Como
todos los mitos, el amor se refugia en una bruma de ambigüedades que lo hace
difícil de analizar y, por tanto, de desmontar. Después de la autoconciencia,
del cogito ergo sum (o antes, para
quienes proponen la alternativa patrior
ergo sum), el amor es el más íntimo e “inefable” de los sentimientos (de
ahí que la literatura y el arte se pongan el máximo empeño en expresarlo),
sobre todo en su sentido más estricto de enamoramiento.
Sin
embargo, confiamos tanto en su universalidad que la expresión “estar enamorado”
se considera dotada de un significado preciso y se emplea recurrentemente,
dando por supuesta su inmediata comprensión. Esta es una de las muchas
paradojas del amor: todos saben lo que es, pero a la vez resulta dificilísimo
no ya definirlo, sino tan siquiera describirlo. En comparación conceptos tan
abstrusos como “felicidad” o “libertad” parecen sencillos.
Por
eso no voy a partir de una definición del objeto impugnado, sino que intentaré
que la impugnación misma vaya, si no definiendo, al menos acorralando el mito
para su ulterior desarticulación (tarea delicadísima que cada cual tendrá que
comprender por su cuenta y riesgo). El amor que pretendo impugnar es el no expresable
en meros términos de solidaridad, simpatía (en el sentido etimológico de sentir
con), amistad. Me refiero muy especialmente al amor en el sentido de “estar
enamorado”; sin embargo, utilizo el término genérico amor –en vez de otros más
específicos, como “enamoramiento” o “amor sexual”– para abarcar también otros
tipos de amor afines e igualmente impugnables, tales como el “amor a la
patria”, el “amor materno” y, en general, todas las acepciones del término en
que, para entendernos, resultaría inapropiado sustituirlo por “amistad”, sin
excluir amores tan aparentemente virtuosos e inocentes como el “amor al
prójimo” o el “amor a la naturaleza” (de los que intentaré ocuparme
específicamente en otra ocasión).
En
principio, pues, distingo entre amor y amistad remitiéndome al uso común de
ambos términos, sobre la base provisional de que dicha distinción es en la
práctica, y pese a la ambigüedad de la palabra amor, bastante clara. Las
expresiones “amar a” y “ser amigo de” indican situaciones afectivas bien distintas.
Sólo literariamente se habla de “amor a los amigos”, y el tópico del padre que
quiere ser un amigo para sus hijos es pura retórica.
La
diferencia de significados y connotaciones de ambos términos queda
especialmente clara en el hecho de que el uno se utiliza comúnmente para
refutar el otro. Cuando, por ejemplo, se quiere desmentir una supuesta relación
amorosa, se suele decir: sólo son amigos. La diferencia entre amor y amistad es
claramente cualitativa (si sólo fuera cuantitativa, el amor sería un grado de
amistad y no harían falta dos palabras distintas). El amor es la amistad con
alas, dijo un cursi famoso, sin especificar la naturaleza de esas alas. En el
caso del amor explícitamente sexual, no se trata simplemente de amistad más
sexo (¡ojalá!); las alas son algo más –y algo menos– que gónadas metafóricas.
En todo caso, habría que hablar de amistad más sexo mitificado (o menos, pues
el componente eromítico empobrece la amistad: le añade algo negativo).
Si
intentamos concretar las diferencias entre amistad y amor, nos encontraremos
con que el segundo se distingue de la primera sobre todo por una mayor cantidad
e intensidad de factores negativos: posesividad, dependencia, ambigüedad (doble
vínculo), celos, ansiedad, irracionalismo, faltad de objetividad, mitificación
del objeto amoroso, exclusivismo, agresividad latente (cuando no manifiesta),
inestabilidad… Si el amor es amistad con alas, esas alas son las del albatros
caído de Baudelaire: un patético lastre que impide caminar (1).
