Fragmentos extraídos de
Comentarios sobre la sociedad del espectáculo (1988), de Guy
Debord
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La discusión vacía
sobre el espectáculo, es decir, sobre lo que hacen los propietarios
del mundo, está organizada por el espectáculo mismo: se insiste
sobre los grandes medios del espectáculo para no decir nada sobre su
amplia utilización. Con frecuencia se prefiere llamarlo mediático
más que espectáculo. Con ello se quiere designar un simple
instrumento, una especie de servicio público que administraría con
imparcial "profesionalidad" la nueva riqueza de la
comunicación a través de los mass-media, comunicación
finalmente asimilada a la pureza unilateral en la que la decisión ya
tomada se deja admirar apaciblemente. Lo que se comunica son las
órdenes; y, muy armoniosamente, aquéllos que las han dado
son también los que dirán lo que piensan de ellas.
El gobierno del
espectáculo, que actualmente detenta todos los medios de
falsificación del conjunto de la producción así como de la
percepción, es amo absoluto de los recuerdos, al igual que es dueño
incontrolado de los proyectos que conforman el más lejano futuro.
Reina en solitario en todas partes y ejecuta sus juicios sumarios.
Cuando la posesión de un
"estatuto mediático" ha adquirido una importancia
infinitamente mayor que el valor de lo que realmente se ha sido capaz
de hacer, resulta normal que ese estatuto sea fácilmente
transferible y otorgue el derecho de brillar donde sea. Con
frecuencia, esas partículas mediáticas aceleradas prosiguen su
simple carrera en lo admirable estatuariamente garantizado. Pero, a
veces, la transición mediática hace de tapadera de muchas empresas,
oficialmente independientes y en realidad secretamente vinculadas por
diferentes redes ad hoc.
La sociedad modernizada
hasta el estadio de lo espectacular integrado se caracteriza por el
efecto combinado de cinco rasgos principales que son: la incesante
renovación tecnológica, la fusión económico-estatal, el secreto
generalizado, la falsedad sin réplica y un perpetuo presente.
La falsedad sin réplica
ha acabado por hacer desaparecer la opinión pública, que primero se
encontró incapaz de hacerse oír y después, muy rápidamente,
incapaz siquiera de formarse. Esto entraña, evidentemente,
importantes consecuencias en la política, las ciencias aplicadas, la
justicia y el conocimiento artístico.
La construcción de un
presente en el que la misma moda, desde el vestuario a los cantantes,
se ha inmovilizado, que quiere olvidar el pasado y que no parece
creer en un futuro, se consigue mediante la incesante transmisión
circular de la información, que gira continuamente sobre una lista
muy sucinta de las mismas banalidades, anunciadas de forma apasionada
como importantes noticias; mientras que sólo muy de tarde en tarde y
a sacudidas, pasan las noticias realmente importantes, las relativas
a aquello que de verdad cambia. Conciernen siempre a la condena que
este mundo parece haber pronunciado contra sí mismo, las etapas de
su autodestrucción programada.
La primera intención de
la dominación espectacular era hacer desaparecer el conocimiento
histórico en general y, desde luego, la práctica totalidad de las
informaciones y los comentarios razonables sobre el pasado más
reciente. Una evidencia tan flagrante no necesita ser explicada. El
espectáculo organiza con destreza la ignorancia de lo que sucede e,
inmediatamente después, el olvido de lo que, a pesar de todo, ha
llegado a conocerse. Lo más importante es lo más oculto.
Después de veinte años no hay nada que haya sido recubierto con
tantas mentiras como la historia de mayo de 1968. Sin embargo, se han
extraído lecciones muy útiles de algunos estudios sin sombra de
mistificación sobre esas jornadas y sus orígenes, pero son secreto
de Estado.
Ya no está permitido
reírse de la ineptitud, que en todas partes se hace respetar; en
cualquier caso se ha hecho imposible revelar que es objeto de risa.
La valiosa ventaja que el
espectáculo ha obtenido de este colocar fuera de la ley a la
historia, de haber condenado a toda la historia reciente a pasar a la
clandestinidad y de haber hecho olvidar, en general, el espíritu
histórico en la sociedad, es, en primer lugar, ocultar su propia
historia: el
movimiento de su reciente
conquista del mundo.
Su poder nos parece ya
familiar, como si hubiera estado ahí desde siempre. Todos los
usurpadores han querido hacer olvidar que acaban de llegar.
