La
«contaminación» está de moda hoy en día, exactamente de la misma manera que la
revolución: se apodera de toda la vida de la sociedad, y se la representa
ilusoriamente en el espectáculo. Es la palabrería fastidiosa que llena un sinfín
de escritos y discursos descarriados y embaucadores, pero en los hechos agarra
del cuello a todo el mundo. Se expone en todas partes como ideología y gana
terreno como proceso real. Esos dos movimientos antagónicos, el estadio supremo
de la producción mercantil y el proyecto de su negación total, igualmente ricos
en contradicciones en sí mismos, están creciendo juntos. Son los dos lados por
los que se manifiesta un mismo momento histórico largamente esperado y a menudo
previsto en formas parciales e inadecuadas: la imposibilidad de que el
capitalismo continúe funcionando.
La
época que posee todos los medios técnicos para alterar totalmente las
condiciones de vida sobre la tierra es también la época que, en virtud del
mismo desarrollo técnico y científico separado, dispone de todos los medios de
control y previsión matemáticamente indudable para medir por adelantado adonde
lleva –y hacia qué fecha– el crecimiento automático de las fuerzas productivas
alienadas de la sociedad de clases: es decir, para medir el rápido deterioro de
las condiciones mismas de la supervivencia, en el sentido más general y más
trivial de la palabra.
Mientras
los imbéciles pasadistas siguen disertando todavía sobre (y contra) una crítica
estética de todo eso, creyéndose lúcidos y modernos porque fingen adaptarse a
su siglo, declarando que Sarcelles o las autopistas poseen una belleza
peculiar, preferible a la incomodidad de los «pintorescos» barrios antiguos, u
observando seriamente que el conjunto de la población come mejor que antes, por
más que digan los nostálgicos de la buena cocina, el problema del deterioro de
la totalidad del medio natural y humano ha dejado ya completamente de
presentarse en el plano de la supuesta calidad antigua, estética o no, para
convertirse radicalmente en el problema mismo de la posibilidad material de la
existencia del mundo embarcado en tal movimiento. De hecho, la imposibilidad ha
quedado ya perfectamente demostrada por todo el conocimiento científico
separado, que ya no discute sino el plazo que queda y los paliativos que, de
aplicarse con firmeza, podrían alargarlo un poco. Una ciencia semejante no
puede hacer otra cosa que acompañar en su camino hacia la destrucción al mundo
que la ha producido y a cuyo servicio está; pero ella se ve obligada a recorrer
ese camino con los ojos abiertos: con lo que muestra en grado caricaturesco la
inutilidad del conocimiento sin empleo.
Se
está midiendo y extrapolando con excelente precisión el rápido aumento de la
contaminación química de la atmósfera respirable, del agua de los ríos, los
lagos y los océanos; el aumento irreversible de la radiactividad acumulada por
el desarrollo pacífico de la energía nuclear; de los efectos del ruido; de la
invasión del espacio por productos de materias plásticas que aspiran a una
eternidad de vertedero universal; de la natalidad demencial; de la
falsificación insensata de los alimentos; de la lepra urbanística que viene
ocupando cada vez más el lugar de lo que fueron la ciudad y el campo, así como
de las enfermedades mentales –incluidos los temores neuróticos y las
alucinaciones, que no tardarán en multiplicarse a propósito de la contaminación
misma, cuya imagen alarmante se exhibe en todas partes– y del suicidio, cuyas
tasas de expansión coinciden ya exactamente con la de la urbanización de
semejante ambiente (por no hablar de los efectos de la guerra nuclear o
bacteriológica, para la cual ya están ahí los medios, cual espada de Damocles,
aunque sigue siendo evidentemente evitable).
En
suma, si el alcance y aun la realidad de los «terrores del año mil» son todavía
materia de controversia entre los historiadores, el terror del año dos mil es
tan patente como bien fundado; a partir de ahora, es una certeza científica. Y,
sin embargo, lo que está pasando no es en el fondo nada nuevo: sólo es el fin
forzado del proceso antiguo. Una sociedad cada vez más enferma pero cada vez
más poderosa ha recreado en todas partes el mundo concretamente como entorno y
decorado de su enfermedad, como planeta enfermo. Una sociedad que no ha llegado
aún a hacerse homogénea y que no se determina a sí misma, sino que está
determinada cada vez más por una parte de sí misma que se sitúa por encima y al
margen de ella, ha desarrollado un movimiento de dominación de la naturaleza
que no se ha dominado a sí mismo. El capitalismo ha aportado finalmente, por su
propio movimiento, la prueba de que ya no es capaz de seguir desarrollando las
fuerzas productivas, y no en un sentido cuantitativo, como muchos habían creído
entender, sino cualitativo.
