa
defensa y hablar de lo público autogestionado y socializado. Lo digo de una
manera más. Yo trabajo, os he dicho antes, en un departamento de ciencia
política en una universidad pública en España. Si alguien me pidiese la
elaboración de un informe relativo a las actividades de cariz social,
alternativo, solidario desplegadas por mi departamento, yo le entregaría un
puñado de hojas en blanco, lo público por sí sólo, infelizmente no es garantía
de nada o es garantía de muy poco.
Cuarta
observación que quiero haceros. Cuando uno defiende la democracia directa es
muy común que se encuentre con una réplica que, mal que bien, dice: eso de la
democracia directa está muy bien, es muy bonito, pero infelizmente es un
proyecto irrealizable en sociedades complejas como las que tenemos. Cuál
entiendo yo que debe ser la réplica a ese argumento: no estamos defendiendo
sólo la democracia directa, estamos reclamando una transformación radical de
nuestras sociedades que en una de sus dimensiones fundamentales obedece al
propósito de permitir el despliegue de la democracia directa. Si tengo que
resumir pedagógicamente cómo veo yo el sentido de fondo de esa transformación,
me serviré de cinco verbos: decrecer, desurbanizar, destecnologizar,
despatriarcalizar y descomplejizar nuestras sociedades. ¿Por qué decrecer? Si
vivimos en un planeta con los recursos limitados no parece que tenga mucho
sentido que aspiremos a seguir creciendo ilimitadamente, tanto más, cuanto que
sobran las razones para concluir que hemos dejado muy atrás las posibilidades
medioambientales y de recursos que la tierra nos ofrece. Pensad, que la huella
ecológica española es de 3,5. ¿Qué significa esto? Significa que para mantener
las actividades económicas hoy existentes en España precisamos tres veces y
media el territorio español. La huella ecológica chilena, si no estoy
equivocado, corregidme, está por un 2,3., no es tan alta como la española, pero
es visiblemente excesiva. Qué implica esto, implica que estamos reduciendo
dramáticamente los derechos de los integrantes de las futuras generaciones y
que estamos en el norte opulento ratificando la situación dramática de muchos
de los países del sur.
En este sentido, la perspectiva del decrecimiento nos dice que en el norte opulento, inexorablemente, tenemos que reducir los niveles de producción y de consumo. Pero nos dice otras muchas cosas: que tenemos que recuperar la vida social que hemos ido perdiendo, absorbidos como estamos por la lógica de la producción, del consumo, de la competitividad; que tenemos que apostar por el ocio creativo, que tenemos que repartir el trabajo, que tenemos que reducir las dimensiones de muchas de las infraestructuras que empleamos, que tenemos que restaurar la vida local en un escenario de reaparición de fórmulas de democracia directa y autogestión, o en fin, que en el terreno individual tenemos que apostar por la sobriedad y por la sencillez voluntaria. Más fácil es explicar el sentido del segundo verbo: desurbanizar. En España, como en Chile, muchos de nuestros abuelos abandonaron el medio rural hace bastantes años porque entendían, legítimamente, que en las ciudades se vivía mejor, hoy asistimos incipientemente a un proceso de signo contrario, las ciudades son cada vez más difícilmente habitables, y hay mucha gente, mucha gente… hay alguna gente, que empieza a retornar al campo. En cualquier caso, las personas que son conscientes del riesgo de un colapso inminente del sistema, saben que una de las pocas respuestas eficientes que tenemos ante esto es la que pasa por reconstruir muchas de las prácticas cotidianas y muchos de los elementos de sabiduría popular del medio rural.
