Fragmento
extraído del libro de Howard Zinn
La otra
Historia de los Estados Unidos.
Desde 1492 hasta el presente.
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En
febrero de 1898, el buque de guerra estadounidense Maine,
fondeado en el
puerto de La Habana como un símbolo del interés americano por los
acontecimientos en Cuba, fue destruido por una misteriosa explosión
y se hundió, con una pérdida de 268 hombres. Jamás se presentó
una prueba sobre la causa de la explosión, pero en Estados Unidos,
la ansiedad aumentó rápidamente y McKinley
empezó a actuar con vistas a una guerra.
Esa
primavera, tanto McKinley como la comunidad empresarial comenzaron a
darse cuenta de que no podrían lograr su objetivo –sacar a España
de Cuba– sin la guerra, y que el siguiente objetivo –asegurar la
influencia militar y económica americana en Cuba– no podían
dejarlo en manos de los rebeldes cubanos. Sólo una intervención
norteamericana podría asegurar dicho objetivo. Anteriormente, el
Congreso había aprobado la Enmienda
Teller, que comprometía a Estados Unidos a no anexionarse Cuba.
Dicha Enmienda la iniciaron y apoyaron aquellas personas interesadas
en la independencia cubana y opuestas al imperialismo americano, y
también la apoyaron los empresarios que consideraban que la "puerta
abierta" era suficiente y la intervención militar innecesaria.
Pero en la primavera de 1898, la comunidad empresarial ya estaba
sedienta de acción. El Journal
of Commerce escribió:
"La
Enmienda Teller... debe interpretarse en un sentido algo diferente
del que su autor le dio".
Había
intereses especiales que se beneficiarían directamente de la guerra.
En Washington, declararon que un "espíritu beligerante"
se había adueñado del ministerio del Ejército, alentado "por
los contratistas de proyectiles, artillería, munición y otros
materiales, que atestaban el ministerio desde la destrucción del
Maine" El banquero Russell Sage dijo que si estallaba la
guerra, "no hay ninguna duda sobre las lealtades de los
ricos". Un informe sobre los empresarios decía que John
Jacob Astor, William Rockefeller y Thomas Fortune Ryan se "sentían
militantes". J.P. Morgan pensaba que no se lograría nada
manteniendo más conversaciones con España.
El
25 de mayo llegó a la Casa Blanca un telegrama de un consejero de
McKinley, que decía "Aquí, las grandes corporaciones creen
ahora que tendremos guerra. Creo que será bien recibida por todos,
como un descanso después del suspense". Dos días después
de recibir este telegrama, McKinley dio un ultimátum a España,
exigiendo un armisticio. No decía nada sobre la independencia de
Cuba. Un portavoz de los rebeldes cubanos –parte de un grupo de
cubanos en Nueva York– entendió que esto significaba que Estados
Unidos quería simplemente reemplazar a España. Dio esta respuesta:
En
vista de la presente propuesta de intervención, sin un previo
reconocimiento de la independencia, es necesario que demos un paso
más y digamos que debemos considerar y consideraremos dicha
intervención nada menos que como una declaración de guerra por
parte de Estados Unidos contra los revolucionarios cubanos.
De
hecho, cuando, el 11 de abril, McKinley pidió al Congreso el visto
bueno para la guerra, no reconoció a los rebeldes como beligerantes,
ni pidió la independencia de Cuba. Sin embargo, cuando las tropas
americanas desembarcaron en Cuba, los rebeldes les dieron la
bienvenida, confiando en que la Enmienda
Teller garantizaría la independencia cubana.
Muchos
libros sobre la historia de la guerra de Estados Unidos y España
afirman que en Estados Unidos la "opinión pública" llevó
a McKinley a declararle la guerra a España y a enviar tropas a Cuba.
Es verdad que ciertos periódicos influyentes habían estado
presionando concienzudamente –histéricamente incluso. Y muchos
americanos, que veían la independencia cubana como el objetivo de la
intervención –y con la Enmienda Teller como garantía de dicha
intención– apoyaron la idea. Pero ¿hubiera declarado McKinley la
guerra debido a la prensa y a una parte de la opinión pública (en
esa época, no había sondeos de opinión), sin la presión de la
comunidad empresarial? Varios años después de la guerra de Cuba, el
presidente de la Oficina de Comercio Exterior del Departamento de
Comercio escribió sobre ese período:
La
guerra entre Estados Unidos y España no fue sino un incidente de un
movimiento general de expansión, que tenía sus raíces en el nuevo
entorno de una capacidad industrial mucho mayor que nuestra capacidad
de consumo doméstico.
