18 julio, 2024

La lucha de clases entre marxismo y populismo — Domenico Losurdo

 


Extraído de LA LUCHA DECLASES (Una historia política y filosófica), de Domenico Losurdo (pdf)


8. «¡Prohibido prohibir!» y «¡Rebelarse es justo!»

Como es incapaz de explicar la evolución histórica real o incurre en grandes desatinos cuando intenta hacerlo, el populismo (de izquierda) propicia una visión de la lucha de clases que deja fuera de su campo visual acontecimientos decisivos de la historia mundial. Tomemos a un intelectual inglés merecidamente famoso, David Harvey. En un ensayo que dedica a las perspectivas de la lucha de clases en el mundo cuyo título remite a Lenin {¿Qué hacer?) podemos leer:


En la historia del capitalismo numerosos movimientos revolucionarios han tenido una amplia base urbana, más que estrictamente de fábrica (las revoluciones de 1848 en Europa, la Comuna de París de 1871, Leningrado en 1917, la huelga general de Seattle en 1918, la rebelión deTucumán en 1969, así como París, Ciudad de México y Bangkok en el mismo año, la Comuna de Shanghai en 1967, Praga en 1989, Buenos Aires en 2001-2002... y la lista podría alargarse mucho). También en los movimientos cuyo centro estuvo en las fábricas (la huelga de Flint en el Michigan de los años treinta y los consejos obreros del Turín de los años veinte) el vecindario desempeñó en la acción política un papel crítico pero a menudo olvidado (las mujeres y los grupos de apoyo de los desempleados de Flint y las «Case del Popolo» comunales de Turín).

La izquierda tradicional ha hecho mal en no tener en cuenta los movimientos sociales que se desarrollan fuera de las fábricas y las minas (Harvey 2011b, p. 40).


Es una lista que polemiza con razón contra la visión estrecha de la lucha de clases, y sin embargo suscita inmediatamente una serie de preguntas, a causa tanto de las ausencias como de las presencias. Empecemos por las primeras. En lo que respecta al siglo XIX, de las revoluciones europeas de 1848 se pasa a la Comuna de París. Pero ¿tiene algo que ver con las luchas de clases la Guerra de Secesión, la guerra en la que se decide la suerte de una «cruzada de la propiedad contra el trabajo», al decir de Marx, quien la saluda en 1867 como el «único acontecimiento grandioso» de la historia contemporánea? ¿Tiene algo que ver con la lucha de clases ese enfrentamiento gigantesco en cuya última fase los esclavos negros, émulos en cierto modo de Toussaint Louverture, empuñan las armas para derribar un régimen que les reduce a la condición de ganado humano?


Y en una lista que (con sus referencias a Bangkok y Shanghái) parece dispuesta abarcar el mundo entero, ¿cómo explicar el silencio sobre la rebelión de los taiping (1851-1864), «la guerra civil más sangrienta de la historia mundial, con una estimación de entre veinte y treinta millones de muertos»? Y eso que este conflicto también tiene una dimensión nacional, pues los insurgentes toman las armas en nombre de la justicia social pero también para acabar con una dinastía que ha capitulado ante la agresión de los gobernantes y «narcotraficantes* británicos» (Davis 2001, pp. 16 y 22), para acabar con «los Ching siervos del imperialismo» (Mao Zedong 1969-1975, vol. 4, p. 469). No es de extrañar que en las zonas controladas por ellos, los taiping se apresuraran a prohibir el consumo del opio, lo que de hecho equivalía a retar al gobierno de Londres, que apoyaba a la tambaleante dinastía. Marx, haciendo gala también en este caso de clarividencia profética e impaciencia revolucionaria, observa en 1853 que «las crónicas rebeliones que han estallado en China durante los últimos diez años [...] se han condensado ahora en una sola, una gigantesca revolución», que hará sentir su influencia mucho más allá de Asia. Esta revolución tiene, sin duda, «causas sociales» internas, pero también la mueve un impulso nacional, ya que es el fruto de la humillación, la sangría económica y la ruina general que asuelan una nación entera a partir de la primera guerra del opio (MEW, 9; 95-96 y MEGA, I, 12; 147-148). Cabe hacerse una pregunta: ¿todo esto es ajeno a la lucha de clases, o constituye uno de los capítulos más importantes de la lucha de clases del siglo XIX?