En este sentido, la perspectiva del decrecimiento nos dice que en el norte opulento, inexorablemente, tenemos que reducir los niveles de producción y de consumo. Pero nos dice otras muchas cosas: que tenemos que recuperar la vida social que hemos ido perdiendo, absorbidos como estamos por la lógica de la producción, del consumo, de la competitividad; que tenemos que apostar por el ocio creativo, que tenemos que repartir el trabajo, que tenemos que reducir las dimensiones de muchas de las infraestructuras que empleamos, que tenemos que restaurar la vida local en un escenario de reaparición de fórmulas de democracia directa y autogestión, o en fin, que en el terreno individual tenemos que apostar por la sobriedad y por la sencillez voluntaria. Más fácil es explicar el sentido del segundo verbo: desurbanizar. En España, como en Chile, muchos de nuestros abuelos abandonaron el medio rural hace bastantes años porque entendían, legítimamente, que en las ciudades se vivía mejor, hoy asistimos incipientemente a un proceso de signo contrario, las ciudades son cada vez más difícilmente habitables, y hay mucha gente, mucha gente… hay alguna gente, que empieza a retornar al campo. En cualquier caso, las personas que son conscientes del riesgo de un colapso inminente del sistema, saben que una de las pocas respuestas eficientes que tenemos ante esto es la que pasa por reconstruir muchas de las prácticas cotidianas y muchos de los elementos de sabiduría popular del medio rural.
He
hablado en tercer término de la urgencia de destecnologizar nuestras
sociedades. Asumiré de buen grado que el término tiene cierta dimensión
provocadora. Si quiero enunciar el argumento de forma más mesurada diré que
tenemos que analizar hipercríticamente cuál es la condición aparentemente
emancipadora de muchas de las tecnologías que el sistema nos regala. John
Zerzan es el principal teórico de lo que se llama el anarco-primitivismo. Es un
pensador desmesurado, pero por momentos tengo la impresión de que sólo los
pensadores desmesurados son interesantes. Zerzan afirma que todas las
tecnologías creadas por el capitalismo llevan por detrás la impronta de la
división del trabajo, de la jerarquía y de la explotación. Es un argumento
serio que merece ser escuchado. Yo ya he dicho que no voy tan lejos, me limito
a examinar críticamente algunas de las ilusiones ópticas que se derivan de
nuestro empleo de tecnologías aparentemente liberadoras. Facebook, por ejemplo.
Yo tengo 5000 amigos en Facebook, alguien podría pensar que mi vida social es
inmensamente rica… bueno, ya sabéis que la realidad es un poco más compleja,
llega uno por la noche a su casa, enciende el computador, entra en Facebook y
puede dejarse llevar por la impresión de que el país se encuentra inmerso en
una plena ebullición revolucionaria.
He
hablado en cuarto término de la necesidad de despatriarcalizar nuestras
sociedades. Dentro de un momento voy a defender la construcción de espacios
autónomos, autogestionados, desmercantilizados, y despatriarcalizados. Estos
espacios existen ya en España y a buen seguro que también en Chile, han
progresado, en efecto, en el camino de la autogestión y de la
desmercantilización, y sin embargo en muchos casos mantienen todas incólumes
las reglas de la sociedad patriarcal. Para explicar esto utilizo siempre un
argumento que pretende contraponer la percepción libertaria de la propia de lo
que voy a llamar, tal vez con alguna ligereza, la izquierda tradicional. Para
la izquierda tradicional, el problema principal se resume de manera fácil: aquí
estamos nosotros, ahí está el sistema, tenemos que demostrar que somos más
numerosos y más fuertes que el sistema. La percepción libertaria es parecida,
pero con un agregado importante, dice: aquí estamos nosotros, ahí está el
sistema, tenemos que demostrar, en efecto, que somos más numerosos y más
fuertes que el sistema, pero no debemos olvidar nunca que formamos parte de ese
sistema que queremos echar abajo, de tal suerte que su lógica, sus principios y
sus valores influyen poderosamente en nuestra conducta cotidiana. Me limito, en
este caso, a rescatar un dato entre muchos que retrata sólo una dimensión de la
cuestión: el 70% de los pobres que hay en el planeta son mujeres. Es un
porcentaje muy llamativo. No estoy hablando de un 52% de mujeres pobres,
contrapuesto a un 48% de hombres, me estoy refiriendo a la distancia abismal
que separa a un 70 de un 30%. Quien afirme que los problemas de marginación,
simbólica y material de las mujeres, están en vías de resolución, me parece que
le está dando la espalda a la realidad.