Los
sindicatos laboristas americanos simpatizaron con los rebeldes
cubanos en cuanto comenzó la insurrección contra España en 1895,
pero se oponían al expansionismo americano.
Cuando
la explosión del Maine en febrero originó histéricos gritos de
guerra en la prensa, el periódico mensual de la Asociación
Internacional de Maquinistas convenía en que era un desastre
terrible, pero señaló que las muertes de trabajadores en accidentes
industriales no suscitaba tal clamor nacional. Hizo referencia a la
masacre de Lattimer del 10 de septiembre de 1897, durante una huelga
del carbón en Pennsylvania, cuando un sheriff y sus ayudantes
dispararon a una manifestación de mineros, matando a diecinueve –por
la espalda a la mayoría– y señaló que la prensa no protestó. El
periódico laborista decía que:
Los
millares de vidas útiles que se sacrifican cada año al Moloch de la
avaricia –el tributo de sangre que el laborismo ofrece al
capitalismo– no suscita ningún clamor de venganza e indemnización.
Algunos
sindicatos –como los United
Mine Workers (Mineros
Unidos)– pidieron, tras el hundimiento del Maine, la intervención
de Estados Unidos, pero la mayoría estaba contra la guerra. El
tesorero del Sindicato Americano de Estibadores, Bolton
Hall, redactó un escrito titulado "Una
petición de paz al laborismo",
que tuvo una amplia difusión:
Si
hay una guerra, vosotros proveeréis los cadáveres y los impuestos,
y otros cosecharán la gloria.
Los
socialistas, salvo raras excepciones (una de ellas, el diario judío
Daily
Forward), se
oponían a la guerra. El periódico socialista más importante,
Appeal
to Reason, dijo
que el movimiento en favor de la guerra era "un
método favorito de los gobernantes para evitar que la gente corrija
los males domésticos".
En el periódico de San Francisco Voice
of Labor, un
socialista escribió "Es
terrible pensar que mandarán a los pobres trabajadores de este país
a herir y matar a los pobres trabajadores españoles, sólo porque
unos pocos dirigentes les inciten a hacerlo".
Pero
tras la declaración de guerra, la mayoría de los sindicatos
estuvieron de acuerdo con ella. Samuel Gompers dijo que la guerra era
"gloriosa y justa". La guerra trajo consigo más
empleo y mejores salarios, pero también precios más altos y mayores
impuestos.
El
primero de mayo de 1989, el Partido Socialista de los Trabajadores
organizó una manifestación antibélica en Nueva York, pero las
autoridades no permitieron que tuviese lugar, al tiempo que sí
permitían otra manifestación del primero de mayo, convocada por el
diario judío Daily Forward, que exhortaba a los trabajadores
judíos a apoyar la guerra.
La
predicción que hizo el estibador Bolton Hall acerca de la corrupción
y excesivas ganancias en tiempo de guerra, resultó ser
extraordinariamente certera. La Encyclopedia
of American History
de Richard
Morris ofrece cifras sobrecogedoras:
De
los más de 274.000 oficiales y soldados que servían en el ejército
durante la guerra y en el período de desmovilización, 5.462
murieron en varios quirófanos y campamentos en Estados Unidos. Tan
sólo 379 de las muertes fueron bajas de batalla. El resto se
atribuyó a enfermedades y otras causas.
Walter
Millis da las mismas cifras en su libro The Martial Spirit. En
la Encyclopedia se dan de modo conciso y sin mencionar la
"carne de vaca embalsamada" (un término de un
general del ejército) que las empresas cárnicas vendieron al
ejército. Era carne conservada con ácido bórico, nitrato potásico
y colorantes artificiales, pero que en esos momentos estaba podrida y
maloliente. Miles de soldados se envenenaron con la comida, pero no
hay cifras de cuántas de las cinco mil muertes fuera de los combates
las causó el envenenamiento.
Derrotaron
a las tropas españolas en tres meses, en lo que John Hay, el
secretario de Estado americano, llamó más tarde "una
guerrita espléndida". El ejército americano hizo como que
no existía ejército rebelde cubano alguno, y cuando los españoles
se rindieron, no se permitió a ningún cubano asistir a la rendición
o a firmarla. El general William Shafter dijo que ningún rebelde
armado podía entrar en Santiago, la capital, y dijo al líder
rebelde cubano, general Calixto García, que las viejas autoridades
civiles españolas –y no los cubanos– permanecerían a cargo de
las oficinas municipales de Santiago.
