Fragmento extraído de "Teatralidad de lo político y poder mediático. Un comentario a «El Poder en escena» de Georges
Balandier", de Víctor Bermúdez [Texto completo en pdf aquí]
Es posible creer que si
los hombres se conforman a los juegos ilusorios –y, tras ellos, al
poder efectivo– del poder, es porque así participan de la
misma ilusión de omnipotencia, eternidad, majestad, etcétera, con
respecto a sí mismos, esto es: con respecto al grupo humano en
relación al cual se significan(10). Sin esas ilusiones religiosas
que el poder representa, las mismas ilusiones de la
«individualidad» y de la «sociedad» desaparecerían y, a
viceversa, sin la fuerza de esas creencias colectivas que suman y
asumen las creencias individuales el poder no tendría donde
apoyarse(11). Por eso, la autocelebración subyugante e idealizada
del poder es, de modo indirecto, la celebración tanto de la imagen
sublime que cada individuo tiene de sí, como la del imaginario
colectivo de cuya viva influencia dependen el poder, el individuo y
la sociedad misma. Es este imaginario social el que alimenta y es
realimentado por el espectáculo político que describe Balandier, y
a través del cual aquel imaginario se encarna en el tiempo cíclico
del rito y el espacio monumental del totem: en el
ceremonioso baile de la entronización, la fiesta nacional, la
ejecución o el desfile; y en la silueta suprahumana del símbolo
patrio, del palacio, de la catedral o el cadalso(12). Es este tiempo
y espacio escénico del poder el punto en que la triple ilusión,
religiosa, social e individual, se transubstancia en una afirmación
unísona de sentido que aúna lo natural, lo sobrenatural, lo
histórico y lo existencial. Dicha afirmación comprende: (a) las
metáforas y taxonomías lógico-simbólicas, icónicas y operatorias
que, en el doble sentido del verbo, ordenan, a la vez, los
entes y relaciones de que consta lo real, lo trascendental, el mundo
social y la propia intimidad, consciente e inconsciente; (b) los
signos de la identidad del individuo con su casta social, de la
sociedad consigo misma, y de ésta con el cosmos y el más allá;
y (c) la encardinación mítica de la colectividad en un pasado más
legendario que histórico, y en un futuro previsto de gloria y
felicidad común(13).
Ahora bien, todo esto no
es suficiente; si el poder seduce –fascinando a la vez que
sobrecoge y espanta–, es porque también influye a un nivel
psicológico más atávico que aquel que es capaz de conformar el
apolíneo espectáculo de lo instituido. Éste, si es que ha de
perdurar, ha de enraizar sus formas –y promover la conformidad a
ellas– en aquello mismo que éstas reprimen, disfrazan y niegan. Y
esto por dos motivos: por lo irreprimible, inocultable e innegable de
ciertas pulsiones, evidencias y aspiraciones; y porque es a partir de
éstas como aquellas mismas formas regeneran el encanto de su propia
fuerza totémica(14). Como cualquier otro organismo, el cuerpo
social ha de mantener un margen de apertura nutricional y,
además, un metabolismo capaz de generar organización a
partir de la energía bruta de la que, dicho cuerpo, se instituye y
nutre. Estas energías son las propias al hombre en estado natural
o en el interregno de las rupturas sociales: las pulsiones
desenfrenadas, el estado crítico provocado por la evidencia del
desorden de lo real, las desatadas fuerzas de los particularismos, o
la ruidosa proliferación de voces contrapuestas(15). ¿Cómo logran
los sistemas sociales tradicionales regenerarse, esto es, reconvertir
estas energías disgregadoras en nuevo material organizacional,
evitando así rupturas traumáticas? Según Balandier, el poder
aprende muy pronto a desarrollar mecanismos metabólicos de
transformación del desorden en orden regenerado; tales mecanismos
son, tal como los propios a la conformación social, simbólicos,
tejidos en torno a representaciones y acciones escénicas, pero con
la característica diferencial de ser la suya una dramaturgia del
desbarajuste y la inversión. El escenario es sustancialmente el
mismo, pero en él ocurre un momentáneo cambio de escena, de
personajes, y una inversión, sustitución o incluso eliminación de
la trama argumental. El decorado representa entonces el lugar de una
naturaleza todavía virgen, y el ritmo musical refiere aquella
temporalidad única de lo sagrado todavía difuso e innominado(16); en
lugar de la figura sobrecogedora del rey aparece la silueta ridícula
de un bufón, en lugar del héroe fundador corre por la escena un
atractivo truhan tan poderoso como aquél, y en lugar del dios
protector se aparece su heredero más díscolo.
