Sobre la tendencia
totalitaria del fenómeno urbano
La ciudad es un modelo
particularmente revolucionario de asentamiento humano aparecida por
primera vez durante el IV milenio a.C. en la Mesopotamia. El
verdadero Edén fue una ciudad, no un jardín. Allí nacieron la
escritura, la contabilidad, las ciencias, las artes y la verdadera
democracia; las ideas de libertad y revolución, la sexualidad no
convencional, la poesía, la historia y la filosofía; pero también,
la burocracia, las jerarquías, las clases, los ejércitos regulares
y el dinero.
Pausanias rehusaba llamar
ciudad a los agregados construidos sin plaza ni edificios públicos,
es decir, sin espacio público, sin un lugar de participación e
intervención directa de las ciudadanía, sin un terreno para la
política comunitaria (política viene de polis, ciudad en griego).
En efecto, en la ciudad, gobierno, justicia, fiesta, mercado, teatro,
pensamiento, ceremonial y pedagogía, o sea, todas las actividades
consideradas públicas, transcurrían al aire libre o en lugares
abiertos. Sus límites estaban perfectamente definidos por un recinto
urbano protegido por fosos y murallas.
Existía una clara
distinción entre la ciudad, la forma excepcional de un espacio
habitado, y la no ciudad, el campo, la forma habitual. Conservando
tales criterios, ninguna urbe conocida hoy en día podría
considerarse ciudad, puesto que ninguna dispone de espacios públicos.
Las rotondas han substituido a las plazas vacías y las zonas verdes
a los jardines públicos, testimonios de un pasado sobre el que se
hizo, teórica y prácticamente, tabla rasa, mientras que sucesivas
autopistas periféricas marcaban la frontera momentánea a rebasar
por una ininterrumpida oleada urbanizadora.
La urbe totalitaria surge
de la destrucción y de la fagocitación del espacio rural; no se
distingue de su entorno sino por la densidad edificatoria, siempre en
aumento; no tiene puertas ni límites, sólo cinturones viarios con
muchos carriles, verdaderos tentáculos mediante los cuales aquella
envuelve a todo el territorio en un abrazo letal. A la variedad y
originalidad de las calles y las plazas de la ciudad tradicional,
opone la vulgaridad y monotonía de las barriadas yuxtapuestas. A la
belleza de sus arquitecturas que manifiestan un amor a la vida y a
todo lo humano, la urbe sobrepone la monstruosidad de monumentos que
pretenden simbolizar el progreso y la modernidad. Las decisiones que
conciernen a sus habitantes son tomadas en espacios bien cerrados,
por no decir blindados, a menudo privados, defendidos por esbirros y
telecámaras. Nada ocurre gratuitamente, ni siquiera los grandes
espectáculos deportivo-culturales que jalonan las etapas
urbanizadoras: los accesos son de pago, siempre hay que comprar
entrada.
La vida cotidiana
transcurre o bien dentro de un vehículo, o bien en una casa
dormitorio bunkerizada. Si la muerte en la ciudad había siempre
acarreado una manifestación de duelo público, en la urbe
totalitaria es un asunto privado sin importancia que no concierne más
que al difunto. Vida y muerte son tan semejantes que apenas pueden
distinguirse. La insensibilidad general es el resultado: los muertos
vivientes no se preocupan ni de los sufrimientos ajenos, ni del aire
que respiran.
En el marco de una
expansión infinita, el territorio rural pierde su patrimonio
histórico, sus leyes propias, sus tradiciones locales y sus señas
de identidad, para convertirse en satélite amorfo de la conurbación
central. En realidad es un territorio considerado edificable,
residencial, zona logísitica o lugar de paso; en suma, una
prolongación de la urbe a la que trasladar sus penosas condiciones
de supervivencia y su manera especial de entender el progreso:
carestía, consumismo, atascos, insalubridad, neurosis, ruidos,
contaminación y comida industrial. No será ya el amor a la
libertad, la solidaridad o la vindicta de clase lo que podrá
caracterizar al habitante, sino las virtudes del ciudadano moderno, a
saber, el miedo al prójimo, el odio racial y la manipulabilidad,
condiciones políticas fascistas. En realidad el territorio podría
definirse como el espacio intersticial entre dos conurbaciones, y
como tal, destinado a suprimirse mediante las infraestructuras de
circulación rápida y la concentración de la población dispersa.
