Vivimos el fin de una época, no un fin cualquiera, como lo fueron las dos guerras mal llamadas mundiales, sino el fin de la era de Occidente como epicentro del mundo. La era abierta con las grandes expediciones marinas, que permitieron a Europa dominar el planeta como nunca antes lo hiciera una región específica del mundo, pasa el testigo a dos grandes potencias asiáticas –China e India– y a una euroasiática: Rusia. Nada volverá a ser como fue conocido desde el siglo XV hasta el siglo XX. EEUU, heredero de Europa Occidental, no puede solo; tampoco da la suma con Europa, que es la OTAN. Es mejor irse acostumbrando...
I
La humanidad vive, en el presente, el mayor cambio mundial en quinientos años, un cambio que, no obstante su magnitud, se ha ido produciendo sin estridencias, excepción hecha de comentarios, libros e informes sobre la irrupción de China en la economía y el comercio internacionales. Esta irrupción ha hecho tañer algunas campanas en Europa, sin que el tañido lleve a análisis más enjundiosos y fuera de los despachos de los pocos expertos que indican que las campanas están sonando demasiado tarde. Es decir, que, aunque se intentara revertir el proceso, Occidente carece ya de fuerzas para impedirlo.
Para situarnos mejor, es bueno hacer una retrospectiva de los últimos cinco siglos de historia, a lo largo de los cuales un puñado de potencias europeas fue expandiendo su poder por el mundo hasta culminar en 1885, en la Conferencia de Berlín para el reparto de África, momento cumbre del imperialismo europeo. Inglaterra y Francia tomaron la parte del león, pero dieron un buen pedazo para Alemania; Londres validó las colonias portuguesas (a las que Alemania quería meter mano); Italia obtuvo un decoroso pedazo de la tarta; el rey Leopoldo II de Bélgica, bajo bendición francesa, fue premiado con un trozo desproporcionado en el Congo y España, en fin, unas migajas de consuelo. Todo así hasta la I Guerra Mundial (más exactamente, la I Gran Guerra Europea), donde la derrota alemana posibilitó que británicos y franceses alcanzaran su máxima expansión territorial al repartirse las colonias alemanas y los restos del Imperio otomano.
En lo que aquí interesa, del siglo XV hasta la primera mitad del siglo XX, una suma de potencias europeas procedió a dominar directa o indirectamente casi todo el planeta, imponiendo sus leyes, alfabetos, lenguas y hasta el vestir, al tiempo que convertía el expolio de los pueblos y países dominados en una fuente inagotable de riqueza. La inmensa prosperidad de Europa –realmente la Europa Occidental– se cimentó sobre el saqueo, la esclavitud y los mercados cautivos. Nadie podía competir con las potencias coloniales, nadie podía derrotarlas, nadie podía hacer sombra a su poder. Y, cuando las circunstancias lo requerían, porque una rebelión popular amenazaba sus intereses (pensemos en la rebelión de los bóxers en China, iniciada en 1899), no dudaban en juntar fuerzas para, al unísono, derrotar a los revoltosos y restablecer la pax europea.
Debemos recordar, también, que durante esos cinco siglos prácticamente todas las naos que navegaban por los mares del mundo y que valieran la pena eran naos mercantes o militares de las potencias navales europeas. En otras palabras, la práctica totalidad del comercio mundial se hacía en barcos europeos, con el añadido –en el siglo XIX– de EEUU y –en el XX– de Japón, únicas excepciones que confirmaban la regla de la hegemonía europea. El dominio era tal que Gran Bretaña prohibió a los países latinoamericanos construir sus propios buques mercantes, de forma que aquellos Estados, técnicamente independientes, debían realizar todo su comercio internacional en buques y con marineros británicos y, por supuesto, según las tarifas que imponía el monopolio comercial británico (EEUU, por el contrario, se dotó de 400 buques mercantes, lo que le permitió enriquecerse con las guerras napoleónicas; si alguien quiere indagar en una de las causas principales del subdesarrollo crónico de Latinoamérica, aquí le dejamos una pista húmeda y tumefacta).
