Hace algunos años, en
Nueva Inglaterra, un grupo de ecologistas preguntó a un ejecutivo
corporativo cómo podía justificar su empresa (una fábrica de
papel) el vertido de sus aguas residuales sin tratar a un río cercano.
El río –que la Madre Natura había tardado siglos en crear– se
utilizaba como agua potable, para pescar, pasear en bote y natación.
En pocos años la fábrica de papel lo había convertido en una
cloaca abierta altamente tóxica.
El ejecutivo se encogió
de hombros y dijo que el vertido al río era la manera más económica
de eliminar los desechos de la planta. Si la empresa tuviera que
absorber el coste adicional de tratar el agua, podría perder su
ventaja competitiva y entonces tendría que cerrar o irse a un
mercado laboral más barato, lo que llevaría a una pérdida de
puestos de trabajo para la economía local.
Libre mercado sobre
todo
Era un argumento
familiar: a la empresa no le quedaba otra alternativa. Se veía
obligada a actuar de esa manera en un mercado competitivo. El negocio
de la fábrica no era proteger el medioambiente, sino obtener un
beneficio, el mayor beneficio posible, la rentabilidad más elevada. Beneficio es el nombre del juego. El propósito decisivo de los negocios
es la acumulación de capital.
Para justificar su
inquebrantable ansia de beneficios, EE.UU. corporativo promueve la
clásica teoría del laissez-faire, que afirma que el libre
mercado –un conglomerado de empresas no reguladas y desbocadas que
persiguen ávidamente sus propios objetivos– está
gobernado por una benévola “mano invisible” que produce
milagrosamente resultados óptimos para todos.
Los partidarios del libre
mercado tienen una fe profunda, permisiva, en el laissez-faire,
porque es una fe que les resulta muy útil. Significa que no hay
supervisión gubernamental, que no tienen que rendir cuentas por los
desastres ecológicos que perpetran. Como codiciosos niños
consentidos, son rescatados una y otra vez por el gobierno (¡vaya mercado libre!), para que puedan seguir tomando riesgos
irresponsables, saqueando la tierra, envenenando los mares,
enfermando a comunidades enteras, devastando regiones completas y
embolsando ganancias obscenas.
Este sistema corporativo
de acumulación de capital trata los recursos que sustentan la vida
de la Tierra (tierras arables, aguas subterráneas, zonas húmedas,
follajes, bosques, pesquerías, fondos del océano, bahías, ríos,
calidad del aire) como si fueran ingredientes desechables
presuntamente ilimitados que se pueden consumir o envenenar a
voluntad. Como BP demostró a la perfección en la catástrofe del Golfo de México, las consideraciones del coste tienen un peso muy
superior a las consideraciones de seguridad. Como concluyó una
investigación del Congreso de EE.UU.: “Una y otra vez, se evidencia que
BP tomó decisiones que aumentaron el riesgo de un reventón para
ahorrar tiempo o dinero a la compañía”.
Por cierto, la función
de la corporación transnacional no es promover una ecología sana,
sino extraer tanto valor comercializable del mundo natural como sea
posible, incluso si ello significa tratar el entorno como una letrina. Un agresivo capitalismo corporativo en permanente expansión y una
ecología frágil, finita, van por un calamitoso camino de colisión,
hasta el punto que ponen en peligro los sistemas básicos de toda la
ecosfera, la delgada capa de aire fresco, agua y capa vegetal de la
Tierra.
No es verdad que los
intereses políticos-económicos lo nieguen. Es peor aún: han mostrado un
antagonismo directo frente a quienes piensan que nuestro planeta es
más importante que sus beneficios. Por lo tanto difaman a los
ecologistas como “ecoterroristas”, “Gestapo de la EPA”
[EPA=Agencia de Protección Ambiental de EE.UU., N. del T.],
“alarmistas del Día de la Tierra”, “abraza-árboles” y
creadores de “histeria verde”.
En una enorme desviación
de la ideología de libre mercado, la mayoría de las deseconomías
del gran capital se descargan sobre la población en general, incluidos
los costes de eliminar desechos tóxicos, controlar la producción,
eliminar residuos industriales (que componen entre 40 y 60% de las
cargas tratadas por las plantas municipales de alcantarillado
financiadas por el contribuyente), el coste de desarrollar nuevas
fuentes de agua (mientras la industria y la agroindustria consumen un
80% del suministro diario de agua de la nación) y los costes de
tratar la enfermedad y los daños causados por toda la toxicidad
creada. Mientras transfiere regularmente al gobierno muchas de esas
deseconomías, el sector privado alardea de su rentabilidad
superior en comparación con el sector público.
Los super ricos son
diferentes
¿No amenaza la salud y
la supervivencia de los plutócratas corporativos el desastre
ecológico tal como lo hace con nosotros, ciudadanos de a pie?
