“Digan ustedes lo que quieran, llámenlo
tonto, infantil, lo que quieran, pero ¿no les entran ganas de vomitar a veces
de ver lo que estan haciendo con Inglaterra, con sus estanques de cemento y sus
enanitos de yeso, con sus duendes y sus basuras en los lugares donde antes
estaban los hayedos?… Subir a por aire... ¡Si no hay aire!”
(George Orwell, Subir a por aire)
Toda
sociedad, en la medida en que reposa sobre un hábitat, es una apropiación del
territorio. Éste, en el curso de los años, es modificado lentamente por la
actividad humana, y a su vez, debido a sus peculiaridades geográficas,
determina dicha actividad. No hace falta recalcar el papel que los lugares han
tenido en la formación de las sociedades para afirmar que Historia y Geografía
–o Sociedad y Naturaleza– se han condicionado mutuamente. La Revolución
Industrial alteró profundamente esa reciprocidad, liberando a la sociedad de los
condicionantes territoriales, pero a muy alto precio. Por un lado, la
ordenación territorial, gracias al urbanismo, se convirtió en un medio de
acumulación de capital; por el otro, la posesión del territorio por el capital,
es decir, su transformación en mercancía, acarreó su arrase. Recuérdense por
ejemplo el estado deplorable de las zonas industriales o mineras de antaño.
Bajo el dominio del capital, la liberación de la sociedad de las constricciones
impuestas por la naturaleza fue terrorista. Sin embargo, el proceso no se
desarrolló simultáneamente en todas las direcciones. En sus inicios, el espacio
del capital era fundamentalmente territorio urbano. Las gentes que vivían en el
campo, no realizando sino ocasionalmente intercambios con dinero, quedaban en
gran parte fuera de las leyes de la economía. Pero en un periodo relativamente
corto de la Historia esto dejó de ser así, de forma que, en la actualidad, todo
el territorio sufre las consecuencias de la mundialización de la economía y,
por consiguiente, todo el territorio es real o potencialmente urbano. Europa se
convierte en una red de manchas metropolitanas en expansión, tendiendo a formar
una megalópolis continental dispersa. En esas condiciones, la apropiación
social del territorio es inseparable de su degradación y de su destrucción.
El
fin de la agricultura tradicional, la última barrera a la descomposición
territorial, significó la constitución de un mercado global del territorio.
Arrancado a su existencia casi extraeconómica –como el agua o el aire–, el
territorio será “clasificado” y entregado al mercado. La motorización de la
población y la apertura de accesos posibilitaron que las ciudades perdieran sus
límites y que las segundas o terceras residencias, reflejo de la prosperidad de
determinados sectores, desplazaran a las actividades rurales. De este modo,
irían cayendo todos los obstáculos físicos, lingüísticos, culturales,
psicológicos, morales, etc., que definían la identidad territorial, dando como
resultado la desaparición del lugar, la muerte de su carácter y de su
singularidad. En un espacio integrado, el territorio no urbano es, o bien,
reserva “no programada” de lo urbano, o bien decorado naturalista de lo urbano.
Ello ha comportado tal dislocación en las formas de vida, tal trivialización de
lugares y gentes, tales amenazas a la seguridad o a la salud, que el
cuestionamiento de los responsables ha sido inevitable. La voluntad de resistir
al proceso de banalización generalizada (a la proletarización del hábitat) y a
sus consecuencias nocivas subyace en cada contienda territorial, pero no
obstante, esa voluntad casi nunca llega a expresarse con claridad, ya que se
halla mediatizada por los intereses creados en las primeras fases del
conflicto, en el tránsito de una economía agrícola a una economía de servicios.