En suma, un puñado de potencias europeas determinaban los destinos del mundo desde su supremacía monopólica de la ciencia, la tecnología, las armas, los medios de transporte y las fábricas. Porque, hay que dejarlo claro, la supremacía europea se sustentaba en esas cinco vertientes del conocimiento humano. Ciencia y tecnología permitían crear armas cada vez más devastadoras, medios de transporte cada día más potentes y fábricas de tal magnitud que arrasaban los mercados artesanales del resto del mundo. Y, cuando era menester, las tropas se encargaban de garantizar su destrucción para abrir paso a los productos europeos, como ocurrió con la potente industria textil de Bengala, arrasada Inglaterra con una mezcla de impuestos obscenos, control del comercio y ocupación militar. De esa forma, en medio siglo, la industria textil bengalí desapareció y dejó de hacer competencia a los textiles ingleses. Un ejemplo claro de cómo las potencias coloniales europeas han entendido el libre comercio.
La II Guerra Mundial (es decir, la II Guerra Imperial Europea) liquidó los imperios coloniales, pero, ojo, el colonialismo se hizo neocolonialismo –el sistema gatopardiano de cambiarlo todo para que no cambie nada– y el mundo bipolar dividió el planeta en bloques. No obstante, el poder mundial siguió en manos occidentales. La URSS, a fin de cuentas, pese a su enorme masa asiática, era esencialmente europea y occidental, y EEUU, aun siendo un país americano, fue considerado como el heredero natural de las potencias coloniales europeas, a partir del hecho de que era una potencia occidental y cristiana, fundada por europeos y hacia donde habían emigrado casi 50 millones de cristianos. El mundo, en suma, siguió siendo gobernado por Occidente, fueran comunistas unos y capitalistas otros. Un dato ilustra la hegemonía occidental en el mundo post IIGM: los idiomas oficiales de trabajo de los organismos multilaterales eran –siguen siendo– inglés y francés, no obstante ser idiomas minoritarios frente al chino, el hindi o el español.
II
Ese mundo ya no existe. Paradojas de la historia, el suicidio de la Unión Soviética abrió las puertas al fin del dominio occidental pues, rotas las cadenas que imponía el mundo bipolar, fuerzas dormidas o aherrojadas se liberaron, con una pujanza tal que no existía manual alguno que hubiera previsto las consecuencias de la desaparición de la URSS. La euforia catatónica que produjo entre los países atlantistas tampoco dejó espacio para pensar en nada que no fuera sentirse los reyes del mambo y amos –otra vez– del mundo. La euforia y los exultantes manifiestos de triunfo que anegaron la Europa anticomunista y EEUU –donde las élites gobernantes se proclamaron triunfadoras de la Guerra Fría y dueñas absolutas del planeta– hicieron olvidar que el mundo bipolar era una mesa de dos patas, donde una sostenía a la otra, de forma que cada superpotencia justificaba sus actos en su área de dominio invocando su derecho a preservar sus respectivas áreas de influencia y la rivalidad mortal con la otra. Algunos satirizaron aquella interdependencia llamándola vodkakola. China, enemiga de la URSS, necesitaba el apoyo de EEUU, que EEUU prestó generosamente, apoyando las inversiones masivas de empresas occidentales en la atrasada economía del gigante asiático, aplicando el criterio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo (inversiones aprovechadas por China para modernizar su economía y realizar su propia revolución industrial, al tiempo que tomó nota –o a la inversa– de que el sistema económico debía abandonar la rigidez que tenía para evitar que la República Popular siguiera el mismo camino que la URSS).
La euforia estadounidense y su afán de remodelar el mundo según sus intereses –bajo la idea de que eran la única hiperpotencia mundial–, desataron una cadena sucesiva de guerras, cada una con su propio pretexto, pero que buscaba unos fines concretos. La agresión contra la mínima Yugoslavia de Serbia y Montenegro, en 1999, tenía el objetivo de poner Europa bajo control de EEUU a través de la OTAN. La invasión de Afganistán, en 2001, buscaba situar bajo tutela de EEUU el corazón de Asia Central, desde donde presionar sobre las fronteras de Rusia y China, siguiendo la tesis del geógrafo británico Halford Mackinder, quien había afirmado que el país que controlara el “corazón continental” de Eurasia –es decir, el conjunto de países de Asia Central hasta entonces pertenecientes a la URSS, más Afganistán–, controlaría el mundo.