Podemos comprender los motivos por los cuales los ricos corporativos
pueden querer destruir las viviendas sociales, la educación pública,
la seguridad social, Medicare y Medicaid. Recortes semejantes nos
acercarían más a una sociedad de libre mercado desprovista de los
servicios humanos “socialistas” financiados con fondos públicos
que los reaccionarios ideológicos detestan, y recortes semejantes no
privarían en nada a los super ricos y sus familias. Los súper
ricos tienen más que suficiente riqueza privada para procurarse
cualquier servicio y protección que necesiten.
Pero el medio ambiente es
algo diferente, ¿verdad? ¿No habitan los reaccionarios acaudalados
y sus lobistas corporativos en el mismo planeta contaminado que todos
los demás? ¿No comen los mismos alimentos plagados de químicos e
inhalan el mismo aire envenenado? En realidad no viven exactamente
como los demás. Viven en una realidad diferente, a menudo residen en
sitios en los que el aire es mucho mejor que en áreas de bajos o
medianos recursos, tienen acceso a alimentos cultivados orgánicamente, especialmente transportados y preparados.
Los vertederos tóxicos y las autopistas del país generalmente no están situados dentro o
cerca de sus ostentosos vecindarios. De hecho, los súper ricos no
viven en vecindarios propiamente dichos. Usualmente viven en zonas con áreas arboladas, arroyos, praderas y sólo unas pocas
calles de acceso bien controladas. Sus árboles y jardines no se
fumigan con pesticidas. Las talas indiscriminadas no arrasan sus
ranchos, tierras, bosques familiares, lagos y centros de vacaciones
de primera.
A pesar de todo, ¿no
deberían temer la amenaza de un apocalipsis ecológico provocado por
el calentamiento global? ¿Quieren que la vida en la Tierra,
incluidas sus propias vidas, se destruyan? A largo plazo, ciertamente
se estarán condenando ellos mismos junto con todos los demás. Sin
embargo, como todos nosotros, no viven a largo plazo, sino solo en el
presente. Y lo que está en juego ahora mismo para ellos es algo más
cercano y más urgente que la ecología global; los beneficios
globales. La suerte de la biosfera parece una abstracción remota en
comparación con la suerte de sus propias –y enormes–
inversiones.
Con el ojo puesto en las
pérdidas y ganancias, los dirigentes del gran capital saben que cada
dólar que una compañía gasta en asuntos estrafalarios, como la
protección medioambiental, es un dólar menos en sus ganancias.
Distanciarse de combustibles fósiles y orientarse hacia la energía
solar, eólica y mareomotriz podría ayudar a evitar el desastre
ecológico, pero seis de las diez principales corporaciones
industriales del mundo están involucradas primordialmente en la
producción de petróleo, gasolina y vehículos a motor. La
contaminación debida a los combustibles fósiles supone miles de
millones de dólares en ingresos. Los grandes productores están
convencidos de que las formas ecológicamente sustentables de
producción amenazan con comprometer esas ganancias.
Las ganancias inmediatas
para sí mismos son una consideración mucho más apremiante que una
futura pérdida compartida por la población general. Cada vez que
uno conduce su coche, sitúa su necesidad inmediata de llegar a algún
sitio por encima de la necesidad colectiva de evitar la contaminación del
aire que respiramos todos. Lo mismo pasa con los grandes
protagonistas: el coste social de convertir un bosque en un páramo
tiene poco peso en comparación con la ganancia inmensa e inmediata
que proviene de la recolección de la madera y del logro de un buen
montón de dinero. Y siempre se puede justificar mediante la
racionalización: hay muchos bosques, más de los que la gente puede visitar; la sociedad necesita madera, los leñadores
necesitan trabajo, etc.
El futuro es ahora
Algunos de los mismos
científicos y ecologistas que consideran que la crisis ecológica es
urgente nos advierten de manera algo irritante de una catastrófica
crisis climática para “finales de este siglo”. Pero hasta
entonces faltan unos noventa años, cuando todos nosotros y la
mayoría de nuestros hijos estemos muertos, y por consiguiente, el
calentamiento global es un problema mucho menos urgente.
Hay otros científicos
que logran ser aún más irritantes cuando nos advierten de una
crisis ecológica inminente y luego la postergan aún más.
“Tendremos que dejar de pensar en términos de eones y comenzar a
pensar en términos de siglos”, dijo un sabio científico citado en
The New York Times en 2006. ¿Se supone que esto nos va a poner en
estado de alerta? Si una catástrofe global tuviera lugar dentro de
un siglo o varios siglos, ¿quién va a tomar hoy las decisiones
terriblemente difíciles y costosas cuyos efectos se sentirán dentro
de tanto tiempo?
A menudo nos ruegan que
pensemos en nuestros queridos nietos, que serán las víctimas de
todo esto (una llamada hecha usualmente en tono suplicante). Pero a
la mayoría de los jóvenes a los que me dirijo en los campus
universitarios les cuesta imaginar el mundo en el que sus inexistentes nietos vivirán dentro de treinta o cuarenta años.
