Correo
de los trabajadores – 23/05/2020
Los seres vivos perciben
el entorno de distintas maneras e intensidad. Los perros tienen una
vista mediocre y perciben los colores de una forma distinta al ser
humano, pero pueden ver en condiciones de baja iluminación y
semioscuridad y tienen un oído y un sentido del olfato muy agudos.
Los cóndores tienen un increíble sentido de la vista y del olfato,
que les permite ver y oler comida potencial desde grandes alturas.
Las aves, peces, anfibios y reptiles pueden ver en el espectro
ultravioleta, algo imposible para el ser humano, lo que les da la
capacidad de percibir colores que ni siquiera podemos imaginar.
Los seres humanos, en
cambio, tenemos un juego de sentidos bien del montón: ninguno de
ellos está muy desarrollado, pero parecemos sentir predilección por
nuestra visión, al punto que hemos creado variadas metáforas y
refranes sobre la percepción que se sostienen con la vista («lo
esencial es invisible a los ojos», «todo entra por la vista», «no
juzgues un libro por su portada», «ver para creer», «el amor es
ciego», «los ojos son el reflejo del alma», «tener visión de
futuro» y un larguísimo etc.). Nuestros ojos perciben la luz
reflejada o emitida por los cuerpos y nuestro cerebro la interpreta
como imágenes. El cielo es azul y en la noche hay estrellas. Es por
esto que nuestra construcción del mundo visible recae
inevitablemente en lo que nuestros ojos ven (y nuestro corazón no
siente).
La curiosidad humana no
acepta restricciones, sobre todo cuando existen las condiciones
adecuadas para desarrollarla. Somos vagabundos, decía Carl Sagan,
exploradores natos preguntándonos siempre qué habrá más allá de
esa colina, de ese mar, de la negrura del espacio; preguntándonos de
qué estará hecha la materia, qué habrá en el mundo de lo
infinitesimal.
Fijemos la vista en
cualquier objeto, concentrémonos en un punto: veremos detalles que
nunca habíamos visto, que nos harán preguntarnos qué forma tiene
una mota de polvo, el canto de un papel o un copo de nieve. Así, con
la curiosidad de averiguar qué se escondía en el mundo de lo
pequeñísimo, en el siglo XVII Antonie van Leeuwenhoek inventó el
microscopio, lo que lo llevó a descubrir en 1657 «pequeñas
criaturas en el agua de lluvia». Van Leeuwenhoek se puso a observar
distintas muestras bajo su microscopio y describió por primera vez a
las bacterias y protistas (1), descubriendo así que, dondequiera que
estuviera, se encontraba rodeado de pequeños organismos. ¡Existen
seres vivos invisibles! ¡Nunca estamos realmente solos!
Muerte y Desolación
Las pandemias han sido
episodios recurrentes en la historia de la humanidad: simplemente nos
habíamos olvidado de ellas. La plaga de Justiniano, por ejemplo, se
remonta al siglo VI dC y causó la muerte de casi el 40% de la
población de Constantinopla: se calcula que hubo cuatro millones de
muertes en todo el Imperio Bizantino (2, 3, 4). En este tiempo no se
conocía qué causaba la muerte de las personas ni cómo podía
expandirse la enfermedad, por lo que se elaboraron teorías que
tenían que ver con «emanaciones pustulentas».
La peste negra, originada
entre 1348 y 1350, transmitida por pulgas de ratas causó estragos en
las poblaciones humanas de Europa y Asia, donde se calcula provocó
la muerte de unos 15 a 23,5 millones de europeos, es decir, entre una
cuarta parte y un tercio de la población total del continente
(aunque hay autores que sugieren una mortandad incluso mayor) (4) .
Posteriormente, otra
plaga similar comenzó en 1850 y se dispersó a casi todo el mundo.
Gracias al avance técnico y estudio del ADN ancestral, se conoce
actualmente que la causante de aquellas tres plagas fue una bacteria,
Yersinia pestis que específicamente causa inflamación en el
sistema linfático (peste bubónica) y, que al afectar tanto la
sangre como los pulmones, puede derivar en septicemia o neumonía (2,
3).