LA
AMISTAD COMO OPOSICIÓN
Normalmente
(y con toda propiedad, como veremos) se reserva el término “amor” para las
relaciones familiares (amor entre esposos, entre padres e hijos) o para las que
apuntan a la formación de una familia (amor entre novios) o, por lo menos, de una
pareja (que es una protofamilia nuclear), estableciendo una clara distinción
entre esta clase de afecto y el amistoso, hasta el punto de que los términos
“amor” y “amistad” se suelen utilizar como mutuamente excluyentes. Es frecuente
decir “sólo somos amigos” para desmentir una supuesta relación amorosa. Y el
padre que le dice a su hijo “me gustaría ser un amigo para ti” está expresando
claramente que la amistad no es algo intrínseco a la relación paterno-filial
típica, sino, en todo caso, algo a conseguir como superación de la misma.
Otra
gran paradoja del amor: se utiliza este término para aludir a dos clases de
afecto –y sólo a estas dos– que en principio parecen incompatibles: el afecto
entre padres e hijos, y el afecto entre amantes, que el tabú del incesto separa
rígidamente. El psicoanálisis ha demostrado de forma concluyente la índole
erótica del afecto filial, a duras penas enmascarada por el más fuerte de los
tabúes. Pero habría que empezar a plantearse el aspecto recíproco de la
cuestión: la índole filial del afecto erótico. En el amor subyace el afecto
compulsivo de recuperar ese “paraíso perdido” en el que la madre era la
prolongación del yo y su inagotable fuente de placer y seguridad. En este
sentido, el amor se niega a aceptar la evidencia de la separación irreversible.
LA
IDEOLOGIA DE LA FAMILIA
Lo
que llamamos amor es, básicamente, la fuerza de cohesión de las células
familiares: tiende a mantener unidas las ya existentes y a formar otras nuevas
(toda pareja, insisto, es una protocélula).
El
exclusivismo y la posesividad típicos del amor se corresponden con la
estructuración familiar nuclear de la sociedad, basada en la pareja –más su
eventual prole– concebida como isla afectivo-sexual y económica. La afectividad
y la sexualidad se conforman en el seno de la familia, y tienden a
reproducirla. (Todo amor es, en cierto modo, edípico).
Con
el progresivo relajamiento de la moral cristiano-burguesa, el esquema
matrimonial y familiar se ha hecho más flexible, menos coercitivo en lo que a
libertades formales se refiere, pero dista mucho de haber sido superado (por el
contrario, dicha flexibilización facilita su supervivencia en una sociedad
mucho más permisiva), y el amor es expresión y sustento de dicho esquema.
Aunque el matrimonio como institución religiosa y social empieza a debilitarse
(e incluso esto es muy relativo), su mito básico, la pareja unida por el amor,
conserva una vigencia casi universal.
El
amor es la ideología de la familia –es decir, la ideología a secas– internalizada
a los más profundos niveles y convertida en compulsión y mito primordiales. Las
versiones paganas actualizadas del mito pueden ser menos represivas que la
versión cristiano-burguesa, pero siguen expresando y transmitiendo la misma
ideología.
Las
presuntas actitudes progresistas o realistas frente al amor rara vez van más
allá de una mera puesta al día del mito (con lo que por cierto contribuyen a su
perpetuación). Del mismo modo que el matrimonio se flexibiliza oficialmente
mediante el divorcio (flexibilidad extraoficial siempre la ha tenido,
especialmente para los hombres, la clase dominante), el amor, para sobrevivir
en esta época presuntamente racionalista y desmitificadora, renuncia a sus
pretensiones de absoluto y eternidad.
Pero
no es una renuncia sincera: las edípicas ansias de una fuente de placer y
seguridad plena, incondicional, continua y exclusiva siguen latentes: sigue
vivo el deseo de anexionarse a otra persona (por algo se usa el término
“conquistar” como sinónimo de enamorar), de recuperar el terreno edénico en que
la madre era la mullida fortaleza de un ego de límites difusos. Liebe ist
Heimweh: el amor es nostalgia, dicen irónicamente los alemanes.
En
este sentido, el amor es siempre infantil, regresivo; se niega a aceptar la
evidencia de la alteridad autónoma, y está plenamente justificado que se lo
represente como un mamón blando y gordezuelo con los ojos vendados.