He
hablado, en fin, de la urgencia de descomplejizar nuestras sociedades, hemos
aceptados sociedades cada vez más complejas con una consecuencia muy delicada:
cada vez somos más dependientes, cada vez somos menos independientes. Mi buen
amigo Ramón Fernández Durán falleció en Madrid hace cinco años. En sus dos
libros póstumos llamaba la atención sobre una paradoja que me interesa
rescatar, decía: muchos de los desheredados del planeta, habitantes de los
países del sur, se encuentran paradójicamente en mejor posición que la nuestra,
la de los habitantes del norte, para hacer frente al colapso que se avecina.
¿Por qué? Viven en pequeñas comunidades humanas, han mantenido una vida social
mucho más rica que la nuestra, han preservado una relación mucho más fluida con
el medio natural, y en último término son, paradójicamente, mucho más
independientes. Quiero preguntarme qué podría ocurrir en España si dejasen de
llegar los suministros de petróleo. Todo se desmoronaría de la noche a la
mañana. Si queremos recuperar independencia, inexorablemente tendremos que
apostar por sociedades cada vez menos complejas.
Quinta
observación que quiero haceros. He contado muchas veces que hace unos años se
publicó en Francia un libro que subrayaba que existen muchas semejanzas entre
la crisis del año 1929 y la de los últimos tiempos. A buen seguro que, cuando
este ensayista francés acometía esa comparación, en modo alguno deseaba
transmitirnos un mensaje tranquilizador, no olvidéis que la crisis de 1929
estuvo en el origen de los asentamientos de los fascismos en Europa en la
década siguiente. Estuvo en el origen, si así lo queréis de la propia segunda
guerra mundial. Yo tengo, sin embargo, la impresión de que el argumento se
queda un tanto corto. ¿Por qué? Nos hemos acostumbrado a utilizar la palabra
crisis para identificar la manifestación financiera del fenómeno, y olvidamos
que en la trastienda hay otras crisis, ahora en plural. ¿En qué estoy pensando?
En el cambio climático, que es una realidad que ya está ahí y que no tiene
ninguna consecuencia saludable. En el agotamiento inevitable, en el medio
plazo, de todas las materias primas energéticas que empleamos. En los problemas
demográficos que castigan en singular a determinadas regiones del planeta. En
el mantenimiento, lo he dicho hace un momento, de la situación de postración
que padecen tantas mujeres. O, en fin, en la prosecución del expolio de los
recursos de los países del sur. Si cada una de estas crisis por separado es
suficientemente inquietante, la combinación de todas ellas, a mi entender,
resulta literalmente explosiva. ¿Cuál es el escenario de fondo de este debate?
El capitalismo es un sistema que históricamente ha demostrado una formidable
capacidad de adaptación a los retos más dispares. La gran pregunta hoy es la
relativa a si no estará perdiendo, rápida y dramáticamente los mecanismos de
freno que en el pasado le permitieron salvar la cara. Si llevado, por decirlo
de otra manera, de un impulso al parecer incontenible, encaminado a acumular
espectaculares beneficios en un periodo de tiempo muy breve, no estará cavando
su propia tumba, con el agravante, ciertamente, de que dentro de la tumba
estamos nosotros y puede desmoronarse sobre nuestras cabezas. Lo digo de otra
manera: uno puede y debe criticar agriamente al capitalismo, por entender que
ha sido de siempre un sistema injusto, explotador y excluyente, pero
reconozcamos al mismo tiempo que ha sido un sistema razonablemente eficiente.
¿En qué sentido? En el sentido de que ha permitido garantizar que la mayoría de
los empresarios obtuviesen los beneficios que deseaban alcanzar: hoy, ni
siquiera esto es evidente.
