Extraído de Dos textos para emprender la salida del capitalismo, de Floreal M. Romero. (Texto completo en pdf aquí)
Como apunta Bookchin, en “Rehacer la sociedad”, confundimos a
menudo capitalismo e industria, cuando en realidad esta última es anterior al
capitalismo. La gran diferencia estriba en que aún no estaba sometida a los
imperativos de una ya consolidada «sociedad de mercado»(1)
Hasta el siglo XVI inclusive, destacaron manufacturas de tipo
industrial, sobre todo textiles, en Florencia, Brujas, Amberes, Londres, Segovia,
Lyon, etc., donde se elaboraban prendas de vestir y velas de barcos. Desde la
Baja Edad Media, también se incrementaron los astilleros y los altos hornos
para la fabricación de acero. Todo ello en una época de auge del comercio de
ultramar, de guerras, así como de un incremento de la población urbana en toda
Europa; sin comparación, no obstante, con la de Londres. Industrias de baja
intensidad y situadas en unas pocas concentraciones mecanizadas funcionaban
mayormente gracias a la energía humana y a la fuerza animal. Como señala
Bookchin, contrariamente a la propuesta de Polanyi, la «sociedad de mercado» no
fue resultado de los avances tecnológicos, sino más bien del capitalismo
agrario que precedió a la industrialización capitalista a ultranza, y que obligaba
a aumentar cada vez más las fuerzas productivas. A partir de entonces, no es que
se produjera una ruptura —como sugiere el desacertado término de «Revolución Industrial»—,
sino más bien una puesta en marcha —lenta y titubeante al principio— de una
imparable aceleración del proceso de investigación científica, generalizado y apoyado
por el Estado, para un desarrollo tecnológico sin precedentes de las fuerzas de
producción.
Y es que para afianzar la industrialización capitalista no
bastan unos cuantos inventos técnicos aquí y allá, sino que se precisa de un
progreso generalizado que abarque un gran número de sectores y que estos se
apoyen dinámicamente entre sí. Esta sinergia, dentro de un conjunto de técnicas
coherentes, es la que forma un sistema técnico, a saber, una serie de
interdependencias técnicas entre sectores económicos clave. En este proceso
constitutivo, los llamados «recursos humanos», o sea el proletariado, no podían
escapar a la lógica que les obligaba a integrarse en ese sistema técnico con vista
a maximizar las fuerzas de producción. Más allá de la mera fuerza brutal represiva
para hacer encajar esos «recursos», fue necesario moldear a esa multitud de campesinas
y campesinos, niñas y niños, recién expropiados, hacinados en las ciudades y
explotados en los talleres (factories)
para convertirles en un «proletariado» domesticado para las fábricas, eficaz,
en esa pieza clave del sistema técnico moderno concebido para una maximización
de las fuerzas productivas. Fue significativa la imposición del «tiempo-reloj»
para reemplazar al «tiempo-natura» por la que se regían las jornadas laborales.
Metódicamente aplicada, resultó ser una auténtica ofensiva ideológica lanzada
por los empresarios a finales del siglo XVII contra las viejas costumbres
laborales. Así, se inculcó esa nueva disciplina del tiempo mediante la creación
de “escuelas para el pueblo”, la instalación de relojes en plazas, casas e iglesias,
sistemas para fichar en las fábricas, etc. Con un fondo puritano y moralista, impusieron
nuevos refranes, empezando por «el ocio es la madre de todos los vicios», para
concluir con la célebre máxima de «el tiempo es dinero». A partir entonces no
ha cesado el proceso inherente al capitalismo de querer convertirnos en máquinas,
semejantes a esas, cada vez más sofisticadas, que nos imponen sus propios
ritmos, en la vida cotidiana y en el trabajo, a la vez que controlan nuestra
capacidad de mantenerlas en un estado óptimo de funcionamiento.
(1) Como bien dice Karl Marx: «El capitalismo termina por
imprimir su marca en el cuerpo social en cuanto transforma definitivamente
todas las relaciones sociales en relaciones de dinero».
Siempre me ha llamado la atención, por lo irónico y trágico, que esa paulatina y fundamental imposición del tiempo-reloj en la nueva sociedad capitalista se produjo gracias al trabajo de los relojeros del Jura suizo que, junto a Bakunin y Kropotkin, pusieron en marcha el movimiento libertario para contrarrestar precisamente la explotación que se estaba generalizando gracias a sus relojes. Como dice Ana Pérez Cañamares, somos peces fabricando anzuelos. Salud y reloj de sol.
ResponderEliminar"...peces fabricando anzuelos". Qué extraordinaria alegoría.
EliminarSalud y ludismo.
Buen artículo. Para entender la domesticación del proletariado hay que intender los intereses de mismo. Y cuando se estudia nos damos cuenta de que los intereses son muy variados, desde la mera supervivencia al lucro más fragante de los trabajadores de oficios liberales. Mientras no seamos conscientes de esta estratificación no conseguiremos una cohesión de clase.
ResponderEliminarSalud!
Hay quienes (en Europa, claro) ponen en cuestión la propia existencia del proletariado. Y en parte llevan razón, porque a efectos prácticos, en ausencia de conciencia propia ¿de qué vale proclamar su existencia?
EliminarSalud!