Resumiendo,
el amor es consecuencia y factor perturbador –el fruto que contiene y nutre la
semilla– del esquema familiar nuclear, que a su vez es consecuencia y factor
perpetuador de unas sociedad basada en la explotación y la competencia que
induce a refugiarse en la familia –o la pareja– concebida como trinchera y
congela la afectividad y la sexualidad en el estado infantil.
UN
UNIVERSO PUERIL
La
etiología familiar de la enfermedad amorosa se manifiesta claramente en el más
común y lamentable de sus síntomas: los celos. Los celos y su nefasto cortejo
(posesividad, dependencia, ansiedad, agresividad, etc.) son consecuencia lógica
de la puerilidad del amor: cuando dos personas, al enamorarse, contraen el
compromiso tácito de satisfacer mutuamente sus ansias edípicas, es inevitable
que se frustren o se sientan continuamente al borde de la frustración o del
abandono; ya que el bebé interior exacerbado por la furia amorosa exige una
dedicación constante y exclusiva que en el fondo sabe imposible. Este miedo
fóbico al abandono, esta frustración sorda y continua producida por el hecho de
no ser omnipotente, omnipresente y omnisciente en el universo del otro, se
traduce en los celos.
El
amor, que a menudo se representa como último reducto de autenticidad y
autodeterminación de una sociedad hipócrita y coercitiva, es en realidad la
farsa suprema y la más angosta de las jaulas concéntricas que nos aprisionan.
Los
miembros de una pareja se someten mutuamente al más grosero de los engaños
(sólo concebible en la medida en que ambos desean ser engañados tanto o más que
engañar) y sujetos por la cadena de una dependencia neurótica, se convierten
cada uno en la bola de presidiario del otro.
ENGAÑO
MUTUO
Los
enamorados firman con su sangre el siguiente contrato elíptico: tú vas a fingir
que yo soy lo más importante para ti, el centro de tu universo, y yo fingiré
que tú eres el centro del mío, de este modo olvidaremos que desde que salimos
de la infancia, estamos irreversiblemente solos, cada uno confinado en el
centro de su propio universo… tú vas a fingir que yo soy para ti algo único e
insustituible, que estás conmigo precisamente porque soy yo, cuando en realidad
mi identidad profunda es desconocida e inasequible, y no soy más que uno entre
los miles de actores que podrían representar el mismo papel para ti, a cambio,
yo fingiré que tú eres para mí algo único e insustituible (cosa que me
resultará tanto más fácil en la medida en que me hagas creer que yo soy único e
insustituible para ti), que estoy contigo precisamente porque eres tú, etc.
Mediante
un mecanismo esquizofrénico ad hoc
que merecería el más atento estudio de los psicólogos, los dos actores se creen
no sólo la farsa del otro, sino también la propia. La única diferencia entre el
seductor y el enamorado auténtico estriba en que el primero sólo engaña al partner (o compañero/a), mientras que el
segundo también se engaña a sí mismo. Tanto engaño mutuo sólo es concebible,
por otra parte, en el marco de una mitología sólidamente instaurada.
LOS
NOBLES AMORES
Es
fácil ver que el amor a la patria, el eventual amor a Dios y similares están
directamente conectados con el amor de etiología familiar. Esta afinidad se
explicita, sin ir más lejos, a nivel coloquial: se habla del amor y el respeto
debidos a la madre patria, y Dios es ante todo el padre universal al que hay
que amar sobre todas las cosas. La manera en que estas formas de amor
contribuyen a consolidar la moral vigente –es decir, a perpetuar el sistema– es
lo suficientemente obvia como para no insistir en ello.
AMOR,
MUERTE, SOLEDAD
Y si
la religión es una forma de amor –al padre (o sea, al principio de autoridad)
deificado–, el amor es a su vez una forma de religión, la respuesta mítica al
carácter inasequible e incognoscible de la alteridad. Del mismo modo que la
religión es, en gran medida, una mitología destinada a conjurar el miedo a la
soledad; y, como tal, dificulta el enfrentarse objetivamente al problema y
favorece la perpetuación de un sistema basado en la explotación y la
competencia asolidarias, causa fundamental de la soledad extrema en que vivimos.
