ELOTRO
– 03/11/2019
Fragmento de: Terry
Eagleton / “Por qué Marx tenía razón”.
1
El marxismo está
acabado. Tal vez tuviera cierta relevancia en un mundo de fábricas y
de revueltas por hambre, de mineros del carbón y de deshollinadores,
de miseria generalizada y de concentración de las masas obreras.
Pero no tiene sentido alguno en las actuales sociedades occidentales
posindustriales, caracterizadas por una diferenciación por clases
cada vez menor y por una creciente movilidad social. No es más que
el credo de quienes son demasiado obstinados, temerosos o ilusos como
para aceptar que el mundo ha cambiado para siempre y para mejor.
El final definitivo del
marxismo sería una noticia que resonaría como música celestial en
oídos de los marxistas de todo el mundo. Estos podrían por fin
dejar de manifestarse y de organizar piquetes, regresar al calor de
sus sufridas familias y disfrutar de una velada hogareña en vez de
asistir a otra tediosa reunión de comité. Los marxistas no quieren
más que dejar de ser marxistas. En este sentido, ser marxista no se
parece en nada a ser budista o ser multimillonario. Es más bien como
ser médico. Los médicos son unas perversas criaturas con tendencia
a la autoanulación, pues eliminan la fuente misma de su trabajo y su
sustento curando a pacientes que, una vez sanos, ya no los necesitan.
La tarea de los radicales políticos es similar, pues consiste en
llegar a ese punto en el que dejarían al fin de ser necesarios
porque se habrían cumplido sus objetivos.
Llegado ese momento,
serían libres de retirarse, quemar sus pósteres del Che Guevara,
retomar aquel violonchelo que llevaban tanto tiempo sin tocar y
conversar sobre temas más fascinantes que el modo asiático de
producción. Si dentro de veinte años quedan aún marxistas o
feministas, será una verdadera pena. En la esencia misma del
marxismo está el que sea una empresa estrictamente provisional; de
ahí que quien invierta en ella toda su identidad esté cometiendo un
claro error de concepto. Que siga habiendo vida después del marxismo
es precisamente lo que justifica la existencia del marxismo.
Esta (por lo demás)
seductora imagen presenta únicamente un problema. El marxismo es una
crítica del capitalismo: concretamente, la más perspicaz, rigurosa
y exhaustiva crítica de su clase jamás formulada y emprendida. Es
también la única crítica de ese estilo que ha transformado grandes
zonas del planeta. De ello se desprende, pues, que mientras el
capitalismo continúe activo, el marxismo también deberá seguir en
pie.
Solo jubilando a su
oponente podrá pedir su propia jubilación. Y la última vez que lo
vi, el capitalismo parecía estar tan batallador como siempre. La
mayoría de quienes critican actualmente el marxismo no discuten ese
punto. Lo que afirman, más bien, es que el sistema se ha
transformado hasta extremos casi irreconocibles desde los tiempos de
Marx y que, por eso mismo, las ideas de este han dejado de ser
relevantes. Antes de que examinemos esta afirmación más a fondo,
vale la pena señalar que el propio Marx era perfectamente consciente
de la naturaleza siempre cambiante del sistema que él se dedicó a
cuestionar. Es precisamente al marxismo al que debemos el concepto de
las diferentes formas históricas del capital: mercantil, agrario,
industrial, monopólico, financiero, imperial, etc. Así pues, ¿por
qué un hecho como el de que el capitalismo haya cambiado de forma en
décadas recientes iba a desacreditar una teoría que concibe el
cambio como esencia misma de ese sistema? Además, el propio Marx
predijo el declive numérico de la clase obrera y el aumento
pronunciado del trabajo intelectual. Esto es algo que examinaremos un
poco más adelante.
También previó lo que
hoy llamamos globalización, cosa extraña para un hombre cuyas ideas
son supuestamente arcaicas. Aunque tal vez el carácter «arcaico»
de Marx es lo que hace que siga siendo relevante hoy en día. Quienes
lo acusan de obsoleto son los adalides de un capitalismo que está
retrocediendo rápidamente hacia niveles victorianos de desigualdad.
