Tocqueville (1951, vol. 9, pp. 243-244), mientras profetiza una «nivelación universal» en Occidente (cayendo en flagrantes contradicciones), por otro lado advierte el abismo que se está abriendo entre Occidente y el resto del mundo. El que «varios millones de hombres», los occidentales, se hayan convertido en «los dominadores de toda su especie», es un hecho que estaba «claramente previsto en los designios de la Providencia». De un modo análogo, J. S. Mill (1946, p. 291), mientras por un lado pone en guardia contra un proceso de democratización cuyo avance impetuoso en Occidente condena a los ricos al aislamiento y la impotencia, por otro celebra el «despotismo vigoroso» que ejercen Occidente y sus clases dominantes a escala internacional. Lejos de ser algo negativo, esta relación de desigualdad extrema debe extenderse hasta abarcar todo el globo; el «despotismo directo de los pueblos adelantados» sobre los atrasados ya es «la condición ordinaria», pero debe convertirse en «general».
La relación de desigualdad extrema que se instaura a escala internacional no se limita al poder político y militar. Tocqueville (1951, vol. 1.1, p.3) escribe: «El descubrimiento de América abre mil caminos nuevos a la fortuna y brinda poder y riqueza al oscuro aventurero». Con este aliciente algunos ciudadanos franceses pueden decidirse a emigrar a las colonias y en particular a Argelia: «Para hacer que vayan habitantes a ese país es preciso, en primer lugar, darles grandes posibilidades de hacer fortuna», hay que reservarles «las tierras más fértiles, las mejor regadas» (Tocqueville 1951, vol. 3.1, pp. 259 y 321 -322). De este modo la expansión colonial por América y Argelia estimula una prodigiosa movilidad vertical que pone la riqueza al alcance de individuos de extracción popular, lo que confirma el proceso de «nivelación universal». Pero esto es solo una cara de la moneda: el propio liberal francés reconoce que a causa del proceso de colonización, en Argelia la población árabe «se muere literalmente de hambre» y en América los indios están a punto de ser borrados de la faz de la tierra (Tocqueville 1951, vol. 15.1, pp. 224-225 y vol. 1.1, pp. 339 y 355). De modo que el enriquecimiento de los «aventureros» y colonos, si bien atenúa las desigualdades en la metrópoli o dentro de la comunidad blanca, abre un abismo cada vez más hondo entre los conquistadores y los pueblos sometidos. Al adoptar constante y exclusivamente el punto de vista del «mundo cristiano», es decir, de Occidente, Tocqueville no advierte la relación que existe entre estos aspectos contradictorios del mismo fenómeno, o por lo menos los soslaya para mantenerse firme en su visión de una marcha imparable de la igualdad de condiciones y la extinción no solo de las «castas», sino de las propias «clases».
Se puede decir que el Manifiesto del partido comunista replica a los dos autores liberales [Tocqueville y J. S. Mills] cuando afirma: «La moderna sociedad burguesa, que ha salido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas luchas por otras nuevas» (MEW, 4; 463). Sí, con el acceso de las masas populares al derecho al voto y el fin de la discriminación censitaria, la riqueza pierde su significado político inmediato, pero justo a partir de este momento puede celebrar su triunfo: la miseria masiva atañe a una esfera privada en la que no tiene derecho a inmiscuirse el poder público. Es un triunfo que la burguesía capitalista también puede celebrar a escala internacional, impulsando el expansionismo colonial y esclavizando y diezmando poblaciones enteras.
Extraído de LA LUCHA DE CLASES, de Domenico Losurdo.
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