Todos ellos han invertido la retórica habitual del poder e improvisan un mensaje transgresor: la verdad escapa corrosivamente por la boca del bufón, la moral y la lógica equívoca del héroe embaucador rompen con las normas y las taxonomías habituales, la demoníaca libertad del dios rebelde llama a la aventura de lo individual y al juego con lo marginal y lo aleatorio. Alrededor de éstas y de otras configuraciones totémicas el poder ha formalizado ritualmente la transgresión misma de los ritos sociales, ha instituido un tiempo sagrado para la orgía, la verdad y la libertad, un decorado específico tras el que desahogar las pulsiones, desgranar la crítica y liberar la materia de los sueños. El truco se explica fácilmente: el orden es derrocado simbólicamente para no serlo de verdad; las figuras del totem invertido y los ritos carnavalescos de la transgresión ofrecen un marco catártico propicio a la realización fácil –imaginaria– de lo prohibido o imposible de realizar social y, por ende, humanamente(17). Más aún, la inversión simbólica del orden ha de llegar a representarse en su grado más extremo, el de lo grotesco; sólo así el poder se asegura una nueva y mayor demanda de orden y un renacimiento, temporalmente purificado, del deseo de conformidad(18). El mensaje que así se quiere transmitir es claro: no hay más alternativa al magnífico argumento escénico del poder que la de su pareja dramática, la bufonada ridícula(19) y brutal o, en todo caso, la de una rebeldía restringida a las jerarquías heroicas y divinas (lo que vale lo mismo que decir a la clase de los poderosos).
Todos ellos han invertido la retórica habitual del poder e improvisan un mensaje transgresor: la verdad escapa corrosivamente por la boca del bufón, la moral y la lógica equívoca del héroe embaucador rompen con las normas y las taxonomías habituales, la demoníaca libertad del dios rebelde llama a la aventura de lo individual y al juego con lo marginal y lo aleatorio. Alrededor de éstas y de otras configuraciones totémicas el poder ha formalizado ritualmente la transgresión misma de los ritos sociales, ha instituido un tiempo sagrado para la orgía, la verdad y la libertad, un decorado específico tras el que desahogar las pulsiones, desgranar la crítica y liberar la materia de los sueños. El truco se explica fácilmente: el orden es derrocado simbólicamente para no serlo de verdad; las figuras del totem invertido y los ritos carnavalescos de la transgresión ofrecen un marco catártico propicio a la realización fácil –imaginaria– de lo prohibido o imposible de realizar social y, por ende, humanamente(17). Más aún, la inversión simbólica del orden ha de llegar a representarse en su grado más extremo, el de lo grotesco; sólo así el poder se asegura una nueva y mayor demanda de orden y un renacimiento, temporalmente purificado, del deseo de conformidad(18). El mensaje que así se quiere transmitir es claro: no hay más alternativa al magnífico argumento escénico del poder que la de su pareja dramática, la bufonada ridícula(19) y brutal o, en todo caso, la de una rebeldía restringida a las jerarquías heroicas y divinas (lo que vale lo mismo que decir a la clase de los poderosos).