En 1976 eran muchas las
personas que en Occidente creían que el marxismo tenía un argumento
razonable que defender. En 1986, buena parte de ellas habían dejado
ya de considerar que fuera así. ¿Qué fue exactamente lo que
sucedió entre tanto? ¿Habían tenido hijos y el peso de la
paternidad y la maternidad los había abrumado? ¿O acaso algún
nuevo estudio había conmocionado al mundo poniendo de manifiesto el
carácter falaz de la teoría marxista? ¿Tropezamos con un viejo
manuscrito perdido de Marx en el que este confesaba que todo había
sido una broma? Desde luego, no fue por la consternación que nos
causó descubrir que Marx trabajó a sueldo del capitalismo, porque
eso era algo que ya habíamos sabido todo este tiempo. Sin la
factoría textil Ermen & Engels de Salford, propiedad del padre
de Friedrich Engels, industrial del ramo, es muy posible que un pobre
crónico como Marx no hubiera logrado siquiera sobrevivir para
escribir sus invectivas contra los empresarios del textil.
Algo había pasado, sin
duda, en el transcurso del periodo en cuestión. A partir de mediados
de la década de 1970, el sistema occidental experimentó ciertos
cambios cruciales. Hubo una transición desde la producción
industrial tradicional a una cultura «posindustrial» de consumismo,
comunicaciones, tecnología de la información y auge del sector
servicios. Las empresas pequeñas, descentralizadas, versátiles y no
jerárquicas pasaron a estar a la orden del día. Los mercados se
desregularon y el movimiento obrero fue objeto de una salvaje
ofensiva legal y política. Las lealtades de clase tradicionales se
debilitaron, al tiempo que otras identidades (locales, de género y
étnicas) cobraron mayor relevancia. La política pasó a entrar cada
vez más de lleno en el terreno de la gestión y la manipulación.
Las nuevas tecnologías
de la información desempeñaron un papel clave en la creciente
globalización del sistema, impulsada cuando un puñado de empresas
transnacionales optó por distribuir la producción y la inversión
por todo el planeta en busca de las fuentes de rentabilidad más
fácil. Buena parte de la producción fabril se deslocalizó hacia
países de salarios bajos del llamado mundo «subdesarrollado», lo
que indujo a algunos occidentales de mentalidad localista a concluir
que las industrias pesadas habían desaparecido ya de la faz de la
tierra en su conjunto. A raíz de esta movilidad global se produjeron
migraciones internacionales de carácter masivo y, con ellas, el
resurgimiento del racismo y del fascismo en respuesta a la afluencia
torrencial de inmigrantes pobres a las economías más avanzadas.
Los países «periféricos»
se veían sometidos a un régimen de explotación de su mano de obra,
a la privatización de servicios públicos, a recortes en las
prestaciones sociales y a una relación real de intercambio comercial
desigual hasta extremos surrealistas, mientras que, por otro lado,
los nuevos ejecutivos de las naciones metropolitanas cambiaban de
imagen con respecto a sus predecesores: con barbas de varios días y
cuellos de camisa desabrochados y sin corbata, estos genios de los
negocios modernos mostraban su lado sensible desviviéndose por el
bienestar espiritual de sus empleados y empleadas.
Nada de esto sucedió
porque el sistema capitalista estuviera flotando en la
despreocupación y el optimismo, sino más bien por todo lo
contrario. Su por entonces recién estrenada belicosidad —como la
mayoría de formas de agresividad— obedecía a la profunda ansiedad
que lo invadía. Si el sistema se volvió frenético, fue por la
depresión latente en que se hallaba sumido. Lo que impulsó aquella
reorganización fue, por encima de todo, el repentino apagón del
boom de posguerra. La intensificación de la competencia
internacional estaba forzando a la baja las tasas de rentabilidad,
secando las fuentes de inversión y ralentizando los índices de
crecimiento. Hasta la socialdemocracia había pasado a ser una opción
política demasiado radical y cara. El escenario era, pues, el
propicio para el ascenso de Reagan y de Thatcher, quienes ayudaron a
desmantelar el tejido industrial tradicional, a coartar al movimiento
obrero, a dejar que el mercado se desatara, a fortalecer el brazo
represor del Estado y a capitanear una nueva filosofía social: la de
la más descarada codicia. El desplazamiento de las inversiones desde
el sector de la industria al de los servicios, las finanzas y las
comunicaciones fue la reacción a una crisis económica prolongada, y
no el salto que nos sacó de un viejo panorama desolado para
impulsarnos hacia un nuevo mundo feliz.
