La muerte y la lujuria representadas en el Reloj Astronómico de Praga
foto: Ernesto agudo
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Por útil no quiero decir
rentable, ni transable, ni comerciable, ni intercambiable, ni
susceptible de ser integrada en un paquete de valores titulizables en
los mercados financieros. Si estuviese aquí Juan Danús, mi
inolvidable profesor de filosofía en el Liceo de San Fernando,
escuchar eso le provocaría una de sus memorables rabietas. No. Por
útil entiendo provechosa o beneficiosa para el ser humano, para la
vida cotidiana, para la coexistencia en sociedad, para la búsqueda y
el hallazgo de la felicidad. Confiesa que no es poco.
En el siglo XIX Karl Marx
aseguraba que, –hasta ese momento–, los filósofos solo habían
intentado interpretar y explicar el mundo, y agregaba que en adelante
se trataba de cambiarlo. Menuda tarea. Los filósofos de la
Antigüedad, y te estoy hablando de hace 2 mil 500 años, ya se
habían percatado que el mejor método para cambiar el mundo consiste
en comenzar por cambiarse a sí mismo. No escapa a tu inconmensurable
sagacidad que eso exige un acabado conocimiento de tu propia persona.
Menuda tarea.
Hace unas semanas,
Edmundo Moure nos deleitó abordando el espinudo tema de las “Vías
de salvación y sanidad”, haciéndose eco de los terrores que suele
generar en muchas personas la muerte, el más allá, el después, la
travesía del Aqueronte.
En la mitología griega
Caronte es el barquero de Hades –dios cuyo dominio es la morada de
los muertos–, encargado de conducir las sombras errantes de los
difuntos al otro lado del río Aqueronte, siempre y cuando dispongan
de un óbolo (antigua moneda griega de plata) para pagar el viaje.
Como ‘modelo de
negó$io’ tiene dos ventajas: la concesión exclusiva, e
innumerables clientes cautivos. Transantiago tiene precedentes. Más
tarde, el cristianismo cambió el guión –o el script si
prefieres– y aumentó la tarifa: si los griegos enterraban a sus
muertos con una moneda bajo la lengua, los cristianos deben pagar,
sufriendo en vida, el precio de la entrada al paraíso.
Afortunadamente para los
destinos de la Humanidad, la Antigüedad nos dejó la huella de
filósofos materialistas, cuya visión de la vida y la muerte es
luminosa, solar, amigable. Epicuro, por ejemplo, que en su Carta a
Meneceo nos aconseja filosofar siempre, sin importar si somos jóvenes
o viejos. En esa breve misiva Epicuro dice:
“Acostúmbrate a
pensar que la muerte no es nada para nosotros. Porque todo bien y
todo mal reside en la sensación: ahora bien, la muerte es la
privación de toda sensibilidad. Por consiguiente, el conocimiento de
esta verdad que la muerte no es nada para nosotros nos hace capaces
de disfrutar de esta vida mortal, no por agregar la perspectiva de
una duración infinita, sino quitándonos el deseo de la
inmortalidad”.
En vez de vendernos la
pomada de la vida eterna a la diestra de quien tú sabes, y una vida
de sufrimientos como tarifa de entrada (“ganarás el pan con el
sudor de tu frente, las mujeres parirán en el dolor…”), Epicuro
sugiere no dejarse engrupir, no comprar el cuento del tío, no
tragarse los mitos.
Así, ya te quitas de
encima la angustia que genera el hecho de intentar alcanzar lo
inalcanzable: la vida eterna.
“Sería en efecto un
temor vano y sin objeto el que fuese producido por la espera de una
cosa que no causa ningún problema con su presencia. Así, entre
todos los males el que nos da más horror, la muerte, no es nada para
nosotros, porque, mientras existimos, la muerte no está, y que,
cuando la muerte existe, nosotros no estamos. Luego, la muerte no
existe ni para los vivos ni para los muertos, porque no tiene nada
que ver con los primeros, y que los segundos ya no están”.
No sé tú, pero servidor
comprende que esto es un llamado a vivir a tope, sin inquietarse por
lo que no existe. Y yo que sé, el infierno, los pecados mortales, la
virginidad de María, tú me entiendes.
