A. Tarín
Cada día que pasa se hace más necesario desterrar de las filas del izquierdismo la figura estimada del trabajador. Ser un trabajador no es ningún orgullo, sino una penitencia. Nuestro pecado capital ha sido y será la mitificación del trabajo como valor humano.
El marxismo y el anarcosindicalismo han hecho suyas la tesis nacionalsocialista de que el trabajo nos hará libres, cuando, realmente, el laborar está más próximo al contravalor, al suicidio del alma. Más allá de la advertencia realizada por Engels y Marx acerca del salario, donde la plusvalía era la única explotación dada, hay que comprender que el trabajo en sí, en toda su dimensión, es un crimen, la forma de dominación más efectiva creada por los poderes.
El marxismo y el anarcosindicalismo han hecho suyas la tesis nacionalsocialista de que el trabajo nos hará libres, cuando, realmente, el laborar está más próximo al contravalor, al suicidio del alma. Más allá de la advertencia realizada por Engels y Marx acerca del salario, donde la plusvalía era la única explotación dada, hay que comprender que el trabajo en sí, en toda su dimensión, es un crimen, la forma de dominación más efectiva creada por los poderes.
El hombre, por naturaleza, no desea trabajar. Las conquistas del movimiento obrero han ido siempre encaminadas en esa dirección. Las reducciones en la jornada laboral y la mejora en las condiciones, bajas médicas, de lactancia, etc. son en esencia formas merecidas de escaqueo. Amamos el tiempo libre, las vacaciones. Deseamos disponer tiempo para el ocio. El trabajo es uno de los mayores productores de enfermedades mentales y sociales contemporáneos. El estrés o la depresión, así como las rupturas de los núcleos familiares o sentimentales, la soledad, la incomprensión familiar o la ausencia de tiempo pedagógico, son la metástasis del trabajo.
Es en el trabajo donde más se nos enseña a respetar las reglas, donde se nos configura como seres del sistema. Se imponen un horario; unas obligaciones no consensuadas, puesto que el trabajo es un aprovechamiento por parte de patrón de la necesidad del trabajador de existir; unos turnos para realizar nuestras funciones fisiológicas de aseo, excreción y alimentación; y un temor constante provocado por la creciente incertidumbre que crea el despido libre, el trabajo temporal y, en definitiva, la inestabilidad del puesto de trabajo. Es, trabajar, una manifestación de poder en carne viva, comparable al sistema penitenciario. Y no lo es porque las actuales condiciones laborales sean precarias: el simple hecho de intercambiar experiencias por dinero ya es una maldición para el hombre. El dinero, y el trabajo como manera de generarlo, es jerarquía y represión.
Es desesperanzador ver al trabajador esforzarse en contentar las apetencias fetichistas de la patronal. Estos caprichos son estéticos, modificando el aspecto personal; de consumo, modificando las vestimentas; de trato, sumiéndose en un proceso autoritario en el que el respeto es el mismo que el ejecutado tiene al verdugo tratando de ganarse el perdón de su vida con la amabilidad; de tiempo, pues empleamos el máximo del nuestro a modificar nuestra posición laboral (del desempleo al empleo, y del empleo a otra posición laboral más privilegiada) con la elaboración de currículums atractivos y haciendo marketing sobre nosotros mismos. El currículum, en sí mismo, es fruto de la depravación más devastadora del trabajo, en el que de conformidad resumimos nuestra experiencia vital a aquel conocimiento que consideramos susceptible de ser empleable.
Capitalismo-explotación
En este sentido, tanto el patronato como la organización sindical, principalmente esta última, insiste en la necesidad de formar al trabajador para ser un mejor trabajador. El trabajo ha dejado de ser derecho para ser un deber, en el cuál es necesario estar preparado y competir con el prójimo en una inhumana batalla por demostrar quién posee unas habilidades más eficazmente explotables. Pasamos la vida, y más aún los periodos de desempleo, entrenando nuestra capacidad de ser esclavizados.
La enseñanza superior, la Formación Profesional y la cada vez más mercantilizada formación universitaria, no tiene más interés que el dotarnos de unos conocimientos inútiles fuera del trabajo. Éste es el centro hegemónico de la vida. El consenso en torno a los valores de sacrificio y disciplina ligados al trabajo es claro. Nosotros mismos, como clase, miramos con recelo al vago, al que busca equilibrar la balanza del aprovechamiento con el patrón, al que trata de ponerse a su nivel rebajando la calidad y jornada de trabajo. No importa la naturaleza del patrón, si es estatal o iniciativa privada. El trabajo es el método de control social de nuestro tiempo, y es necesario reaccionar contra él privándole de su existencia.