Estos intereses parciales redefinen una “identidad local” que trata de
presentarse como auténtica, tras la que se esconde un grupo social concreto. En
efecto, el cambio económico en el campo ha supuesto a la vez que la
desaparición del campesinado strictu sensu, la aparición de una clase media
neorrural formada a partir de la compraventa de tierras y de la economía
generada por los habitantes de las urbanizaciones residenciales (los
“domingueros”). No se trata de un campesinado de nuevo cuño, ni tiene demasiado
que ver con el sindicalismo agrario, aunque sí con la política local. La
componen tanto pequeños productores como funcionarios, estudiantes,
comerciantes o trabajadores por cuenta propia. Esta nueva clase es consciente
de su origen, la terciarización de la economía, por lo que no cuestiona el
proceso que la hizo nacer, pero sí, en cambio, cuestiona sus excesos. Ni
siquiera desea volver atrás, a situaciones menos ruinosas. La destrucción
presente vale, la futura, ya no; sí a los adosados, no a su proliferación más
allá de un límite y así sucesivamente. La dinámica uniformadora y destructora
de los procesos urbanísticos pone en peligro su prosperidad y la impulsa a la
acción, canalizada por un tipo de organización determinado llamado “plataforma
cívica”.
De
modo general, las plataformas consideran el territorio como naturaleza y no
como lugar donde vive gente. Por eso para ellas lo importante es “conservar el paisaje como un elemento clave
de la identidad colectiva” (Declaración de Figueres, Primera Trobada
d’Entitats i Plataformes en Defensa del Territori, octubre 2003) y no recrear
las asambleas comunales y las formas de cooperación no capitalistas, la
verdadera base de la identidad perdida. La identidad parece no ser un hecho
histórico, sino un acontecimiento intemporal y eterno. Sobre los espacios
naturales reposa algo así como una denominación de origen. Así pues, el
territorio puede soportar cualquier actividad económica extraña, a condición de
ser planificada y diversificada por un consejo asesor, amparándose en leyes
proteccionistas y financiándose con tributos verdes. Los incumplimientos
deberían ser perseguidos por una fiscalía específica y castigados por un
juzgado ambientalista. Según tal programa, no parece que haya conflicto territorial,
sino alteraciones sin demasiada importancia de la buena marcha de la economía
que pueden corregirse con una burocracia juridicopolítica. Más concretamente,
con la presencia de las plataformas en los centros de decisión. No piden, por
lo tanto, éstas, el cese de las decisiones tomadas desde el exterior por la
administración y las empresas, y mucho menos la toma asamblearia municipal de
decisiones, sino “la participación ciudadana en la toma de decisiones que
afectan al territorio como elemento clave de un modelo realmente democrático”.
Esta democratización “completa”, definida en las agendas 21, a la vez que ahoga
la posibilidad de una expresión directa legitima la destrucción del territorio,
evitando el planteamiento de la cuestión social en el seno del conflicto, y,
por lo tanto, evitando la formulación de una estrategia defensiva. Las
plataformas no aspiran a mediar en el conflicto territorial, sino a sublimarlo.
Y ya
que no desean enfrentarse a nadie, no van a fomentar la autoorganización de los
afectados, cosa que equivaldría a promover la revuelta territorial, sino a
institucionalizar un diálogo con los responsables de la destrucción. Se
trataría pues, de negociar los niveles de degradación “racionalizando” la
oferta territorial; en suma, de homologar la destrucción, determinar el grado
de la misma y garantizar el control. Retocar la forma, respetar el fondo. Los
mismos responsables del poder dominante han de corregir las consecuencias de su
desarrollismo urbanizador con paliativos consensuados con los dirigentes de las
plataformas, como por ejemplo reservas naturales, turismo rural, auditorías y
moratorias urbanísticas, subvención de cultivos, plantas de reciclaje, revisión
de planes, etc., pero sin afrontar las verdaderas causas, comenzando por el
citado desarrollismo, ni atacar a los verdaderos responsables, los promotores,
las inmobiliarias, la administración, los operadores turísticos y los
compradores de las ciudades. La defensa del territorio queda reducida a
simulacro merced a la desaparición de los enemigos, meros símbolos abstractos
(p. e. la contaminación, la especulación, el incivismo), y merced a la
evaporación del combate, sustituido por gestos afectados y momentos
teatralizados (p. e. los almuerzos, las claxonadas, la entrega de firmas,
etc.). La acción de las plataformas tiene más de campaña de sensibilización comercial,
mediática, que de lucha efectiva. Esa clase de actuación transforma a los
afectados en espectadores de su propia causa el control de la cual está en
manos de portavoces o de alcaldes, en el redil asociativo o en el político. Sus
verdaderos intereses, esencialmente antieconómicos, no llegan a formularse.