En septiembre de 2015, Rusia irrumpía en el conflicto de Siria en apoyo del régimen baasista, demostrando así su disposición a defender los intereses rusos en el Mediterráneo y sostener manu militari al único aliado que le quedaba en esa región geopolíticamente vital
La guerra contra Iraq era para reordenar Oriente Medio y Próximo, imponiendo el control de EEUU lo que, a su vez, permitiría aislar a Irán como paso previo a la destrucción de la república islámica, liquidando, al mismo tiempo, los últimos vestigios de influencia rusa. Sólo quedaban dos regímenes fuera de control: Libia y Siria. Destruir Libia fue fácil, dada la soledad del presidente Gadafi. Siria era otra cuestión. El régimen de Bashar el Asad era el único aliado que le quedaba a Rusia en el mundo árabe y, más importante aún, en Siria se encontraban las únicas bases militares que permitían a Moscú proyectar su poder naval y aéreo sobre el Mediterráneo. La ofensiva del Estado Islámico contra el régimen sirio –apoyada por EEUU, Israel, Turquía y Arabia Saudita– apuntaba al corazón de Rusia y amenazaba con expulsarla del mare nostrum. Golpe de doble efecto, pues también liquidaría al único aliado de Irán que, desde Siria, sostenía a Hezbolá, la organización chiita que había demolido el mito de la invencibilidad del Ejército israelí en la guerra de 2006. De ahí la decisión rusa –con respaldo de China– de irrumpir de forma espectacular, en septiembre de 2015, en apoyo del régimen baasista, acción aplaudida por Irán, Hezbolá y los chiitas iraquíes. Rusia demostraba, así, que estaba dispuesta a defender los intereses rusos en el mar Mediterráneo y sostener manu militari al único aliado que le quedaba en esa geopolíticamente vital región.
La guerra en Siria fue la más sonora campanada de que el mundo estaba cambiando drásticamente y que los sueños hegemónicos de EEUU y sus aliados habían topado con un muro de granito. Que ya no habría más guerras de agresión que no provocaran una reacción decidida de Rusia y China y sus respectivos aliados. A pesar de lo evidente del cambio, en Europa nadie ha querido darse por enterado (y siguen sin querer enterarse) de que la hegemonía de EEUU está llegando a su fin y, con ella, cinco siglos de dominio mundial de Occidente. Y no por falta de avisos previos: en 2008, Rusia envió un mensaje potente que nadie en la OTAN quiso entender. Ese 2008, Moscú respondió al ataque de Georgia contra los separatistas (y separados) territorios de Osetia del Sur y Abjasia con una guerra relámpago, que era un mensaje contra los planes de expansión (entonces acelerados) de la OTAN a la república ex soviética.
El otro aviso fue en Ucrania, donde el golpe de estado de 2014, fraguado por Occidente contra el gobierno prorruso de Viktor Yanukovich, fue contestado por Rusia recobrando Crimea y apoyando el movimiento separatista en el Donbás, territorios ambos, dicho sea de paso, históricamente rusos y habitados mayoritariamente por rusos. La UE y la OTAN (dos caras de la misma moneda, como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde) respondieron con una batería de sanciones contra Rusia que, a la postre, sirvieron de catapulta para que Rusia decidiera lanzar el mayor programa de industrialización desde la época de esplendor soviética. Un programa exitoso hasta el momento, que ha convertido a Rusia en un rival de primer orden de EEUU y la UE en campos tan diversos como la agricultura (Rusia ha desbancado a EEUU como mayor exportador de trigo y espera superar a la UE en la exportación mundial de cereales) y la industria aeroespacial (los rivales de Airbus ya surcan los aires). Rusia, incluso, aguijoneada por las sanciones, impulsó el desarrollo de productos de alta tecnología –que antes importaba casi en un 80%–, logrando en los años siguientes reducir a mínimos históricos su dependencia de los productos tecnológicos occidentales.
III
La política de EEUU, a través de la OTAN, pero apoyada entusiásticamente por una mayoría de países europeos, especialmente del Este, de “expulsar” a Rusia de Europa, y “convertirla” en un país asiático tuvo un resultado inesperado. Halford Mackinder había advertido, en 1924, del peligro para los intereses británicos de una alianza entre Rusia y Alemania, pues la suma de ambas potencias crearía en Europa un poder imbatible que superaría la potencia del imperio británico y de su aliada Francia. Hay que entender que Mackinder escribió su famosa tesis en el apogeo del imperialismo europeo y británico y, en ella, no consideró a ningún otro actor salvo las grandes potencias europeas. En el siglo XXI la geografía política ha dado un vuelco tan espectacular como inesperado. Rusia, arrinconada por Occidente, puso sus ojos, no en Alemania –miembro principal de la OTAN–, sino en China e India –dos países que suman el 40% de la población mundial– y procedió a primar las relaciones con los dos gigantes asiáticos. El resultado ha sido demoledor para EEUU y la OTAN.