Estos neoliberales que han rechazado orgullosamente toda intervención de los poderes públicos en la economía, ¿qué es lo primero que han hecho cuando las cosas han venido mal dadas?, utilizar el teléfono para pedir las ayudas preceptivas de los ministerios, de las municipalidades, de las consejerías: ¡qué mejor indicador de pérdida de eficiencia básica! La propia imprevisión con la que el capitalismo obsequia la crisis ecológica, creo que nos emplaza delante de la conclusión de que el sistema se adentra a marchas forzadas en una etapa de corrosión terminal. No olvidéis que hay un consenso abrumador en la comunidad científica internacional, en lo que se refiere al hecho de que es inevitable que la temperatura media del planeta suba al menos dos grados con respecto a los niveles propios de la era pre-industrial. Cuando alcancemos ese momento, nadie sabe lo que viene después, pero nada bueno. El consenso no es tan abrumador, pero es muy amplio en lo que respecta a la idea de que el llamado pico del petróleo ha quedado ya atrás. En lenguaje más llano: la producción inevitablemente empezará a descender, y los precios comenzarán a subir, Debo, con todo, tirar una piedra sobre mi propio tejado. Acabo de sugerir que no veo en el capitalismo contemporáneo ninguna conciencia en lo que respecta a los retos derivados de la crisis ecológica: no es completamente cierto. Hace bastantes años, se tradujo en España un libro de un periodista alemán llamado Carl Amery, el libro se titula Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, entre signos de interrogación. La tesis principal que maneja Amery en esa obra señala que estaríamos muy equivocados si concluyésemos que las políticas que abrazaron los nazis alemanes ochenta años atrás remiten a un momento histórico singularísimo, coyuntural y, por ello, afortunadamente irrepetible. Amery nos invita, antes bien, a estudiar en detalle esas políticas ¿por qué?; porque bien pueden reaparecer en los años venideros, no defendidas ahora por ultra marginales grupos neonazis, sino postuladas por algunos de los principales centros de poder político y económico cada vez más conscientes de la escasez general que se avecina, y cada vez más firmemente decididos a preservar esos recursos escasos en unas pocas manos, en virtud de un proyecto de lo que algunos llaman ecofascismo, otros describen como darwinismo social militarizado.
Creo yo, que el grueso de las políticas que abrazan los sucesivos presidentes de los Estados Unidos, hunde sus raíces en un proyecto de esta naturaleza. Como creo yo, por rescatar otro ejemplo, que muchas de las medidas que la Unión Europea aplica de un tiempo a esta parte a los inmigrantes pobres que llegan a nuestras costas y aeropuertos hunden sus raíces, de nuevo, en un proyecto de esta naturaleza. En España hay una palabra que falta, llamativamente, en el discurso de todos los responsables políticos, incluso de los aparentemente alternativos, me refiero a la palabra colapso. En los círculos en los que yo me muevo, lo del colapso suscita dos respuestas diferentes, la primera es crudamente realista y dice: no nos queda más remedio que aguardar a que llegue el momento del hundimiento del sistema. ¿Por qué? Porque será la única manera que permita que la mayoría de nuestros conciudadanos tomen nota de sus obligaciones. Esta primera perspectiva es, sí, crudamente realista, pero no nos engañemos, es profundamente desalentadora. El colapso, por definición, se traducirá en una multiplicación espectacular de los problemas y una reducción paralela de la posibilidad de resolverlos. La segunda de las respuestas tiene un cariz voluntarista y dice: tenemos que salir con urgencia del capitalismo, y lo que hoy está a nuestro alcance pasa por construir espacios autónomos, autogestionados, desmercantilizados y despatriarcalizados.
