23 febrero, 2017

El origen norteamericano de la ideología del Tercer Reich - Doménico Losurdo


GUERRA PREVENTIVA, AMERICANISMO Y ANTIAMERICANISMO.

1. Mito y realidad del antiamericanismo de izquierda
La última guerra en contra de Irak estuvo acompañada por un singular fenómeno ideológico; se buscó acallar el enorme movimiento de protesta sin precedentes, que en esa ocasión se desarrolló, lanzando en su contra la acusación de antiamericanismo. Esto, más que una postura política equivocada, se ha mostrado, y se sigue mostrando, en previsión de las nuevas guerras que se perfilan en el horizonte, como un síntoma de inadaptación con respecto a la modernidad y sordera frente a las razones de la democracia. Esta enfermedad –se afirma– es común a los antiamericanistas de izquierda y de derecha y caracteriza las peores páginas de la historia europea; por tanto –se concluye– criticar a Washington y la guerra preventiva no promete nada bueno. Sería fácil responder llamando la atención sobre el antieuropeismo que se está acrecentando en la otra parte del Atlántico y que tiene una larga tradición a cuestas.

Llama la atención, sobre todo, que en este clima ideológico y político nadie recuerde ya el terror desencadenado por el KuKlux Klan, a nombre de la defensa del “americanismo puro” o bien del “americanismo al 100%”, en contra de los negros y blancos culpables de cuestionar la white supremacy (en MacLean 1994, 4-5, 14). Está también ausente de la memoria la cacería de brujas macartista contra los sospechosos de alimentar ideas o sentimientos un-american. Pero cuestionémonos sobre el tema principal. ¿Tiene algún fundamento histórico la tesis de la convergencia, en clave antidemocrática, del antiamericanismo de izquierda y de derecha? En realidad el joven Marx define a los Estados Unidos como el “país de la emancipación política consumada”, o también como “el ejemplo más perfecto del Estado moderno”, el cual asegura el dominio de la burguesía sin excluir a priori a ninguna clase social del uso de los derechos políticos (cfr. Losurdo 1993, 21-2). Ya aquí se puede notar una cierta benevolencia: más que estar ausente, en los Estados Unidos la discriminación observada asume una forma “racial”.

Todavía mas desequilibrada, en sentido filo-americano, es la postura de Engels. Luego de haber distinguido entre “abolición del Estado” en el sentido comunista, en el sentido feudal o en el sentido burgués, agrega: “en los países burgueses la abolición del Estado significa la reducción del poder estatal al modo de Norte América. Aquí los enfrentamientos de clase se desarrollan de manera incompleta; las luchas de clase se camuflan cada vez más mediante la emigración al oeste de la sobrepoblación proletaria. La intervención del poder estatal, reducido a un mínimo en el Este, no existe de hecho, en el Oeste” (Marx, Engels, 1955, vii, 288). Más que de abolición del Estado “aún en sentido burgués”, el oeste parece ser sinónimo de ampliación de la esfera de la libertad: no existe alusión alguna sobre la suerte reservada a los pieles rojas, así como tampoco mención alguna sobre la esclavitud de los negros. Es semejante el tratamiento en el Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado: los Estados Unidos son presentados como el país en el cual, el aparato político y militar separado de la sociedad, al menos en ciertos periodos de su historia y ciertas partes de su territorio, tiende a reducirse a cero (Marx, Engels, 1955, xxi, 166). Estamos en 1884: en este momento, los negros no sólo son privados de los derechos políticos conquistados inmediatamente después de la guerra de Secesión, sino forzados a un régimen de Apartheid y sometidos a una violencia que alcanzó las formas más inhumanas de linchamiento. En el sur de los Estados Unidos, donde posiblemente era más débil el Estado, era por lo tanto más fuerte el Ku Klux Klan, expresión sin duda de la sociedad civil, en la que residía el ejercicio del poder, y de una forma brutal. Precisamente el año anterior a la publicación del libro de Engels, la Corte Suprema había declarado inconstitucional una ley federal que pretendía prohibir la segregación de los negros en los lugares de trabajo o de servicios (los ferrocarriles) manejados por compañías privadas, substraídas por definición a toda intervención estatal.


Es muy importante notar que, en el plano de la política internacional, Engels parece ensalzar la ideología del Manifest Destiny, tal como se deduce de la celebración de la guerra contra México: gracias al “valor de los voluntarios americanos”, “la espléndida California les fue arrebatada a los indolentes mexicanos, los cuales no sabían qué hacer con ella”; aprovechando las nuevas y gigantescas conquistas, “los vigorosos Yankees” dan un nuevo impulso a la producción y a la circulación de la riqueza, al “comercio mundial”, a la difusión de la “civilización” (Zivilisation) (Marx, Engels, 1955, vi, 273-5). Sin embargo, a Engels se le escapa un hecho denunciado con fuerza, en el mismo periodo de tiempo, por los círculos abolicionistas estadounidenses: la expansión de los Estados Unidos significaba la extensión institucionalizada de la esclavitud.

Por lo que se refiere a la historia del movimiento comunista propiamente dicho, es notoria la fascinación que el taylorismo y el fordismo ejercen sobre Lenin y Gramsci. Bujarin va más allá en 1923: “es necesario sumar el americanismo al marxismo” (en Figes, 2003, 24). Un año después, Stalin muestra tal admiración, al país que había participado en la intervención contra la Rusia soviética, al grado de ponerlo como ejemplo a los cuadros bolcheviques: si quieren estar realmente a la altura de los “principios del leninismo”, deben saber asimilar “el espíritu práctico americano”. “Americanismo” y “espíritu práctico” significan no sólo concreción sino también intolerancia por los prejuicios, conduciendo, a final de cuentas, a la democracia. Como Stalin aclara en 1932: los Estados Unidos son un país ciertamente capitalista, sin embargo, “las tradiciones en la industria y en la praxis productiva tienen algo de democrático, cosa que no se puede decir de los viejos países capitalistas de Europa, donde está vivo todavía el espíritu señorial de la aristocracia feudal” (cfr. Losurdo, 1997, 81-6)

Desde su perspectiva, Heidegger tiene razón cuando reprocha a los USA y la Unión Soviética el representar, desde un punto de vista metafísico, el mismo principio, consistente en el desencadenamiento de la técnica y en la “masificación del hombre” (Losurdo, 1991 a, 90). No hay duda de que los bolcheviques se sienten fuertemente atraídos por la América del melting pot y del self made man. Otros aspectos, en cambio, les resultan ciertamente repugnantes. En 1924, Correspondance Internationale (la versión francesa del órgano de la Internacional Comunista) publica el artículo de un joven indochino establecido en los Estados Unidos, el cual, así como tiene admiración por la revolución americana, siente horror por la práctica del linchamiento que sufren los negros en el sur. Uno de estos espectáculos de masa es descrito de manera despiadada:

“Al negro se le cuece, se le tuesta y se le quema. Él merece morir no sólo una sino dos veces. Por ello además se le ahorca, o más exactamente se cuelga lo que resta de su cadáver… Cuando todos ya están saciados, el cadáver se descuelga. La soga se corta en pequeños pedazos y se venden entre tres y cinco dólares cada uno”.
Aun así, el desprecio por el régimen de la white supremacy no desemboca en realidad en una condena indiscriminada de los Estados Unidos: sí, el Ku Klux Klan revela toda “la brutalidad del fascismo”, pero éste terminará por ser eliminado, más que por los negros, hebreos y católicos (las víctimas en diferentes niveles de esta brutalidad), por “todos los americanos decentes” (en Wade, 1997, 203-4). Sin duda no estamos ante la presencia de un antiamericanismo indiferenciado.