En el presente, Rusia y China han forjado una alianza que va desde lo político hasta lo tecnológico pasando, obviamente, por lo militar. China se ha convertido en el primer socio comercial de Rusia, sobre todo en el campo energético, y en uno de sus mayores compradores de armas. Juntos consolidaron, en 2002, la Organización de Cooperación de Shanghái, como respuesta a la situación creada por la invasión de Afganistán y la creciente presencia de EEUU en Asia Central. También, en 2009, crearon el foro de los BRICS, que reúne a los más grandes países del mundo no atlantista. La alianza ruso-china es, quizás, el hecho más relevante del mundo postsoviético que, si se mantiene (y nada hacer pensar lo contrario), marcará el devenir del mundo. Como expresó el presidente Vladimir Putin, el 24 de abril de 2019, «la interacción ruso-china en materia de política exterior es un factor estabilizador importante en los asuntos mundiales, especialmente porque nuestros países tienen posiciones coincidentes o muy cercanas sobre los problemas clave de nuestro tiempo». El hecho es que la suma de territorios, población y recursos de todo tipo hacen de la alianza ruso-chino la más poderosa del mundo. Sumando a los países aliados, el binomio Rusia-China representa 33 millones de kilómetros cuadrados y 1.900 millones de habitantes, extendiéndose desde el mar de Barents hasta el Mar de la China Meridional y de los mares Negro y Mediterráneo al Golfo Pérsico. La OTAN, a su lado, es un enano militar pese a quien le pese.
La alianza ruso-china es, quizás, el hecho más relevante del mundo postsoviético que, si se mantiene (y nada hacer pensar lo contrario), marcará el devenir del mundo
India es el otro factor determinante. La gigantesca península asiática es aliada histórica, primero de la URSS y, después, de Rusia, con la que ha firmado decenas de convenios de armas, aeroespaciales, etc., además de ser cliente privilegiado de hidrocarburos rusos. EEUU, cada vez más atemorizado por el creciente poder económico, militar y científico-técnico de China, lleva una década tentando a India para formalizar una alianza antichina, a lo que India, hasta ahora, se ha negado rotundamente. Las razones de tal negativa, de tan obvias, dan medida de la desesperación de EEUU por buscar un socio suicida que haga contrapeso a China en la región, papel que sólo puede desempeñar India. Pero India tiene fronteras larguísimas con China y, sobre todo, con Pakistán, su archienemigo que, al igual que China, es una potencia nuclear. Establecer una alianza antichina con EEUU obligaría a Beijing a fortalecer militar y económicamente a su aliado paquistaní, lo que podría aproximar una guerra con India (ya han tenido tres), situación que amenazaría los planes de desarrollo indios y afectaría el proyecto de convertir a India, en veinte años, en una de las grandes potencias mundiales. Otra consecuencia de una alianza con EEUU es que dicha alianza alejaría a India de Rusia, país que le ha proporcionado el 70% de su material militar y del que depende en buena medida su industria militar y gran parte de su desarrollo aeroespacial. Para rematar la maraña de intereses, hay que mirar a Irán, aliado de Rusia y China, y país esencial para la proyección de India en Asia Central y Oriente Medio, además de ser, con Rusia, su principal abastecedor de petróleo y gas. En suma, que EEUU se está quedando solo en el océano Índico y solo también en el mar de la China Meridional, con Japón como único país –por ahora– con clara vocación suicida.
