"Vomitorium" - José Luis López Galván |
La filosofía moral no es
una disciplina de moda. En su repudio y mofa coinciden el
izquierdismo, dedicado a la mejora de lo instituido, el mundo
académico que, cansinamente, ofrece una caricatura de aquélla, los
campeones mediáticos de la sociedad de consumo y el pútrido
universo del «arte contemporáneo» y del entretenimiento dirigido.
Pero la transformación revolucionaria del actual orden y del ahora
existente ser humano –si es que aún se puede usar tal
calificativo– demanda recuperar y, sobre todo, reformular y recrear
el saber, basado en la experiencia, sobre el qué y el por qué de
los comportamientos colectivos e individuales que alcanzan, o
deberían alcanzar, la categoría de hábitos, de normas, dado que
tal es la moral. Como se ha dicho, la sociedad actual exhibe
orgullosa su amoralidad, especialmente los segmentos bien
adoctrinados en la ideología del progresismo, hoy la neo-religión
mayoritaria, y en la de la modernidad más desenfadada. Todo ello,
lejos de ser positivo como creen algunos, muestra el grado de
desintegración que ha alcanzado ya la convivencia y la sociabilidad,
el nivel asombroso de degradación, psíquica y física, que padece
el individuo y, sobre todo, hasta qué punto, nunca antes alcanzado,
el Estado maneja omnímodamente la actual formación social pues,
como apunta Kant, entre lo ético y lo jurídico, esto es, lo
estatal, existe una relación inversamente proporcional.
Tal verdad primera nos
sitúa ya dentro de la materia a considerar. En efecto, es el Estado
el que promueve, con singular rotundidad y
pertinacia, la ideología de la amoralidad y, dentro de ella, las
categorías de felicidad, pública y privada, así como de hedonismo
sensualista, agregados a aquélla siempre. En particular, la
concepción de bienestar, que es el sinónimo político y económico
de felicidad hoy en curso, se manifiesta en el mismo enunciado de
Estado de bienestar, orden social en que el ente estatal realiza la
felicidad-bienestar de todos, lo que convierte a ésta en una
imposición, en tanto que ideología del Estado contemporáneo y
mandato constitucional. La revolución liberal, como gran salto
adelante del poder efectivo del Estado, a costa de la autonomía y
libertad de las clases populares, sitúa al concepto de felicidad en
el centro de su programa. El documento fundacional del vigente orden
político en el plano mundial, la «Declaración de Independencia»
de EEUU, de 1776, establece que «la busca de la felicidad» es, al
mismo tiempo, un derecho de todos garantizado por el artefacto
estatal, el impulso primario fundamental en el ser humano, por tanto,
una forzosidad de naturaleza cuasi-biológica, y la meta o finalidad
primordial del gobierno establecido con el «consentimiento de los
gobernados», es decir, del régimen contemporáneo de dictadura
política.
La constitución española
de 1812, la primera de todas ellas y, por tanto, el modelo de la
vigente constitución de 1978, en su art. 13, recoge tal formulación,
con una rotundidad a agradecer, «el objeto del Gobierno
(constitucional) es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de
toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos
que la componen», pintoresco enunciado en el que los dominadores
toman a su cargo realizar la felicidad, el bienestar, de los
dominados. Así mismo, la tan mitificada, por el mundo académico y
por el radicalismo pro-sistema, «Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano» de la revolución francesa, proclama que su
objetivo es realizar «la felicidad de todos». Incluso Saint Just,
el lugarteniente y verdugo de Robespierre, se congratula porque,
según él, «la felicidad es una idea nueva en Europa», juicio no
sólo desvergonzado, dada la singular naturaleza de sus actividades,
sino además desacertado, pues el tomismo, en tanto que ideología
oficial de la iglesia católica desde el siglo XIV, negando al
cristianismo y siguiendo a Aristóteles, el eudemonista por
excelencia, establece que la felicidad, primera en esta vida y, tras
la muerte, en el extramundo, debe ser la meta cardinal del ser
humano.