Desde el principio la opinión plataformil acepta la mercantilización del territorio,
pero exige una gestión más eficaz a largo plazo (un nuevo modelo de
crecimiento, de movilidad, de urbanismo, etc.) y una reinversión de parte de
los beneficios producidos, por así decir, un reciclaje de las plusvalías. La
“nueva cultura del territorio”, o nueva manera de uso y consumo territorial,
eslogan en boca tanto de los ecologistas como de los ejecutivos, simplemente
proclama que en la nueva economía global el impacto medioambiental ha de
incluirse en el precio.
El
hecho de que políticos y empresarios sostengan un parecido lenguaje indica que
el poder económico está dispuesto a dirigir la defensa del territorio, es
decir, a controlar su destrucción, puesto que su conservación paisajística es
tan rentable como lo fue antes su devastación. No es por casualidad que las
mayores inversiones después de las del AVE sean las destinadas a la energía
eólica. El poder se crece con las crisis. Si la destrucción del territorio
mediante la urbanización es el principal recurso para la formación del capital,
también lo está empezando a ser su reconstrucción ajardinada. Poder y
plataformas comparten un espacio común. Por eso las plataformas de La Noguera
(Lleida), que trabajan “por una nueva
cultura de la energía, han solicitado a los diferentes responsables de los
departamentos de Medio Ambiente y de Industria poder colaborar en una comisión
conjunta, entre empresas, municipios y Generalitat, que racionalice la oferta
energética” (Xavier Garcia, Catalunya
es revolta). Las plataformas ecologistas imploran un diálogo con el poder
en el momento en que éste se vuelve ecologista; forzoso es que se encuentren,
primero en los consistorios, después en la administración (p. e. en los
gabinetes de medio ambiente), finalmente, en las asesorías privadas y en
consejos de empresa. La destrucción, sin embargo, no se detiene, sólo que ahora
se la califica de “sostenible”, y, en la medida en que los representantes de
las plataformas la fiscalizan, de “gestión democrática”. Es la “nueva cultura
del territorio”. Las plataformas se interesan en la democracia cuando no es más
que un espejismo. Porque si algún adjetivo merece el actual régimen político de
las sociedades donde reina el espectáculo, es el de fascista. No vivimos en una
sociedad de ciudadanos, sino en una de masas, en las que los impulsos
consumistas y la asistencia tecnológica desempeñan el papel controlador y
movilizador otrora atribuido al Estado totalitario y al partido único. Esta
nueva modalidad de fascismo no se sostiene con un expansionismo bélico al
servicio de un Estado cualquiera, sino mediante un expansionismo económico en
guerra contra el territorio y sus habitantes, vigilado por un Estado policía.
En estas circunstancias, la formulación de un interés público desde instancias
estatales es pura falacia. Bajo el fascismo, todos los partidos son piezas de
un único partido, el del orden. Y todos los políticos defienden el predominio
de los intereses privados sobre el interés público, o dicho de otra manera, la
economía de mercado. En consecuencia ni la política ni la administración pueden
ser neutrales y mediar entre dichos intereses. Ambas forman parte de la clase
dirigente. Ambas acostumbran a financiarse con la recalificación del suelo. El
capitalismo globalizador se basa en la gestión y no en la propiedad, igual que
los partidos, por lo que cuando nos paramos ante la política o ante la
administración, nos paramos ante empresas. Ahora mismo nos lo podrían decir los
trabajadores de Parques y Jardines de Barcelona, puesto que el ayuntamiento va
a privatizar la institución municipal de la que dependen. Ante una realidad
así, los habitantes no son dueños de su territorio ni de sus ciudades: son
clientes de quienes los gestionan. Clientes sin opción a elegir, con un solo
plato en el menú.