Cabe
plantearse la siguiente cuestión: puesto que mucha gente prescinde de los mitos
religiosos (2), pero casi nadie de
los amorosos, ¿hay que deducir que el miedo a la soledad es más intenso e irreductible
que el miedo a la muerte? Probablemente la explicación estriba en que la muerte
propia es un fenómeno único, definitivo y que casi todos ven como algo
sumamente vago y remoto, algo que al igual que el Sol no se deja mirar de
frente, como decía La Rochefoucauld. No se experimenta la muerte, nos recuerda
Epicuro: cuando tú eres, la muerte no es; cuando la muerte es, tú ya no eres.
La soledad por el contrario es una experiencia frecuente –por no decir
continua– en nuestra sociedad competitiva, muy difícil de aliviar de una forma
mínimamente satisfactoria. La necesidad de autoengañarse con respecto a la
soledad es mucho más inmediata y apremiante que la necesidad de autoengañarse
con respecto a la muerte.
DEL
TRAUMA A LA ALIENACION: EL AMOR Y EL ODIO.
Es
absurdo (aunque muchos lo hacen) pretender combatir el sistema actual sin
oponerse a la familia nuclear patriarcal. Y esto, a su vez, implica
desenmascarar el amor como mito reaccionario y paralizante, dejar de
considerarlo una especie de bello milagro y empezar a contemplar –y tratarlo– como un trastorno afectivo-sexual de naturaleza ideológica.
En
el lenguaje coloquial se alude a menudo al carácter traumático del amor, se
habla del mal de amores, de la fiebre amorosa (los brasileños son más explícitos
y usan “tarado” como sinónimo de enamorado). Y por algo se representa a Cupido
armado de arcos y flechas. Pero está tan arraigada la religión del amor, que ni
siquiera admitir que se trata de un dios ciego y tiránico impide que se le siga
adorando de una forma u otra.
El
terrible adagio del amor al odio no hay más que un paso, debería bastar para
despertar en el más ingenuo la sospecha de la morbosidad del amor. Amor y odio
son las dos caras de la moneda afectiva en curso, acuñada con una aleación rica
en violencia, miedo, mentira… Son las dos caras de la moneda de la
incomunicación, y por eso están tan próximos, es tan fácil pasar de uno a otro
e incluso confundirlos. Si las personas pudieran conocerse, comprenderse,
colaborar, desarrollar la solidaridad y la simpatía (en el sentido etimológico
de sentir con), desaparecerían tanto el odio como su reverso, su par
dialéctico, el amor compulsivo. Y sólo habría amistad (3), más o menos íntima, más o menos profunda, más o menos sexual,
pero básicamente respetuosa de la identidad ajena, abierta, libre.
Hay
que evitar la común falacia de pensar que los aspectos negativos de este amor
compulsivo a un paso del odio son defectos extrínsecos, accidentes aislables de
una hipotética esencia positiva del amor, noble y luminosa (falacia idealista
que remite el nefasto mito religioso de la separación alma-cuerpo). Los celos,
la frustración, la angustia, la agresividad latente (o manifiesta) no son
impurezas del amor, sino elementos intrínsecos. La posesividad y la dependencia
edípicas engendran celos y ansiedad, la idealización engendra frustración, y la
ansiedad y la frustración (o su intuida inevitalidad) engendran angustia y
agresividad.
Por
supuesto que, dentro de la generalizada morbosidad eromítica, hay amores más sanos
que otros, algunos, incluso, en que los aspectos negativos quedan relegados a
un segundo término, contenidos por una actitud especialmente sensata de los
interesados y /o unas circunstancias especialmente favorables; pero estos
amores poco conflictivos son excepciones (universalmente reconocidas como
tales) que confirman la regla. También hay ciegos alegres (probablemente más
que amores), y eso no significa que la ceguera sea un don.