Que tan fundamentales,
por fundacionales, documentos jurídico-políticos impongan la
felicidad como axial cosmovisión e ideario es, en primer lugar, un
atentado a la libertad más fundamental de todas, la libertad de
conciencia, dado que hace obligatoria una concepción determinada de
la existencia, sin permitir la concurrencia en igualdad de
condiciones de otras varias, alternativas y discrepantes. Por
ejemplo, al afirmar con tanta asertividad la categoría felicista la
noción de verdad resulta desplazada y marginada, lo que otorga la
razón a X. Zubiri cuando en «El hombre y la verdad» expone que lo
propio de la contemporaneidad es desdeñar la verdad, para vivir en
el error, la mentira y la alucinación inducida.
No puede dudarse, tras lo
expuesto, que el eudemonismo autoritario y, por tanto, el placerismo
obligatorio, son criterios organizadores de la modernidad. La
concreción de la noción de felicidad es diferente para las minorías
poderhabientes y para la gran mayoría despojada del poder de
decidir. La vida feliz, en el primer caso, se logra acumulando el
máximo de potestad de mandar, en la forma de poder político (en el
ente estatal), económico (riqueza, en la forma de capital),
intelectual, mediático y estético, por citar sus expresiones más
relevantes. Para la masa la felicidad forzosa es la propia del
productor-consumidor que cae y cae por el despeñadero de la
deshumanización al correr tras el espejismo de los placeres
cotidianos. Toda nuestra sociedad está asentada sobre la afirmación
de Bentham acerca de que "a cada porción de riquezas
corresponde una porción de felicidad", sin que ello lleve a
olvidar lo propuesto por Platón, Hobbes, James Mill, Stirner o
Nietzsche sobre que la forma superior de vida deliciosa es el dominio
político y civil de los otros, tanto más intenso y gratificante
cuanto mayor sea la sujeción a que se les someta.
La categoría de
felicidad es fértil en otras concreciones más existenciales,
también míseras y vilificantes. Una es la aspiración a la
extinción total del dolor, quimera que hace del sujeto un ser
pusilánime y dócil, sometido por el pavor hacia quien hoy posee la
capacidad máxima de infligir sufrimiento, el Estado. Otra consiste
en el afán de llevar una existencia cómoda y poltrona, holgazana y
sin esfuerzo, supuestamente gracias a la tecnología, de donde
resultan las diversas utopías científico-técnicas, a cual más
inquietante. Una tercera concibe la vida humana como nada mas que una
acumulación, en el ego, de experiencias placenteras, lo que conforma
el sujeto sensual de la modernidad, ente subhumano incapaz de pensar,
de decidir, de convivir y de luchar, pues el reduccionismo a lo
sensorial tiende a extinguir en él las facultades y capacidades
superiores, o humanas. Así mismo, de la noción de dicha a toda
costa resulta la aspiración, específicamente epicúrea, a poner fin
a cualquier inquietud, tensión y desarmonía, lo que hace imposible
la vida como esfuerzo por metas trascendentes, que, en bastantes
ocasiones, sólo son pensables y realizables, queramos o no, a través
del desasosiego, la entrega de sí, la dedicación constante y el
dolor. En resumidas cuentas, si J.S Mill expuso que es «mejor (ser)
un ser humano insatisfecho que un cerdo satisfecho», hoy a las
multitudes se las alecciona para que escojan una vida sin libertad,
sin conciencia, sin dignidad, sin convivencia, sin verdad,
pretendidamente abundosa en goces sensoriales, una vida de cerdos, en
suma.
Se presenta, a menudo, a
la derecha y a la reacción explícita como adversarias de la dicha y
el bienestar, como ordenadoras de una vida asentada en el
sufrimiento, mientras se afirma que la izquierda y el progresismo se
proponen liberar al ser humano de la infelicidad, constituyendo un
orden social delicioso, en el que la existencia humana realice su
pretendidamente innata aspiración a la felicidad. Empero, la
filosofía de la felicidad, o eudemonismo, es común a todas las
formas de pensamiento institucional, dominando siempre el discurso
del poder, salvo en algunas épocas, las relacionadas con la guerra,
en que se deja paso a ciertas expresiones de ideología estoica, si
bien éstas no excluye la fe felicista, sólo la reformulan en dichas
condiciones. La izquierda, al ser hoy la expresión más perfecta de
los intereses fundamentales del capital y del Estado, usa sin rubor
la retórica eudemonista y placerista para atar con más fuerza aún
a las masas a los proyectos estratégicos de reafirmación y
expansión de uno y otro, tarea en la que también desempeña una
función decisiva la intelectualidad, la pedantocracia y
estetocracia.