Aun así, es dudoso que
la mayoría de los radicales que cambiaron de opinión sobre el
sistema entre las décadas de 1970 y 1980 lo hicieran simplemente
porque se hubiera reducido el número de fábricas textiles
existentes. Eso no fue lo que los indujo a abandonar el marxismo, a
la vez que las patillas y las cintas del pelo, sino más bien su
convencimiento creciente de que el régimen al que se enfrentaban no
iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. No fueron tanto las
ilusiones despertadas por el nuevo capitalismo como la desilusión
ante las escasas posibilidades de cambiarlo la que resultó decisiva
en ese sentido. Hubo, justo es reconocerlo, un número sobrado de
antiguos socialistas que racionalizaron su pesimismo proclamando que,
si no se podía cambiar el sistema, tampoco había necesidad alguna
de transformarlo. Pero lo que resultó concluyente de verdad fue la
falta de fe en una alternativa. Porque el movimiento obrero había
quedado tan maltratado y ensangrentado, y el retroceso de la
izquierda política era tan contundente, que el futuro parecía
haberse esfumado sin dejar rastro. Entre algunos de los componentes
de las filas de la izquierda, la caída del bloque soviético a
finales de la década de 1980 no hizo más que profundizar el
desencanto. Tampoco ayudó que la corriente radical más exitosa de
la era moderna, el nacionalismo revolucionario, estuviera
prácticamente agotado por entonces. El factor que más contribuyó a
engendrar la cultura del posmodernismo, con su rechazo de los
llamados grandes relatos y su anuncio triunfal del «fin de la
historia», fue el convencimiento de que el futuro iba a ser
simplemente más de lo mismo que ya teníamos en el presente. O, en
palabras de un eufórico posmoderno: «el presente con más
opciones».
Lo que contribuyó más
que ninguna otra cosa a desacreditar el marxismo, pues, fue la
sensación de impotencia política que se había ido apoderando de
mucha gente. Resulta difícil mantener la fe en el cambio cuando el
cambio mismo parece estar fuera del orden de prioridades, aunque sea
en el momento que más se necesita esa fe (a fin de cuentas, si uno
no se resiste a lo aparentemente inevitable, jamás sabrá cuán
inevitable era en realidad). Si los débiles de ánimo hubieran
logrado aferrarse a sus antiguas tesis durante un par de décadas
más, habrían sido testigos de cómo ese capitalismo exultante e
inexpugnable a duras penas lograba mantener abiertos los cajeros
automáticos de las sucursales de los grandes bancos en 2008. También
habrían visto todo el continente situado al sur del canal de Panamá
desplazarse decididamente hacia la izquierda política. El «fin de
la historia» parece haber tocado a su propio fin. Además, y en
cualquier caso, los marxistas deberían estar más que habituados a
la derrota. Ya habían conocido catástrofes mayores que esta. El
sistema en el poder tiene siempre las probabilidades de cara, aunque
solo sea porque cuenta con más tanques que quienes se oponen a él.
Pero el desplome de tan embriagadores ideales y efervescentes
ilusiones como los de finales de la década de 1960 resultó
especialmente difícil de asumir por parte de los supervivientes de
aquella era.
Así pues, lo que restó
plausibilidad al marxismo no fue un supuesto cambio de pelaje del
capitalismo. De hecho, la realidad fue justamente la contraria: en lo
que al sistema respecta, las cosas siguieron como siempre, pero más
aún que antes. Lo irónico de la situación, por lo tanto, es que
los mismos factores que contribuyeron a que el marxismo fuese objeto
de rechazo otorgaban renovada credibilidad a sus reivindicaciones. Se
vio abocado a la marginalidad porque el orden social al que se
enfrentaba, lejos de tornarse más moderado y benigno, se volvió más
despiadado y extremo que antes. Y esto hizo que la crítica marxista
de ese orden resultara aún más pertinente. A escala global, el
capital estaba más concentrado y se comportaba de forma más
predatoria que nunca, mientras que el tamaño de la clase trabajadora
no hacía más que aumentar en realidad. Empezaba a vislumbrarse la
posibilidad de un futuro en el que los megarricos vivieran refugiados
y parapetados en sus vecindarios exclusivos de acceso restringido y
protegidos por vigilancia armada de los mil millones aproximados de
habitantes de los asentamientos urbanos marginales, hacinados en sus
fétidas casuchas y rodeados por torres de vigilancia y alambradas.