La
administración no es parte de la solución, sino parte del problema. En la
mayoría de los casos, esté en manos de la derecha o de la izquierda política,
es la principal valedora de las agresiones al territorio, sean ya túneles,
trazados para la alta velocidad, pistas de esquí o megapuertos. Una defensa del
territorio –una defensa de sus habitantes– ha de tener claro que la
administración es el enemigo y abandonar toda tentación política. Los temas que
un movimiento en defensa del territorio ha de plantearse, como la reapropiación
de la decisión por parte de los habitantes, el derecho a ser los únicos en
decidir sobre su hábitat, son abiertamente antipolíticos. La detención de todos
los planes generales de ordenación urbana, la desclasificación del suelo como
urbanizable o los proyectos desurbanizadores, con demoliciones incluidas, están
en flagrante contradicción con los principios en los que se sustenta la política
y para asumir esos objetivos con eficacia se necesitará transitar la mayoría de
las veces lejos de la normativa y de las instituciones. Los partidos y las
instituciones administrativas no pueden representar el interés público porque
forman parte del sistema, porque ellos mismos representan intereses privados, y
porque son instrumentos contra la formación de los mecanismos de decisión
colectiva y las movilizaciones. Aseguran el mango de la sartén. Con ellos nunca
podrán afrontarse las medidas necesarias para reducir severamente la movilidad
de la población o acabar con el despilfarro de agua y energía. Mucho menos se
podrá recuperar el mundo rural y se podrá poner límite a las ciudades. Tal como
están hoy los movimientos en defensa del territorio, contaminados hasta las
cejas de esporas políticas y ciudadanistas, no tienen demasiado porvenir. Si
aquéllas germinan y se desarrollan, convertirán la defensa del territorio en un
factor subalterno de su destrucción más o menos encauzada. Pero si saben sacudirse
tales deshechos, si se convierten en polos de agrupación y llegan a formular un
interés general apoyado en las medidas antes mencionadas, pueden ser un factor
determinante de cambios revolucionarios. Han de aprender de los fracasos del
movimiento obrero y no caer, ni en la trampa gestionista vecinal, ni en el
sindicalismo territorial. Nunca enajenar su voluntad en manos de representantes
no elegidos y ni revocables. No permitir la especialización política, excluir a
los dirigentes. En eso consiste la autoorganización. La defensa ha de iluminar
bien la lucha por el territorio, reflejar los antagonismos, señalar con nombres
y apellidos a los adversarios, ensanchar los puntos de ruptura. No ceder al
acoso ni a la seducción. Su irrenunciable objetivo ha de ser la liberación del
territorio de las determinaciones mercantiles, y eso significa acabar con el
territorio como territorio de la economía.
A
fin de cuentas, ha de establecer una relación respetuosa entre el hombre y la
naturaleza, sin intermediarios. En definitiva, se trata de reconstruir el
territorio y no administrar su destrucción. Esa tarea compete a los que viven
en él, no a los que invierten en él, y el único marco donde esto es posible es
el que proporciona la autogestión territorial generalizada, es decir, la
gestión del territorio por sus propios habitantes a través de asambleas
comunitarias.
Miquel
Amorós
30
de julio de 2004. Charla en la Acampada contra el TAV de Alonsotegui (Bizcaia).
A veces se permite la autogestión del territorio porque así se rentabiliza este aun más, se consienten los "experimentos" pero porque se sabe que se controla el espíritu de quienes los llevan a cabo, que son débiles y fácilmente corrompibles o en el peor caso eliminables.
ResponderEliminarSin un cambio de mentalidad general, no es posible ningún cambio, por muy imprescindible que sea.
Salud!