Este es un debate que ha dividido en dos desde el principio al movimiento del 15 de mayo en España, había una parte de ese movimiento que entendía que el cometido mayor del 15M consistía en elaborar propuestas en la confianza de que serían escuchadas por nuestros gobernantes. Hay otra parte, la que pervive del 15M, que desde el principio ha entendido que el cometido de ese movimiento estribaba en abrir espacios autónomos. Estoy pensando en lo que suponen los grupos de consumo, las ecoaldeas, las cooperativas integrales, las formas de banca ética y social que han ido germinando o el incipiente movimiento de trabajadores que en régimen autogestionario cooperativo se han hecho con el control de empresas que estaban al borde la quiebra. Entiendo yo, que el trabajo de esos espacios autónomos no tienen sentido si se consideran como meros islotes, que hay que trabajar por su federación y que hay que trabajar por acrecentar su dimensión de confrontación con el capital y con el Estado, en el buen entendido de que admito, me remito a la discusión anterior, que esos espacios tanto pueden servir en la cabeza de unas personas para esquivar el colapso, como para prepararnos para el momento posterior al colapso.
Estos neoliberales que han rechazado orgullosamente toda intervención de los poderes públicos en la economía, ¿qué es lo primero que han hecho cuando las cosas han venido mal dadas?, utilizar el teléfono para pedir las ayudas preceptivas de los ministerios, de las municipalidades, de las consejerías: ¡qué mejor indicador de pérdida de eficiencia básica! La propia imprevisión con la que el capitalismo obsequia la crisis ecológica, creo que nos emplaza delante de la conclusión de que el sistema se adentra a marchas forzadas en una etapa de corrosión terminal. No olvidéis que hay un consenso abrumador en la comunidad científica internacional, en lo que se refiere al hecho de que es inevitable que la temperatura media del planeta suba al menos dos grados con respecto a los niveles propios de la era pre-industrial. Cuando alcancemos ese momento, nadie sabe lo que viene después, pero nada bueno. El consenso no es tan abrumador, pero es muy amplio en lo que respecta a la idea de que el llamado pico del petróleo ha quedado ya atrás. En lenguaje más llano: la producción inevitablemente empezará a descender, y los precios comenzarán a subir, Debo, con todo, tirar una piedra sobre mi propio tejado. Acabo de sugerir que no veo en el capitalismo contemporáneo ninguna conciencia en lo que respecta a los retos derivados de la crisis ecológica: no es completamente cierto. Hace bastantes años, se tradujo en España un libro de un periodista alemán llamado Carl Amery, el libro se titula Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI?, entre signos de interrogación. La tesis principal que maneja Amery en esa obra señala que estaríamos muy equivocados si concluyésemos que las políticas que abrazaron los nazis alemanes ochenta años atrás remiten a un momento histórico singularísimo, coyuntural y, por ello, afortunadamente irrepetible. Amery nos invita, antes bien, a estudiar en detalle esas políticas ¿por qué?; porque bien pueden reaparecer en los años venideros, no defendidas ahora por ultra marginales grupos neonazis, sino postuladas por algunos de los principales centros de poder político y económico cada vez más conscientes de la escasez general que se avecina, y cada vez más firmemente decididos a preservar esos recursos escasos en unas pocas manos, en virtud de un proyecto de lo que algunos llaman ecofascismo, otros describen como darwinismo social militarizado.
Creo yo, que el grueso de las políticas que abrazan los sucesivos presidentes de los Estados Unidos, hunde sus raíces en un proyecto de esta naturaleza. Como creo yo, por rescatar otro ejemplo, que muchas de las medidas que la Unión Europea aplica de un tiempo a esta parte a los inmigrantes pobres que llegan a nuestras costas y aeropuertos hunden sus raíces, de nuevo, en un proyecto de esta naturaleza. En España hay una palabra que falta, llamativamente, en el discurso de todos los responsables políticos, incluso de los aparentemente alternativos, me refiero a la palabra colapso. En los círculos en los que yo me muevo, lo del colapso suscita dos respuestas diferentes, la primera es crudamente realista y dice: no nos queda más remedio que aguardar a que llegue el momento del hundimiento del sistema. ¿Por qué? Porque será la única manera que permita que la mayoría de nuestros conciudadanos tomen nota de sus obligaciones. Esta primera perspectiva es, sí, crudamente realista, pero no nos engañemos, es profundamente desalentadora. El colapso, por definición, se traducirá en una multiplicación espectacular de los problemas y una reducción paralela de la posibilidad de resolverlos. La segunda de las respuestas tiene un cariz voluntarista y dice: tenemos que salir con urgencia del capitalismo, y lo que hoy está a nuestro alcance pasa por construir espacios autónomos, autogestionados, desmercantilizados y despatriarcalizados.
