La palabra “cultura”
deriva del latín colere, que significa cultivar, cuidar,
preservar. El primero en referirse a ella en el sentido de cultivar
el espíritu, mejorar las facultades intelectuales y morales, fue
Cicerón. Se ha sugerido que quizás los romanos inventaran el
concepto para traducir la palabra griega paideia. Según
Hannah Arendt los romanos concibieron la cultura en relación con la
naturaleza y la asociaron al homenaje y respeto a las obras pasadas.
“Culto” comparte raíz con cultura. Todavía hoy, cuando hablamos
de cultura nos vienen a la mente esas ideas de naturaleza trabajada y
monumento del pasado, aun cuando la realidad haga mucho que no tiene
nada que ver.
La cultura como esfera
separada de la sociedad donde se ejercita la creación libremente,
como actividad justificable en sí y por sí misma, es una imagen
idealizada. Su autonomía tiene un momento falso. La cultura pasó
por las cortes de los reyes, se alojó en los monasterios e iglesias,
fue protegida por los mecenas de los palacios y los salones. Cuando
éstos la abandonaron la compró el burgués. El goce de la cultura
ha sido el privilegio de la clase ociosa, liberada de la obligación
de trabajar. Hasta el siglo XVIII la cultura fue patrimonio de la
aristocracia; después, ha formado parte del acervo de la burguesía.
Los escritores y artistas han tratado de preservar su libertad
manteniendo independiente el proceso de creación, viviendo ellos
mismos al margen de las convenciones sociales, pero a fin de cuentas
es el burgués quien paga por el resultado final, es decir, por la
obra. El burgués le pone precio, tanto si le complace como si le
provoca y da pasmo. Tanto si sirve para algo como si es perfectamente
inútil. Para el burgués la cultura es objeto de prestigio; quien la
posee asciende en la escala social. La demanda de la clase dominante
determina pues la formación de un mercado de la cultura. Para el
burgués la cultura es un valor como los otros, un valor de cambio,
una mercancía. Incluso las obras que rechazan la condición de
mercancías, cuestionan la cultura mercantilizada e imponen sus
reglas son también mercancías. Su valor consiste precisamente en
ser rupturistas, ya que impulsan la renovación, esencial para el
mercado. La cultura en conflicto con la burguesía es la cultura
burguesa del futuro.
Por haberse atrincherado
aparte en tanto que producción especial del espíritu humano, por no
haberse involucrado en la transformación de la sociedad, es por lo
que la cultura bajo el dominio burgués ha fracasado. Las vanguardias
de comienzos del siglo XX –futuristas, dadaístas,
constructivistas, expresionistas, surrealistas– trataron de
corregir ese error ideando y difundiendo nuevos valores subversivos,
nuevos comportamientos disolventes, pero la burguesía los supo
trivializar y expropiar. El secreto consistió en impedir la
formación de un punto de vista general. Los mejores descubrimientos
eran esterilizados al separarse de la investigación global y de la
crítica total. Los mecanismos comerciales y la especialización
conseguían levantar una barrera entre el creador y el movimiento
obrero revolucionario, el que le podría servir de base para acentuar
todos los aspectos subversivos contenidos en su obra. Así renunció
a cambiar el mundo y aceptó su trabajo como disciplina fragmentada,
productora de obras degradadas e inofensivas.
Resulta significativo que
cuando el pueblo llano se proletariza, desaparezca la cultura
popular. El sistema capitalista somete al pueblo a la esclavitud
asalariada y la burguesía culta descubre y se apropia de su
folklore. La primera cultura específicamente burguesa es la cultura
romántica. Como corresponde a un periodo revolucionario, es al mismo
tiempo apologética y crítica; ensalza los valores burgueses y los
cuestiona. Ese aspecto crítico influirá en la clase obrera. Cuando
el proletariado concibe el proyecto de apropiarse de la riqueza
social para ponerla al servicio de todos se percata de su aislamiento
cultural y reivindica la cultura –principalmente en su vertiente
romántica– como instrumento imprescindible de emancipación. Las
bibliotecas, los ateneos, las escuelas racionalistas, las
publicaciones formativas revelan la voluntad de los obreros por tener
una cultura propia, arrebatada a la burguesía y puesta fuera del
mercado en provecho de todos. Dependía de la vanguardia cultural,
movimiento que hace tabla rasa con el pasado, que ese detournement
obrero de la cultura burguesa no introdujese sus taras ideológicas
en el medio proletario y desembocara en valores realmente nuevos y
revolucionarios.
