Daniel Raventós / Julie Wark - 16/06/2018
Traducción: José
Manuel Sío Docampo
Windsor (Inglaterra), mayo de
2018. Desde hace semanas se hace notable la presencia de agentes armados y
desarmados, perros de búsqueda y contingentes de las fuerzas aéreas de la
policía británica. Un alto cargo de las autoridades locales quiere emplear los
poderes legales de la policía para eliminar de las calles de la ciudad la
antiestética presencia de personas sin hogar. Esto se debe a que un asiduo del
castillo, conocido por sus disfraces de nazi, sus agravios racistas y por haber
sido el chico de portada británico en la guerra de Afganistán, contraerá
matrimonio con una “actriz norteamericana retirada”, que parece haber
disgustado a algunos miembros de su plebeya familia al no haberlos considerados
dignos de ser invitados a la boda. El montante total del dispendio permanece
secreto, pero se calcula que ronda los 45 millones de dólares. Tal es la
importancia de la pareja que 40 de esos millones serán destinados a seguridad y
en ello se incluye el coste de deshacerse de la caterva sintecho.
Aparentemente,
la familia real pagará los adornos pero no costeará la seguridad, dada la
condición de “figura pública” de los contrayentes. Para mayor escarnio, será
una organización caritativa la que proporcionará consuelo a los necesitados tan
amenazadores gracias al dinero recaudado con la venta de una gama de souvenirs nupciales
llamada “en la prosperidad y en la adversidad”. Alguna empresa comercializa
preservativos conmemorativos llamados Crown Jewels (las “joyas de la corona”, y
no es broma), que supuestamente reproducen los himnos real y de América (no
pregunten cómo y cuándo).
Este
desprecio por la población indigente, la estrafalaria ostentosidad y el drenaje
de fondos públicos no se deben a los méritos personales de la pareja en
cuestión, el príncipe Enrique, sexto en la línea de sucesión, y la señora
Meghan Markle. Seguramente, cualquier persona razonable pensaría que toda esta
fanfarria es solamente una suerte de insensibilidad patológica especialmente
onerosa. De hecho, un análisis rápido de la realeza europea, compuesta de
familias que disponen de una cantidad de recursos inversamente proporcional a
su limitado acervo genético, evidencia lo demencial e indecente que es su
soberanía sobre el pueblo.
En la
década de 1970, el príncipe Bernardo de los Países Bajos, antiguo miembro de
las unidades montadas de las SS nazi y empresario exitoso (presente en los
consejos de administración de más de 300 sociedades), recibió sobornos
millonarios de Lockheed y Northrop, que se encuentran entre los principales
conglomerados de empresas norteamericanas del sector militar. La Reina Juliana
amenazó con abdicar si se iniciaban acciones judiciales contra su marido y, por
lo tanto, no hubo ningún tipo de imputación. ¿Cómo lo justificaba el príncipe?
“Yo estoy por encima de esas cosas”. En cualquier caso, la Casa de Orange nunca
ha sido quisquillosa con las conexiones familiares. Jorge Zorreguieta, suegro
del actual rey, Willem-Alexander, fue un miembro destacado del gobierno argentino
durante las décadas más duras del terrorismo de Estado. La dinastía sueca fue
fundada por el mariscal de Francia Jean-Baptiste Bernadotte, nombrado por
Napoleón, tras ser “adoptado” por el rey Carlos XIII, que carecía de
descendencia, básicamente porque el ejército sueco quería un soldado en el
trono. En este caso, el “derecho divino” se correspondía con la capacidad
militar. El llamado rey “humanitario” de Bélgica, Leopoldo II, sometió a su
feudo privado del Congo mediante mutilaciones masivas y casi diez millones de
asesinatos. Miembros de la Casa de Hannover (una familia que hace tiempo había
dado hasta seis monarcas británicos propensos a sufrir porfiria, pero que no ha
hecho mucho desde entonces), incluidos Jorge III (demente), Jorge IV
(insolvente, licencioso e inadecuado para el mando) y Guillermo IV (a quien no
gustaba el gobierno de Lord Melbourne y decidió destituirlo).