García
escribió una carta de protesta:
…cuando
surge la cuestión de nombrar a las autoridades de Santiago de Cuba
no puedo ver sino con el más profundo pesar que dichas autoridades
no están elegidas por el pueblo cubano, sino que son los mismos
seleccionados por la reina de España.
Junto
al ejército americano, llegó a Cuba el capital americano. La Lumbermen's
Review, portavoz de la industria maderera, escribió en plena
guerra "Cuba aún posee 10.000.000 de acres de selva virgen,
con abundante madera valiosa, de la que casi cada metro se vendería
fácilmente en Estados Unidos y produciría pingües beneficios".
Cuando
terminó la guerra, los americanos comenzaron a hacerse cargo de los
ferrocarriles, las minas y las propiedades azucareras. En pocos años,
se invirtieron 30 millones de dólares de capital americano. United
Fruit entró en la industria azucarera cubana. Compró 1.900.000
acres de terreno a unos veinte centavos el acre. Llegó la Compañía
de Tabaco Americana. Para el final de la ocupación, en 1901, al
menos el 80% de las exportaciones de mineral cubano estaba en manos
americanas, sobre todo de Aceros Bethlehem.
Durante
la ocupación militar, tuvieron lugar una serie de huelgas. En
septiembre de 1899, miles de trabajadores emprendieron una huelga
general en La Habana, reivindicando la jornada laboral de ocho horas.
El general americano William Ludlow ordenó al alcalde de La Habana
que arrestase a once líderes huelguistas y las tropas americanas
ocuparon las estaciones y los puertos. La policía recorrió la
ciudad disolviendo asambleas. Pero la actividad económica de la
ciudad se había parado Los trabajadores del tabaco estaban en
huelga. Los impresores estaban en huelga, al igual que los panaderos.
Arrestaron a cientos de huelguistas y luego intimidaron a algunos de
los líderes encarcelados, para que pidieran el final de la huelga.
Estados
Unidos no se anexionó Cuba, pero advirtieron a una Convención
Constitucional Cubana que el ejército de Estados Unidos no saldría
de Cuba hasta que se incorporase la Enmienda Platt –que el Congreso
aprobó en febrero de 1901– en la nueva Constitución cubana. Dicha
enmienda confería a Estados Unidos "el derecho a intervenir
para preservar la independencia cubana, la defensa de un Gobierno
adecuado para la protección de la vida, la propiedad y la libertad
individual...".
En
estos momentos, tanto la prensa radical y laborista, como los
periódicos y asociaciones de todo Estados Unidos veían la Enmienda
Platt como una traición al concepto de la independencia cubana. Un
mítin multitudinario de la Liga Antiimperialista Americana en
Faneuil Hall, en Boston, denunció la enmienda y el exgobernador
George Boutwell dijo: "Rompiendo nuestra promesa de libertad
y soberanía para Cuba, estamos imponiendo en dicha isla unas
condiciones de vasallaje colonial".
En
La Habana, una procesión con antorchas de quince mil cubanos fue a
la Convención Constitucional, animándoles a rechazar la enmienda.
Un delegado negro de Santiago denunció en la Convención:
Que
Estados Unidos se reserve el poder de determinar cuándo se amenaza a
nuestra independencia y, por tanto, cuándo deben intervenir para
preservarla, equivale a entregarles las llaves de nuestra casa para
que puedan entrar en cualquier momento, cuando les de la gana, de día
o de noche, tanto con buenas como con malas intenciones.
Con
esta denuncia, la Convención rechazó rotundamente la Enmienda
Platt.
Sin
embargo, en los tres meses siguientes, la presión de Estados Unidos,
la ocupación militar y la negativa a permitir que los cubanos
estableciesen su propio gobierno hasta que dieran su consentimiento,
tuvo su efecto: la Convención, tras varias negativas, adoptó la
Enmienda Platt. En
1901, el general Leonard Wood escribió a Theodore Roosevelt: "Por
supuesto que en Cuba queda muy poca independencia –si es que queda
algo– bajo la Enmienda Platt".
Cuba
no era una colonia completa, pero ahora estaba bajo la esfera de
influencia americana. Sin embargo, la guerra hispano–americana sí
resultó en una serie de anexiones directas por parte de Estados
Unidos. Fuerzas militares estadounidenses tomaron el poder en Puerto
Rico –vecino de Cuba en el Caribe–, que pertenecía a España.