Entonces hubiera podido
hablarse de una auténtica cultura proletaria. No fue así. Las
propias victorias obreras, especialmente las que acarreaban una
disminución del tiempo de trabajo, fueron usadas en contra de los
trabajadores. El ocio se volvía de alguna manera proletario y la
vida cotidiana de millones de trabajadores se abría al capitalismo.
La dominación dispuso de dos poderosas armas creadas por la
racionalización del proceso productivo: el sistema educativo estatal
y los medios de comunicación de masas, el cine, la radio y la
televisión. Por un lado teníamos una cultura burocrática,
destinada a trasmitir las ideas de la clase dominante, por el otro,
una expansión sin precedentes del mercado cultural, determinando la
aparición de una industria de la cultura. El creador y el
intelectual podían escoger entre la poltrona del funcionario o el
camerino del animador. “Para conferir a los trabajadores el
estatuto de productores y consumidores “libres” del
tiempo-mercancía, la condición previa fue la expropiación violenta
de su tiempo” (Debord). El espectáculo empezó a hacerse realidad
con esa desposesión llevada a cabo por la industria cultural. Por
una astucia técnica de la dominación la abolición del privilegio
burgués no introdujo a las masas trabajadoras en la cultura, las
introdujo en el espectáculo. El ocio no las liberó sino que culminó
su esclavitud.
El tiempo “libre” es
tal sólo de nombre. Nadie puede emplear su tiempo libremente si no
posee los instrumentos adecuados para construir su vida cotidiana. El
tiempo llamado libre existe en condiciones sociales de falta de
libertad. Las relaciones de producción determinan absolutamente la
existencia de los individuos y el grado de libertad que han de
poseer. Esta libertad se ejerce dentro del mercado. En su tiempo de
ocio el individuo desea lo que la oferta le impone. A más libertad,
mayor imposición, o sea, más esclavitud. El tiempo libre es
ocupación constante; es pues una prolongación del tiempo de trabajo
y adopta las características del trabajo: la rutina, la fatiga, el
hastío, el embrutecimiento. Al individuo la diversión le viene
impuesta no ya para reparar las fuerzas gastadas en el trabajo sino para emplearlas de nuevo en el consumo. “La diversión es la
prolongación del trabajo en el capitalismo tardío” (Adorno).
La cultura entra en el campo del ocio y se convierte en cultura de
masas. Si la sociedad burguesa clasista utilizaba los productos
culturales como mercancías, la sociedad de masas los consume. Ya no
sirven para perfeccionarse o para mejorar la posición social; su
función es la de divertir y pasar el rato. La nueva cultura es
entretenimiento y el entretenimiento es ahora la cultura. Se trata de
distraer, de matar el tiempo, no de educar y menos liberar el
espíritu. Divertirse es evadirse, no pensar, por consiguiente, estar
de acuerdo. Así se hace soportable la miseria de la vida cotidiana.
La cultura industrial y burocrática no enfrenta al individuo con la
sociedad que reprime sus deseos, sino que doma el instinto, embota la
iniciativa y acrecienta la pobreza intelectual. Busca estandarizar
cambiando al individuo por un estereotipo, el que se corresponde con
el súbdito de la dominación, a saber, el espectador. La cultura
industrial convierte a todo el mundo en “público”. El público
por definición es pasivo, procede por identificación psicológica
con el héroe televisivo, con la vedette, con el líder. Son los
modelos de la falsa realización propios de una vida alienada. La
imagen domina sobre cualquier otra forma de expresión. El
espectador, no interviene, hace de bulto; tampoco protesta, más bien
es el decorado de la protesta. Es más, si las conductas rebeldes se
vuelven moda cultural es porque la protesta se ha vuelto mercancía.
Sirva de ejemplo reciente la “movida” madrileña o su homóloga,
la contracultura barcelonesa de los setenta. La verdadera función
del espectáculo contestatario es integrar la revuelta, revelando el
grado de docilidad o el nivel de idiotez de los participantes. El
espectáculo extiende al máximo los momentos vulgares de la vida
disfrazándolos de heroicos y únicos. En plena derrota de las ideas
de igualitarias y libertarias, el espectáculo es el único que
construye situaciones, aquellas en que los individuos ignoran todo lo
que no divierte. Así se incuba el espectador, ser disperso a quien
el régimen cotidiano de imágenes “ha privado de mundo, cortado de
toda relación y vuelto incapaz de fijar la atención” (Anders).