2. Un “espléndido Estado del futuro”

Sí, el joven indochino identifica al Ku Klux Klan con el fascismo. Sin embargo, las semejanzas entre los dos movimientos tampoco escapan a los testimonios americanos de la época. No pocas veces, con juicios de valor positivos o negativos, éstos comparan a los hombres de uniforme blanco del sur de los Estados Unidos con las “camisas negras” italianas o con las “camisas pardas” alemanas. Después de haber llamado la atención sobre los rasgos comunes al Ku Klux Klan y al movimiento nazi, una estudiosa estadounidense de nuestros días considera haber llegado a esta conclusión: “Si la gran depresión no hubiera abatido a Alemania con toda la fuerza con la que lo hizo, el nacionalsocialismo podría ser tratado tal y como a veces se considera al Ku Klux Klan: como una curiosidad histórica, cuyo destino estaba ya marcado” (MacLean, 1994, 184). Esto significa que, para explicar el fracaso del Imperio Invisible en los Estados Unidos y la llegada del Tercer Reich en Alemania, más que la distinta historia ideológica y política, lo sería el contexto económico diverso. Puede ser que esta afirmación sea exagerada. Sin embargo, cuando, para silenciar las críticas en contra de la política de Washington, se recuerda la contribución esencial que los Estados Unidos, junto con otros países (comenzando por la Unión Soviética) dieron a la lucha en contra de la Alemania Hitleriana y sus aliados, se dice solo una parte de la verdad; la otra parte la constituye el notable papel que los movimientos reaccionarios y racistas americanos desarrollaron al inspirar y alimentar en Alemania la agitación que al final desembocó en el triunfo de Hitler.


Ya en los años 20, entre el Ku Klux Klan y los círculos alemanes de extrema derecha se establecieron relaciones de intercambio y colaboración con la consigna del racismo en contra de los negros y en contra de los judíos. Todavía en 1937, Rosenberg ensalza a Estados Unidos como un “espléndido país del futuro”: ellos han tenido el mérito de formular la feliz “nueva idea de un Estado racial”, idea que en la actualidad se trata de poner en práctica “con fuerza joven”, mediante la expulsión y la deportación de “negros y amarillos” (Rosenberg, 1937, 673). Basta dar una mirada a la legislación presentada inmediatamente después del advenimiento del Tercer Reich, para darse cuenta de las analogías con la situación existente en el Sur de los Estados Unidos: obviamente, en Alemania, los alemanes de origen judío son los primeros en ocupar el lugar de los afroamericanos. Hitler se preocupa en distinguir claramente, incluso en el plano jurídico, la posición de los arios con respecto a la de los judíos y los pocos mulatos radicados en Alemania (al concluir la primera guerra mundial, tropas de color, pertenecientes al ejército francés, habían participado en la ocupación del país). El problema de los negros –escribe el mismo Rosenberg– en los usa está en el vértice de los temas decisivos; y una vez que el absurdo principio de igualdad sea abolido para los negros, no se ve por qué no deban darse “las consecuencias necesarias también para los amarillos y los judíos” (Rosenberg, 1937, 668-9)


Nada de esto debe sorprender. El elemento central del programa nazi es la construcción de un Estado racista. Y bien, ¿cuáles eran en aquel momento los modelos posibles? Ciertamente, Rosenberg se refiere también a Sudáfrica: está bien que permanezca firmemente “en manos nórdicas” y blancas (gracias a las oportunas “leyes”) a resguardo, no sólo de los “indios”, sino también de “los negros, mulatos y judíos”, y que constituya un “sólido bastión” en contra del peligro que representa el “despertar negro” (Rosenberg, 1937, 666). Pero el ideólogo nazi sabe muy bien que la legislación segregacionista de Sudáfrica estuvo fuertemente inspirada en el régimen de la white supremacy, aplicada en el sur de los Estados Unidos al final de la Reconstrucción (Noer, 1978, 106-7, 115, 125). Y, por lo tanto, dirige su mirada en primer lugar a esta realidad.

Por otra parte, existe otra razón por la cual la nación del otro lado de Atlántico constituye un motivo de inspiración para el Tercer Reich. Hitler no aspira solamente a un expansionismo colonial amplio, sino más bien a la construcción de un Imperio continental, mediante la anexión y la germanización de los territorios orientales inmediatamente contiguos al Reich. Alemania está llamada a expandirse en Europa oriental como una especie de Far West, tratando a “los indígenas” a semejanza de los pieles rojas (Losurdo, 1996, 212-6) y sin jamás perder de vista el modelo americano, del cual el Führer alaba “la inaudita fuerza interior” (Hitler, 1939, 153-4). Inmediatamente después de haber invadido a Polonia, Hitler procede a su desmembramiento: una parte la incorpora directamente al Gran Reich (y de ella son expulsados los polacos); el resto conforma el “Directorio general” en cuyo espacio –declara el gobernador general Hans Frank– los polacos viven como en “una especie de reservación”: son “sometidos a la jurisdicción alemana” sin ser “ciudadanos alemanes” (en Ruge- Schumann, 1977, 36). El modelo americano ha sido aplicado aquí de manera muy metódica: es imposible no pensar en la situación de los pieles rojas.


3. El Estado racista entre Estados Unidos y Alemania

Es un modelo que deja huellas profundas tanto a nivel categorial como lingüístico. El término Untermensch, que juega un papel tan central como nefasto en la teoría y en la práctica del Tercer Reich, no es otro que la traducción de Under Man [sub-hombre]. Lo reconoce Rosenberg, quien expresa su admiración por el autor estadounidense Lothrop Stoddard: a él corresponde el mérito de haber acuñado por primera vez el término en cuestión, que resalta como subtítulo (The Menace of the Under Man) [La amenaza del sub-hombre] de un libro publicado en New York en 1922 y de su versión alemana (Die Drohung des Untermenschen) aparecida tres años después. En cuanto a su significado, Stoddard aclara que éste sirve para mostrar al conjunto de “salvajes y bárbaros”, “esencialmente negados a la civilización, sus enemigos incorregibles”, con quienes es necesario proceder a un radical ajuste de cuentas, si se quiere evitar el peligro que amenaza destruir la civilización. Elogiado, mucho antes que por Rosenberg, por dos presidentes estadounidenses (Harding y Hoover), el autor americano es posteriormente recibido con todos los honores en Berlín, donde encuentra a los exponentes más ilustres de la eugenésica nazi, además de los más altos jerarcas del régimen, incluido Adolf Hitler(1) que estaba empeñado ya en su campaña de aniquilación y esclavitud de los Untermenschen, es decir de los “indios” de Europa oriental.