Irán es el otro actor principal en la nueva geopolítica del mundo. Con 1.750.000 kilómetros cuadrados, su enorme masa territorial domina el Golfo Pérsico y hace al país decisivo en la lucha contra el extremismo islámico, además de ser paso obligado para los países de Asia Central y China que deseen alcanzar el mar Mediterráneo y el Golfo Pérsico. En el presente, Irán es el único apoyo indiscutible del pueblo palestino, sostén de Hezbolá y enemigo declarado de Israel. No es gratuito el odio terminal del sionismo y de EEUU hacia la República Islámica que es, además, poseedora de alguno de los mayores yacimientos gasíferos del mundo. India ha construido un enorme puerto en Irán, para salvar el muro infranqueable que sigue siendo Paquistán (donde China ha construido otro puerto), puerto que será el punto de partida de un corredor comercial que abrirá en abanico. Para China, Irán es pieza indispensable de su megaproyecto de Nueva Ruta de la Seda, que alcanzaría Oriente Medio y Próximo y el mar Mediterráneo. Para Rusia, en fin, Irán es socio indispensable, para neutralizar a la V Flota de EEUU, que tiene su base en Qatar. El eje chií Irán-Iraq-Siria-Líbano constituye la mayor fuerza frente a Israel y los intereses estadounidenses en esa región del mundo. Arabia Saudita, pese a sus inmensas riquezas y al gigantesco arsenal de armas que compra cada año a EEUU, está lejos de poder rivalizar con Irán, por más que EEUU intente erigirla en potencia rival. Su ejército, pese a disponer del armamento más moderno de la región, ha demostrado altos niveles de incompetencia en la criminal invasión de Yemen, pues se ha revelado incapaz de derrotar a las fuerzas hutíes, a pesar del desamparo hutí. Todo análisis de esta estratégica y volátil región debe pasar, necesariamente, por Irán, país al que ni Rusia, ni China ni India pueden permitir que sea ahogado por EEUU (la retirada de EEUU del acuerdo nuclear es el último intento de hundir a Irán, intento que, desde ya, puede darse por fracasado, pues a nadie interesa, por ahora, otra guerra pérsica).
Y cualquier análisis geopolítico, si quiere explicar mínimamente el mundo actual, debe situar en el proscenio del escenario a Rusia, China, India e Irán. A Asia, en suma.
IV
Y la Unión Europea ¿qué pinta en la nueva geografía política? Pues poco, por no decir nada. Para aproximarnos a la patética situación del otrora ombligo del mundo hay que entender una realidad: la Unión Europea no existe, salvo como espacio económico, financiero y comercial y como progenitora de derechos –siempre dentro de un orden– en materia comunitaria. Políticamente, no tiene centro, aunque tenga capital (Bruselas), pues es casi imposible unificar los intereses disímiles de buena parte de sus miembros. Poco en común tiene, por poner un ejemplo, la política alemana hacia Rusia y la que defienden Polonia y los países bálticos. Para Alemania, la relación con Rusia es cada vez más estratégica, como demuestra la construcción del segundo gasoducto –el Nord Stream II– que la une directamente a Rusia por el mar Báltico. Los teutones quieren nadar y guardar la ropa pues, después de dos derrotas catastróficas en otras dos guerras mundiales –perdón, europeas–, preparan su tocata y fuga de Europa y, sobre todo, de EEUU. El paso previo a la tocata es amarrarse energéticamente con Rusia porque –ya se sabe– la energía lo determina todo, desde la luz del pasillo hasta el funcionamiento de un país entero. Para Polonia y los países bálticos, por el contrario, Rusia es El Enemigo y, por eso, quiere convertir sus países en inmensas bases militares estadounidenses. Es tal su amor por EEUU que preferirían ser parte de este país antes que de la UE y que un Séptimo de Caballería multiplicado por un millón guardara su sueño y sus fronteras.
EEUU se está quedando solo en el océano Índico y solo también en el mar de la China Meridional, con Japón como único país –por ahora– con clara vocación suicida
Tampoco hay unidad de criterios comunitarios ante China. Dieciséis miembros de la UE apoyan la Nueva Ruta de la Seda y otros, como Portugal, Grecia e Italia –tómese nota que forman el trío de parias de la UE– se han convertido en partidarios acérrimos de las inversiones chinas en Europa. Razones les sobran. Mientras la UE los estrangulaba económicamente y les imponía brutales recortes sociales, China invertía en ellos. Portugal, en los peores años de su crisis, recibió 6.000 millones de euros en inversiones chinas; a Grecia fueron 1.300 millones, además del arriendo a una empresa china del puerto de El Pireo (lo mismo pasó con el puerto de Lisboa) e Italia recibió 13.700 millones de euros. En otras palabras, mientras la UE los ahogaba, China les rescataba. Alemania y Francia, por el contrario, propugnan limitar severamente esas inversiones y recelan de la ruta de la seda china, mientras la Comisión Europea calificó a China de “rival sistémico” y “competidor estratégico”, algo cierto para los grandes países de la UE, pero no tan cierto para los pequeños y vapuleados. Vista la disimilitud de intereses, ¿de dónde puede organizarse en la UE una política exterior y militar común?
