Creada
en 1713, y desde 1894 ubicada en la sede que ocupa en el área del Buen Retiro,
en Madrid, la Real Academia Española —en lo sucesivo se nombrará con la ya
familiar sigla RAE— custodia el idioma llamado español. Este nombre no incurre
en la parcialidad regional de castellano, pero pudiera ocultar que no todos los
pueblos de la plurinacional España asumen como propia la mencionada lengua, y
que allí esta tiene apenas alrededor de un diez por ciento de sus hablantes.
Todo responde al lugar de origen y a la extensión colonial de ese idioma, como
sucede con otros, señaladamente el inglés, el francés y el portugués.
La
RAE pudiera sentirse dichosa si todos sus dictámenes suscitaran la euforia que
algunas personas están mostrando ante el criterio según el cual es inadmisible,
por lingüísticamente incorrecta, la voluntad —expresada en pares lexicales del
tipo de “profesores y profesoras”, “académicos y académicas”— de no aceptar de
modo acrítico el género masculino como representativo de la especie: o sea, como
no marcado, lo cual en la práctica viene a significar universal o, dicho de
otra manera, dominante, y es asociable con el sentido patriarcal presente en la
lengua. Por cierto, en pares como aquellos ¿tiene que aparecer siempre en
primer lugar el masculino?
De
acuerdo con la RAE, la norma del uso del masculino como género no marcado es
algo parecido a una incontestable derivación del espíritu divino y no de
relaciones sociales que ni empiezan ni terminan en la gramática. El léxico lo
nutren imágenes de lo que, con redundancia premeditada, cabe llamar realidad
real, sintagma en que el adjetivo no apunta a la realeza monárquica, sino a la
búsqueda de lo verdadero, entendido como factualidad.
Las
relaciones patriarcales se han plasmado hasta en expresiones de fe, como
aquella según la cual la mujer se hizo a partir de una costilla del varón, y a
este le debe obediencia: nada que ver con respeto mutuo, equitativo.
Institucionalmente el catolicismo y otras religiones le niegan el acceso a los
más altos rangos jerárquicos. Eso, lejos de ser un hecho autónomo, encarna la
supeditación económica y social reflejada en la inferiorización —inferioridad
supuesta y forzada— de la mujer y, por efecto del antropocentrismo reinante, de
lo femenino en general.
¿Fue
acaso una opción inocente lo que determinó que al hablar de un grupo de
personas masculinas se use el pronombre ellos, exactamente igual que si se
trata de un grupo de hombres y mujeres, aunque estas últimas sean la mayoría?
La presencia de un solo varón basta para que la norma exija el empleo del
género masculino. Solo si el grupo lo forman exclusivamente mujeres vale usar
ellas, y mientras el sustantivo hombre se ha impuesto con los significados de
ser humano y de varón, el adjetivo viril, relativo al varón, se ha entronizado
asimismo como sinónimo de valiente.
Tales
hechos se asocian con algo que —se ha denunciado— sufre la mujer:
invisibilización, aunque rabien quienes piensen que solo existen las palabras
reunidas por la RAE en su Diccionario. El empleo del género gramatical
masculino como no marcado ¿no es un efecto de la dominación extralingüística?
No es fortuito el reclamo de que se diga, por ejemplo, “ciudadanos y
ciudadanas”, “niños y niñas”, “alumnos y alumnas”, o al menos, cuando sea
posible —y lo es en esos ejemplos—, se opte por voces inclusivas: ciudanía,
infancia, alumnado.
Se
ha convocado asimismo, acertadamente, a erradicar usos sexistas
(discriminatorios) del lenguaje, entre ellos la aplicación a las mujeres de las
formas masculinas de nombres de profesiones como ingeniero, médico y ministro,
en lugar de ingeniera, médica y ministra. Tampoco tales usos se deben a una
mecánica lexical insoslayable: nació de algo factual y sociológico, y —parece
necesario repetirlo— discriminatorio.