Y,
sin embargo, para el pensamiento burgués sólo lo cuantitativo es,
metodológicamente, lo serio, lo medible, lo efectivo; lo cualitativo no es más
que el incierto decorado subjetivo o artístico de lo verdaderamente real tasado
en su verdadero peso. Para el pensamiento dialéctico, por el contrario, y, por
tanto, para la historia y para el proletariado, lo cualitativo es la dimensión
más decisiva del desarrollo real. He aquí lo que el capitalismo y nosotros
hemos acabado por demostrar.
Los
dueños de la sociedad se ven ahora obligados a hablar de la contaminación,
tanto para combatirla (pues ellos viven, a fin de cuentas, en el mismo planeta
que nosotros: he aquí el único sentido en que se puede admitir que el
desarrollo del capitalismo ha realizado efectivamente una cierta fusión de las
clases) como para disimularla: pues la simple verdad de las «nocividades» y de
los riesgos actuales es suficiente para constituir un inmenso factor de
revuelta, una exigencia materialista de los explotados, tan vital como fue en
el siglo XIX la lucha de los proletarios por poder comer. Tras el fracaso
fundamental de todos los reformismos del pasado –que todos aspiraban a la
solución definitiva del problema de las clases–, se está esbozando un nuevo
reformismo, que obedece a las mismas necesidades que los anteriores: engrasar
la maquinaria y abrir nuevas posibilidades de ganancia a las empresas punteras.
El sector más moderno de la industria se lanza sobre los diversos paliativos de
la contaminación como sobre un nuevo mercado, tanto más rentable por el hecho
de que podrá usar y manejar gran parte del capital monopolizado por el Estado.
Pero si ese nuevo reformismo tiene de antemano la garantía de su fracaso, por
exactamente las mismas razones que los reformismos del pasado, lo separa de
éstos la diferencia radical de que ya no tiene tiempo por delante.
El
desarrollo de la producción ha demostrado cabalmente, a estas alturas, su
verdadera naturaleza como realización de la economía política: el desarrollo de
la miseria, que ha invadido y arruinado el medio mismo de la vida. La sociedad
en la que los trabajadores se matan trabajando y sólo pueden contemplar el
resultado, ahora los hace ver —y respirar— con toda franqueza el resultado
general del trabajo alienado, que es resultado mortal. En la sociedad de la
economía superdesarrollada, todo ha entrado a formar parte de la esfera de los
bienes económicos, incluso el agua de las fuentes y el aire de las ciudades; lo
que es decir que todo se ha convertido en el mal económico, la «negación total
del hombre» que está llegando ahora a su perfecta conclusión material. El
conflicto entre las fuerzas productivas modernas y las relaciones de
producción, burguesas o burocráticas, de la sociedad capitalista ha entrado en
su última fase. La producción de la no-vida ha seguido con cada vez mayor
rapidez su proceso lineal y cumulativo; ahora ha traspasado un último umbral de
su progreso y está produciendo directamente la muerte.
La
función última, declarada y esencial de la economía desarrollada de hoy en día,
en todo el mundo en que impera el trabajo-mercancía que asegura todo el poder a
sus patronos, es la producción de empleo. Bien lejos estamos, pues, de las
ideas «progresistas» del siglo pasado acerca de la posible reducción del
trabajo humano gracias a la multiplicación científica y técnica de la
productividad, que, según se creía, iba a asegurar con cada vez mayor facilidad
la satisfacción de las necesidades hasta entonces reconocidas como reales por
todo el mundo, y eso sin ninguna alteración fundamental de la calidad de los
bienes disponibles. Ahora, en cambio, se trata de «crear puestos de trabajo»
hasta en el campo huérfano de campesinos, es decir, de usar el trabajo humano
en cuanto trabajo alienado, en cuanto trabajo asalariado: para eso se hace todo
lo demás; para eso se está poniendo en peligro estólidamente las bases de la
vida de la especie, actualmente más frágiles aún que la inteligencia de un
Kennedy o de un Bréznev.