EL
AMOR DE LOS DESENGAÑADOS
No
es nada fácil combatir la arraigada tendencia a considerar el amor como algo
cierto-bueno-bello y empezar a considerarlo como una forma de alienación. La
mayoría de la gente contempla y vive el amor como algo superlativamente
auténtico y personal, expresión del núcleo mismo del ego y fuente primordial de
las gratificaciones más intensas y elevadas. Superar esto es incluso más
difícil que superar el mito cristiano-burgués de la nobleza del sacrificio y el
trabajo frente a la trivialidad de lo lúdico. Es incluso más difícil que
sacudirse el yugo internalizado del principio de rendimiento (lo más que se
hace, en general, es desplazarlo de unas esferas de actividad a otras).
Y
eso a pesar de que la evolución misma de los procesos amorosos se encarga de
desengañarnos, ya sea mediante una decepción brusca o un enfriamiento gradual,
jalonado de decepciones menores. Cumplido su objetivo de atomizar la sociedad a
la sociedad en grupúsculos aislados y manipulables, en células familiares y
cuasifamiliares, el amor suele revelar su engaño básico. Pero muchos se niegan
a ver el engaño básico, tan inevitable e irreversible les parece la situación.
Y de los que lo reconocen, la mayoría lo atribuye a fallos personales o
circunstanciales, resistiéndose a ver la falsedad básica del planteamiento
mismo.
E
incluso entre los escépticos respecto al amor, la mayoría buscan sucedáneos más
que alternativas, y en realidad lo mitifican aún más, considerándolo “algo
demasiado bello para ser verdad”, y trivializan otro tipo de experiencias
erótico-afectivas (o buscan directamente lo trivial a falta de otra cosa).
Estas
formas de escepticismo, resignación o desengaño no se oponen a la mítica
amorosa, sino que, por el contrario, la refuerzan en la medida en que
desvirtúan las causas de la frustración afectiva y desvían la subsiguiente
agresividad de sus auténticos objetivos: el propio mito del amor y la ideología
que lo informa.
OTROS
SENDEROS: ALTERNATIVAS AL AMOR
Ahora
bien, suponiendo que se admira el carácter neurótico y regresivo del amor,
¿cómo superarlo y con qué sustituirlo? Tal vez lo único que podamos hacer por
el momento sea someter a una enérgica y recelosa autocrítica nuestro concepto
del amor y nuestras vivencias afectivas, separando en lo posible los
inevitables aspectos negativos (posesividad, dependencia, mitificación,
agresividad…), de los positivos (solidaridad, simpatía, respeto a la identidad
y a la autodeterminación y libertad ajenas…), esforzándonos por combatir los
primeros y potenciar los segundos.
Este
mero esfuerzo, desde luego no bastará para cambiar radicalmente nuestra
estructura afectiva; pero es un primer paso, igual que el diagnóstico de una
enfermedad es el primer paso hacia su curación (o el segundo: primero hay que
reconocer que se está enfermo). Un primer paso a inscribir en la lucha por la transformación
global de la sociedad, condición previa de –o mejor dicho, en relación
dialéctica con– una auténtica transformación afectiva del individuo.
En
cuanto a las posibles alternativas al amor tal como hoy se vive y entiende,
sólo podemos vislumbrarlas, ya que van ligadas a condiciones psicológicas y
sociales radicalmente distintas; pero parece lícito suponer y esperar que una
potenciación de la solidaridad, la comprensión, el respeto por la autonomía
propia y ajena, junto con la superación de la posesividad, la agresividad,
etc., dará lugar a un generalizado tipo de relaciones extrapolables de lo que
hoy se entiende por una buena amistad; relaciones en las que el sexo podrá
jugar un papel más o menos explícito, más o menos importante, pero nunca coercitivo.
Sólo
podemos hacernos una idea muy vaga de tal situación afectiva, por la misma
razón que no podemos hacernos una idea clara de una sociedad libre, ya que
ambas cosas –afectividad no represiva y sociedad no represiva– van
indisolublemente unidas y se determinan mutuamente, del mismo modo que se
determinan mutuamente el amor neurótico y la sociedad neurótica actuales.
Y
POR SI NO LO ENTENDEMOS
En
resumen, nuestra actual forma de concebir y sentir el amor constituye
probablemente el reducto más profundo y mejor protegido de la ideología
internalizada. La lucha contra la ideología dominante se libra en muchos
frentes y uno de los más duros está en lo más íntimo de nuestro ser, en el
centro mismo de nuestra sensibilidad. Es algo terrible, pero si no lo
afrontamos, si nos negamos a ver que nuestro corazón es la sede del búnker que
el sistema ha construido dentro de cada uno de nosotros, habremos perdido la
batalla de antemano.