Con la destrucción de la
historia es el propio acontecimiento contemporáneo el que
rápidamente se aleja a una distancia fabulosa, entre sus relatos
inverificables, sus incontrolables estadísticas, sus explicaciones
inverosímiles y sus razonamientos insostenibles. A todas las
majaderías avanzadas espectacularmente, solamente los mediáticos
podrían responder con respetuosas rectificaciones o
redemostraciones, pero se muestran avaros al respecto, además de por
su extrema ignorancia, por su solidaridad, de oficio y de corazón,
con la autoridad general del espectáculo, y con la sociedad que
exterioriza; es para ellos un deber y también un placer no
desmarcarse jamás de esa autoridad, cuya majestad no debe ser
lesionada. No hay que olvidar que todo mediático, ya sea por salario
ya sea por otras recompensas o gratificaciones, tiene siempre un amo,
a veces varios; y que todo mediático se sabe reemplazable.
Todos los expertos son
mediáticos-estáticos y eso es lo único por lo que son reconocidos
como expertos. Todo experto sirve a su amo, pues cada una de las
antiguas posibilidades de independencia ha sido poco a poco reducida
a nada por las condiciones de organización de la sociedad presente.
El experto que mejor sirve es, sin duda, el que miente. Los que
tienen necesidad del experto son, por diferentes motivos, el
falsificador y el ignorante. Allí donde el individuo no reconoce
nada por sí mismo será formalmente tranquilizado por el experto.
Un aspecto de la
desaparición de todo conocimiento histórico objetivo se manifiesta
a propósito de cualquier reputación personal que ha llegado a ser
maleable y rectificable a voluntad de quienes controlan toda la
información, la que se recoge y esa otra, muy diferente, que se
difunde; tienen pues licencia para falsificar. Pues una evidencia
histórica de la que nada quiere saberse en el espectáculo no es una
evidencia. Allí donde nadie tiene más que la fama que le ha sido
atribuida como un favor por la benevolencia de una Corte
espectacular, la desgracia puede seguir de forma instantánea. Una
notoriedad antiespectacular ha llegado a ser algo extremadamente
raro.
Por primera vez en la
Europa contemporánea, ningún partido ni fracción de partido
intenta ya fingir que tratará de cambiar algo importante. La
mercancía no puede ser criticada por nadie: ni como sistema general
ni como una pacotilla determinada que a los empresarios les ha
convenido colocar en ese momento en el mercado.
En todas partes donde
reina el espectáculo las únicas fuerzas organizadas son aquellas
que desean el espectáculo. Así pues, ninguna puede ser enemiga de
lo que existe, ni transgredir la omertà que concierne a todo. Se ha
acabado con aquella inquietante concepción, que dominó durante
doscientos años, según la cual una sociedad podía ser criticable y
transformable, reformada o revolucionada. Y esto no se ha conseguido
con la aparición de nuevos argumentos sino simplemente porque los
argumentos se han vuelto inútiles. Con este resultado se medirá,
más que el bienestar general, la terrible fuerza de las redes de la
tiranía.
Esta democracia tan
perfecta fabrica ella misma su inconcebible enemigo: el terrorismo.
En efecto, quiere ser juzgada por sus enemigos antes que por sus
resultados. La historia del terrorismo está escrita por el Estado;
es pues educativa. Las poblaciones espectadoras no pueden saberlo
todo sobre el terrorismo, pero siempre pueden saber lo suficiente
como para ser persuadidas de que, comparándolo con éste, lo demás
deberá parecerles más aceptable, en cualquier caso, más racional y
democrático.
La disolución de la
lógica se ha perseguido por diferentes medios –acordes con los
intereses fundamentales del nuevo sistema de dominación– y que han
actuado siempre prestándose apoyo recíproco. Varios de esos medios
sustentan la instrumentación técnica que ha experimentado y
popularizado el espectáculo, pero otros se hallan más vinculados a
la psicología de masas de la sumisión.
"Por primera vez en la Europa contemporánea, ningún partido ni fracción de partido intenta ya fingir que tratará de cambiar algo importante. La mercancía no puede ser criticada por nadie: ni como sistema general ni como una pacotilla determinada que a los empresarios les ha convenido colocar en ese momento en el mercado".
ResponderEliminar¿Qué mejor demostración de lo que dice el artículo que este párrafo? Porque me consta que hay "partidos o fracciones de partido" que comienzan a plantearse (o continúan) cambiar algo importante. Pero el propio autor estaba incapacitado para saberlo, debido al ruido mediático que enmascara las voces.
Por poner un ejemplo, hace unos días hablaba con una prestigiosa escritora, feminista y de izquierdas, que ignoraba que existiera aún el PCE. Y poquísima gente se ha enterado de la celebración de su fiesta anual.
Y de los debates internos, ni te cuento. Solo sale a la luz lo que interesa. Por sus enemigos los conoceréis.
Sociología pura y dura; Toda una mina de oro para el control "pacifico" y colaborador de la gran masa que ya somos todos, queramos o no.
ResponderEliminarSalud!