Esas
profesiones, y otras, durante siglos fueron privilegios de varones. ¿Será solo
cuestión de leyenda el que algunas mujeres necesitaran travestirse —pasar por
varón— para ejercer determinadas labores? Las leyendas se tornan verosímiles
por su relación con la realidad, y la RAE lleva en su currículo haber negado el
ingreso en su claustro a mujeres con méritos más que suficientes para formar
parte de él. ¿No fue el caso de Gertrudis Gómez de Avellaneda?
La
línea dominante hoy en la RAE parece seguir sintiéndose cómoda con la
aceptación de la supremacía masculina, y reacciona contra quienes buscan
maneras explícitas de rechazarla. Usados a manera de cepo y tortura, podrían
considerarse excesivos —y serlo— algunos recursos como sustituir los signos de
género por una equis (ciudadanxs) o por @ (obrer@s), y acudir una vez y otra,
hasta el cansancio, a explicitaciones como “trabajadores y trabajadoras”,
“enfermeros y enfermeras”, “pintores y pintoras”.
Para
eludir exclusiones injustas habrá quienes abracen prácticas tenidas hoy por
deslices o despropósitos, como hablar de “cadetes y cadetas” o “miembros y
miembras”. De acuerdo con las normas vigentes, son pifias; pero la lengua es un
organismo vivo, que se transforma a base del uso y de replanteamientos de
valores, como al dejar de privilegiarse dama por encima de mujer, considerada
palabra de escasa alcurnia, si no degradante. No hay que condenar ni mucho
menos el uso de dama , ni renunciar a él, para apreciar la dignidad del vocablo
mujer —de la mujer misma—, ni para preguntarse si aquella preferencia estaría
libre de sabor aristocrático.
Se
ha bromeado con la esperanza de que no llegue a ser necesario hablar de
“capitalistos y capitalistas”, “socialistos y socialistas”, “hipócritos e
hipócritas”, “cadáveres y cadáveras” o “poetos y poetas”… Pero en este último
ejemplo la hilaridad no debe silenciar la justicia con que muchas cultivadoras
de la poesía piden ser llamadas poetas, no poetisas, vocablo que han sentido
peyorativo. ¿No era Miguel de Unamuno quien llamaba poetisos a poetas (varones)
que literariamente hablando le parecían debiluchos?
Procurar
que “excesivas precauciones de pensamiento” no hagan del idioma un fárrago
indigerible, contrario a la comunicación, no es razón que legitime parcializar
injustamente el pensamiento. La eufonía y la ley del menor esfuerzo
—significativa en la evolución de la lengua, pero no necesariamente fértil en
el desarrollo de las ideas— pueden aconsejar que un género se acepte como no
marcado. Pero eso no autoriza a ser insensible con respecto al origen de tal
norma ni a las exclusiones que ella calza.
Quizás
esa norma, y la insistencia en que es incorrecto revertirla explícitamente
aunque solo sea de tanto en tanto, susciten que incluso furibundos
antiacadémicos —a quienes en otros casos la RAE les resultaba indiferente, o
que arremetían contra lo que en general consideraban brozas y cascotes de esa
institución— batan palmas apoyando la postura de la que dice limpiar, fijar y
dar esplendor. Opere de modo consciente o inconsciente, el machismo puede usar
máscaras variadas, incluida la real o pretensa corrección académica.
Las
actitudes ante un tema de raíces e implicaciones culturales profundas son
diversas. No se parcelan mecánicamente en derechas de un lado e izquierdas del
otro. En las primeras habrá quienes tengan claridad —¡hasta la reina Victoria
se quejaba de que ella y sus hijas sufrían discriminación por ser mujeres!—, y
en las segundas no faltarán quienes consideren que el asunto no es relevante y
cabe posponerlo.