Hay que olvidar
semejantes advertencias. No nos quedan siglos o generaciones, ni tampoco
muchas décadas antes que llegue el desastre. La crisis ecológica no
es una urgencia distante. La mayoría de los que estamos vivos en la
actualidad no tendremos probablemente el lujo de decir “después de
mí, el diluvio” porque todavía estaremos presentes para vivir
nosotros mismos la catástrofe. Sabemos que esto es verdad porque la
crisis ecológica ya nos afecta con un efecto acelerado y agravado
que pronto podría ser irreversible.
La locura de la
codicia
Desgraciadamente, el
medio ambiente no se puede defender a sí mismo. Es cosa nuestra protegerlo, o lo
que quede de él. Pero todo lo que quieren los súper ricos es seguir
transformando la naturaleza viviente en mercancía y la mercancía en capital muerto. Los inminentes desastres ecológicos no tienen
mucha importancia para los saqueadores corporativos. No tienen en consideración la naturaleza viviente.
El lucro se hace
adictivo. La fortuna incita a aumentarla. No hay
límite para la cantidad de dinero que alguien pueda querer acumular,
impulsado por la auri sacra fames, la maldita sed de oro. Por lo
tanto, los adictos al dinero se apoderan de más y más, más de lo
que pueden gastar en mil vidas de ilimitada indulgencia, impulsados
por lo que comienza a parecer una patología obsesiva, una monomanía
que borra toda otra consideración humana.
Están más y más
ligados a su riqueza que a la tierra en la que viven, más
preocupados por la suerte de sus fortunas que por la suerte de la
humanidad, tan poseídos por su afán de de beneficios que no ven el
desastre que amenaza. Hubo una caricatura del New Yorker que mostraba
a un ejecutivo corporativo parado ante un atril dirigiéndose a una
reunión empresarial con estas palabras: “Y así, cuando el
escenario del fin del mundo esté plagado de horrores inimaginables,
creemos que el período antes del fin estará repleto de
oportunidades de beneficios sin precedentes”.
No es un chiste. Hace
años señalé que los que negaban la existencia del calentamiento
global no cambiarían de opinión hasta que el propio Polo Norte
comenzara a derretirse. (Nunca esperé que realmente comenzara a
derretirse durante mi vida.) Hoy enfrentamos una fusión ártica que
involucra horrendas consecuencias para las corrientes oceánicas del golfo, los niveles del mar en las costas, toda la zona templada
del planeta y la producción agrícola del mundo.
Por lo tanto, ¿cómo
reaccionan los capitanes de la industria y de las finanzas? Como era
de esperar: como especuladores monomaníacos. Escuchan la música:
aprovechar, aprovechar. Primero, el derretimiento de Ártico abrirá
un paso directo al noroeste entre los dos grandes océanos, un sueño
más viejo que [la expedición de] Lewis y Clark. Eso posibilitará
rutas comerciales más cortas, más accesibles y menos costosas. Ya
no habrá que avanzar con dificultad por el Canal de Panamá o por el
Cabo de Hornos. Los costes reducidos de transporte significan más
comercio y más beneficios.
Segundo: señalan
alegremente que el derretimiento abre vastas nuevas reservas
petrolíferas a la perforación. Podrán perforar y extraer más del
mismo combustible fósil que causa precisamente la calamidad que
sobreviene. Más derretimiento significa más petróleo y más
beneficios; es el mantra de los libres mercaderes que piensan que el
mundo solo les pertenece a ellos.
Imaginad ahora que
estuviésemos todos dentro de un gran autobús que circula velozmente
por una carretera que termina en una caída fatal por un profundo
precipicio. ¿Qué hacen nuestros adictos a las ganancias? Corren
frenéticamente por todo el pasillo, vendiéndonos almohadas contra
golpes y cintos de seguridad a precios exorbitantes. Ya habían
calculado esa oportunidad comercial.
Tenemos que alzarnos de
nuestros asientos, colocarlos rápidamente bajo supervisión adulta,
correr al frente del autobús, apartar rápidamente al conductor,
agarrar el volante, reducir la velocidad del autobús y dar media
vuelta. No es fácil, pero todavía puede ser posible. En mi caso, es
un sueño recurrente.
Habia una papelera en Girona, a la que le salia más a cuenta pagar la multa diaria impuesta por medi ambient por verter porqueria al río Ter que poner una depuradora.
ResponderEliminarPareciera que estas empresas tuvieran acordadas las "multas" con el estado.
EliminarSupongo que sí. "castígame 'razonablemente' o cierro el chiringuito".
EliminarNo me sorprendería que muchas de esas multas volvieran a las arcas de los multados mediante alguna de las muchas triquiñuelas jurídicamente establecidas ad oc.
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