Las islas Hawai, casi a medio camino de Japón, lugar ya visitado por
los misioneros americanos y los propietarios de plantaciones de
piñas, y que oficiales americanos habían descrito como "una
pera madura, lista para arrancarla", fueron anexionadas en
julio de 1898, tras una resolución unánime del Congreso. Por esa
misma época, ocuparon la isla Wake, situada a 2.300 millas al oeste
de Hawai, de camino a Japón. También ocuparon Guam, una posesión
española en el Pacífico, casi en Filipinas. En diciembre de 1898,
firmaron el tratado de paz con España, que cedió oficialmente a
Estados Unidos Guam, Puerto Rico y Filipinas, a cambio de un pago de
20 millones de dólares.
En
Estados Unidos hubo acaloradas disputas sobre si tomar Filipinas o
no. Hay una anécdota del presidente McKinley sobre cómo contó su
toma de decisión a un grupo de ministros que visitaban la Casa
Blanca:
Solía
caminar por la Casa Blanca, noche tras noche, hasta la medianoche; y
no me avergüenza decirles, caballeros, que más de una noche me
arrodillé y recé a Dios Todopoderoso para que me iluminara y
guiara. Una noche –era tarde ya– me vino de la siguiente forma;
no sé cómo sucedió, pero me vino:
Que
no podíamos devolverlas a España –eso sería cobarde y
deshonroso.
Que
no podíamos dejarles solos. No estaban preparados para la
autodeterminación y pronto caerían en la anarquía y en un Gobierno
peor que el que les había dado España.
Que
solo cabía hacer una cosa: hacernos cargo de todos los filipinos y
educarlos, elevarlos, civilizarlos, cristianizarlos y, por la Gracia
de Dios hacer todo lo posible por estos nuestros semejantes, por
quienes Cristo tambien murió. Después, me fui a dormir a la cama y
dormí profundamente.
Los
filipinos no recibieron el mismo mensaje de Dios. En febrero de 1899
se rebelaron contra el dominio americano, como se habían rebelado
varias veces contra los españoles. Un dirigente filipino, Emiliano
Aguinaldo, se hizo líder de los insurrectos que luchaban contra
Estados Unidos. Propuso la independencia filipina bajo un
protectorado norteamericano, pero rechazaron su propuesta.
A
Estados Unidos le llevó tres años aplastar la rebelión y emplearon
setenta mil soldados –cuatro veces más de los que desembarcaron en
Cuba– y tuvieron miles de bajas en batalla, muchas más que en
Cuba. Fue una guerra cruenta. Para los filipinos, el índice de
muertes por las batallas y las enfermedades fue enorme.
Ahora,
los políticos y los intereses empresariales de todo el país tenían
el sabor del imperio en los labios. El racismo, el paternalismo y los
discursos sobre el dinero se mezclaban con discursos sobre el destino
y la civilización.
El
9 de enero de 1900, Albert Beveridge habló en el Senado como
portavoz de los intereses económicos y políticos del país:
Sr.
Presidente, estos tiempos requieren franqueza. Los filipinos son
nuestros para siempre… y tan sólo mas allá de Filipinas están
los ilimitados mercados de China. No nos retiraremos de ninguno… No
renunciaremos a nuestra parte en la misión de nuestra raza,
administradora, Dios mediante, de la civilización del mundo… se
nos ha acusado de crueldad en el modo en que hemos llevado la guerra.
Senadores, ha sido al reves… Senadores, deben recordar que no
estamos tratando con americanos o europeos. Estamos tratando con
orientales.
McKinley
dijo que la contienda con los rebeldes empezó cuando los insurgentes
atacaron a tropas americanas. Pero, más tarde, soldados americanos
testificaron que Estados Unidos fue quien abrió fuego primero.
Después de la guerra, un oficial del ejército que habló en el
Faneuil Hall de Boston, dijo que su coronel le había ordenado
provocar un conflicto con los insurgentes.
William
James, el filósofo de Harvard, era partícipe de un movimiento de
importantes empresarios, políticos e intelectuales americanos que en
1898 formaron la Liga Antiimperialista, llevando a cabo una
prolongada campaña para educar al pueblo americano sobre los
horrores de la guerra de Filipinas y los males del imperialismo.
La
Liga Antiimperialista publicó cartas de soldados de servicio en
Filipinas. Un capitán de Kansas escribió "Se suponía que
Caloocan tenía 17.000 habitantes. El Duodécimo de Kansas lo arrasó
y ahora en Caloocan no hay ni un sólo nativo".
Un
soldado voluntario del estado de Washington escribió "Nuestra
sangre luchadora bullía y todos nosotros queríamos matar a los
sucios negros".