Prioridades
hay o puede haber, o establecerse, y en general los caminos se vencen paso a
paso, tramo a tramo; pero la justicia es un proceso abarcador, orgánico, no un
mercadillo de retales. Que ni siquiera todas las mujeres coincidan en la
percepción del problema no avala indiferencia alguna: el pensamiento dominante
lo es porque no lo portan quienes ejercen la dominación y quienes la sufren.
Cuando su aceptación se quiebra brotan condiciones propicias para sacudidas
sociales, para revoluciones incluso, hasta en el lenguaje.
Apasionados
contrarios a que en el idioma se acojan las prudencias justicieras comentadas
rechazan el uso de presidenta. Esgrimen la etimología de presidente —participio
activo formado por el verbo presidir y el sufijo -ente— y sostienen que dicho
título es aplicable por igual a hombres y a mujeres. ¿No asumen también la
inercia del predominio patriarcal por el que mayoritariamente las presidencias
las han ocupado, y aún las ocupan, hombres?
En
español ya es habitual el empleo de espagueti y espaguetis, cuando en italiano,
origen del vocablo, spaghetti es el plural de spaghetto. ¿Habría que decir el
espagueto y los espagueti? ¿Por qué no aplicar en la evolución interna de una
lengua recursos y mecanismos similares a los que actúan en préstamos
lingüísticos exógenos? Pésele a quien le pese, el empleo de presidenta se ha
extendido no por casualidad, sino porque ha aumentado el número de mujeres con
esa jerarquía en instituciones, organismos y países.
No
siempre se esgrimen juicios estrictamente lingüísticos al valorar cuestiones
lexicales. Entre los motivos de rabia contra el uso de presidenta parece
funcionar el ascenso a ese cargo por parte de mujeres representantes de la
izquierda. Así se ha visto en el caso de la argentina Cristina Fernández, y no
precisamente por las que, desde la izquierda, pudieran considerarse
insuficiencias en su desempeño de la alta investidura. Valdría la pena escrutar
el peso que en expresiones de rechazo contra ella ha tenido, además del
machismo que se cuela en todas partes, el reaccionarismo político por el cual
han sido presidentes de Argentina personajes tan funestos como Carlos Saúl
Menem y Mauricio Macri, simpáticos para la oligarquía vernácula y para el
imperio, y generadores de pobreza para el pueblo.
Aunque
el lobo reaccionario se enmascare con purismos lingüísticos, su oreja peluda
asoma cuando él se lanza explícitamente contra gobiernos calificados de
“populistas” y que, entre sus afanes justicieros, incluyen coherentemente la
equidad entre géneros: entre seres humanos. Lejos de los propósitos de estos
apuntes se halla explorar las significaciones de populismo, vocablo-concepto
polisémico y controvertido. Solo recordarán que condenarlo es acto recurrente
en la feroz ofensiva promovida desde España contra todo lo que —en nuestra
América en especial, pero no solo en ella— desafíe a la oligarquía y al
imperio.
Con
cuartel general y jefes mayores en los Estados Unidos, el imperio tiene su
“ministerio trasnacional de defensa” (de ofensa, mejor dicho) en la OTAN, y
vicejefes en Europa. Si se trata en particular de España, no los tiene en la
mejor, que merece acabar de nacer, sino en la reaccionaria: esa que, además de
bostezar, le regala bases militares a la organización belicista. Dolosamente
los herederos del bando fascista que usurpó el calificativo nacional condenan
lo que llaman populismo y capitalizan el adjetivo popular. Con él han bautizado
a un partido cuya cúpula reúne lo más reconocidamente corrupto de la nación, y
en el cual sobresalen cómplices de los crímenes del Pentágono y Wall Street en
actos decididos desde la que se denomina Casa Blanca.
Sin
excluir a los que proceda tener en cuenta dentro de una supuesta izquierda —en
la que abundan políticos que han traicionado los ideales socialistas y comunistas
y al movimiento obrero, y que forzaron la entrada del país en la OTAN—, los
cabecillas del Partido Popular descuellan entre quienes medran con el
empobrecimiento de las poblaciones de España misma. Simultáneamente se prestan
para acciones dirigidas contra gobiernos que tienen proyección popular
verdadera.