El territorio
racionalmente ocupado, es decir, con densidad de población baja,
ideal para la forma de vida rural, es inviable para la economía
capitalista. Se han hecho números y la vida en el campo resulta
parca en ganancias monetarias; hay que concentrar a sus habitantes
alrededor de un centro comercial y de ocio, encerrarlos en sus casas
y enchufarles la tele. Podrá ser malo para los habitantes, pero es
bueno para la especulación inmobiliaria, la motorización y el
negocio turístico; por lo tanto, bueno para la economía, que es
quien a la postre decide.
El verdadero urbanismo
surge con la revolución industrial. A lo largo de la historia la
ciudad había padecido los embates de poderes totalitarios, pero
nunca sus elementos habían quedado atrapados en una relación social
abstracta, nunca habían sido mediatizados completamente por cosas,
fuesen mercancías, trabajo o dinero. Eso empezó a ocurrir con el
ascenso de la burguesía al poder. Si el primer urbanismo burgués
proclamó la ciudad como lugar privilegiado para la acumulación del
capital, solamente cuando esa función fue declarada única podemos
hablar de totalitarismo. De un dominio formal del capital se pasó a
un dominio real. He llamado a esa fase urbanismo desarrollista, pues
en esa etapa histórica que preludia a la urbe fascista, queda fijada
la prioridad del crecimiento económico y urbano por encima de
cualquier otra consideración. Tal propósito vino sellado por un
pacto social entre los capitostes políticos, los empresarios
nacionales y los dirigentes sindicales que proporcionó treinta años
gloriosos de beneficios y transformó a las clases peligrosas en
masas domesticadas.
Las grandes familias
burguesas cedieron el mando a mánagers y cuadros ejecutivos. De una
sociedad de productores se pasó a una sociedad de consumidores; de
una economía industrial, a otra de servicios; de un capitalismo
nacional tutelado por el Estado a un capitalismo global dirigido por
las altas finanzas. El desarrollismo urbano es un periodo de
transición que debuta con la aniquilación de la agricultura
campesina y finaliza con la crisis de la industria. A partir de ese
momento todos los problemas serán reducidos a su dimensión técnica,
especialmente los urbanísticos. En adelante, la política, la
economía, el derecho y la moral carecerán de autonomía, y sólo
podrán ser abordadas desde la técnica, en nombre del progreso y del
futuro entendidos, claro está, como progreso y futuro técnicos.
Cuando la tecnología se
sobrepone a cualquier discurso ideológico y ocupa una posición
central, todas las cuestiones se resuelven partiendo de ella. La
modernización tecnológica será la clave para superar todos los
obstáculos y el criterio fundamental de la verdad modernizada. Y por
el contrario, oponerse a ella definirá al enemigo social, al
reaccionario, al “antisistema”. La libertad existe en una sola
dirección, la de la técnica: cualquiera puede ser libre para
comprar un coche y tiene derecho a la velocidad; la lentitud y el
caminar son actos subversivos. La técnica no es neutral; es
instrumento y arma, y en calidad de tales, sirve a quien posee su
secreto, a quien enchufa o desenchufa, a quien decide su aplicación.
O sea, sirve al poder dominante, al poder de la dominación. Es el
matrimonio con el capital lo que la ha puesto al servicio de la
opresión, determinando tanto su evolución y desarrollo, como su
devenir religioso. La técnica es a la vez condición de existencia y
religión de las masas despolitizadas, amaestradas y asustadas.