En los Estados Unidos de la white supremacy, como en la Alemania en la que se afianza cada vez más el movimiento que desembocará en el nazismo, el programa de restablecimiento de las jerarquías raciales se consolida con el proyecto eugenésico. Se trata en primer lugar de incentivar la procreación de los mejores, a modo de evitar el peligro de “suicido racial” (Rasseselbstmord) que amenaza a los blancos: fue Oswald Spengler quien dio la alarma, en 1918, refiriéndose, a tal propósito, a las enseñanzas de Teodoro Roosvelt (Spengler, 1980, 683). Se encuentra, en efecto, en el estadista americano, la evocación al espectro del “suicidio racial” (race suicide) es decir, de la “humillación racista” a la par con la denuncia de la “disminución de los nacimientos entre las razas superiores” esto es, “en el círculo del tronco original de los nativos americanos”: obviamente, la referencia no es a los “salvajes pieles roja sino a los Wasp” (cfr. Roosevelt, 1951, i, 487 nota 4, 647, 1113; Roosevelt, 1951, ii, 1053). Se trata, igualmente, de cavar un abismo insuperable entre la raza de los siervos y la raza de los señores, depurando esta última de los elementos desechables y colocándola en posición de afrontar y truncar la revuelta de la servidumbre que, bajo la sombra de la revolución bolchevique, se está incubando a nivel planetario. También en este caso, una investigación histórica sin prejuicios conduce a resultados sorprendentes. Erbgesundheitslehre o bien Russenhygiene otra palabra clave de la ideología nazi, no es finalmente más que la traducción alemana de eugenics, la nueva ciencia inventada en Inglaterra en la segunda mitad del siglo xix por Francis Galton y que, no por casualidad, logra sus mayores éxitos en los Estados Unidos: aquí es más que agudo el problema de la relación entre las “tres razas” y entre los “nativos” por un lado y la masa creciente de inmigrantes pobres por el otro. Mucho antes de la llegada de Hitler al poder, en la víspera del estallido de la primera guerra mundial, aparece en Munich un libro que, desde el título, señala a los Estados Unidos como modelo de “higiene racial”. El autor, vicecónsul del Imperio Austro-húngaro en Chicago, alaba a los Estados Unidos por la “lucidez” y la “pura razón práctica” que demuestran afrontando, con la debida energía, un problema tan importante y a la vez frecuentemente olvidado: violar las leyes que prohíben las relaciones sexuales y matrimoniales interraciales puede castigarse hasta con 10 años de cárcel y ser condenados, no sólo los protagonistas, sino también los cómplices (Hoffmann, 1913, ix, 67-8). Diez años después, en 1923, un médico alemán, Fritz Lenz, se lamenta del hecho de que, con relación a la “higiene racial”, Alemania esté bastante atrasada respecto a los USA (Lifton, 1986, 29). Aún después de haber conquistado el poder el nazismo, los ideólogos y “científicos” de la raza continúan protestando: “Alemania tiene mucho que aprender de las medidas emprendidas por los norteamericanos: ellos saben lo suyo” (Günther, 1934, 465).


Las medidas eugenésicas proclamadas inmediatamente después de la Machtergreifung apuntan a eliminar el peligro de la Volkstod (Lifton, 1986, 30), de la “muerte del pueblo” o de la raza. Y de nuevo somos llevados al tema del “suicidio racial”. Para desaparecer el peligro del suicido de la raza blanca, lo que representaría el suicidio de la civilización, no se debe dudar en cuanto a las medidas más enérgicas, a las soluciones más radicales, en contra de las “razas inferiores” (inferior races): si una de ellas –truena Teodoro Roosevelt– debiese agredir la raza “superior” ésta reaccionaría con “una guerra de exterminio” (a War of exterminación), avocada “a eliminar a hombres, mujeres y niños, exactamente como si se tratara de una Cruzada” (Roosevelt, 1951, ii, 377). Significativamente un libro publicado en Boston en 1913 menciona, de paso, una “última solución” al problema de los negros (Fredrickson, 1987, 258 nota); más tarde, en cambio, los nazis teorizarán y tratarán de poner en práctica la ”solución final” (Endlösung) al problema judío.

4. El nazismo como proyecto de la white supremacy a nivel planetario

Durante el curso de toda su Historia, los Estados Unidos han tenido que afrontar directamente los problemas derivados del encuentro con “razas” diferentes y con el conjunto de inmigrantes provenientes de todos los rincones del mundo. Por otra parte, el furibundo movimiento racista que se desarrolla al final del siglo XIX, es la respuesta a la gran revolución representada por la guerra de Secesión y por el periodo de Reconstrucción radical. Mientras los ex propietarios esclavistas son momentáneamente privados de los derechos políticos por rebeldes, los negros pasan de la condición de esclavitud a la plena ciudadanía política; pasan, en no pocas ocasiones, a ser parte de los organismos representativos, convirtiéndose de algún modo en legisladores y dirigentes de sus ex patrones.

Demos ahora una mirada a las experiencias y las emociones que están detrás de la agitación que desembocó posteriormente en el nazismo. Si el Ku Klux Klan y los teóricos de la white supremacy, entre el siglo diecinueve y el veinte, señalan a los Estados Unidos, surgidos de la abolición de la esclavitud y de la gran oleada de inmigrantes provenientes ahora también del Oriente o de países colindantes con Europa, como una ”civilización bastarda” (McLean, 1994, 133) o como una “cloaca gentium” (Grant, 1917, 81), la Austria, en la cual se forma el futuro líder nazi, le parece, en el Mein Kampf, como un caótico “conglomerado de pueblos”, como una “Babilonia de pueblos” o más bien como un “reino babilónico”, lacerado por un “conflicto racial” (Hitler, 1939, 74, 79, 39, 80), que parece debería terminar en una catástrofe: Avanza el proceso de “eslavización” y de “eliminación del elemento alemán” (Entdeutschung), con el ocaso por lo tanto de la raza superior que había colonizado el Oriente y les había llevado la civilización (Hitler, 1939, 82). La Alemania, a donde posteriormente llega Hitler, conoce, inmediatamente después de la derrota de la primera guerra mundial, trastornos sin precedente, comparables en cierta manera a aquellos que se registraron en el sur de los Estados Unidos después de la guerra de Secesión: más allá de la pérdida de sus colonias, los alemanes son obligados a soportar la ocupación militar de las tropas de color al servicio de las potencias vencedoras. Ahora bien, según el juicio del propio Mein Kampf, la misma Alemania se transformó en una “mezcla racial” (Hitler, 1939, 439). Posteriormente la Revolución de Octubre contribuyó a avivar la sensación de peligro de un definitivo colapso de la civilización, cuando al hacer el llamado a los pueblos colonizados a rebelarse, pareció condenar ideológicamente el “horror” de la ocupación militar negra; más aún ésta estalla y alcanza al poder en un área habitada por pueblos tradicionalmente considerados como marginados de la civilización. Así como en el sur de los Estados Unidos los abolicionistas son señalados como renegados de su propia raza, es decir como negro-lovers, así también a los ojos de Hitler son considerados traidores de la raza alemana y occidental, en primer lugar los socialdemócratas y luego con mayor razón los comunistas. En fin de cuentas, el Tercer Reich se presenta como el intento, realizado en condiciones de guerra total y de guerra civil internacional, de reacción contra el peligro del ocaso y del suicido racial de Occidente y de la raza superior, realizando un régimen de white supremacy a escala planetaria y bajo la hegemonía alemana.