La
real derecha, que campea a sus anchas, y la falsa izquierda, que no se debe
confundir con la verdadera —dividida y silenciada, machacada u oculta,
despojada de recursos, pero no extinta—, no se limitan a desplegar desde España
feroces campañas propagandísticas contra esos gobiernos. Una y otra envían con
similar desfachatez representantes suyos a los países de estos últimos para
favorecer la subversión y, para no desaprovechar ninguna ocasión de ser
colonialistas, lo son también en lo relativo a criterios lingüísticos.
Es
más que sintomática la pasión con que, dentro y fuera de España, algunas
personas e instituciones apoyan las líneas conservadoras y reaccionarias que
subyacen en la RAE, aunque haya dado pasos favorables y tenga miembros que
abracen la voluntad de revertirlas y hasta lo hayan logrado en algunos casos.
Los partidarios de dichas líneas llegan a proclamar que ya la RAE les ha puesto
fin a las prácticas de rechazo contra el predominio patriarcal presente, como
en otras lenguas, en el español.
Se
equivocan quienes piensen que la RAE puede aplastar cuanto disguste a la
totalidad o a parte de sus integrantes. Ella expresará preferencias en torno al
idioma, pero en el mejor de los casos podrá cuidarlo, sobre todo si se libra
por completo de pautas colonialistas con que a menudo ha visto ella —respaldada
aquí y allá por exponentes del pensamiento colonizado— el español hablado y
recreado fuera de España, y si de veras respeta plenamente a las academias de
la lengua constituidas en otros países hispanohablantes. Pero son los pueblos
los que, uso mediante, deciden el rumbo del idioma: lo hacen.
A lo
que debería poner fin la RAE es al sello monárquico que desde sus orígenes
lleva en su nombre y en su orientación predominante, como si fuera la poderosa
majestad de la cual las otras academias de la lengua española fueran no
colegas, sino súbditas, para lo cual puede hallar servidores de este lado del
Atlántico también: no por gusto existe la palabra cipayo. El signo de realeza
la subordina de hecho —bastaría que lo hiciera putativamente para que el saldo
fuese repudiable— a una Corona extemporánea y manchada por la corrupción, y
que, aunque se le considere decorativa, sigue viviendo fastuosamente a costa
del pueblo español.
El
actual jefe de esa monarquía hasta con su nombre rinde culto a una larga ralea
colonialista, y en la apertura del Congreso de la Lengua Española celebrado en
marzo de 2016 en Puerto Rico declaró que él y la reina experimentaban “una gran
alegría por viajar nuevamente a los Estados Unidos de América”. Ni él ni ella
gozan de reconocida autoridad intelectual, pero el director del madrileño
Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha —quien sí la tiene, y cuando
fue director de la RAE ofreció esperanzas de plausibles aperturas
conceptuales—, en la misma ceremonia sostuvo que por primera vez el Congreso
tenía lugar “fuera de Hispanoamérica”. Académico y rey se igualan en prestarse
para arrancar a Puerto Rico de la familia de pueblos a la cual pertenece, y
regalárselo definitivamente a los Estados Unidos.
La
Corona española es continuadora de aquella carcomida que en 1898, a espaldas de
los pueblos de Cuba y Puerto Rico, se humilló en el Tratado de París ante el
intervencionista gobierno de los Estados Unidos. Lo hizo luego de haber
propiciado, con su criminal tozudez colonialista, la cacería de sus marinos por
el ejército estadounidense en la Bahía de Santiago de Cuba. La RAE debería
ponerle fin a su acatamiento de esa herencia, y pronto.
Para lo único que vale la RAE, RAG, RALV... es para suspender las opos. El resto 'merde'.
ResponderEliminarSalud!