El
viejo océano es en sí mismo indiferente a la contaminación; pero no así la
historia. La historia no se puede salvar más que por la abolición del
trabajo-mercancía. Y nunca antes la conciencia histórica había tenido tan
urgente necesidad de dominar su mundo, porque el enemigo que está ante las
puertas ya no es la ilusión sino su muerte.
Cuando
los pobres amos de la sociedad cuyo penoso resultado estamos presenciando –resultado mucho peor que cualquier condena que antaño pudiera fulminar a los
más radicales utopistas– se ven ahora forzados a admitir que nuestro entorno se
ha hecho social y que la gestión de todo se ha convertido en un asunto
directamente político, hasta la hierba de los campos y la posibilidad de beber,
de dormir sin demasiados somníferos o de lavarse sin sufrir demasiadas
alergias, en un momento como éste se está viendo a las claras que también la
vieja política tiene que confesar que está del todo acabada.
Está
acabada en la forma suprema de su voluntarismo, el poder burocrático
totalitario de los regímenes llamados socialistas, porque los burócratas que
ostentan el poder no se han mostrado capaces ni siquiera de gestionar el
estadio anterior de la economía capitalista. Si contaminan mucho menos (Estados
Unidos produce él solo el 50% de la contaminación mundial) es porque son mucho
más pobres. No pueden sino desviar, como en China, por ejemplo, una parte
desproporcionada de sus míseros presupuestos para regalarse la parte de
contaminación de prestigio de las potencias pobres: algunos perfeccionamientos
o descubrimientos de segunda mano en el terreno de las técnicas de la guerra
termonuclear, o más exactamente de su espectáculo amenazador.
Tanta pobreza material y mental, sostenida por tanto terrorismo, condena a las burocracias que ostentan el poder. Al poder burgués más modernizado lo condena el resultado insoportable de tanta riqueza efectivamente envenenada. La gestión llamada democrática del capitalismo, sea en el país que sea, no ofrece más que sus elecciones-dimisiones que, como se ha visto siempre, no han cambiado nunca nada en el conjunto –y muy poca cosa en los detalles– de una sociedad de clases que se imaginaba que iba a durar indefinidamente. Tampoco van a cambiar mucho más cuando esa misma gestión pierde la cabeza, y finge esperar de su electorado alienado e idiotizado algunas vagas directrices para resolver ciertos problemas secundarios aunque urgentes (como sucede en Estados Unidos, Italia, Inglaterra o Francia).
Todos los observadores especializados han señalado siempre –aunque sin tomarse la molestia de explicarlo– el hecho de que el elector no cambia casi nunca de «opinión»: pues para eso justamente es elector, esto es, aquel que asume, por un breve instante, el papel abstracto que está destinado precisamente a impedirle que sea por sí mismo y que cambie (el mecanismo ha sido desmontado mil veces, tanto por el análisis político desengañado como por las explicaciones del psicoanálisis revolucionario). El elector tampoco cambia cuando el mundo a su alrededor está cambiando cada vez más precipitadamente; y, en cuanto elector, no cambiará ni en vísperas del fin del mundo.
Todo sistema representativo es esencialmente conservador, aunque las condiciones de existencia de la sociedad capitalista no han podido conservarse nunca: se modifican sin interrupción y cada vez más deprisa, aunque la decisión –que viene a ser siempre, a fin de cuentas, la decisión de dejar hacer al proceso mismo de la producción mercantil– se deja enteramente en manos de los especialistas publicitarios, ya sea que se presenten a la carrera solos o en competición con quienes quieren hacer lo mismo y además lo declaran abiertamente. Aun así, el hombre que acaba de votar «libremente» a los gaullistas o el PCF, lo mismo que el que acaba de votar, a la fuerza y obligado, a Gomulka, es capaz de dar muestra de lo que verdaderamente es participando, la semana siguiente, en una huelga salvaje o una insurrección.
Tanta pobreza material y mental, sostenida por tanto terrorismo, condena a las burocracias que ostentan el poder. Al poder burgués más modernizado lo condena el resultado insoportable de tanta riqueza efectivamente envenenada. La gestión llamada democrática del capitalismo, sea en el país que sea, no ofrece más que sus elecciones-dimisiones que, como se ha visto siempre, no han cambiado nunca nada en el conjunto –y muy poca cosa en los detalles– de una sociedad de clases que se imaginaba que iba a durar indefinidamente. Tampoco van a cambiar mucho más cuando esa misma gestión pierde la cabeza, y finge esperar de su electorado alienado e idiotizado algunas vagas directrices para resolver ciertos problemas secundarios aunque urgentes (como sucede en Estados Unidos, Italia, Inglaterra o Francia).