5. ¿Antisemitismo y antiamericanismo? Spengler y Ford

La campaña actual en contra de quienes se atreven a criticar la política de guerra preventiva de Washington gusta asociar el antiamericanismo al antisemitismo. Y de nuevo nos sorprende la pérdida de la memoria histórica. ¿Quién recuerda ahora la celebración del “genuino americanismo de Henry Ford” realizada por el Ku Klux Klan? (en McLean, 1994, 90). El objeto de admiración lo fue el magnate de la industria automovilística, empeñado en denunciar la revolución bolchevique como resultado, en primer lugar, del complot judío, fundando con esta finalidad una revista de gran tiraje, el Dear Born Independent: los artículos que aquí se publicaron fueron recogidos en noviembre de 1920 en un volumen, El Judío Internacional, que inmediatamente se convierte en un punto de referencia del antisemitismo internacional, al grado de ser considerado el libro que más que ningún otro ha contribuido a la celebridad de los famosos Protocolos de los Sabios de Sión. Ciertamente, después de algún tiempo Ford se vio obligado a renunciar a su campaña, pero mientras tanto fue traducido en Alemania donde encontró gran aceptación. Más tarde jerarcas nazis de primer nivel como Von Schirack y el mismo Himmler dirán que se inspiraron en él o haber tomado de él sus orientaciones. Este último, en particular, cuenta que comprendió “la peligrosidad del judaísmo” sólo a partir de la lectura del libro de Ford: “para los nacionalsocialistas fue una revelación”. Siguió luego con la lectura de los Protocolos de los Sabios de Sión: “Estos dos libros nos indicaron el camino por recorrer para liberar a la humanidad atormentada por el más grande enemigo de todos los tiempos, el judío internacional”. Queda claro, Himmler usa una fórmula que recuerda el título del libro de Henry Ford. Podría tratarse de testimonios en parte interesados e instrumentales. Un dato sobresaliente en las conversaciones de Hitler con Dietrich Eckart, la personalidad que ha tenido mayor influencia sobre él, lo es el Henry Ford antisemita quien se encuentra entre los autores más frecuente y positivamente citados. Y, por otra parte, según Himmler, el libro de Ford junto con los Protocolos, desarrollaron un papel “decisivo” (ausschlaggebend) no sólo en su formación, sino también en la del Führer(2).


Aun en este caso, parece obvia la superficialidad de la contraposición esquemática entre Europa y Estados Unidos, como si la trágica empresa del antisemitismo no hubiese implicado a ambos. En 1933 Spengler siente la necesidad de hacer esta precisión: la judío-fobia profesada abiertamente por él no se debe confundir con el racismo “materialista” preferido por los “antisemitas en Europa y en América” (Spengler, 1933, 157). El antisemitismo biológico que sopla impetuoso también más allá del Atlántico es considerado excesivo hasta por un autor empeñado en una campaña en contra de la cultura y de la historia judía en todos sus aspectos. Es precisamente por esto por lo que Spengler aparece tímido e inconsecuente ante los ojos de los nazis. Sus admiraciones se dirigen más allá: El Judío Internacional se continúa publicando con gran aceptación en el Tercer Reich, con prólogos que subrayan el decisivo mérito histórico del autor e industrial americano (al haber esclarecido el “tema judío”) y resaltan cierta línea de continuidad de Henry Ford a Adolf Hitler. (cfr. Losurdo, 1991 b, 84-5).

La polémica en curso sobre el antiamericanismo y el antieuropeismo peca de ingenuidad: parece ignorar los intercambios culturales y las influencias recíprocas entre América y Europa. En el primer año de la posguerra Croce no tuvo dificultad en subrayar la influencia que Teodoro Roosevelt había ejercido sobre Enrico Corradini, el jefe nacionalista unido después al partido fascista (Croce, 1967, 251). Al inicio del siglo XX, el estadista americano realizó un viaje triunfal en Europa durante el cual recibió el doctorado Honoris Causa en Berlín, y conquistó –anota Pareto– numerosos “aduladores” (Pareto, 1988, 1241-2, & 1436). La imagen según la cual los Estados Unidos constituirían una especie de lugar sagrado, inmune a los contagios y a los horrores de Europa, es un producto sobre todo de la guerra fría. Es necesario no perder de vista el intercambio de pensamiento entre las dos orillas del Atlántico: sí, el americano Stoddard inventa la categoría clave del discurso nazi (Untermensch), pero al hacerlo tiene a sus espaldas un periodo de estudios en Alemania y la lectura de la teoría preferida de Nietzsche, la del superhombre (Losurdo, 2002, 886-7). Por otra parte, mientras ve con admiración al mundo de la white supremacy, la reacción alemana manifiesta desprecio y repugnancia con relación al melting pot. Rosenberg manifiesta indignado que en Chicago una “gran catedral católica pertenece a los nigger”. Existe hasta un “obispo negro” que celebra la misa: es el “cultivo” de los “fenómenos bastardos” (Rosenberg, 1937, 471). A su vez, Hitler condena y denuncia que “sangre judía” corre por las venas de Franklin Delano Roosevelt, cuya esposa tiene además un “aspecto negroide” (Hitler 1952, 54, ii, 182, conversación del 1 de julio de 1942).

6. Los Estados Unidos, el Occidente y la Herrenvolk democracy

Hasta aquí, la tesis de la convergencia entre el antiamericanismo de derecha y de izquierda se revela claramente ideológica o mitológica. En realidad, son precisamente aspectos condenados por la tradición, que del abolicionismo llega hasta el movimiento comunista, los que despiertan simpatía y entusiasmo en la vertiente opuesta. Lo que es amado por unos, es odiado por otros y viceversa. Pero los unos y los otros se encuentran frente a la paradoja que caracteriza la historia de los Estados Unidos desde su fundación y que fue formulada, en el siglo XVIII, por el escritor inglés Samuel Johnson: “¿Cómo explicar que quienes aclaman más calurosamente la libertad son quienes también se han empeñado en la caza de los negros?” (en Forner, 1998, 32).

Es un hecho: en los círculos de la comunidad blanca la democracia se desarrolló simultáneamente al fenómeno de la esclavitud de los negros y de la deportación de los indios. Durante los 32 de los primeros 36 años de vida de los USA, fueron propietarios de esclavos quienes detentaron la presidencia, y fueron también propietarios de esclavos los que redactaron la Declaración de Independencia y la Constitución. Sin la esclavitud (y la consecuente segregación racial) no se puede entender la “libertad americana”: ambas crecen juntas, una sosteniendo a la otra (Morgan, 1975). Si la “peculiar institución” (la esclavitud) asegura el férreo control de las clases “peligrosas” en sus mismos sitios de producción, la indefinida frontera y la progresiva expansión hacia el oeste desarticula el conflicto social transformando un potencial proletariado en una clase de propietarios terratenientes, a costa de poblaciones condenadas a ser despojadas o a ser arrasadas.