Estoy de acuerdo, sin un cambio de mentalidad general, no es posible ningún cambio, pero sin olvidar que sin semilla no hay bosque, y que no todas las semillas las controla Monsanto (valga la metáfora).
EliminarSalud!
Muy agudo Amorós, como siempre. Como se apunta, la terceriarización de la sociedad nos ha llevado al conservadurismo militante y a aceptar las propuestas de la derecha. A partir de ahí nada más que decir. Decir proletario es sinómo de borracho. Ya nadie se cree el término. Nadie estudia el Socialismo Científico.
ResponderEliminarLa sociedad se ha acomodado y ahora disfruta en silencio los frutos de su negligencia. Todavía miles de parados de derechas y que no se acercan a un libro ni aunque los maten. Como mucho a los catálogos de Primark.
El resultado es la polarización social, burros defendiendo a cerdos.
El espacio rural a demás es más reaccionario si cave, lleno de hienas.
Y como dice Vincent Navarro, del que no soy amigo pero no le quito razones, no es el 99% contra el 1%, es el 30% que defiende al 1% del otro 59.
Salud!
Como señala Amorós en este escrito, "...si algún adjetivo merece el actual régimen político de las sociedades donde reina el espectáculo, es el de fascista". De modo que, hoy, el conservadurismo no sostiene a una derecha más o menos "democrática" y moderada, sino a dicho fascismo. Sin consciencia, la población es reducida a masa y moldeada como tal.
EliminarSalud!
Hace unos años hice un postgrado de rehabilitación de centros históricos y barrios degradados. Me interesé por Amorós y recuerdo que le comenté en alguna discusión virtual. Mi opinión consistió en explicar cómo estaban desapareciendo los espacios públicos de las ciudades "gracias" a las políticas urbanísticas y su repercusión en la forma de vida de los ciudadanos. La anulación de las comunidades y de las relaciones a interpersonales en favor del consumo. Los técnicos que se ldormaban" , que no los profesores, que se formaban como yo, se me echaron encima. No entendían nada. No habían investigado en consultar otras opiniones que las dogmáticas y oficialistas. De acuerdo con todos los compañeros que han comentado antes. Cerebros dominados y ya podridos de gente joven, empezando a construirse. Una desafortunada sorpresa para mi, pues era la más vieja del grupo.
ResponderEliminarY si, la terciarizacion generalizada, con chalets nuevos vs pajares o corrales rehabilitados, un asco de "capiverdes" que rompen con lo veraz de una forma brutal. Y lo sencillo que es arreglar un pajar con tierra y barro, subirte al tejado y conservar sus viejas tejas...
Amorós, uno de los grandes, en mi opinión.
Gracias por recordármelo.
Pues sí, los llamados "espacios públicos" han desaparecido prácticamente por completo de las grandes urbes, pero también los ciudadanos, convertidos en meros consumidores de una sociedad dominada por las exigencias del mercado (del capital). La mercancía (y su aliada, la publicidad), ha invadido no solo el espacio físico, sino las propias relaciones sociales.
Eliminar"Se ha dicho muchas veces que vivimos en una civilización dominada por la tecnología, y es cierto que la tecnología es algo diferente de la técnica; lo es aún más cuando toda una época histórica la convierte en su principio directivo, puesto que se trata de una lógica que mira únicamente a la eficacia de los resultados, que entiende sólo de medios y es ciega para los fines, y que al volverse hegemónica se independiza de la esfera discursiva de los asuntos humanos y se vuelve cálculo contable, poniendo en marcha un proceso destructivo que esclaviza y mecaniza a los hombres, convirtiéndolos en simples engranajes sometidos a una racionalidad "superior", cruel e incomprensible, autodefinida por las necesidades inmanentes del sistema". José Luis Pardo
Mientras mercado y capital gobiernen nuestras vidas y sean ellos los que aporten las "soluciones", no habrá territorio común ni espacio público posibles.
Estoy de acuerdo contigo, Amorós es un destacado y lúcido pensador al que hay que tener muy en cuenta.
Gracias por comentar. Salud!