Además de frívolos los
productos de la cultura industrial son efímeros, pues la oferta ha
de renovarse constantemente ya que el dominio sobre la vida cotidiana
sigue las pautas de la moda, y en la moda la inconstancia es la
regla. La moda siempre vive en presente. Incluso el pasado parece
actual: el márketing consigue presentar a El Quijote como un libro
acabado de escribir y a Goya como un pintor de la jet. El diluvio
informativo que soporta el espectador está descontextualizado,
privado de perspectiva histórica, dirigido a mentes preparadas para
recibirlo, maleables, sin memoria y, por lo tanto, indiferentes a la
historia. Los espectadores no viven más que en el instante.
Sumergidos en un perpetuo presente son seres infantiles, incapaces de
distinguir entre distracción banal y actividad pública. No quieren
madurar, quieren pararse eternamente en la edad del pavo. Creen que
la farsa lúdica es la conducta pública más apropiada, la única
que surge espontáneamente de su existencia pueril. Esa valoración
espectacular de la parodia juguetona hace del mundo de los niños un
absoluto, donde han de ser confinados los adultos. La infantilización
separa definitivamente al público espectador de los verdaderos
actores, los dirigentes. El hecho es más que perverso; difícilmente
la protesta puede sobrevivir a las maniobras de los recuperadores
infiltrados, pero nunca sobrevivirá a una versión cómic. La
ideología ludista es la buena conciencia de las mentes
infantilizadas bajo el espectáculo.
El espectáculo integrado
reina donde la cultura estatal y la cultura industrial se han
fusionado. Las mismas normas rigen las dos. La creciente importancia
del ocio en la producción moderna ha sido una de las causas que han
impulsado el proceso de terciarización económica característico de
la globalización. La cultura, en tanto que objeto de consumo en
tiempo ocioso, se ha desarrollado como fuerza productiva. Crea
empleos, estimula el consumo, atrae visitantes. El turismo cultural
es mayoritario ya que la oferta cultural es prioritaria en las
ciudades. La industria cultural se ha diversificado y ahora el
mercado de la cultura es global. Se exporta y se importa cultura,
como se importan y se exportan pollos. Los adelantos técnicos en el
transporte favorecen esa mundialización; la basura, como los medios
de comunicación nos muestran, es igual para todos. En las cuatro
esquinas del mundo se oye “Macarena”. Los nuevos sistemas
técnicos –Internet, vídeo, DVD, fibra óptica, televisión por
cable, telefonía móvil– han acelerado el proceso globalizador de
la cultura burocratico-industrial; también le han proporcionado un
nuevo territorio: el espacio virtual. En esa nueva dimensión el
espectáculo efectúa un salto cualitativo. Todas las características
de la susodicha cultura, a saber, banalización, unidimensionalidad,
frivolidad, superficialidad, ludismo, eclecticismo, fragmentación,
etc., se hallan realizadas a niveles insuperables. La cultura del
monitor culmina a la carta la colonización de la vida cotidiana
proyectando en la nada virtual la realización de los deseos. La
“interactividad” que permiten las nuevas tecnologías rompe en el
éter electromagnético alguna de las reglas del espectáculo, como
la pasividad o la unilateralidad, y gracias a eso el espectador puede
comunicarse con otros y participar activamente, pero sólo en tanto
que fantasma. El alter ego virtual puede ser dentro de la matriz
tecnológica todo lo que quiera, especialmente todo lo que el ser
real no será jamás en el espacio real, de forma que a través de
ese desdoblamiento del ser, el individuo contribuye a su propia
imbecilidad y por lo tanto, a su aniquilamiento. La alienación
moderna se descubre a través de los nuevos mecanismos de evasión
como una modalidad de esquizofrenia.
En la actual fase
histórica y en la medida en que un proyecto contra el sistema
dominante es concebible, recobrar la cultura como cultura animi
ciceroniana no significa dedicarse a una paciente erudición, o a una
habilidosa cultura artesanal, o a una restitución militante de la
memoria. Es ante todo práctica del sabotaje cultural inseparable de
una crítica total de la dominación. La cultura murió hace tiempo y
la sustituyó un sucedáneo burocrático e industrial. Por eso todo
aquél que hable de cultura –o de arte, o de recuperación de la
memoria histórica– sin referirse a la transformación
revolucionaria de la vida social tiene en la boca un cadáver. Toda
actividad en ese campo ha de inscribirse en un plan unitario de
subversión total; por consiguiente toda creación será
fundamentalmente destructiva. No ha de rehuir el conflicto, ha de
plantearlo y permanecer en él.
Interesante punto de vista. Si la cultura son los conocimientos que se transmiten de una a otra generación la actual cultura industrial impide su acumulación por una renovación constante sin capacidad ni tiempo de reflexión que supera las capacidades de la persona. Demoledor. Es igual que la economía moderna, en que se impide el ahorro a costa de vivir del crédito.
ResponderEliminarSalud!
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