Del libro Caza de
conejos, de Mario Levrero
XII
Quisiera vivir entre
gentes que fueran más buenas, más felices que yo. Así les
envidiaría su suerte o su bondad. Pero todos los cazadores son
desgraciados, estúpidos e infinitamente perversos. Así, me veo
obligado a envidiarles sus pobres bienes materiales. Les tiendo
trampas. Cuando alguien me ve fabricando una trampa muy compleja y
muy sólida se ríe, porque cree que exagero; por lo general se
siente impulsado a explicarme el tamaño y la fuerza reales de un
conejo. Yo dejo que me expliquen. No saben, ellos, que es una trampa
para cazadores. Los mato y les robo el dinero, las ropas, las armas y
algún adorno —collares de dientes de tigre, relojitos antiguos,
anillos de compromiso, plumas de colores, billeteras de cuero de
cocodrilo—. Los cazadores gustan de adornarse, y a menudo el
colorido de estos adornos es su perdición: es fácil distinguirlos
entre el follaje y tomarlos por sorpresa.
XCII
Hemos equipado el
castillo con luz eléctrica, heladera, lavarropas, televisión y
otros inapreciables artefactos, gracias a los conejos.
En efecto: como no hay
ningún río cercano, hemos fabricado una gran jaula circular, del
mismo tipo de las que se fabrican para las graciosas ardillitas, pero
mucho más grande. La fuerza que desarrollan los conejos al tratar de
huir, y que hace girar la jaula sobre su eje central, es aprovechada
por nosotros, transformada en energía eléctrica y almacenada en un
acumulador que surte las instalaciones del castillo. Y no tenemos
ningún gasto: no hace falta siquiera alimentar a los conejos. Dada
su asombrosa fertilidad, cuando alguno se muere de hambre y fatiga es
rápidamente repuesto por otro, que traemos del bosque.
A veces nos preguntamos
por qué corren los conejos adentro de la jaula. Nos respondemos,
siempre: porque son irremediablemente imbéciles.
Tremenda metáfora
ResponderEliminar