Ello no significa que debamos abandonar de manera autónoma y unilateral el mundo del trabajo. Sabemos que el desempleo es un drama y que no es fácil sobrevivir, no sólo biológicamente sino humanamente, sin dinero. Y sabemos, también, que en la mayoría de los casos, tampoco sería honrado vivir del trabajo de los demás compañeros. Nuestra madurez está en caminar cada vez más firme en la senda del socialismo libertario. Poco a poco, ir creando las condiciones necesarias para depender menos del dinero y, por tanto, del trabajo.
Vivir para uno y para los compañeros y compañeras, no para el trabajo. Las asociaciones libres seguirán existiendo, pero no de trabajadores, sino de creadores y de jugadores. Crear y jugar es innato al hombre. Nuestra infancia lo pone de manifiesto. Sentimos la necesidad más o menos constante, en su justa medida, de hacer cosas, la mayoría de ellas, útiles, tanto para el individuo como para la sociedad. Es la verdadera vocación, la verdadera aplicación de nuestras habilidades, al margen de salarios o prestigios sociales vinculados a la profesión. El individuo puede producir bienes y bondades para la comunidad sin necesidad de estar sometidos a yugo y al látigo de la explotación laboral. Más allá de ganar o perder, el juego se realiza por la propia experiencia de jugar cuando éste es entendido sanamente. Esta es la alternativa propuesta al trabajo: la libertad.
que lo entienda la gente, si no , no se puede hacer nada.
ResponderEliminarEse es el drama.
EliminarHe tardado en leerlo porque quería hacerlo con tranquilidad, (en casa ahora es difícil con un monstruito dando guerra), si le pusieras música dramática hasta se me saltarían las lágrimas de la emoción, es lo que muchas veces he repetido y casi nadie acepta.
ResponderEliminarEl trabajo es una estafa, una necesidad impuesta, que como se dice en el texto solo es justificable para no vivir de los demás, pero no para hacernos "más dignos". Como se suele decir, si el trabajo fuera algo bueno se lo quedarían los ricos.
Es más digno robar que prostituirse o en su versión ligh, trabajar. También es cierto que mientras no podamos liberarnos del trabajo, hay que conseguir que este sea lo más agradable posible, aunque no vamos por muy buen camino; la industrialización debería habernos permitido trabajar muchas menos horas por un mejor salario y condiciones, cosa que en la práctica no ha sucedido al nivel que sería posible.
Salud!
Todo el asqueroso "mundo laboral" está organizado de manera penitenciaria.
EliminarEl único trabajo que aceptaría una temporada (y que incluso me haría ilusión realizar) sería el de atracar bancos (con fines no lucrativos, desde luego). ;-)
Salud!
El trabajo es muchas cosas, pero sobre todo necesario. El problema es que se puede hacer de muchas maneras.
ResponderEliminarA lo escrito quiero añadir otro rasgo más. El trabajo te apacigua, permitiendote satisfacer unas necesidades básicas pero robándote la energía necesaria para que puedas ser independiente y continuar con tu desarrollo personal.
Como bien dice el texto, es el trabajo, y no la guerra como piensan otros, la forma más eficiente de control desarrollada.
Salud y Autogestión!
Es evidente que el autor no se refiere a las labores necesarias para vivir, sino al secular concepto impuesto por el poder, incluso biblicamente: "ganarás el pan con el sudor de tu frente".
EliminarSe nos pretende colar dicho concepto como algo natural e inevitable, como una maldición que (oh! pecadores) debemos aceptar resignadamente. De este modo, al tener el trabajo, como la monarquía, un origen divino, la transgresión de su ley se convierte en un delito contra el monarca y contra dios. Hemos pues de pagar (y, encima, "alabar al señor" por las migajas que nos concede), porque así lo establece una de las más venenosas infamias establecidas por el poder: el pecado original.
¡Que se "dignifiquen" ellos, monarcas, patrones y sacerdotes! Yo siempre seré un hereje.
Salud y Autogestión!