Mientras
tanto, Isabel II de la “marca global”, dieciséis reinas en una (en tanto que
monarca del Reino Unido y otros quince reinos), amable y afectuosa anfitriona
de tiranos, escoge a sus representantes en cada condado (o High Sheriff) clavando
un punzón en una lista de nombres. ¿Por qué? Porque eso es lo que hacía Isabel
I. Más te valdrá comer rápido si alguna vez cenas con ella, porque cuando su
majestad termina, los platos desaparecen de la mesa. Su papel es meramente
“ceremonial”, pero cuando en 1975 perdió el gusto por el gobierno laborista de
Gough Whitlam en Australia, inspirada quizás en el antecedente sentado por
Guillermo IV, decidió destituirlo por mediación de su Gobernador general. Los
Archivos Nacionales de Australia se niegan a publicar los documentos
relacionados con el asunto, más de 40 años después. Algunos cálculos apuntan a
que cada uno de los dieciocho miembros de esta familia, caracterizada por el
secretismo y la opacidad, cuesta en torno a 19 millones de libras anuales a los
contribuyentes británicos. La falta de transparencia es un elemento consagrado
por el sistema, de ahí su carácter inherentemente corrupto.
En el
Reino de España, el espectáculo borbónico continúa dando bandazos desde sus
turbios comienzos con monarcas como Felipe V, que se creía que era una rana y
defecaba por el palacio donde le placía. Su hijo Fernando VI gozaba dando
palizas a sus sirvientes y consumiendo opio. Carlos II estaba tan hechizado por
sus relaciones conyugales con su esposa de trece años, que lo escribió todo en
una carta a su padre. Fernando VII, el Deseado, también dejó escritos para que
supiésemos que su pene era tan largo como un taco de billar y grueso como un
puño. Y sin embargo, ahora, el joven rapero mallorquín Valtònyc ha sido
condenado a tres años y seis meses de prisión por injurias a la Corona, debido
a sus canciones de crítica a esta espantosa familia. Y él no es la única
víctima del ataque contra la libertad de expresión concertado por el gobierno y
los poderes judiciales en los últimos meses.
En el mismo reino, el Rey Juan Carlos I, heredero del mentón de
Habsburgo, de gusto por la vida lujosa y nombrado por Franco, es conocido por
sus opacas fuentes de dinero y por no rendir cuentas sobre sus gastos
sufragados por el erario público; por matar un elefante, un oso previamente
emborrachado y uno de los últimos bisontes de Europa, así como muchos otros
animales durante sus sádicos y reales pasatiempos cinegéticos; por ser
mujeriego; por mantener una estrecha amistad con la casa de Saud y,
supuestamente, por su papel heroico durante el intento de golpe de Estado del
23 de febrero de 1981, aunque las memorias de Sabino Fernández Campo
(falangista y jefe de la Casa Real) sugieran una cosa diferente. Quizás él
mismo estuviera detrás del golpe. Al menos, en la intimidad, lo celebró con un
brindis de champán[1]. Su hermano menor, el príncipe Alfonso,
falleció misteriosamente a los 14 años de un disparo accidental mientras
“jugaban”. Las circunstancias del suceso nunca han sido reveladas.
Parece
obvio que la familia debería mantenerse alejada de las armas de fuego: hace
cinco años, Froilán, el nieto del rey emérito, atravesó su propio pie de un
disparo. Otra forma de dispararse en el pie fue la de Iñaki Urdangarín, cuñado
del actual Rey Felipe, ahora condenado a la cárcel por fraude fiscal. Tras el
referéndum de autodeterminación catalán del 1 de octubre de 2017, Felipe VI
salió a dar un discurso en que allanaba el camino de la “opción nuclear”: la
aplicación del artículo 155 de la Constitución española, que sirvió para tomar
el control del gobierno catalán. Ahora, dieciséis líderes catalanes se
encuentran en prisión o en el exilio. Felipe no goza de mucha popularidad en
Cataluña...
Todos
estos poderes arbitrarios, estas conductas antisociales o totalmente chifladas
y estas estúpidas costumbres surgen, entre otras muchas irracionalidades, de la
ilógica idea de la existencia de un “derecho divino de los reyes”, que otorga a
los monarcas una autoridad derivada de la voluntad de deidades y, por lo tanto,
los exime del deber de obediencia a cualquier poder terrenal. En el mundo
cristiano se remonta a la Biblia, pero la idea se enraíza también en otras
religiones. Con el surgimiento del Estado-nación, la teoría se popularizó en
Occidente de la mano de Jacobo I de Inglaterra, quien, hablando de las
monarquías, declaró en 1610 que “incluso Dios se dirige a ellos como dioses”.
Este monarca, enojado por la poca trascendencia del derecho divino del rey en
la Biblia puritana, ordenó realizar otra traducción, con ajustes, para garantizar
la total y absoluta autoridad real en los ámbitos político y religioso. Y por
lo tanto hoy la gente tiene que jurar sobre una Santa Biblia falsa. La realeza
divina implicaba que los monarcas se elevaban sobre el reino humano, más allá
del orden moral, político o legal, para actuar a su antojo con impunidad,
aunque sus “sagradas” vidas privadas y sociales estaban acotadas por varias
reglas, protocolos y tabús. La paradoja es que los reyes reclaman ser el origen
del reino, pero no forman parte de él al estar por encima de la comunidad y sus
leyes.