Por lo demás, las más
rancias expresiones del pensamiento español contemporáneo sitúan
también la categoría de felicidad en el centro de su sistema de
ideas. Una muestra de ello es Julián Marías, discípulo del
liberal-fascista Ortega, que en su libro «La felicidad humana»,
elabora aquella noción de tal modo que contradiga y niegue la
verdad, la libertad y la sociabilidad, lo que es el meollo de todo el
pensamiento eudemonista, el cual, al formar parte de lo nuclear del
vigente sistema está por encima de las inesenciales divisiones en
derecha e izquierda. La noción del placer como «bien supremo» se
encuentra en Aristóteles, pero este, al ser eudemonista, diferencia
entre felicidad, en tanto que deseo de una existencia totalmente
deliciosa, y cada placer concreto, de manera que, a veces, en
beneficio de aquélla se ha de renunciar a alguna voluptuosidad
particular, si su disfrute entra en contradicción con el felicismo
integral a que se aspira. Ello, en el terreno de la política, que es
el que verdaderamente interesa a «el Filósofo», significa que por
ejercer más y mejor el superior placer de dominar a veces resulta
apropiado el abstenerse de ciertas satisfacciones sensuales, que
distraen del ejercicio del mando o debilitan la determinación para
oprimir y reprimir, manejar y adoctrinar, a los otros. El simple
hedonismo, por el contrario, concibe la felicidad como una mera suma
de sensaciones gozosas, en lo cual se manifiesta su naturaleza de
producto ideológico para consumo de siervos y neo-siervos, que
renuncian a la libertad y hoy, sobre todo, a su condición de seres
humanos, sólo por el deseo, quimérico además, de gozar sin
límites.
Cierta izquierda, que aún
dice creer en «la revolución», sigue aferrada a la cosmovisión
eudemonista-hedonista sin advertir la contradicción que hay en ello.
La revolución es una expresión de esfuerzo ciclópeo y de tensión
máxima que se aviene mal con el filisteo coleccionismo de
voluptuosidades, con la epicúrea aspiración a la tranquilidad del
ánimo y con la ramplona ansia cotidiana de felicidad. Por ello toda
la izquierda felicista o bien convierte la categoría de revolución
en un universal abstracto sólo bueno para discursear y embaucar, o
bien transforma a sus seguidores en sujetos tan degradados por el
placerismo que no valen para nada elevado y sublime, en primer lugar
para la revolución. Claro que si se espera que "las leyes de la
historia", en un actuar providente que hace de ellas el nuevo
nombre de Dios, nos regalen graciosamente el fin del capitalismo, la
desintegración del Estado y la constitución de una sociedad de
maravillas y perfecciones sin cuento, entonces sí, entonces se puede
ser a la vez revolucionario y hedonista. Pero quienes, más
sobriamente, creemos que la revolución, o la hacemos nosotros, los
que nos adherimos a ella en tanto que proyecto reflexionado y pasión
magnánima, o se queda irrealizada por toda la eternidad, hemos de
repudiar razonadamente el eudemonismo y el hedonismo, para situarnos
en un ordenamiento psíquico superador del apetito de felicidad tanto
como de toda morbosa apetencia de infelicidad sin sentido, al cual se
puede denominar criterio de afelicidad, como indiferencia por la
dicha y la desdicha en beneficio de las metas trascendentes y
magnánimas que nos hemos marcado. Ello, en el terreno de la
filosofía, equivale a convertir la cuestión de la felicidad e
infelicidad, tanto como los contenidos de los credos disfrutadores y
concupiscentes, en un pseudo-problema del que hay que liberarse
cuanto antes, para centrarse en asuntos más enjundiosos y
determinantes.