Después del bautismo de la guerra de independencia, la democracia americana conoce un desarrollo ulterior, en los años 30 del siglo XIX, durante la presidencia de Jackson: la cancelación, en gran parte, de las discriminaciones censatarias al interior de la comunidad blanca va a la par con el vigoroso impulso dado a la deportación de los indios y con el aumento de un clima de resentimiento y de violencia en contra de los negros. Una consideración análoga se puede hacer igualmente a la llamada “edad progresista” que, a partir del final del siglo XIX, abarca los primeros tres lustros del siglo XX: ésta se caracteriza ciertamente por numerosas reformas democráticas (que aseguran la elección directa del senado, el voto secreto, la introducción de las elecciones primarias y la institucionalización del referéndum, etc.), pero constituye al mismo tiempo un periodo particularmente trágico para los negros (blancos del terror castrense del Ku Klux Klan) y para los indios (despojados de las tierras abandonadas y sometidos a un proceso de homologación despiadada que pretende privarlos hasta de su identidad cultural).

Sobre esta paradoja que caracteriza la historia del país, notables estudiosos estadounidenses han hablado de la Herrenvolk democracy, es decir de la democracia que es útil sólo para el “pueblo de los señores” –para usar el lenguaje hitleriano– (Berghe, 1967; Fredrickson 1987). La línea clara de demarcación, entre blancos por una parte, y negros y pieles rojas por la otra, favorece el desarrollo de las relaciones de igualdad dentro de la comunidad blanca. Los miembros de una clase aristocrática o de color tienden a considerarse como “iguales”; la clara desigualdad impuesta a los excluidos es la otra cara de las relaciones de igualdad que se establece entre aquellos que gozan del poder para excluir a los “inferiores”.

¿Debemos por lo tanto oponer positivamente a Europa con los Estados Unidos? Sería una conclusión precipitada y errada. En realidad, la categoría de Herrenvolk democracy puede ser útil también para explicar la historia del Occidente en su conjunto. Durante el final del siglo XIX e inicio del XX, la conquista del voto en Europa avanza paralelamente al proceso de colonización y a la imposición de relaciones de trabajo esclavizantes o casi esclavizantes para con las poblaciones sometidas; el control de la ley en la metrópoli se entreteje estrechamente con la violencia y la justicia burocrática y policíaca y con el estado de sitio en las colonias. Se da a final de cuentas el mismo fenómeno que se observa en la historia de los Estados Unidos, solo que en el caso de Europa resulta menos evidente por el hecho de que las poblaciones coloniales, en vez de residir en la metrópoli están separadas de ésta por el océano.


7. Misión imperial y fundamentalismo cristiano en la historia de los Estados Unidos

Es en otro nivel donde podemos captar las diferencias reales del desarrollo político e ideológico entre las dos orillas del Atlántico. Después de haber sido profundamente marcada por el intenso periodo del iluminismo, al final del siglo xix Europa experimenta un proceso aun más radical de secularización: tanto los seguidores de Marx como los seguidores de Nietzsche proclaman la “muerte de Dios” como inevitable. Muy diferente es el cuadro que presentan los Estados Unidos. En 1989, la revista Christian Oracle explica así la decisión de cambiar su nombre por Christian Century: “Creemos que el próximo siglo será testigo, para la cristiandad, de los más grandes triunfos de todos los tiempos y que será el más auténticamente cristiano de todos (en Olasky, 1992, 135).

En este momento está en pie la guerra contra España, acusada por los dirigentes de los usa de privar injustamente a Cuba de su derecho a la libertad y a la independencia, recurriendo por lo demás, en una isla “tan cercana a nuestras fronteras”, a medidas que ofenden el “sentimiento moral del pueblo de los Estados Unidos” y que representan una “desgracia para la civilización cristiana” (en Commager, 1963, ii, 5). Alusión indirecta a la doctrina Monroe y llamado, a su vez, a la cruzada en nombre de la democracia, de la moral y de la religión se enlazan estrechamente para excomulgar, por así decir, a un país catoliquísimo y otorgar el carácter de guerra santa a un conflicto que habría de consagrar el rol de gran potencia imperial de los usa. Más tarde, el presidente McKinley explica la decisión de anexar las Filipinas como una iluminación de “Dios omnipotente” que, después de largas oraciones de rodillas, finalmente, en una noche hasta ese momento particularmente angustiosa, lo libera de toda duda e indecisión. No era conveniente dejar la colonia en manos de España o cederla a “Francia o a Alemania, nuestros rivales comerciales en el Oriente”; y tampoco era oportuno confiarla a los propios filipinos que, “incapaces de autogobierno” habrían hecho caer a su país en una condición de “Anarquía y mal gobierno” aún peor a las existentes bajo el dominio español: "No nos quedaba otra que mantener las Filipinas, que educar a los filipinos, impulsándolos, civilizándolos y cristianizándolos y, con la ayuda de Dios, hacer lo mejor para ellos, como nuestros hermanos, por quienes Cristo también murió. Y entonces fui a la cama, me relajé y dormí profundamente" (en Millis, 1989, 384).

El 5 de marzo de 1906 fuerzas del ejército estadounidense al mando del general Leonard Wood atacaron una aldea poblada por musulmanes que vivían en condiciones primitivas y que no tenían nada para defenderse (todo lo más tenían hondas...). Los musulmanes se habían refugiado en la cavidad del crater del volcán Bud Dajo, a unos 730 metros sobre el nivel del mar, con la esperanza de no ser atacados allí. Sin embargo los soldados americanos ascendieron la montaña equipados con piezas de artillería y demás armamento moderno, y una vez llegados al borde del crater abrieron fuego y mataron a todos los que allí se encontraban, ni uno solo quedó vivo. Murieron más de 600 personas, hombres, mujeres y niños.

Hoy conocemos los horrores que produjo la represión del movimiento independentista en las Filipinas: la guerrilla desencadenada por ésta fue reprimida, con la destrucción sistemática de las cosechas y del ganado, recluyendo a la población en campos de concentración donde era mermada por el hambre y las enfermedades, y recurriendo en algunos casos al asesinato de todos los varones mayores de diez años (McAllister Linn, 1989, 27,23).

Y sin embargo, a pesar de la magnitud de los “daños colaterales”, la marcha de la ideología de la guerra imperialreligiosa alcanza una nueva etapa con el primer conflicto mundial. Inmediatamente después de la intervención, en una carta al coronel House, así se expresa Wilson sobre sus aliados: “Cuando acabe la guerra, los podremos someter a nuestro modo de pensar por el hecho de que ellos, entre otras cosas, estarán financieramente en nuestras manos”, (en Kissinger, 1994, 224).

Independientemente de lo anterior, no existen dudas sobre el hecho de que “actuaba un fuerte elemento de Realpolitik” (Heckscher, 1991,298) en la postura adoptada por Wilson tanto en las relaciones con América Latina como con el resto del mundo. Esto no le impidió conducir la guerra como una Cruzada en el sentido estrictamente literal del término: los soldados americanos son “cruzados” protagonistas de una “hazaña trascendente” (Wilson, 1997, II, 45, 414), de una “Guerra Santa, la más santa de todas las guerras” (en Rochester 1977, 58), destinada a hacer triunfar en el mundo la causa de la paz, de la democracia y de los valores cristianos. Nuevamente, intereses materiales y geopolíticos, ambiciones hegemónicas e imperiales, y una buena consciencia misionera y democrática, se funden en una unidad indisoluble e irresistible.


