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del Leteo – 15/07/2017
"Alabado seas, mi
Señor, por nuestra hermana muerte corporal, de la cual ningún
hombre viviente puede escapar." (S. Francisco de Asís)
En general, nadie quiere
morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una
invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer
desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también
en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza:
guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
El deseo de permanencia
puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la
locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que
prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es
conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz
imaginable: “es benigno”.
La muerte es compañera
de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó
hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es
bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte
en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.
La muerte acaecerá pero
hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de
su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede.
Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una
expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que
anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la
peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un
aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible.
En la idealización
narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar
el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de
lo peor es la marca hipocondríaca.
Hay siempre algún médico
exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se
demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha
demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil,
cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se
destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es
lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una
lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas
veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al
organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día
más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán
analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías,
TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra,
electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco,
líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se
manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los
falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican,
pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial
yatrogenia.
Un hipocondríaco que se
precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya
alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano
concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada
anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará
en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías,
en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un
Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que
sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede
al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer
que acabará con su vida.
Del placer corporal se
pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho
jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.
La aprensión puede
sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las
más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído
probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al
médico cuando realmente es necesario.
Es plausible que trabajar
en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en
un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca.
Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se
comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica
como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos.
¿Qué teme en realidad
el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso
sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la
desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como
ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres,
hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la
muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más
próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va
más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el
mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”.
¿Cómo puede seguir sin él?
Cuidará a los demás, a
veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.
Nadie es hipocondríaco
porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro
que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes
años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización
generalizada, promovida en buena medida por las industrias
diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple.
Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios
de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no
“mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor
que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos”
periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y
es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos
mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición
para evitar ser envenenado.
Partiendo del lamentable
lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral
de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su
saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas,
varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos,
frecuentes y perjudiciales chequeos.
Son pocos los médicos
que alzan su voz contra tanto exceso. En nuestro país han destacado
varios en la defensa de sensatez frente a esa medicalización de lo
normal. En general, se trata de médicos de Atención Primaria, como
Sergio Minué o Juan Gérvas. Son figuras polémicas. Pero no es malo
ser polémico, suscitar la crítica que incluso puede provocar el
claro rechazo. Esos y otros médicos son polémicos por algo
aparentemente paradójico: asumen el riesgo de la prudencia y la
incertidumbre que implica. Recomendar prudencia, sostener el “primum
non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de
ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado,
precisamente por ello, imprudente.
La hipocondría
generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en
vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso
de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que
la vida va imponiendo en el cuerpo.
Nuestra Medicina ha caído
bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la
omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el
sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se
convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.
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