No menos revelador es el silencio, en la lista que estamos examinando, sobre la rebelión de los cipayos indios en 1857, una rebelión que según un historiador indio fue «una gigantesca lucha de clases» y a la vez una gran revolución anticolonial. Esta «guerra patriótica además de guerra civil y de clases» fue al principio una guerra de campesinos contra el dominio colonial y «los grandes príncipes y grandes mercaderes probritánicos», se prolongó mucho más allá de 1857, a veces siguió el modelo, teorizado más tarde por Mao, del campo que cerca la ciudad, y el pueblo indio pagó un precio de más de diez millones de muertos (Misra 2008, pp. 1866, 1874-1875 y 1897). ¿Es la «identidad entre la lucha nacional y la lucha de clases», que según Mao tiende a verificarse en las revoluciones anticoloniales, lo que explica el silencio?


Todavía más radicalmente selectiva, en la lista anterior, es la lectura de las luchas de clases y los movimientos revolucionarios en el siglo XX. De 1917 y la revolución de octubre se salta medio siglo para llegar a 1967-69. ¿Y Stalingrado? Sin duda fue una gran lucha la que se desarrolló en Seattle entre 1918 y 1919, con cien mil obreros huelguistas contra los salarios de hambre, la anulación de las libertades sindicales impuesta por la guerra imperialista y, en definitiva, contra el capitalismo; pero sería muy extraño que no hablásemos de lucha de clases a propósito de la épica resistencia de decenas y decenas de millones de personas, de un pueblo entero que con las armas en la mano rechaza al ejército más poderoso del mundo y su intento de esclavizarlo. ¿Y cómo valorar las insurrecciones contra la ocupación nazi que se sucedieron en varios países europeos, y las revoluciones en el mundo colonial o semicolonial, que se prolongaron después de la derrota nazi e impusieron cambios de una radicalidad sin precedentes en el orden mundial? A juzgar por los silencios del estudioso inglés, cualquiera diría que con la lucha de clases poco o nada tuvieron que ver las guerras de resistencia y liberación nacional, ni las insurrecciones y revoluciones anticoloniales.


El resultado de este enfoque es paradójico. Es como si la lucha de clases interviniese exclusivamente con motivo de sucesos aislados, cuando, bien deslindados, se enfrentan directamente explotados y explotadores, oprimidos y opresores. Es decir, que la teoría de Marx y Engels solo se aplica y se considera digna de aplicación en relación con una microhistoria reducida, la única realmente significativa desde el punto de vista de la emancipación de los explotados y oprimidos, mientras que todo lo demás queda degradado a macrohistoria profana, ajena e indiferente a la historia sagrada de la salvación o de la causa de la emancipación.


En realidad, cuando Marx habla de la historia como historia de la lucha de clases, interpreta en esta clave no solo las huelgas y los conflictos sociales de cada día, sino también y sobre todo las grandes crisis, los grandes vuelcos históricos que se producen ante la mirada de todos: la lucha de clases es una macrohistoria exotérica, no la microhistoria esotérica a la que muchas veces es reducida. Estamos claramente ante un dilema: o es válida la teoría de las «luchas de clases» enunciada por el Manifiesto del partido comunista, y entonces hay que saber leer en esta clave la historia en general, empezando por los acontecimientos decisivos de los siglos XIX y XX, o, si dichos acontecimientos no tienen nada que ver con la lucha de clases, hay que despedirse de esta teoría.