Como
bien decía San Pablo, somos templos vivientes de la ideología (vaya disfrazada
de paloma o de mamoncillo alado), y mientras no expulsemos de nuestro interior
tanto a los mercaderes como a los sacerdotes y sobre todo a los dioses
internalizados, no empezaremos a ser libres.
Notas:
(1) No pretendo afirmar con esto que
tales factores negativos no intervienen en lo que llamamos amistad. Estamos tan
tarados, nuestra afectividad está tan condicionada por la ideología dominante,
que en una relación –del tipo que sea– libre de conflictos es, hoy por hoy,
prácticamente imposible. Aunque lo cierto es que muchos factores conflictivos
que en el amor juegan un factor determinante, en la amistan suelen ser
secundarios (o están mejor controlados), mi contraposición de amor y amistad es
sumamente esquemática, y podría desprenderse de ella una idealización de la
amistad del todo improcedente. Un planteamiento riguroso de la cuestión
exigiría un análisis detallado y necesariamente prolijo de la afectividad y el
sexo en relación con la ideología. Con esta exposición simplista pretendo más
que nada sugerir una línea de análisis y señalar la necesidad de una revisión
drástica de nuestros conceptos y valores afectivos.
(2) No tanta, en realidad: muchos de los
que creen prescindir de la religión se aferran a una serie de mitos
sustitutivos (seudocientíficos, morales, etc.) que, si no conjuran el miedo a
la muerte, al menos alivian el miedo a la vida.
3) En realidad habría que inventar una
palabra nueva, pues las relaciones que pudieran darse en una sociedad no
represiva serian cualitativamente distintas a lo que hoy se da Asociar estas
relaciones nuevas e inconcebibles a lo que hoy llamamos amistad es una
aproximación simplista, meramente referencial, basada en el hecho de que la
autonomía, la apertura y otras características irrenunciables de cualquier
relación no represiva suelen darse más en las relaciones amistosas que en las
amorosas.
Muy buen texto, y muy oportuno (lo digo por aquel post...). Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarAbunda y confirma, efectivamente, lo que dije en aquel post.
EliminarGracias por tu comentario.
A mí también me ha parecido maravilloso. Y me ha dada un perspectiva muy valiosa en el desmontar de las sombras del civismo... que nos ha venido encadenando hacia la dependencia, a poderes y dogmas... y las sombras que se han quedado sin querer en nosotrxs y que es posible transformar hacia la vida liberada.
ResponderEliminarSalud Loam!
Aquí llego a aguar la fiesta, a mi no me ha gustado :( Se remite constantemente a una entelequia, al amor ideal, que por definición no se puede acabar de definir. Por otra parte no deja de confundir el sentimiento personal con práctica social, con moral y la ética. Y Finalmente después de decir que todas las nociones sociales sobre el amor están equivocadas hasta el punto de no poder decir que es y qué no es amor, no da ninguna solución sobre como debe ser el amor ideal que debe sustirtuir el mal hábito, así que después del rapapolvo nos ha arreglado. En fin, que me ha parecido una divagación.
ResponderEliminarSalud y enamorado de la vida aunque a veces duela!
La discrepancia no agua la fiesta, la enriquece. Yo pienso que Carlo tiene razón. Tal vez una de las posibles claves de su escrito sea esta frase: "El amor que pretendo impugnar es el no expresable en meros términos de solidaridad, simpatía (en el sentido etimológico de sentir con), amistad".
EliminarNo encuentro ese "rapapolvo" al que te refieres por ningún sitio, aunque es posible que aquellos/as inmersos en la concepción del mito burgués puedan sentirse agredidos por tan lúcido análisis del mismo.
Salud! ("Si tengo frío, busco candela"... pero no en San Valentín) ;)
Gracias Loam por este texto. Salud y abrazo!!
ResponderEliminarGracias a ti, María.
EliminarSalud y un abrazo!