Todos los observadores especializados han señalado siempre –aunque sin tomarse la molestia de explicarlo– el hecho de que el elector no cambia casi nunca de «opinión»: pues para eso justamente es elector, esto es, aquel que asume, por un breve instante, el papel abstracto que está destinado precisamente a impedirle que sea por sí mismo y que cambie (el mecanismo ha sido desmontado mil veces, tanto por el análisis político desengañado como por las explicaciones del psicoanálisis revolucionario). El elector tampoco cambia cuando el mundo a su alrededor está cambiando cada vez más precipitadamente; y, en cuanto elector, no cambiará ni en vísperas del fin del mundo.
Todo sistema representativo es esencialmente conservador, aunque las condiciones de existencia de la sociedad capitalista no han podido conservarse nunca: se modifican sin interrupción y cada vez más deprisa, aunque la decisión –que viene a ser siempre, a fin de cuentas, la decisión de dejar hacer al proceso mismo de la producción mercantil– se deja enteramente en manos de los especialistas publicitarios, ya sea que se presenten a la carrera solos o en competición con quienes quieren hacer lo mismo y además lo declaran abiertamente. Aun así, el hombre que acaba de votar «libremente» a los gaullistas o el PCF, lo mismo que el que acaba de votar, a la fuerza y obligado, a Gomulka, es capaz de dar muestra de lo que verdaderamente es participando, la semana siguiente, en una huelga salvaje o una insurrección.
La
sedicente «lucha contra la contaminación», en su vertiente estatal y reglamentaria,
va a crear ante todo nuevas especializaciones, servicios ministeriales, puestos
de trabajo y ascensos burocráticos. Su eficacia será exactamente la que a tales
medios corresponde. No puede convertirse en voluntad real sino transformando el
sistema productivo actual en sus raíces mismas, ni puede llevarse a cabo con
firmeza sino en el instante en que todas las decisiones, tomadas
democráticamente y con pleno conocimiento de causa por los productores, sean en
todo momento controladas y ejecutadas por los productores mismos (los buques
petroleros, por ejemplo, seguirán infaliblemente vertiendo el petróleo en los
mares hasta que no manden en ellos unos verdaderos soviets de marineros). Para
decidir y ejecutar todo eso, hace falta que los productores se hagan adultos:
hace falta que se hagan con el poder entre todos.
El
optimismo científico del siglo XIX se ha desmoronado en tres puntos esenciales.
En primer lugar, la pretensión de garantizar la revolución como solución feliz
de los conflictos existentes (la ilusión hegeliano-izquierdista y marxista; la
menos compartida por la intelectualidad burguesa, pero la más rica y, después
de todo, la menos ilusoria); segundo, la visión coherente del universo y aun
sencillamente de la materia; y tercero, el sentimiento eufórico y lineal del
desarrollo de las fuerzas productivas. Si llegamos a dominar el primer punto,
habremos resuelto el tercero; más adelante sabremos hacer del segundo nuestro
asunto y nuestro juego. No hay que curar los síntomas, sino la enfermedad
misma. Hoy en día el miedo está en todas partes, y no vamos a salir de él más
que confiándonos a nuestras propias fuerzas, a nuestra capacidad de destruir
toda alienación existente y toda imagen del poder que se nos haya escapado,
sometiéndolo todo, excepto a nosotros mismos, al único poder de los consejos de
trabajadores que posean y reconstruyan a cada instante la totalidad del mundo;
es decir, a la racionalidad verdadera, a una nueva legitimidad.
En
materia de medio ambiente «natural» y construido, de natalidad, de biología, de
producción, de «locura», etc., no habrá que elegir entre la fiesta y la
desgracia sino, conscientemente y a cada paso, entre mil posibilidades felices
o desastrosas, pero relativamente corregibles, y, por otro lado, la nada. Las
terribles decisiones del próximo futuro sólo dejan esta alternativa: o la
democracia total o la burocracia total. Quienes tengan dudas acerca de la
democracia total deben hacer el esfuerzo de convencerse por sí mismos, dándole
ocasión de que los convenza con los hechos; de lo contrario, sólo les queda
comprarse la tumba que más les agrade, pues «lo que es la autoridad, la hemos
visto en acción, y sus obras la condenan» (Joseph Déjacque).