Pasemos ahora a las asombrosas presencias en la lista de los «movimientos revolucionarios» y luchas de clases de carácter revolucionario confeccionada por Harvey. En ella, junto a «Leningrado en 1917», destaca también «Praga en 1989». En otra ocasión el autor escribe: «Durante siglos el principio de igualdad inspiró las luchas políticas y los movimientos revolucionarios, desde la toma de la Bastilla hasta la plaza Tienanmen»; por lo menos a partir de 1789 «el igualitarismo radical» no ha cesado de generar esperanzas, agitaciones, rebeliones y revoluciones (Harvey 201 la, pp. 232-233). ¡Así, directa o indirectamente, en nombre del «igualitarismo radical», se juntan acontecimientos como Petrogrado o «Leningrado en 1917», «Praga en 1989» y la «plaza Tienanmen»! ¿De modo que, en una línea de continuidad con los protagonistas de la revolución de octubre, debemos colocar a Václav Havel y a los dirigentes estudiantiles que se fueron de China para encontrar su nueva patria en Estados Unidos? Todos ellos habrían considerado o considerarían un insulto semejante asimilación. Pero olvidemos eso. ¿Debemos considerar a estas personalidades representantes del «igualitarismo» e incluso del «igualitarismo radical»? Por lo menos en lo que respecta a las relaciones internacionales, son los paladines de la supremacía de Occidente, al que atribuyen el derecho (y a veces el deber) de intervenir militarmente en cualquier rincón del mundo, con independencia de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Aunque solo tomáramos en consideración las relaciones sociales dentro de un país, no cabe duda de que Havel y la mayoría de los emigrados de China se reconocen en el neoliberalismo. De haber triunfado, los motines de la plaza Tienanmen probablemente habrían llevado al poder a un Yeltsin chino: ¡es bien difícil imaginar una revolución igualitaria en el gran país asiático justo cuando el Occidente capitalista triunfaba en Europa oriental y América Latina (recordemos la derrota sandinista en Nicaragua), los partidos comunistas de todo el mundo se apresuraban, uno tras otro, a cambiar de nombre y el poder de Estados Unidos y la influencia y el prestigio del Consenso de Washington eran tan indiscutibles e indiscutidos que inspiraban la idea del «fin de la historia»! Se puede creer en todos estos milagros a condición de ser populistas, o sea, a condición de renunciar al análisis laico de las clases y la lucha de clases (en el plano interno e internacional) para sustituirlo por la creencia mitológica en el valor siempre salvífico del «pueblo» y las «masas».


A veces parece como si el marxismo del final del siglo XX y los comienzos del XXI fuera el heredero de la cultura del 68, que agitó su consigna de «¡Prohibido prohibir!» y también trató de llevar a su molino el lema con que Mao desencadenó la Revolución Cultural: «¡Es justo rebelarse!». En realidad, la rebelión «justa» tenía unos límites muy precisos y era inconcebible que cuestionara la revolución que había dado origen a la República Popular China. El propio Mao movilizó al ejército para acabar con una situación que parecía a punto de degenerar en una guerra de todos contra todos y en una anarquía disolvente. Pero eso no le preocupaba mucho a la cultura del 68: desde su punto de vista la lucha de clases progresista o revolucionaria coincidía con la rebelión desde abajo contra cualquier poder constituido, que era en sí mismo sinónimo de opresión.


Si se parte de esta premisa no es difícil juntar la «plaza Tienanmen » con la toma de la Bastilla y los acontecimientos de 1989-1991 en Europa oriental, la «Segunda Restauración» de la que habla Badiou (2006, p. 39), con la revolución de octubre. Entonces deberíamos incluir en la lista de las revoluciones y sublevaciones populares la Vandea y, en el siglo XX, el motín de Kronstadt contra los bolcheviques, así como las endémicas sublevaciones de los campesinos contra el nuevo poder central instalado en Moscú. Es más, si queremos ser coherentes hasta el final, en esta lista tampoco deberían faltar las agitaciones y revueltas que estallaron en los años en que la Unión Soviética tuvo que enfrentarse a la agresión de la Alemania hitleriana. El populismo, al dar un carácter absoluto a la contradicción masa/poder y condenar al poder como tal, es incapaz de trazar una línea de demarcación entre revolución y contrarrevolución.


Quizá sería preferible aprender la lección del viejo Hegel (1956, p. 699; cf. Losurdo 1997a, cap. VII, § 11) quien, con la mirada puesta en las agitaciones sanfedistas y antisemitas de su tiempo, observaba que a veces «la valentía no consiste en atacar a los gobiernos, sino en defenderlos». El rebelde populista que considere a Hegel poco revolucionario siempre podría tener en cuenta la advertencia de Gramsci (1975, pp. 2108-2109 y 326-327) contra las frases de «“rebeldismo”, “subversivismo”, “antiestatismo” primitivo y elemental», expresiones que en última instancia reflejan un «apoliticismo» sustancial.


* En español en el original (N. del T.)



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