En
Estados Unidos era una época de intenso racismo. Entre los años
1889 y 1903, las pandillas linchaban una media de dos negros por
semana –ahorcados, quemados, mutilados. Los filipinos eran de piel
marrón, físicamente identificables, con un idioma y un aspecto
extraños para los americanos. Así que, a la común brutalidad
indiscriminada de la guerra, se sumaba el factor de la hostilidad
racial.
En
noviembre de 1901, el corresponsal en Manila del Ledger de
Filadelfia relataba:
Nuestros
hombres han sido implacables, han matado para exterminar hombres,
mujeres, niños, prisioneros y cautivos, insurgentes activos y gente
sospechosa, desde niños de diez años en adelante, predominaba la
idea de que el filipino como tal era poco mas que un perro.
El
ministro de la guerra, Elihu Root, respondió a las acusaciones de
brutalidad "El ejército americano ha conducido la guerra en
Filipinas teniendo en cuenta escrupulosamente las normas de la guerra
civilizada con un autodominio y una humanidad jamás igualada".
En
Manila, acusaron a un marine llamado Littletown Waller –un general
de división– de disparar a once filipinos indefensos y sin juicio
previo en la isla de Sainar. Otros oficiales de los marines dieron su
testimonio:
El
general de división dijo que el general Smith le había dado
instrucciones de matar y quemar, que no era momento de tomar
prisioneros y que tenía que convertir Sainar en un lúgubre
desierto. El mayor Waller le dijo al general Smith que definiera la
edad limite para matar y éste respondió "A cualquiera que
tenga más de diez años".
Mark
Twain comentó sobre la guerra de Filipinas:
Hemos
apaciguado y enterrado a varios millares de isleños, hemos destruido
sus campos, quemado sus aldeas y hemos dejado a sus viudas y
huérfanos a la intemperie y así, mediante estas providencias
divinas –y la expresión es del Gobierno, no mía– somos una
potencia mundial.
La
potencia de fuego americana era abrumadoramente superior a cualquier
cosa que pudieran reunir los rebeldes filipinos. En la primera
batalla, el almirante Dewey navegó río arriba por el Pasig y
disparó proyectiles de 500 libras de peso a las trincheras
filipinas. Los filipinos muertos estaban apilados a tal altura que
los americanos utilizaban los cuerpos de parapeto. Un testigo
británico dijo "Esto no es una guerra, es simplemente una
masacre y una carnicería sangrienta" Se equivocaba: era una
guerra.
El
hecho de que los rebeldes resistieran contra unas fuerzas tan
superiores durante años, significaba que tenían el apoyo de la
población. El general Arthur
MacArthur, [no confundir con Douglas MacArthur] comandante de la
guerra filipina, dijo "Creía
que las tropas de Aguinaldo representaban sólo una fracción. Me
resistía a creer que toda la población de Luzón –es decir, la
población nativa– se oponía a nosotros".
Pero dijo que se vio "obligado
contra su voluntad"
a creer esto, porque las tácticas guerrilleras del ejército
filipino "dependían
de una unidad de acción casi completa de toda la población nativa".
A
pesar de las cada vez más numerosas pruebas de brutalidad y de la
labor de la Liga Antiimperialista, en Estados Unidos había algunos
sindicatos que apoyaban la expansión imperialista. Pero el
Carpenter's Journal se preguntaba "¿Cuánto han
prosperado los trabajadores de Inglaterra con todas sus posesiones
coloniales?".
Cuando,
a comienzos de 1899, el tratado de anexión de Filipinas estaba listo
para debate en el Congreso, los Sindicatos Centrales de Trabajadores
de Boston y Nueva York se opusieron a él. En Nueva York, hubo un
mítin multitudinario contra la anexión. La Liga Antiimperialista
puso en circulación más de un millón de panfletos contra la
anexión de Filipinas. Aunque la Liga estaba organizada y dominada
por intelectuales y empresarios, una gran parte de su medio millón
de afiliados eran personas de clase obrera, incluyendo mujeres y
negros. Organizaciones locales de la Liga celebraron mítines por
todo el país. Fue una fuerte campaña en contra del tratado y,
cuando el Senado lo ratificó, fue por un solo voto.
Las
contradictorias reacciones del laborismo respecto a la guerra
–atraídos por las ventajas económicas, y a la vez repelidos por
la expansión capitalista y la violencia– impedían que el
laborismo pudiera unirse para detenerla o para emprender una lucha de
clases contra el sistema en su propio país.