Alcanzado este estadio, la técnica ya es totalitaria. No ya porque
abarque la totalidad de la vida, sino porque arrasa con todo. No
reconoce límites, puesto que no reconoce la supremacía de lo
humano. La misma limitación de los recursos, de la nocividad del
ambiente o la degradación de la vida, sirve de estímulo. Hay
soluciones técnicas para todo, y no caben otras.
Para el caso que nos
ocupa, el urbanismo totalitario, diríamos que es tecnicista, sigue
las leyes y los principios de la tecnología, e igual que ella,
funciona destruyendo todo lo precedente para reconstruirlo de nuevo a
cada innovación. Bajo la dictadura de la tecnología no es que el
trabajo se haga precario: la misma existencia se vuelve precaria. Una
vez liquidado el proletariado de las fábricas, las fuerzas
productivas, ya eminentemente técnicas, son en esencia fuerzas
destructivas. El urbanismo, también lo es. El crecimiento económico,
que no puede apoyarse más que en medios técnicos, impone gracias a
la maquinaria urbanizadora, un estado de guerra permanente contra el
territorio y sus habitantes. Por eso los arquitectos y urbanistas
habrán de ser juzgados como criminales de guerra. Por eso quienes
tratan de contemporizar y aceptan una destrucción negociada acaban
traicionando la buena causa del territorio. La lucha
antidesarrollista y en defensa del territorio es la única que
plantea la cuestión social en su totalidad, puesto que más que
nunca es una lucha por la vida. Es la lucha de clases del siglo XXI.
No se entiende esa lucha en armonía con un modelo capitalista no
cuestionado, es inconcebible fuera del horizonte de la
desurbanización y la autogestión territorial. Sólo en los
escenarios donde transcurren los combates contra la barbarie
urbanizadora podrán soplar los aires de libertad que fueron
expulsados de las primitivas ciudades y podrán resurgir las fecundas
maneras vitales que caracterizaron la cultura agraria. Hic Rhodus,
hic salta!
Decia Arribas Castro: La ciudad es un millón de cosas, y ese es el problema, una ciudad de más de 150.000 habitantes es inhabitable, sobre todo para la clase obrera y jubilados.
ResponderEliminarSaludos
El problema no es la ciudad en sí, sino la división en clases sociales que la convierten en una fábrica cuya prioridad no son sus habitantes, sino el producto que la clase dominante extrae de los mismos.
EliminarSalud
Si el espacio y el tiempo existen como un manojo de relaciones, su utilización capitalista se traducen en una incesante contracción del espacio y una incontrolable aceleración del tiempo, hasta que ambos dejan de ser adecuados a la escala de los seres humanos. Solo queda un presente que, paradójicamente, se nos aparece como lo único estable a que aferrarnos.
ResponderEliminarPor eso, las fuerzas productivas desencadenadas manifiestan cada vez más su carácter destructivo. Y asistimos perplejos a un siniestro espectáculo. Las ciudades son el resultado. Prefiero no pensar en su previsible y terrible implosión.
En Detroit, por ejemplo, tenemos un anticipo de lo que dicha implosión puede suponer. Claro que, si eso mismo sucediera en Nueva York o México DF...
EliminarNo me acuerdo donde lo leo... un artículo muy bueno sobre cómo el modelo urbanístico del PP había configurado una forma de pensar que favorecería a su política electoral por décadas. Básicamente el apostar por barrios residenciales de chalets al estilo americano, con nucleos de concentración de servicios a los cuales solo se puede acceder por medio del automovil en vez del transporte público atraen a una serie de residentes que por sus propias necesidades estarán en contra de en general lo público. Hasta este punto llega la manipulación y el cortoplacismo. Las ciudades no están hechas para humanos.
ResponderEliminarSalud!
Yo diría, como el propio Miquel Amorós, que "la ciudad es un modelo particularmente revolucionario de asentamiento humano". Hay que diferenciar la ciudad de las urbes que hoy pasan por ser tales.
EliminarSalud!