El día que don Pedro
Quijada, profe de Física en el Liceo Neandro Schilling de San
Fernando, atacó la primera clase, nos titiló la pensadora con el
Principio de Causalidad. Ese momento quedó grabado para siempre en
el disco duro de mi cafetera porque me dio la impresión de que me
abrían el cráneo y la luz entraba a raudales. Miles de dudas
acumuladas en fila india en los meandros neuronales de mi triperío
cerebral quedaron aclaradas de golpe. O eso me pareció en ese
momento.
De ahí en adelante supe
que para comprender un fenómeno hay que mirar hacia atrás, visto
que el 2º Principio de la Termodinámica le pone flecha al tiempo:
cada fenómeno tiene una genealogía, y se trata de hurgar en sus
orígenes hasta ponerla en evidencia. Simplemente expuestos, el
Principio de Causalidad unido al 2º Principio de la Termodinámica
sostienen que todo efecto tiene una causa y –detallito simpático–
que un efecto no puede preceder cronológicamente a la suya.
Así, el advenimiento de
esta forma particularmente brutal del capitalismo que llaman
neoliberalismo no es sino el retorno a las fuentes. En su origen el
capitalismo fue bestial e inhumano al punto que Marx pudo escribir
que nació chorreando sangre y lodo por todos sus poros. Si algo
chorrea es eso: sangre. No hace falta ninguna demostración visto que
la tenemos ante nuestros ojos, si nos queda alguno después de la
represión con balines.
Hay que ser inmune a las
náuseas para conservar la calma leyendo La Situación de la Clase
Obrera en Inglaterra (1845) de Friedrich Engels. El horror del
hacinamiento de millones de seres humanos en condiciones más propias
para las ratas, los niños amarrados con cadenas a las Spinning
Jennies –las hiladoras industriales que James Hargreaves inventó
en 1764 en Stanhill (Lancashire) – para que no huyesen de las 14 a
16 horas de trabajo diario a cambio de un salario miserable, son los
aspectos más visibles de las atrocidades que nutrieron la Revolución
Industrial.
Explotaron a millones de
seres humanos hasta la muerte porque había que acumular el capital
necesario para desarrollar las fuerzas productivas de manera
inimaginable. A ese proceso le llamaron la “acumulación
primitiva”, sin precisar que la acumulación forma parte del
mecanismo intrínseco del capitalismo. En esto también se verifica
el 2º Principio de la Termodinámica: no hay vuelta atrás.
Simon Kuznets,
–economista ruso avecindado en los EEUU, especialista de las
estadísticas, inventor de la muy mentada patraña conocida como PIB–
insinuó que en una fase inicial del capitalismo la explotación y la
acumulación eran imprescindibles, pero daban paso más tarde a una
generosa distribución de la riqueza que debía hacer la felicidad en
la Tierra. La ‘ciencia’ económica bautizó su estafa como ‘la
Curva de Kuznets’ y por ella le dieron el pseudo premio Nobel de
economía en 1971.
La inexistencia de tal
curva fue probada entre otros por Thomas Piketty en sus libros Los
altos ingresos en Francia en el siglo XX: Desigualdades y
redistribuciones, 1901-1998 y El Capital en el Siglo XXI.
Con ello Piketty no hizo sino probar que Marx tenía razón.
Karl Marx siempre
consideró que su descubrimiento más notable en Economía Política
había sido la baja tendencial de la tasa de ganancia, granito de
arena que determina la inestabilidad del capitalismo y es la causa de
su futura desaparición.
La evolución de la
economía capitalista, su desarrollo, dice Marx, trae consigo una
funesta tendencia a la baja de la tasa de lucro por unidad de
capital. El fenómeno tiene que ver con su composición orgánica, o
sea la continua progresión de la parte de capital constante con
relación al capital variable: la maquinaria, las herramientas, la
tecnología, las instalaciones, adquieren cada vez más importancia
frente a la parte que representan los salarios.
De modo que no hay tutía:
para sobrevivir cada capitalista tiene que crecer indefinidamente, y
apropiarse parte del lucro que generan otros capitalistas. Aun así,
no basta. De modo que la mecánica del sistema lo obliga –así sea
un pan de dios o una madre Teresa de Calcuta– a encontrarle
solución a una cuestión que no la tiene: mantener, y aun aumentar,
la tasa de ganancia.
Como en el fútbol, el
capitalista cree que ‘la ténica y la tática condusen al ésito’
como decía un mentiroso con buzo muy dado a los métodos
extradeportivos. Se trata de intensificar la explotación de la mano
de obra, de capitán a paje, de obrero a gerente, pasando por toda la
nutrida escala de capataces, contramaestres, petitmaîtres,
mayorales, ayudantes y subalternos, incluyendo a los ‘profesionales’
que creen estar al mando.
Para eso el capital busca
mejorar la ‘productividad’ del trabajador, o sea arrancarle más
producto por hora trabajada. O bien aumentar las horas de trabajo. O
aun, reducir los salarios a un mínimo que no oso llamar vital.
Desafortunadamente, la
productividad no crece indefinidamente, ni siquiera al precio del
considerable aumento del capital constante (maquinaria, herramientas,
tecnología…). En los EEUU, durante décadas, el aumento de la
productividad se concentró en sectores como la gran distribución
que en Chile llaman retail. Walmart y similares redujeron
notablemente la cantidad de trabajadores por m2 de supermercado. Hoy
por hoy intentan suprimir hasta las cajeras, pero la treta tiene
límites: Amazon lo sabe, y no tiene ni siquiera supermercados.