En semejantes circunstancias, afirmar que el marxismo estaba acabado
era como decir que los bomberos estaban pasados de moda porque los
pirómanos se habían vuelto más hábiles e inventivos que nunca.
Como ya predijera Marx,
en nuestra propia época las desigualdades de riqueza se han
profundizado hasta niveles extraordinarios. La renta actual de un
solo multimillonario mexicano equivale a los ingresos de sus 17
millones de compatriotas más pobres. El capitalismo ha creado más
prosperidad de la que nunca antes había contemplado la historia,
pero el coste (por ejemplo, en términos de la indigencia casi
absoluta de miles de millones de personas) ha sido astronómico.
Según el Banco Mundial, en 2001, 2740 millones de personas vivían
con menos de dos dólares al día. Nos enfrentamos a un futuro
probable de Estados nuclearizados en guerra por el control de unos
recursos escasos, escasez que es consecuencia en buena medida del
propio capitalismo. Por vez primera en la historia, nuestro modo de
vida preponderante tiene el poder no solo de engendrar racismo y
propagar el cretinismo cultural, de impulsarnos a la guerra o de
conducirnos como ganado a campos de trabajos forzados, sino también
de erradicarnos del planeta. El capitalismo actuará antisocialmente
si le resulta rentable hacerlo, y hoy en día eso podría significar
una devastación humana de una escala inimaginable. Lo que solía ser
fantasía apocalíptica no es hoy más que sobrio realismo. El
tradicional eslogan izquierdista, «socialismo o barbarie», ya ha
dejado de ser una mera floritura retórica: nunca antes fue tan
tristemente pertinente. En tan funestas condiciones, como bien ha
escrito Fredric Jameson, «es necesario que el marxismo vuelva a
hacerse realidad».
Las espectaculares
desigualdades de riqueza y poder, las guerras imperiales, la
intensificación de la explotación, el creciente carácter represor
del Estado: si todas estas son características del mundo actual, no
lo fueron menos de la realidad sobre la que el marxismo ha
reflexionado tradicionalmente y contra la que lleva actuando desde
hace casi dos siglos. Es de esperar, pues, que tenga algunas
lecciones que enseñar al presente. De hecho, el propio Marx quedó
especialmente conmocionado por el proceso de extraordinaria violencia
mediante el que, en su propio país de adopción, Inglaterra, se fue
forjando una clase obrera urbana a partir de un campesinado
desarraigado de su anterior entorno, y ese es un proceso que Brasil,
China, Rusia y la India están viviendo en la actualidad. Tristram
Hunt señala que el libro de Mike Davis, Planet of Slums, que
documenta las «apestosas montañas de mierda» que son los extensos
asentamientos urbanos marginales que nos encontramos en ciudades como
las actuales Lagos o Dhaka, puede ser leído como una versión puesta
al día de La condición de la clase obrera, de Engels. En un momento
en el que China se está convirtiendo en la fábrica del mundo, según
Hunt, «las “zonas económicas especiales” de Guangdong y de
Shanghai evocan inquietantes reminiscencias del Manchester y el
Glasgow de la década de 1840».
¿Y si lo anticuado no
fuera el marxismo, sino el capitalismo en sí?
