KdG
– 31/10/2018
Todas las crisis
encierran posibilidades de cambios. Diferentes, contradictorios o
antagonistas. La crisis financiera y económica de la primera década
del siglo 21 abrió la puerta de un cambio. Surgieron movimientos de
indignados en muchos países, a lo largo del mundo, que cuestionaban
los gobiernos de las democracias liberales y los excesos del
capitalismo y querían, más como un deseo, atisbar otro horizonte
más humano y democrático. Algunos fueron capitalizados por las que
se llamaron fuerzas del cambio, siendo Syriza en Grecia y Podemos en
España los más revelantes por sus habilidades para el acceso al
poder. En Estados Unidos el movimiento Occupy precedió la aparición
de Bernie Sanders frente a Hillary Clinton y el inefable Donald
Trump. Esos movimientos de cambio vieron como Sanders fracasaba, como
Syriza capitulaba, y se convertía en agente activo de aquellos que
denunciaba, y como Podemos se diluía en el marco del
parlamentarismo. La incapacidad de estos partidos, supuestamente en
el eje más a la izquierda, contrasta con la capacidad de las
derechas en maniobrar y capitalizar los periodos económicos,
políticos y sociales tormentosos. El fascista Salvini en Italia,
Farage y su Brexit en el Reino Unido, el auge de la ultraderecha en
Alemania, con el movimiento Pegida y Alternative für Deutschland, la
España nacionalista y ultra, la Francia lepeniana y sus movimientos
identitarios y las victorias de Trump, Mauricio Macri, Sebastián
Piñera o Jair Bolsonaro en el continente americano.
Podría parecer que esto
ha ocurrido de la noche a la mañana pero no. La victoria de Matteo
Salvini no es ni siquiera una consecuencia directa de la crisis
financiera de 2008. Los hermanos Kaczyński o Jörg Haider, entre
otros, prepararon el terreno del ultranacionalismo y del discurso del
odio. La presencia de políticos como Viktor Orbán se entiende desde
la normalización del fascismo, el silencio y la ausencia de
contranarrativas, por parte de la izquierda europea. La política
tiene mucho que ver con la emoción hasta el punto de que la opinión
política de muchas personas tiene una base emocional clara pero no
resistiría un examen racional. Donald Trump no ha conseguido ser
presidente de los Estados Unidos por su brillantez intelectual ni por
la racionalidad de sus argumentos sino por su capacidad para dar
nombre y respuesta a los miedos, reales o inventados, de los
estadounidenses. La inmigración es uno de los fenómenos que han
sabido utilizar para despertar miedos. Les han convencido de la
perdida de la identidad nacional y han construido eficazmente el
nosotros frente al ellos que ha despertado el ultranacionalismo en
muchos países de Europa. Han dado forma a la incertidumbre que han
generado los excesos del capitalismo, la precariedad laboral y la
pérdida de derechos y han construido un los otros que debemos temer,
rechazar y expulsar. Los partidos y movimientos de izquierdas han
sido incapaces de crear narrativas que permitan dar otra forma a los
miedos que generan las sociedades capitalistas contemporáneas. Han
pretendido convencer con razones que la emoción no entiende. Este es
el gran fracaso de las llamadas fuerzas progresistas.
Cuando se levantaron
muros en barrios de algunas ciudades de Europa del Este que
pretendían separar a la población gitana del resto de la población
o cuando la Francia de Sarkozy y de Valls expulsaban a estos gitanos
por indeseables, muchos europeos lo han justificado o se han callado.
Este silencio y la aprobación de actos, que atentan contra los
derechos fundamentales de las personas, allanan el terreno para la
aparición del fascismo. Matteo Salvini maneja el poder porque muchos
italianos han aceptado que las muertes de inmigrantes, intentando
entrar en territorio europeo, están justificadas. Se ha conseguido
normalizar la barbarie. Apenas movilizan las imágenes de refugiados
hacinados en campos miserables o la detención de inmigrantes en los
centros de internamiento de extranjeros porque ha triunfado la
narrativa de la derecha y de la extrema derecha que nos dice que son
nuestros enemigos. Se tolera que se les persiga y se les agreda. La
izquierda es capaz de explicar este fenómeno pero no de dar
respuesta a los miedos actuales de gran parte de la población
europea y mientras esto se mantenga los salvini serán más que una
desagradable anécdota. Y si hay algo que tenemos que temer es que
las medidas, que aprueben los Trump y compañía, den unos resultados
que convenzan a la gente que les ha apoyado.
Hace unos años presencié
un atropello en una ciudad china. El herido yacía en el suelo
mientras el conductor y algunos testigos discutían sobre quién
había sido el responsable. La gente se arremolinaba alrededor
escuchando la discusión y haciendo gestos de desaprobación o agrado
en función de las argumentaciones. Mientras, el herido seguía en el
suelo, inmóvil, sin recibir atención alguna. En un momento dado el
conductor se dirigió al herido y le recriminó haber sido
atropellado. Algunos observadores le jalearon. A lo lejos se oía el
ulular de una ambulancia que apenas podía acercarse por la
congestión del tráfico. Mientras, el herido seguía allí, solo
visible para ser increpado. Este recuerdo es un paradigma del tipo de
sociedad en la que vivimos. Estamos tan insensibilizados que solo nos
preocupa tener razón. Las injusticias que vivimos son racionalizadas
de tal manera que somos incapaces de entender las consecuencias que
sufren miles de personas en situación de riesgo. Dejamos de mirar lo
importante y nos enfrascamos en discursos agresivos que solo
alimentan los egos. Hemos aprendido a tolerar el dolor, la iniquidad
y la sinrazón. Si alguien pregunta qué es el fascismo, el fascismo
es normalizar la barbarie. Escuchar que el error de una dictadura fue
torturar y no matar, y aplaudir.
Lo peor de la lepra es la insensibilidad, que produce llagas indoloras
ResponderEliminarAcertado comentario para estos tiempos de sutiles y generalizados anestésicos.
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