Este es un debate que ha dividido en dos desde el principio al movimiento del 15 de mayo en España, había una parte de ese movimiento que entendía que el cometido mayor del 15M consistía en elaborar propuestas en la confianza de que serían escuchadas por nuestros gobernantes. Hay otra parte, la que pervive del 15M, que desde el principio ha entendido que el cometido de ese movimiento estribaba en abrir espacios autónomos. Estoy pensando en lo que suponen los grupos de consumo, las ecoaldeas, las cooperativas integrales, las formas de banca ética y social que han ido germinando o el incipiente movimiento de trabajadores que en régimen autogestionario cooperativo se han hecho con el control de empresas que estaban al borde la quiebra. Entiendo yo, que el trabajo de esos espacios autónomos no tienen sentido si se consideran como meros islotes, que hay que trabajar por su federación y que hay que trabajar por acrecentar su dimensión de confrontación con el capital y con el Estado, en el buen entendido de que admito, me remito a la discusión anterior, que esos espacios tanto pueden servir en la cabeza de unas personas para esquivar el colapso, como para prepararnos para el momento posterior al colapso.
Sexta
y última observación que quiero haceros en forma de dos rápidas conclusiones.
Qué dice la primera. Hay una crítica vertida sobre el mundo libertario que
merece ser escuchada porque plantea un problema real. Más o menos viene a
decir: los libertarios sois muy sagaces a la hora de criticar la miseria
existente, pero no lo sois tanto cuando llega el momento de articular opciones
alternativas en la realidad. Es verdad. Recordaréis que hace unos minutos llamé
la atención sobre la condición de los sindicatos mayoritarios en España y
subrayé cómo, con los recursos ingentes de los que disponen no se les ha
ocurrido que tienen posibilidades objetivas de desplegar proyectos
autogestionarios. Estoy obligado, sin embargo, a formular la misma pregunta
sobre nuestros libertarios, ¿estamos a la altura de las circunstancias, o por
el contrario lo que hacemos deja mucho que desear, como me temo? Hay un concepto
que utilizaban con profusión en España nuestros abuelos y bisabuelos
anarquistas y anarcosindicalistas, que fue cayendo en desuso, tal vez porque
alguno de sus significados era un poco abstruso, me refiero a lo que llamaban
propaganda por el hecho. Qué entiendo yo que nos estaban diciendo. Nos estaban
diciendo: está muy bien organizar actos como este, publicar revistas, editar
libros, convocar manifestaciones y concentraciones, pero lo más interesante que
podemos hacer pasa por intentar llevar a la realidad económica y social
nuestras ideas.
Es verdad, para decirlo todo, que si aquí estuviese uno de esos abuelos o bisabuelos que acabo de mencionar, probablemente recibirían con algún recelo esa propuesta de construcción de espacios autónomos, diría, está bien, pero nosotros, antes de 1936 nos entregábamos directamente a la expropiación del capital. Es verdad. Yo creo que el momento simbólicamente más glorioso de la historia española del primer tercio del siglo XX se produce cuando en un pequeño pueblo de Aragón, los anarquistas locales, o quienes fueren, porque poco me importa, deciden instaurar el comunismo libertario. ¿Qué es lo primero que hacen? Queman el registro de la propiedad. Ahí no hay trampa ni cartón, el proyecto es muy evidente. ¿Qué nos ocurre a nosotros? Que hemos ido retrocediendo de tal manera que nuestras capacidades son muy limitadas. Pero quiero yo pensar que, si lo hacemos bien, esos espacios autónomos pueden convertirse en el fermento de un proyecto que permita recuperar las prácticas de esos viejos abuelos y bisabuelos anarcosindicalistas. En Barcelona, en 1933, había barrios enteros en los cuales la policía y la guardia civil no se atrevía a entrar, eso si que eran espacios autónomos. Pero, repito, infelizmente nuestras capacidades son hoy más limitadas.