Marx creía, ya en
tiempos de la Inglaterra victoriana, que el sistema había perdido
todo su fuelle. Aunque en su momento de máximo apogeo había
favorecido el desarrollo social, pasado este, se había convertido en
una rémora, más que en un factor de prosperidad. Para él, la
sociedad capitalista derrochaba fantasía y fetichismo, mito e
idolatría, por mucho que alardeara de su modernidad. La propia
explicación que esta daba a su éxito (una petulante fe en la
superioridad de su propia racionalidad) no dejaba de ser una forma de
superstición. Si, por una parte, el capitalismo era capaz de
progresos asombrosos, en otro sentido estaba obligado a correr
denodadamente solo para seguir donde estaba. El límite final del
capitalismo, según comentó Marx en una ocasión, es el capital
mismo, pues la reproducción constante de este es una frontera más
allá de la cual no se puede aventurar. Así pues, este régimen
histórico —el más dinámico de todos— exhibe un curioso
carácter estático y repetitivo. Y el hecho de que su lógica
subyacente se mantenga bastante constante es uno de los motivos por
los que la crítica marxista sigue conservando la mayor parte de su
validez. Esta crítica solo perdería vigencia si el sistema fuese
verdaderamente capaz de romper con sus propios límites y
trascenderlos inaugurando algo inimaginablemente nuevo. Pero el
capitalismo es incapaz de inventar un futuro que no reproduzca
ritualmente su presente (el mismo de siempre, aunque, eso sí, «con
más opciones»).
El capitalismo ha
propiciado grandes avances materiales. Pero por mucho que su modo de
organización ha tenido tiempo de sobra para demostrar esa supuesta
capacidad suya para satisfacer todas las necesidades y las
reivindicaciones humanas, hoy parece más alejado de conseguirlo que
nunca. ¿Cuánto estamos dispuestos a esperar hasta que se muestre a
la altura de lo que de él se espera? ¿Por qué continuamos
consintiendo el mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa
riqueza generada por el modo de producción capitalista acabará
llegándonos a todos y a todas tarde o temprano? ¿Acaso sería el
mundo tan indulgente (tan prudentemente dispuesto a esperar la
evolución de los acontecimientos) con parecidas promesas incumplidas
si estas vinieran de las filas de la extrema izquierda? Por lo menos,
los derechistas que admiten que siempre habrá injusticias colosales
en ese sistema, pero que así son las cosas, pues las alternativas
son aún peores, son más honestos (a su descarado modo) que quienes
predican que todo terminará saliendo bien. Si en el mundo hubiera
personas ricas y personas pobres en el mismo sentido en el que las
hay negras y blancas, entonces las ventajas de los acaudalados
podrían acabar extendiéndose con el tiempo a los necesitados. Pero
decir que algunas personas están en la miseria mientras otras llevan
vidas económicamente prósperas se parece más bien a afirmar que el
mundo está dividido entre policías y delincuentes. El caso es que
lo está, pero que si nos quedamos únicamente en ese hecho,
estaremos ocultándonos a nosotros mismos la verdad: que es que hay
policías precisamente porque hay delincuentes.” (…)
(Fragmento de: Terry
Eagleton. “Por qué Marx tenía razón”)
Me lo pido.
ResponderEliminarTómalo.
EliminarTiene razón, el marxismo no es una elección...es una necesidad.
ResponderEliminarBrindo por ese día, en el que el marxismo deje de ser una herramienta útil, y quede totalmente desfasado. Tan desfasado e innecesario, como lo sea la división social y patrimonial, en diferentes clases sociales.
Me uno a tu brindis. Mientras tanto...
EliminarPara mí, el valor inmanente del marxismo que formuló las mejores preguntas supera con creces al marxismo que tiene todas las respuestas.
ResponderEliminarPreguntas/respuestas/Preguntas/respuestas... Teoría/práxis. Dialéctica.
EliminarInteresante análisis de la realidad criminal que vivimos. A grandes rasgos coincido con el autor... habrá que leer el libro.
ResponderEliminarSalud!
El libro puedes descargarlo (en pdf) en el siguiente enlace:
Eliminarhttps://kabirabud.files.wordpress.com/2013/09/terry-eagleton.pdf
Salud!
Gracias... me lo descargo
EliminarEs curioso que Marx hace un análisis de los sistemas anteriores, da en el clavo con el mecanismo de acumulación, que es la posesión de los mecanismos de producción, incluso llega a proponer que es el estado en sus múltiples formas el garante del mismo, que debe ser domesticadopara hacerlo desaparecer y de repente puff, desaparece la crítica al autoritarismo. Tachán tachán magia.
ResponderEliminarSalud!