Especial atención
refutatoria merece la filosofía de Epicuro, con su lema «el placer
es la única finalidad», aunque en un segundo momento, por pánico
cerval al dolor, renuncia no sólo a la experiencia del goce sino al
deseo mismo de vivir con decoro y autorrespeto, e incluso de vivir a
secas. El epicureismo, hoy muy activo, contamina una buena parte de
la crítica a la sociedad contemporánea con su deseo de tranquilidad
egoísta a toda costa, con su ciego afán de constituir un «jardín»
privado en el que sobrevivir a los males y sinsabores del mundo, sin
poner fin al vigente orden y sin ni tal sólo proponérselo. En
efecto, una parte mayoritaria del radicalismo de los últimos 40
años, como idea y como experiencia, es mero epicureismo lanzado a
edificar espacios de supervivencia, desde una ideología de la
mediocridad existencial, la cobardía intelectual, la desgana vital y
el conformismo político, todo ello adobado, cómo no, con una masa
enorme de verborrea y gesticulación encubridoras.
Atreverse a desafiar lo
existente, no para lograr vivir mejor en sus intersticios sino para
destruirlo planeadamente, demanda una grandeza de ánimo que el
neo-epicureismo hoy en boga, aterrado ante la posibilidad de padecer
y penar, no puede tener. Una resultante de todo ello, de las mas
penosas, es la masa de seres ínfimos, de sujetos sin grandeza ni
calidad, que se agitan por los ambientes izquierdistas,
reivindicativos y alternativos. Por tanto, la experiencia de los
últimos decenios muestra que sólo desde una cosmovisión del
esfuerzo es posible, al mismo tiempo, abordar la acción
transformadora del orden vigente con coherencia, constituirse a sí
mismo como sujeto con la elevación y dignidad que son propias de un
ser humano y liberarse de los sofismas y pseudo-problemas de la
pésima filosofía eudemonista y hedonista, que nos impone «la busca
de la felicidad» como mandato constitucional, estatal.
Pasemos ahora a examinar,
con la concisión que el lugar y momento requieren, un ejemplo de
filosofía del esfuerzo, de dedicación a las grandes metas
trascendentes y de indiferentismo ante placeres y dolores. El poema
de León Felipe, «la
insignia», de 1937, empieza reivindicando «la Historia grande»
y «los huracanes incontrolables» como ámbitos de existencia de los
seres humanos en tanto que tales, en contra de la mediocridad y el
cotidianismo felicista, para pasar a proclamar que ésta, la nuestra,
«es la época de los héroes. / De los héroes contra los
raposos.», exhortar al «esfuerzo del heroísmo colectivo» y
sentar una proposición de colosal significación cognoscitiva y
ética, que «la vida no es ni ha sido nunca / una cuestión de
felicidad, / sino una cuestión de heroísmo». Con ello el
fundamento de la mejor filosofía moral queda establecido. Remacha su
proposición con está hermosa aserción, «no buscamos la
felicidad», añadiendo visionariamente que después de la
revolución «no seremos felices tampoco./ No hay posadas de
felicidad/ ni de descanso», pues la existencia humana es avanzar
«siempre por un camino heroico» en el que no hay puntos de
llegada, de manera que la meta decisiva es el esfuerzo, que, sin
dejar de ser medio, se eleva al mismo tiempo a fin y propósito. El
poeta demuele así la muy burguesa cosmovisión fruidora que muchos
se empeñan aún, en la apoteosis de la sociedad de consumo (que hace del placer el primer
deber «cívico» del sujeto hiper-sometido e hiper-degradado de la
última modernidad), en presentar como "subversiva" y
«anti-sistema», aserciones que ya sólo pueden ser contestadas con
el sano ejercicio de la risa.
No conviene, empero,
reducirse a un enfoque politicista, por correcto y oportuno que sea,
del significado del eudemonismo y hedonismo, pues la cosmovisión del
esfuerzo y del servicio es buena y verdadera en sí y por sí, y no
únicamente porque sea un útil medio para la acción revolucionaria.