Con esta idéntica plataforma ideológica los Estados Unidos enfrentan los posteriores conflictos del Siglo XX. Particularmente significativo es el caso de la guerra fría. Uno de sus protagonistas, Foster Dulles, es, según la definición de Churchill, “un puritano riguroso”. Él se siente orgulloso por el hecho de que “en el departamento de Estado, nadie conoce la Biblia mejor que yo”. El fervor religioso no es un asunto privado: “Estoy convencido de que tenemos obligación de hacer que nuestros pensamientos y prácticas políticas reflejen de la manera más fiel la fe religiosa conforme a la cual el hombre tiene su principio y su fin en Dios (en Kissinger, 1994, 534-5). Junto con la fe, otras categorías fundamentales de la teología irrumpen en la lucha política a nivel internacional: los países neutrales que se niegan a tomar parte en la Cruzada en contra de la Unión Soviética, cometen “pecado”, mientras que los Estados Unidos, que se colocan a la cabeza de dicha cruzada, son el “pueblo moral” por excelencia (en Freiberger, 1942, 42-3). Para conducir a este pueblo que se distingue de todos los otros por su moralidad y su cercanía a Dios está, en 1983, Ronald Reagan. Éste impulsa la fase culminante de la Guerra Fría destinada a sancionar la derrota del enemigo ateo, con un lenguaje explícita y ostentosamente teológico: “en el mundo existe el pecado y el mal, y según las Escrituras y Jesús Nuestro Señor estamos obligados a oponernos a ellos con todas nuestras fuerzas” (en Draper, 1994, 33).


Vengamos finalmente a nuestros días. En el discurso con el que inauguró su primer mandato presidencial, Clinton no estuvo religiosamente menos inspirado que sus antecesores y su sucesor: “Hoy celebramos el misterio de la renovación americana”. Después de haber recordado el pacto establecido entre “nuestros padres fundadores” y el “Omnipotente”, Clinton subraya: “nuestra misión es sin tiempo” (Lott, 1994, 336). Adhiriéndose a esta tradición y radicalizándola posteriormente, George W. Bush realizó su campaña electoral proclamando un verdadero y propio dogma: “Nuestra nación ha sido elegida por Dios y tiene el mandato de la historia de ser un modelo para el mundo” (Cohen, 2000).

Como se observa, en la historia de los Estados Unidos la religión está llamada a desarrollar a nivel internacional una función política de primer plano. Estamos en presencia de una tradición política americana que se expresa con un lenguaje explícitamente teológico. Más que a las declaraciones emitidas por los jefes de Estado europeos, las “doctrinas” enunciadas cada vez por los presidentes estadounidenses recuerdan a las encíclicas y a los dogmas difundidos o proclamados por los pontífices de la Iglesia Católica. Los discursos inaugurales de los presidentes son verdaderas ceremonias sagradas. Me limito a dar dos ejemplos. En 1953, después de haber invitado a sus oyentes a inclinar la cabeza delante de “Dios Omnipotente”, dirigiéndose directamente a Él, Eisenhower expresa este deseo: “que todo pueda desarrollarse por el bien de nuestro amado país y por Tu gloria. Amen.” (Lott, 1994, 302).

En este caso salta a la vista con particular evidencia la identidad que existe entre Dios y América. A casi medio siglo de distancia el panorama no cambia. Hemos visto como se inicia el discurso inaugural de Clinton. Veamos ahora como concluye. Después de haber citado la sagrada Escritura el neo-Presidente termina de esta manera: “Desde esta altura de la celebración hemos oído un llamado a servir al destino, hemos escuchado las trompetas, hicimos el cambio de guardia. Ahora cada uno de nosotros a su modo y con la ayuda de Dios, debe responder al llamado. Gracias y que Dios los bendiga a todos” (Lott, 1994, 369).

Y nuevamente, los Estados Unidos son enaltecidos como la ciudad excelsa, la ciudad bendecida por Dios. En el discurso pronunciado después de su reelección, Clinton siente la necesidad de agradecer a Dios por haberlo hecho nacer americano. Frente a esta ideología, o más bien teología de la misión, Europa siempre se ha sentido incómoda. Es conocida por todos la ironía de Clemenceau a propósito de los catorce puntos de Wilson: ¡El buen Dios había tenido la modestia de limitarse a diez mandamientos! En 1919 en una carta privada, John Maynard Keynes define a Wilson “el más grande impostor de la Tierra.” (en Skidelsky, 1989 p. 444).

En términos quizás todavía más ásperos se expresa Freud, a propósito de la inclinación del estadista americano a considerarse investido de una misión divina: estamos en presencia de “una agudísima insinceridad, una ambigüedad y propensión a condenar la verdad”; por otra parte, ya Guillermo II pretendía ser “un hombre predilecto de la Providencia” (Freud, 1995, 35-6). Sin embargo aquí Freud se equivoca; se atreve a equiparar dos tradiciones ideológicas muy diferentes. Es verdad, que el emperador alemán no menosprecia adornar con motivos religiosos sus ambiciones expansionistas: dirigiéndose a las tropas que parten hacia China, invoca la “bendición de Dios” para una empresa destinada a ahogar en sangre la revuelta de los Boxers y a difundir el “cristianismo” (Röhl, 2001, 1157); es proclive a considerar a los alemanes como “el pueblo elegido por Dios” (Röhl, 1993, 412). El mismo Hitler declara sentirse llamado a realizar “la obra del Señor” y de querer obedecer la voluntad del “Omnipotente” (Hitler, 1939, 70, 439), sobre todo porque los alemanes son “el pueblo de Dios” (en Rauschning, 1940, 227). Por lo demás es conocido el célebre dicho Gott mit uns (Dios con nosotros).

Sin embargo, no es necesario sobrevaluar el peso de estas declaraciones y de estas expresiones ideológicas. En Alemania (la patria de Marx y Nietzsche) el proceso de secularización está muy avanzado. La invocación a la “Bendición de Dios” por parte de Guillermo II no es tomada en serio ni siquiera en los círculos chovinistas: por lo menos a los ojos de sus exponentes más avezados (Maximilian Harden) aparecen ridículos el regreso a los “días de las Cruzadas” y la pretensión de “conquistar el mundo para el Evangelio”; “así deambulan en torno al Señor los iluminados y los especuladores ociosos” (en Röhl, 2001, 1157). Sí, mucho antes de ascender al trono, el futuro emperador llama a los alemanes “el pueblo elegido de Dios”, sin embargo la primera en burlarse de él ha sido la madre, hija de la reina Victoria e interesada, sin duda, en reivindicar la supremacía de Inglaterra (Röhl, 1993, 412).