Notas:
10 - Así, afirma
Balandier: {…) Esta teatralidad [del poder] representa, en todas
las acepciones del término, la sociedad gobernada. Se muestra como
emanación suya, le garantiza una presencia ante el exterior, le
devuelve a la sociedad una imagen de sí idealizada y aceptable
(...), brindándole un espectáculo de ella misma en el que se
contempla (o debería hacerlo} magnificada» (El poder..., p. 23)
11 - Me resulta
muy difícil coincidir con Gellner en la idea de que una mayoría de
hombres de carne y hueso puedan vivir demasiado tiempo (como, según
él, ocurre en nuestro modelo de sociedad abierta) de una cierta
ambigüedad, de un compromiso entre la ft y su ausencia y la
obligación de la duda honesta -aunque Gellner refiere un tipo de
ilusión sustitutiva, ligada a la realización de la personalidad,
él mismo reconoce que ésta resulta insuficiente-. Además, el
análisis de Gellner olvida totalmente que también en nuestro orbe
social hay un escenario de autorrepresentación comunal
importantísimo –el de los medios de comunicación audiovisual–
en el que los hechos, su valoración, la autoimagen social e, in
crescendo, el mismo poder político, coinciden de una forma cada
vez más fuerte. Finalmente, tampoco nuestro autorreconocimiento
social deja de ocurrir en función de una sacralización, más o
menos clara, de ciertos límites y condiciones; de hecho, fue Gellner
el que, en otro momento, se declaró creyente de lo que él Ilamó
fundamentalismo racionalista y, desde luego, algo de religión
científica late en el fondo del conjunto de certezas que
sostienen nuestro mundo. (Cf. E. Gellner: Condiciones de la
libertad, ed. cit., pp. 138, 188-9; y Posmodernismo, razón y
religión, ed. cit., pp. 100ss.).
12 - Cfr. El
poder... , pp. 23ss.
13 - Cfr. El
poder ... , pp. 19, 90ss
14 - Cfr. El poder
... p. 88
15 - Cfr. El poder
... , p. 72.
16 - Cuando
hablamos de ritmo, música y tiempo, hablamos también de lenguaje,
de símbolos, pero de un lenguaje y unos símbolos que quieren
trascenderse a sí mismos mediante el sacrificio de su función
mediadora y representacional. Como ha indicado luminosamente A. J.
Greimas, la comunión de lo simbólico con lo trascendente se
concreta frecuentemente en la búsqueda de la materialidad
de/lenguaje y de lo que Greimas denomina «deformación coherente»,
lo cual tiene como efecto de sentido, de un lado, la impresión de
radicalidad, de realidad material de lo dicho y, de otro lado,
la ilusión de la liberación del plano del significado y la marcha
hacia el plano indeterminado del sentido. Esto ocurre como uso
poético o sagrado de lo simbólico y se concreta como intento de
institución de una organización significante alternativa y de
«segundo grado» con respecto al plano –instituido socialmente por
el poder– de la realidad. Caben aquí rasgos como los
propios a la estilística poética, al ritmo musical y a ciertas
expresiones rituales de finalidad extática. (Cf. A. J. Greimas.
Semiótica y ciencias sociales. V. e. Madrid, Fragua, 1980,
pp. 198-201; un ejemplo etnográfico de lo que entendemos aquí por
deformación coherente puede verse en la lectura de Clastres
de ciertas costumbres de los indios guayakíes -P. Clastres. La
sociedad contra el Estado. Caracas,Monte Ávila, 1978, cap. 5- ).
17 - El poder
... p. 45ss.; El desorden ... pp. 112ss.
18 - El poder
... pp. 58-61; 87ss.
19 - La «bufonada»
no tiene porque ser intencional y catártica, también puede ser
atribuida y vergonzante. Como afirma Balandier, el orden cuenta
siempre con la ventaja de la subordinación de las conciencias: la
desviación genera vergüenza, culpabilidad ante uno mismo, desprecio
social; estas son cosas aún más efectivas que la coerción legal:
el ridículo es siempre uno de los instrumentos más poderosos de que
se vale la conformidad (Cfr. El poder ... , p. 46 y 73).
Todos necesitamos bufonear de vez en cuando para demostrar quienes somos al resto. Hoy en día, como expone la foto, como decía Esperanza Aguirre, en un partido de futbol se manifiesta más gente que en todas las mareas juntas. No hay poder sin sumision.
ResponderEliminarSalud!