«Revolución
o muerte»: esa consigna ya no es la expresión lírica de la conciencia rebelde,
sino la última palabra del pensamiento científico de nuestro siglo. Y eso vale
tanto para los peligros que corre la especie como para la imposibilidad de
adhesión para los individuos. El suicidio, que en esta sociedad progresa como es
sabido, había descendido en Francia a casi nada durante el mes de mayo de 1968,
según admitieron, con cierto pesar, los especialistas. Aquella primavera
consiguió también un cielo limpio y hermoso, sin haberse lanzado precisamente a
su asalto, porque se habían quemado algunos automóviles y a los otros les
faltaba combustible para contaminar. Cuando llueva, cuando haya falsas nubes
sobre París, no olviden nunca que es culpa del gobierno. La producción
industrial alienada trae la lluvia. La revolución trae el buen tiempo.
Guy
Debord, El planeta enfermo.
Traducción de Luis Andrés Bredlow. Editorial Anagrama, Barcelona. Título de la
edición original: La planète malade ©
Editions Gallimard París, 2004. Publicado con la ayuda del Ministerio francés
de Cultura-Centro Nacional del Libro. Publicado originalmente en 1971 en el
número trece de la revista de la Internacional Situacionista.
Buen texto. Yo comentaría la crítica que hace a la imposibilidad de generar fuerzas productivas en el capitalismo a pesar de todas las capacidades técnicas desarrolladas. Esto es el final de una fase económica de desarrollo. Los mercados, una vez establecidos se mantienen relativamente estables y solo crecen cuando hay un avance tecnológico. Una vez se actualiza el mercado deja de crecer otra vez. Por lo que la tecnología es imprescindible. Esto es lo que estamos viendo, los efectos de la estabilidad y la falta de innovación en las mentes devoradoras ávidas de crecimiento. Hay que pensar en qué es lo siguiente, y lo siguiente es la fagocitosis de empresas y eliminación de competidores. Un cáncer terminal en toda regla. El desarrollo de fuerzas destructivas.
ResponderEliminarSalud!
El análisis de Debord, teniendo en cuenta que es de 1971, tiene una sorprendente vigencia. Respecto a las "fuerzas destructivas", tal vez te interese echarle una ojeada a este artículo que analiza la inviabilidad del desarrollo bélico norteamericano:
Eliminarhttps://elrobotpescador.com/2015/10/30/2-ejemplos-que-explican-la-decadencia-de-eeuu/
Salud!
Parafraseando el texto diría que se poseen todos los medios para que nuestra sociedad fuese igualitaria y justa, pero también se poseen los medios para que la élite haga lo posible para que no sea así.
ResponderEliminarLas revoluciones son parte de esa estrategia y son controladas y hasta comandadas por la élite, siempre lo han sido, desde la revolución francesa que reprimió y ejecutó a más pueblo que nobles, Nobles solo los que estorbaban para modernizar el estado y hacerlo más competitivo: todo está pensado de antemano.
Salud!
Yo no creo en dios, ni en la infalibilidad de las élites, ni tampoco creo que las auténticas revoluciones sean comandadas por las mismas. Que la derrota de las mencionadas élites es posible, lo confirma el ahínco que éstas ponen en abortar cualquier brote de rebelión.
EliminarSalud!
Si, por supuesto, pero la forma de abortar las revoluciones es, habitualmente, hacerse con el control de estas y utilizarlas para sus propios fines.
EliminarSalud!
Al respecto, yo coincido con la opinión de Raúl Zibechi: (ver en 2:00:24)
Eliminarhttps://youtu.be/I4p0Ugpsm7E
La base idiologica del capitalismo es la competencia,la especulacion y el egoismo y aunque esto no se enseñe en las escuelas esta implicito en toda la sociedad,hasta que no se forme una masa critica de personas con una idiologia de cooperacion mundial para un bien comun dificilmente cambie algo .como lograr cambiar ese paradigma en las mentes es el desafio,tal vez no en las mentes viejas pero si en las mentes jovenes con capacidad de incorporar ideas nuevas y no hablo de edades. Zeitgeist es una de las soluciones posibles.
ResponderEliminarEstoy totalmente de acuerdo contigo.
Eliminar