Luego, cuando digo vivir
a tope, digo con la prudencia, la mesura y la frugalidad que aconseja
Epicuro, para quien la sobriedad facilita una vida feliz. A cambio,
el disfrute y el goce son tanto más intensos cuanto que no tienes en
la cafetera una culpabilidad inducida gritándote: esto es pecado, lo
otro está prohibido y lo demás engorda.
Por ahí recordé el
Diálogo de José Luis, un amigo valenciano que filosofa sin saberlo.
Cuando niño, José Luis frecuentó la escuela del franquismo,
dominada por la Iglesia, como todas las escuelas de la España de
entonces. Libertad de enseñanza le llamaban. Uno de esos días el
cura de turno habló del pecado y sus terribles consecuencias. José
Luis hizo el uno con el índice, y entonces se produjo el siguiente
diálogo: José Luis: “Padre… ¿qué es pecado?” El cura:
“Pecado, hijo mío, es todo lo que procura placer”.
A José Luis, como a
millones y millones de víctimas del catecismo –me cuento entre
ellas–, le llevó años liberarse de ese trauma. Si entre los 7 y
los 10 años de edad nos hubiesen propuesto leer a Epicuro en vez de
bombardearnos con el dogma doloroso, otro gallo hubiese cantado.
“Cuando decimos que el
placer es el objetivo de la vida, no hablamos de los placeres de los
voluptuosos inquietos, ni de los que consisten en el goce
desenfrenado, como pretenden quienes ignoran nuestra doctrina, o que
la combaten y la toman en un sentido errado. El placer del que
hablamos es el que consiste, para el cuerpo, en no sufrir y, para el
alma, en no tener inquietudes.”
Como ves, cae lejos de la
adoración del dolor crístico, las flagelaciones, los cilicios, la
agonía, y el sufrimiento erigidos en moneda de cambio ante San
Pedro. Por otra parte, Epicuro –y otros filósofos de la
Antigüedad– aconsejaban alejarse de todo lo que pudiese perturbar
el alma. No solo lo decían: lo practicaban. Por eso su filosofía es
útil. Porque no se trata de disquisiciones de experto en un
lenguaje iniciático e incomprensible, sino en reglas de vida claras
como el agua de roca.
Diógenes de Sinope |
Epicuro tenía la
prudencia por el mayor de los principios y el más grande los bienes,
y aseguraba que es la fuente de todas las virtudes. Por eso decía:
“… no hay modo de
vivir agradablemente si no se vive con prudencia, honestidad y
justicia (…) y es imposible vivir con prudencia, honestidad y
justicia si no se vive agradablemente”.
De dónde uno colige que
los políticos contemporáneos padecen de pólipos rectales, son
cornudos como Napoleón, impotentes como Pablo de Tarso y no están
seguros de la paternidad de sus hijos. De otro modo no se comprende
que sean tan imprudentes, tan deshonestos y estén tan alejados de la
justicia.
Servidor intenta alejarse
de lo que pudiese perturbarle el alma, y aunque no puede evitar los
dolores físicos que trae consigo la edad adulta, no camina de
rodillas para liberarse de pecados inexistentes. Tampoco aspira a ser
rico como Luksic, visto que esa es una fuente inagotable de
inquietudes del alma: pasas la mitad del día intentado aumentar tu
patrimonio, y la otra mitad intentando evitar que te lo roben. Si no
me crees, mírale la cara de estreñimiento a Andrónico.
Creo, con Epicuro, que
todo placer es bueno. Lo que me hace pensar que escuché mal cuando
en el Instituto Pedagógico de la Universidad Técnica del Estado,
allá por el mes de marzo del año 1966, mi amigo, mi pana, mi
hermano Danilo, me habló de algo que entendí era el ‘socialismo’.
Danilo no lo confiesa pero tengo para mí que lo que dijo fue:
‘hedonismo’. Después fui a ver un otorrinolaringólogo, pero ya
era tarde.
Un consejo: lee la Carta
de Epicuro a Meneceo: cinco o seis páginas que valen una
Biblia.
Filosofía útil
El Roto. "Como no creéis en los pecados, los convertiremos en delitos" |
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Epicuro bien entendido.
ResponderEliminarYo soy menos de Epicuro y más de Sun Tzu. Y a disfruar dando guerra!
ResponderEliminarSalud!