Es conveniente que reflexionemos, finalmente, sobre este último punto. En Europa los mitos genealógicos imperiales se han, en cierta medida, neutralizado mutuamente; todas las familias reales estaban emparentadas entre ellas, de manera tal que, en el círculo de cada una de éstas, se confrontaban ideas de misión y de mitos genealógicos imperiales diferentes y contrastantes entre sí. Posteriormente la experiencia catastrófica de dos guerras mundiales, entre otras, ha contribuido al descrédito de estas ideas y estas genealogías; por otra parte, no obstante su derrota final, alguna huella dejó en la conciencia europea la decenal agitación comunista realizada en nombre de la lucha contra el imperialismo y en pro de la igualdad de las naciones. El resultado de todo esto queda claro: en Europa está desacreditada cualquier idea de misión imperial y de elección divina enarbolada por la nación que sea; no hay cabida ya para la ideología imperial-religiosa que ocupa un lugar tan importante en los Estados Unidos.

Por lo que se refiere en particular a Alemania, la historia que va del Segundo al Tercer Reich presenta una oscilación entre la nostalgia de un paganismo belicoso y concentrado en torno al culto a Wotan y el deseo de transformar al cristianismo en una religión nacional, destinada a legitimar la misión imperial del pueblo alemán. Este segundo propósito encuentra su expresión más acabada en el movimiento de los Deutsche Christen, los “cristianos alemanes”. Poco creíble dado el proceso de secularización que, más allá de la sociedad en su conjunto, había impregnado a la misma teología protestante (piénsese en Kart Barth y en Dietrich Bonhoeffer) y poco creíble también por las simpatías paganizantes de los dirigentes del Tercer Reich, este intento no podía tener sino escasos resultados. La historia de los Estados Unidos está, por el contrario, profundamente convertida por las tendenciosas transformaciones de la tradición judeocristiana, en cuanto a tal, en una especie de religión nacional que consagra el exceptionalism del pueblo americano y la misión salvadora que se le ha encomendado. Pero ¿esta interrelación de religión y política no es sinónimo de fundamentalismo? No es casualidad que el término fundamentalismo aparezca por primera vez en la sociedad estadounidense y protestante, como auto designación positiva y orgullosa de sí misma.



Podemos ahora comprender los límites de la aproximación entre Freud y Keynes: obviamente, en las administraciones americanas que se van sucediendo no faltan los hipócritas, los calculadores, los cínicos, pero no existe motivo alguno para dudar de la sinceridad ayer de Wilson, hoy de Bush Jr. No hay que perder de vista el hecho de que estamos en presencia de una sociedad escasamente secularizada, dentro de la cual el 70 por ciento de los habitantes cree en el diablo y más de un tercio de los adultos piensa que Dios les habla directamente (Gray, 1998, 126; Schlesinger Jr., 1997). Pero esto es un elemento de fuerza, más que de debilidad. La certeza de representar una causa santa y divina facilita no sólo la movilización voluntaria en los momentos de crisis, sino también la remoción o la minimización de las páginas más negras de la historia de los Estados Unidos. Sí, durante la Guerra Fría Washington protagonizó en América Latina sangrientos golpes de Estado e impuso feroces dictaduras militares, y en Indonesia, en 1965, promovió la masacre de varios centenares de miles de comunistas o de filo-comunistas, pero por desagradables que puedan ser, estos detalles no bastan para opacar la santidad de la causa encarnada por el “Imperio del Bien”.

Está más cercano a la verdad Weber cuando, durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial, denuncia el “cant” americano (Weber, 1971, 144). El “cant” no es la mentira y ni siquiera, propiamente, la hipocresía conciente; es la hipocresía de quien se miente a sí mismo; es en cierta manera la falsa consciencia de la que habla Engels. Tanto en Keynes como en Freud se manifiestan al mismo tiempo la fuerza y la debilidad del iluminismo. Completamente inmunizada contra la ideología imperial-religiosa que corrompe más allá del Atlántico, Europa se manifiesta aún incapaz de comprender adecuadamente esta interrelación entre el fervor moral y religioso por un lado y la conciente y descarada persecución de la hegemonía política, económica y militar a nivel mundial. Pero es esta interrelación, o más bien esta mezcla explosiva, y este peculiar fundamentalismo lo que constituye hoy el peligro principal para la paz mundial. El fundamentalismo islámico, más que a una nación determinada, se refiere a una comunidad de pueblos, los cuales, no sin razón, se consideran el blanco de una política de agresión y de ocupación militar. El fundamentalismo estadounidense, en cambio, transfigura y embriaga a un país muy en especial que, seguro de su consagración divina, considera irrelevante el ordenamiento internacional vigente, las leyes completamente humanas. Y es en este contexto donde se ubica la deslegitimación de la ONU, la sustancial eliminación de la Convención de Ginebra, las amenazas dirigidas no sólo contra los enemigos sino también contra los aliados de la OTAN.

8. De la campaña contra la “drapetomanía” a la campaña contra el antiamericanismo

Más que para combatir el mal y para difundir los valores cristianos y americanos, la guerra contra Irak, y las otras que se perfilan en el horizonte, tienen la tarea de expandir la democracia en el mundo. ¿Qué credibilidad tiene esta última pretensión? Volvamos al joven Indochino que vimos denunciar, en 1924, el horror de los linchamientos en contra de los negros. Diez años más tarde éste regresa a su tierra de origen para tomar el nombre, que posteriormente se volvió célebre en todo el mundo: Ho Chi Minh. ¿En el momento de los feroces bombardeos desencadenados por Washington habrá pensado el dirigente vietnamita en el horror de la violencia anti-negra desatada por los campeones de la white supremacy? En otras palabras, ¿la emancipación de los afroamericanos y la conquista de sus derechos civiles y políticos significó realmente un cambio o simplemente los Estados Unidos continúan siendo, en esencia, una Herrenvolk democracy, aunque ahora a los excluidos no hay que buscarlos en el territorio metropolitano sino fuera de él, como, por otra parte, ampliamente se ha comprobado en el contexto de la historia de la “democracia” europea?

Podemos examinar el problema desde una perspectiva distinta, a partir de una reflexión de Kant: “¿Qué es un monarca absoluto? Es aquel que cuando manda –la guerra debe hacerse– continúa la guerra”. Quien aquí está en la mira no son los Estados del Antiguo régimen, sino la Inglaterra que tenía ya a cuestas un siglo de desarrollo liberal (Kant, 1900, 90 nota). Desde el punto de vista del gran filósofo, el presidente de los Estados Unidos debería ser considerado doblemente déspota. En primer lugar, debido al surgimiento en las últimas décadas de una imperial presidency que, al emprender acciones militares, pone con frecuencia al Congreso frente a un hecho consumado. Sobre este poder, nos interesa principalmente el segundo aspecto: la Casa Blanca decide de manera soberana cuándo las resoluciones de la ONU son obligatorias y cuándo no; decide de manera soberana quiénes son los rogue States, en contra de quiénes les es lícito imponer un embargo, causando hambre a un pueblo entero, o bien, cuándo les es lícito desencadenar el infierno de fuego, incluidos los proyectiles de uranio empobrecido y las clusters bombs sobre la población civil aun mucho después de finalizar el conflicto. Siempre de manera soberana, la Casa Blanca decide la ocupación militar de estos países por todo el tiempo que considera necesario, condenando a prisión o encarcelando a sus dirigentes y a sus “cómplices”. En contra de ellos y en contra de los “terroristas” le es lícito recurrir al targeted killing, o más bien a un killing en vez de targeted, por ejemplo el bombardeo sobre un restaurante normal donde se supone puede encontrarse Saddam Hussein… Está claro que las garantías jurídicas no valen para los “bárbaros”. Más aún, es de tener en cuenta, como demuestra el Patriot Act, que la rule of Law no se aplica ni siquiera para aquellos que, sin ser “bárbaros” en el sentido estricto de la palabra, son sospechosos de seguirles el juego.