La
realeza es un espectáculo político con alusiones religiosas, engalanado con una
panoplia de artículos que van desde punchones mágicos hasta carruajes de oro.
Allá por 1967, Guy Debord escribió que “el espectáculo surge de la pérdida de
unidad del mundo […]. En el espectáculo, una parte del mundo encarna en sí el
mundo y es superior a él”. La monarquía consigue perpetuarse poniendo papel
bonito sobre la creciente brecha entre ellos y el pueblo, celebrando espectáculos
nupciales o funerales para que aquellas personas excluidas los sigan por la
televisión, sintiéndose estas partícipes.
En una
fascinante obra publicada recientemente con el título de On Kings (Sobre los
reyes), David Graeber y Marshall Shalins estudian el fenómeno de la monarquía y
la política de la realeza desde los BaKongo hasta los azteca, los shilluk y
otros pueblos, y demuestran cómo las etapas de las monarquías (una de las más
duraderas formas de gobierno de la humanidad) revelan la naturaleza verdadera
del poder y cómo las distintas formas de Estado surgieron en la esfera ritual.
Mientras los pueblos son productivos, las monarquías son extractivas y emplean
sus hazañas militares, saqueos, monumentos, el consumo de lujo y una
distribución estratégica de la riqueza para llamar la atención sobre sus
poderes divinos y reforzar aún más los beneficios políticos de su riqueza.
Graeber y Sahlins analizan el carácter de la tiranía y rompen una lanza en
favor de la desaparición de reyes y reinas de todos los tronos celestiales y
terrenales, así como del marco político y jurídico que los sustenta, el cual
suele sobrevivir a los monarcas individuales.
Por muy
anticuado que sea el esplendor de la monarquía, este modelo no es un fenómeno
marginal, sino central, en los sistemas políticos actuales. El Estado es un
concepto “gastado” (p. 456) en tanto que principio organizativo de la vida
política. Tal principio es, más bien, la soberanía, la potestad de mando. Desde
finales del siglo XVII o principios del XVIII, los Estados nación se han venido
fundando en el concepto de soberanía popular, pero este oxímoron apesta a
dioses viejos y sus jueguecitos reales. Si la “soberanía” popular existe
realmente, deberá dejar de ser soberana (el poder desde arriba) y fundamentarse
en los principios de libertad y justicia. De otra manera, no podrá ser popular:
literalmente, del pueblo.
En
cuanto al pueblo, volvamos a mirar a los sintecho (especialmente desde que los
indigentes de Windsor causan una ofensa tan grave a los devotos de la realeza):
un estudio realizado en Reino Unido señala que las 307.000 personas sin hogar
de aquel Estado fallecen, de media, a la edad de 47 años, mientras que otros
sujetos del reino mueren a los 81 años, y las personas sintecho son 35 veces
más proclives al suicidio que las personas con hogar.
Mientras
prevalezca una gran desigualdad social, la soberanía seguirá estando al margen
del orden moral y legal, como un espectáculo antisocial que divide y daña a la
sociedad. Dado que Donald Trump, también ajeno al orden moral y legal, encarna
una excrecencia del derecho divino, no parece una casualidad que el Guggenheim
le haya ofrecido, en lugar del Van Gogh del que se había enamorado, un trono de
oro de 18 quilates donde el presidente podrá evacuar sus deposiciones (¿una
propuesta de título para la obra? mierda sobre oro).
Debemos
repensar la “soberanía”. En la actualidad existen “democracias” con legados
radicalmente autoritarios, y especialmente los monarcas (literalmente, “el que
gobierna solo”), jefes de Estado no elegidos mediante sufragio, que reinan
sobre hombres y feudos. Sin sus vestimentas, un emperador podría ser
identificado hasta por un niño como lo que es: un ser humano más.
[1] Iñaki Anasagasti, 2018, “Los papeles del 23-F
salen a la luz: El Rey Juan Carlos organizó el Golpe de Estado”, Mediterráneo Digital, 23 de febrero.
Creo firmemente que hay gente que ha nacido para ser borrega, pero borrega de rebaño, ser oprimida y ser abusada. Gente tan condicionada por el servilismo que su mentalidad es irrecuperable o costaría mucho. Se convierten automáticamente en el enemigo.
ResponderEliminarSalud!
Felipe VI rey por gracia de Dios y de Franco. Aquí vivimos en una cleptocracia borbónica sucesora del franquismo que por acción mutante se transformó en demócrata para liderar el proceso de subyugación de las capas populares en línea continua. Abajo la monarquía claro y el capital
ResponderEliminarSalud!