Militarmente, la UE no existe. En la realidad de las cosas, EEUU ya tiene diseñado los escenarios de conflictos en una eventual III Guerra Mundial (y ésta sí que sería una guerra mundial en toda regla). Un escenario es la península europea, donde Washington ha asignado a la UE/OTAN el papel de flanco occidental del Ejército de EEUU, es decir, que los europeítos deberán convertirse en carne de cañón en esa posible –y probable– III Guerra Mundial, combatiendo contra Rusia y sus aliados en territorio europeo. EEUU dedicaría el grueso de sus fuerzas al escenario bélico del Pacífico, en una guerra a muerte contra China y sus aliados, guerra que –dicho sea de paso– EEUU no tiene forma de ganar, a partir del hecho de que tendría que combatir a 12.000 kilómetros de su territorio y, por tanto, depender de su fuerza naval. No hace falta ser genio militar para saber que, en un mundo dominado por satélites y misiles, no hay forma de transportar a millones de soldados por barco desde EEUU a territorio asiático sin que una lluvia –literalmente– de misiles los mande a hacer compañía al Titanic.
En este punto es obligatoria una –otra– aclaración. Aunque el cuasi monopolio cinematográfico de Hollywood hace creer que EEUU está a la vuelta de la esquina, no es así. Está al otro lado del océano, de los dos océanos. Durante las dos guerras mundiales, sus factorías y agricultura alimentaron a Europa y sus soldados pudieron cruzar la mar océana merced a que Alemania perdió la guerra naval y no tenía medios para romper las líneas de suministros que venían de América (el continente). Por esa razón fue posible trasladar a medio millón de soldados de EEUU a Europa. Hoy, una operación de esa envergadura sería, sencillamente, suicida. Un buque de transporte se mueve a una velocidad media de 20 nudos (37,2 kilómetros/hora). Un misil hipersónico puede hacerlo a 10.000 kilómetros/hora. Construir un buque de guerra lleva, de media, dos años. Construir un misil, semanas. Creer que EEUU podría poner un millón de soldados en Europa o Asia es como creer que mañana podremos desayunar en Plutón. En otras palabras, en caso de conflicto general, los europeítos se quedarían solos, dependiendo de los recursos naturales y humanos que tengan a su alcance.
¿Qué recursos? La UE importa casi todas las materias primas, desde gas y petróleo hasta mineral de hierro. Si se interrumpieran las comunicaciones, si Rusia e Irán cortaran los suministros energéticos y los misiles hipersónicos rusos destruyeran las centrales nucleares ¿qué pasaría? Simplemente, el colapso general. ¿Apocalíptico? No. Tampoco integrado, parafraseando a Umberto Eco. Conocimiento básico de los niveles de armamento y desarrollo tecnológico actuales y de física elemental. Europa depende de los suministros energéticos de Rusia y del Golfo Pérsico. En caso de conflicto, Rusia cortaría de inmediato los suyos e Irán, desde su control del Estrecho de Ormuz, haría lo mismo con los que proceden del Golfo Pérsico. Si algo fallara, no hay nada más fácil que obstruir el Canal de Suez, para lo que basta hundir dos o tres barcos. Lo hizo Egipto en 1956 y, otra vez, en 1967. ¿Podría EEUU suplir esos suministros? Sí, si existiera la liga de superhéroes de Marvel, pero sabemos que no es así. Nada hay más fácil –salvo quitarle el chupete a un niño– que paralizar un supertanquero de combustible. Se vio en la guerra Irak-Irán de los ochenta que bastaban helicópteros con lanzagranadas para inutilizar a estos buques. La península Europa se quedaría seca, sin energía y… sin nada.
En ese mundo estamos. Las guerras comerciales lanzadas por el gobierno Trump contra China y la guerra de sanciones contra Rusia, Irán, Venezuela o Siria son parte de una estrategia dirigida a debilitar sus economías y golpear –sobre todo en el caso de Rusia– su industria militar, con miras a un conflicto mayor que, en EEUU, sitúan en 2025. Pero en política –como en la vida– una cosa son los deseos y otras las realidades. No tiene EEUU, ni la suma de EEUU y la UE, fuerza suficiente para detener el proceso en marcha. El siglo XXI marca el retorno de Asia y el fin de la hegemonía de Occidente. La única duda que hay es si ese tránsito se hace en paz o en guerra. Lo sabremos, aproximadamente, entre 2025 y 2030. En esos años, los arsenales de Rusia y China habrán superado en poder al de EEUU y la OTAN. Tiempo queda para evitar ese escenario si la gente en Europa se moviliza. Si no, pues, adiós Europa, adiós.
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