Es verdad, para decirlo todo, que si aquí estuviese uno de esos abuelos o bisabuelos que acabo de mencionar, probablemente recibirían con algún recelo esa propuesta de construcción de espacios autónomos, diría, está bien, pero nosotros, antes de 1936 nos entregábamos directamente a la expropiación del capital. Es verdad. Yo creo que el momento simbólicamente más glorioso de la historia española del primer tercio del siglo XX se produce cuando en un pequeño pueblo de Aragón, los anarquistas locales, o quienes fueren, porque poco me importa, deciden instaurar el comunismo libertario. ¿Qué es lo primero que hacen? Queman el registro de la propiedad. Ahí no hay trampa ni cartón, el proyecto es muy evidente. ¿Qué nos ocurre a nosotros? Que hemos ido retrocediendo de tal manera que nuestras capacidades son muy limitadas. Pero quiero yo pensar que, si lo hacemos bien, esos espacios autónomos pueden convertirse en el fermento de un proyecto que permita recuperar las prácticas de esos viejos abuelos y bisabuelos anarcosindicalistas. En Barcelona, en 1933, había barrios enteros en los cuales la policía y la guardia civil no se atrevía a entrar, eso si que eran espacios autónomos. Pero, repito, infelizmente nuestras capacidades son hoy más limitadas.
Segunda
de las conclusiones, mucho más rápida. Desde hace un tiempo, confieso que me
encuentro inmerso en una lucha sin cuartel contra los proyectos… realistas.
Cuando escucho que alguien dice: es que eso que estáis revindicando no es
realista, inmediatamente me sublevo. No hay mejor retrato del realismo que la
transición política española de hace treinta años. Materializada, y algo de
esto sabéis aquí en Chile, en dos grandes partidos que se turnan en el gobierno
y que en sustancia hacen lo mismo, en dos cúpulas sindicales que no se oponen a
nada y en una plétora de medios de comunicación que emiten, monocordes, las
mismas monsergas. Hay una frase muy sonora, un poco descortés y políticamente
incorrecta de Bernanos, el novelista católico francés, que creo da en el clavo
de la cuestión. La frase dice: el realismo es la buena conciencia de los hijos
de puta. Invocan la realidad como si les viniese dada por la naturaleza, de tal
manera que fuese inmodificable, cuando con toda evidencia es la realidad que
ellos mismos han perfilado en descarado provecho de sus intereses más obscenos.
En este orden de cosas, me parece que tenemos que ser orgullosamente no
realistas. Gracias por haberme escuchado.
Muy oportuno, y bien explicado. Gracias por la transcripción! (Taibo, un referente de hoy y de los próximos años).
ResponderEliminarGracias a ti, Hugo. Salud!
ResponderEliminarVaya currazo la transcripción.
ResponderEliminarComo se nota que Taibo es profe, calca las charlas. Está introduciendo un punto de vista muy interesante, como es decrecimiento y anarquismo. Sin embargo no está dando en el corazón del capitalismo, que es el consumismo. Que el decrecimiento sea inevitable no quiere decir que sea aceptado, y en esas estamos. Por eso nos tocará reconstruir los pedazos.
Pero el punto es el deseo de cambio, no la necesidad.
Salud!
Estoy de acuerdo contigo, el punto es el deseo de cambio, no la necesidad. Esto, a mi entender, es importante tenerlo libertariamente claro.
EliminarSalud!