La productividad está
tan acotada que los patrones imaginaron la introducción masiva de
robots en los procesos productivos, sin percatarse de que con ello no
hacen sino agravar el fenómeno de la baja tendencial de la tasa de
ganancia. Isaac Asimov –un novelista– se había dado cuenta. Los
economistas pueden decir lo que quieran, pero de la llamada Economía
Clásica nadie ha logrado echar abajo la Teoría del Valor: solo el
trabajo humano lo genera. Ergo, mientras menos trabajadores haya…
menos valor se crea. Detallito suplementario: los robots no cobran.
Si no hay distribución de salarios, no hay consumo. Ergo… ¿para
qué producir tanto? Jean-Baptiste Say debe estar como pirinola en su
tumba.
En cuanto al aumento de
las horas de trabajo, los capitalistas se vieron confrontados a las
luchas de los asalariados para disminuir la duración de la jornada
laboral desde el siglo XVIII. En el siglo XIX, poco a poco se impuso
la noción del día dividido en tres partes: 8 horas de trabajo, 8
horas de descanso y 8 horas de tiempo libre.
Pero lo cierto es que el
gran capital es astuto, retorcido y taimado. El tiempo total de
trabajo de un currante no se mide solo por la duración de su
jornada. También hay que tomar en cuenta la cantidad de años
durante los cuales un asalariado genera lucro, ganancia o plusvalía,
tú la llamas como quieras: el capitalista habla del ROI (return on
investment).
En los EEUU es común ver
tatitas que trabajan a los 70 años de edad y aun más viejos. No es
que sean unos enamorados del curro, una suerte de workaholic o
trabajólico como dicen en Chile: pasa que sin trabajo no viven. Las
pensiones en los EEUU… el tema trae tela y da para un libro.
En Europa, en la
posguerra, la edad de jubilación (nótese: jubilación viene de
júbilo, sinónimo de alegría…) se estableció en los 60 años. El
ingreso de sustitución –la pensión– se calculaba sobre la base
de un porcentaje de las remuneraciones de los últimos años de
trabajo, o sea de las remuneraciones más altas.
Si hoy los trabajadores
galos están en las calles y tienen a Francia paralizada, es porque
poco a poco los gobiernos fueron degradando las pensiones. Un truco
consistió en calcular la pensión no sobre la base de los últimos
años de actividad, sino sobre la base del promedio de los últimos
20, e incluso de los últimos 30 años, o sea de remuneraciones
significativamente más bajas. El socialista Hollande, y el
ectoplasma Macron congelaron las pensiones durante ya casi 10 años,
y no contentos con eso aumentaron los impuestos que pagan… los
jubilados.
En cuanto al número de
años de cotización necesarios para percibir una pensión ‘plena’,
aumentó primero de 37,5 a 40, y luego de 40 a 43 años. En pocas
palabras, para recibir una pensión cada vez menor, debes trabajar
5,5 años más, o lo que es lo mismo 39.754 horas suplementarias.
La idea consiste en
lograr –progresivamente– que cada currante trabaje hasta los 70
años de edad, antes de exigirle que trabaje hasta que se muera: de
ese modo se ahorran hasta el pago de pensiones.
En cuanto a la reducción
de los salarios, ya sea en los EEUU, en Francia o en Alemania, las
remuneraciones actuales equivalen a los salarios en vigor hace 30 a
40 años. En Francia eso logró desplazar 10 puntos porcentuales del
PIB de la remuneración del trabajo a la remuneración del capital.
Esto es, cada año, más
de 200 mil millones de euros que ahora no cotizan para las pensiones,
ni para la Salud, ni para la Educación, reduciendo proporcionalmente
los recursos fiscales que financian los presupuestos del Estado, o
sea los servicios públicos.
La causa de todo esto, ya
se dijo, es la tendencia a la baja de la tasa de ganancia, y los
remedios que el gran capital encuentra para sostenerla. Tú ya puedes
argüir lo que te dé la gana: el mecanismo intrínseco del
capitalismo, indetenible, imparable a menos de terminar con el
capitalismo, lo lleva a sustraer todo lo que la masa de trabajadores
asalariados logró en siglos de lucha, para asegurar su propia
supervivencia.
De ahí que privaticen
todo, eliminen los servicios públicos, vendan o roben el patrimonio
del Estado, te obliguen a trabajar más por menos dinero, y
prolonguen tu agonía de currante hasta que te mueras.
El Principio de
Causalidad se verifica una vez más. Cada país impone lo que precede
de acuerdo a su propia realidad. Como laboratorio de la infamia
tienen a Chile. Por eso, particularmente en Europa, se habla poco del
estallido social que comenzó en octubre: porque explotó el
laboratorio.
Los pretendidos éxitos
del modelo terminaron en una inmensa hoguera en la que arden las
teorías pergeñadas por manadas enteras de desvergonzados
economistas funcionales.
Lo peor de todo es que,
aun al precio de la pauperización generalizada de miles de millones
de seres humanos, el capitalismo no tiene salvación. Sus
contradicciones internas terminarán por arrojarlo al abismo. Para
colmo de males, destruye radicalmente las condiciones
medioambientales que permiten la existencia de la especie humana.
De ahí que no esté tan
claro –eso postuló Bernard Maris antes de morir en lo de Charlie
Hebdo– que haya una salida para la Humanidad.
Pero ese es otro tema.
Por lo pronto hemos identificado, gracias a Karl Marx, la causa
original de los desastres que vivimos hoy. El estallido social
planetario no lo van a parar con balines de goma.
Bien por ti. Cada idea, cada concepto, cada consideración de Luis Casado es una sugerencia. Me gusta mucho.
ResponderEliminarGracias, .Chiloé. A mí también me gustan mucho los contundentes y acertados análisis de Luis Casado.
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