Es interesante examinar la historia que tiene a cuestas la expresión rogue States. Desde el siglo XVII y XVIII, en Virginia los semiesclavos, los esclavos por tiempo de piel blanca, cuando eran capturados después de los intentos de fuga a los que frecuentemente recurrían, eran marcados a fuego con la letra R (que significaba Rogue): quedando así inmediatamente reconocibles, no podían ya escaparse. Más tarde, el problema de identificación fue resuelto definitivamente sustituyendo a los semiesclavos blancos por esclavos negros: el color de la piel hacía innecesario marcarlos con fuego. El negro era ya de por sí sinónimo de Rogue. Ahora son Estados completos los marcados como Rogue. La Herrenvolk democracy [etnocracia] es dura de matar…

Pero ésta es una vieja historia, nueva en cambio es la intolerancia creciente que Washington muestra en las relaciones con los “aliados”. Ellos también son obligados a inclinarse, sin demasiadas confusiones, a la voluntad de la nación elegida por Dios. Se comprenden bien la perplejidad y las reacciones negativas que provocan la actitud del presidente de los Estados Unidos al considerarse el soberano planetario no vinculado y no limitado por ningún organismo internacional. Claro está que los ideólogos de la guerra arman un escándalo ante la expansión de este virus terrible que, como sabemos, es el antiamericanismo. Por singular que parezca dicha reacción no carece de analogías históricas. Hasta mediados del siglo xix, en el sur de los Estados Unidos el régimen esclavista estaba activo y dinámico. Se manifestaban, sin embargo, ya las primeras dudas y las primeras inquietudes: aumenta el número de esclavos fugitivos. Este fenómeno no sólo alarma sino que sorprende a los ideólogos de la esclavitud y de la white supremacy: ¿cómo es posible que personas “normales” se evadan de una sociedad tan ordenada y de la jerarquía de la naturaleza? Debe sin duda tratarse de una enfermedad, de una alteración psíquica. Pero ¿de qué se trata verdaderamente? En 1851, Samuel Cartwright, cirujano y psicólogo de Louisiana afirma haber llegado finalmente a una explicación que comunica a sus lectores de la columna de una prestigiada revista científica, el New Orleans Medical and Surgical Journal. Basándose en el hecho de que en el griego clásico δραπετησ significa esclavo fugitivo, el científico concluye triunfalmente que el trastorno psíquico, la enfermedad que impulsa a los esclavos negros a la fuga es precisamente la “drapetomanía” (en Eakin, 2000). ¡La campaña en curso en nuestros días en contra del antiamericanismo tiene muchos puntos en común con la campaña desencadenada hace más de siglo y medio en contra de la drapetomanía!
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Notas
1 Sobre la eugenésica entre Estados Unidos y Alemania, cfr. Kühl 1994, 61; el lisonjero juicio
del Presidente Harding es mencionado en la presentación de la versión francesa de Stoddard
1925 (Le flot montant des peuples de couleur contre le suprematie mondiale des Blancs, tr.
fr, de Abel Doysié, Paris, Payot)
2 Véase el testimonio de Félix Kersten, el masajista Finlandés de Himmler, en el Centre de
Documentation Juive Contemporaine de París (Das Buch von Henry Ford, 22 de diciembre,
1940, n. CCX-31); sobre esto, cfr. Poliakov, 1977, 278, y Losurdo, 1991 b, 83-85.

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Traducción:
Roberto Hernández Oramas

Lucero del Socorro Cáceres Moncada (cele, buap).

9 comentarios :

  1. El KKK y el nazismo eras ante todo sociedades anti-iniciáticas, ambas perduran hasta nuestros días pero sin la fuerza de antes por haber cedido el puesto a otras, mejor adaptadas al momento.
    Ambas tienen un origen común, como el propio EEUU.

    Hay muchas incorrecciones en el texto,incorrecciones que desde la historia oficial no lo son, pero en el mundo real, si.
    Entre otras cosas se dice -lo que terminó con el kkk- ¿quien puede decir seriamente que ya no existe?
    Las leyes nazis contra los judíos también son muy discutibles, ya que había muchos judíos entre el alto mando alemán (¡Goring era judío!) y sobre la invasión de Polonia, también fue invadida por la URSS y más que una invasión fue una trampa, como el resto de la guerra.

    En fin, que el origen del racismo, el supremacismo, la eugenesia... no hay que buscarlo en EEUU, ni la Alemania nazi, hay que buscarlo en aquellos que mueven los hilos y que han sacado provecho siempre de todo esto, haciéndose pasar por víctimas a veces.

    Salud!

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  2. Qué claro siempre Lousurdo.

    Salud

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  3. A Losurdo le tengo echado el ojo desde hace unos meses (a propósito de Nietzsche, por cierto). Por lo pronto su obra me parece muy interesante. Un abrazo desde Alacant.

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    1. Un abrazo, Hugo, desde Guardamar del Segura.

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  4. ¡Aquí al lado! Qué cosas... :o)

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  5. Puff, vaya pedazo de post.
    Yo destacaría varias cosas. Por ejemplo como desde la ciencia se ha desmitificado el concepto de raza hasta quedar irreconocible al punto del absurdo en cuestiones racistas. Hay que recordar que aunque darwin acuñó "la supervivencia del más apto" la sociedad estaba en shock al saber que descendía del mono.
    Otra cosa es el uso del racismo constantemente, insistentemente, como un generador de tensiones sociales, la estigmatización, la fractura social y una excusa más para la acaparación original. El despojo del humano y su cosificación.
    También cómo todas estas teorías han sido insistentemente apoyadas por los Estados y unos pocos conglomerados comunicativos, que son también los más fuertes, empenzando por la iglesia católica.
    Desde luego que hay culturas distintas y cada una potencia un carácter, pero el racismo no tiene que ver con caracteres, sino con prejuicios, como el machismo o cualquier tipo de discriminación.
    Yo no sé desde cuándo el hombre es racista, pero sé que mientras haya gente que siga optando por la vía discriminatoria seguiremos divididos. Ahí hay muchotrabajo social aún por hacer.
    Salud!

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    1. Yo creo que, en conjunto y en mayor o menor grado, siempre fuimos racistas (o, más en general, xenófobos) y siempre lo seremos. Entremedias, la resistencia, la utopía aquí y ahora, el por aquí no paso, el poner palos en la rueda de la historia. O piedras, como las de León Felipe.

      Un abrazo.

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    2. Detrás de todos los "ismos" negativos (racismo, machismo, nazismo...) está el miedo y, lo que es peor, la aviesa manipulación y explotación del mismo.

      Salud!

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