Ello equivale a sostener que además de un medio es un fin, deseable
por su valía intrínseca. A la pregunta capital de la filosofía
moral, ¿cómo debemos vivir?, se ha de contestar no desde tales o
cuales sistemas dogmáticos, teóricos o doctrinarios, sino desde la
experiencia reflexionada. Dado que la imposición absoluta a las
masas del par felicismo-placerismo se realizó en Occidente en los
años 60 del siglo XX ha transcurrido tiempo suficiente para realizar
un juicio sobre su naturaleza a partir de sus efectos. Por tanto,
¿qué es lo observable respecto a la evolución de la naturaleza
concreta del individuo medio y del cuerpo social en los últimos 50
años?, ¿ha mejorado o ha empeorado? Lo que se percibe es que el
vehemente énfasis puesto en el goce está constituyendo individuos
cada vez más débiles y vulnerables, que se desploman con creciente
facilidad antes las dificultades de la existencia, que poseen cada
vez menos autonomía psíquica y padecen una mengua constante de sus
capacidades espirituales. La depresión, como disfunción y
padecimiento, como forma grave de infelicidad, está en rápido
ascenso. Una de sus causas principales es el hedonismo obligatorio,
pues éste significa egotismo, el egotismo es soledad y la soledad
acarrea un fuerte sufrimiento anímico, pues el ser humano es, por
naturaleza, sociable y afectivo, estando dotado de la necesidad de
querer y ser querido, de vivir en colectividad y realizarse en lo
comunitario, con abandono de la cárcel del yo en que ahora le tienen
encerrado, y se ha dejado encerrar. Tal estado de cosas lleva a la
comercialización de la vida anímica a gran escala, a cargo de los
novísimos manipuladores de la conciencia y aniquiladores de la
libertad espiritual, los psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas.
Éstos realizan la expropiación de la vida interior del individuo,
que ya es cada vez menos suya y cada día más de tales mercaderes de
palabras, que invocan siempre la felicidad y la dicha como supuesto
propósito de sus rentables intervenciones.
Dado que el placerismo
sólo considera, para el caso de la plebe, las facultades
sensoriales, todas las demás capacidades naturales del ser humano
terminan atrofiándose por falta de uso, reflexión que coincide
exactamente con lo observable. Declina la inteligencia, se extingue
la afectividad, resulta nulificada la voluntad, nada queda de la
sociabilidad. Esto convierte al individuo en un ser sin sustantividad
ni mismidad que es construido desde fuera por quienes tiene poder
para hacerlo, las élites mandantes, en particular las vinculadas a
los medios de adoctrinamiento de masas estatales y empresariales, el
sistema universitario y escolar en primer lugar. El sujeto que se
siente desposeído de todo, que se halla a sí mismo torpe,
solitario, agobiado, infeliz, sin voluntad, vulnerable e
ininteligente tiende a centrarse más y más en el dinero para
adquirir pretendidos remedios a sus males, de manera que monetiza su
existencia hasta el máximo, al mismo tiempo que ya todo lo espera de
la intervención institucional, de donde resulta la mentalidad
contemporánea, deseosa de recibir siempre y no dar jamás, lo que
genera una atrofia aún mayor de las capacidades. Así mismo está
siendo devastado la persona en tanto que realidad biológica, a
través del sedentarismo, la mala alimentación, la obesidad, la
medicalización, la holgazanería, el consumo compulsivo de
mercancías de placer (alcohol y drogas), el confinamiento en las
grandes megalópolis y el crecimiento de las enfermedades crónicas.
De la suma de tales
factores se desprende que el individuo medio conoce en el presente un
grado de inespiritualidad notable y en ascenso, al mismo tiempo que
está en acelerado declive en tanto que ente biológico. En lo que
resulta perfecto es como sujeto hiper-dócil, que obedece siempre al
poder constituido, el cual no sólo hace en cualquier circunstancia
lo que le ordenan desde arriba sino que también piensa, desea y
siente lo que la autoridad determina en cada coyuntura que piense,
desee y sienta. Asistimos, pues, a la apoteosis del «homo docilis».
Tales son los efectos
comprobables de la amoralidad sensualista y felicista, a los cuatro
decenios de la «revolución hedonista» realizada desde las
instituciones en los años 60 de la pasada centuria, si bien hay
otras causas de los males expuestos, varias de similar importancia a
la considerada. En puridad, estamos ante la culminación de la
destrucción de la esencia concreta humana, meta primordial del
Estado liberal desde sus orígenes. El antídoto inmediato parece ser
la recuperación creadora de la filosofía moral, como disciplina
subversora de lo existente, entre otras medidas de variada
naturaleza.
Félix Rodrigo Mora
http://tratarde.org/una-entrevista-sobre-perspectivas-de-colapso-ecosocial-en-catalan-pronto-en-castellano/
ResponderEliminarGracias, Juan José.
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