Hasta antes de conocer a
la causante de esas pestes, la muerte era invisible. Los experimentos
claves para vincular enfermedad con microorganismos los realizó
Robert Koch, cuando empezó a cultivar bacterias desde personas o
animales enfermos en el laboratorio para luego ‘inocular’ dichas
bacterias en animales sanos. Su trabajo fue crucial para determinar
el origen de la tuberculosis y otras enfermedades, así como el
posterior desarrollo de vacunas y antibióticos específicos. Como la
historia tiene muchos recovecos, ha quedado en el olvido el rol de
Angelina Fanny Elishemius (Fanny Hesse), quien era esposa del
ayudante de Robert Koch e inventó la solidificación de los medios
de cultivo con agar, lo cual fue muy importante para el aislamiento
de bacterias.
El triunfo de la muerte, Pieter Bruegel (1562-1563). La metáfora de los ejércitos de esqueletos destruyendo el mundo de los vivos es muy poco sutil. |
Los microorganismos
empezaron a tomarse el protagonismo. Lamentablemente, la mayor parte
del tiempo lo han hecho como villanos y enemigos.
Biodiversidad
microbiana
El descubrimiento de
estos seres vivos invisibles despertó la curiosidad de muchos
científicos y no solo en el área de la salud humana: muy pronto se
descubrió que los microorganismos cumplen funciones esenciales en la
transformación de elementos químicos del planeta (los ciclos
biogeoquímicos). Por ejemplo, la fijación de nitrógeno desde la
atmósfera (uno de los principales nutrientes para el crecimiento
vegetal) la hacen bacterias. A las bacterias y otros microorganismos
también debemos agradecerles que haya oxígeno en la atmósfera y
que los cuerpos se degraden al morir.
En 1907, la revista
Zig-Zag publicó una reseña sobre la importancia de los
microorganismos en la vida: «Muy pocas personas reconocen que la
tierra que pisamos es un todo un mundo densamente poblado,
principalmente en las capas superiores, de criaturas infinitamente
pequeñas cuyo desarrollo y desagregación contribuyen mucho a
proveer al hombre y al animal de lo indispensable para conservar la
vida».
¿Qué tan pequeña es
una bacteria? Bueno, imagínese un punto hecho por un lápiz Bic en
una hoja. Luego divida ese punto en mil partes: una de esas partes
sería del tamaño de una bacteria.
Al ser tan, pero tan
pequeñas, las bacterias tienen altísimas posibilidades de crecer y
expandirse. Por eso, no sorprende que sean los organismos más
abundantes y diversos del planeta. Eso genera problemas para
estudiarlos: hay limitaciones humanas (no hay suficientes personas ni
recursos en el área de la microbiología para investigar un número
y diversidad tan grande de organismos) y tecnológicas.
Al menos, esa última
limitación se ha reducido: desde la década del 2010, gracias al
desarrollo de nuevas tecnologías de secuenciación de ADN se ha
facilitado notablemente la detección de microorganismos. Y así
pudimos descubrir que estos bichitos microscópicos se encuentran,
literalmente, en todas partes: en todo objeto, en cualquier
ecosistema, en cualquier rincón de la Tierra. Bueno, hay una
excepción: en ciertos sectores de las aguas de Dallol, en Etiopía,
no crece nada (5) —aunque hay algunas controversias (6).
Evolutivamente, todas las
especies del planeta provienen de un antepasado microbiano. La gran
Lynn Margulis en el año 1967 fue capaz de inferir este evento y
postular la teoría de la endosimbiosis (7). Ahora sabemos con
certeza que los eucariontes (humanos, plantas, tardígrados)
provienen de la simbiosis de una célula de bacteria con una arquea.
Como están en todas
partes, tampoco es sorpresa que sean «parte» de otros organismos.
El planeta es microbiano y lo que nuestros ojos ven es
la manifestación a gran escala de una construcción celular que, al
final de cuentas, es una majamama interconectada y en equilibrio
(las especies) de células bacterianas, arqueanas y eucariontes y
—¡por supuesto!— el hilo invisible que arma y desarma el ADN y
el ARN: los virus.
¿Cómo entender lo
invisible?
Entonces, si los
microorganismos son parte de nuestra construcción humana (desde
antes de nacer), ¿por qué les tememos?
Una pequeña parte de los
microorganismos provocan la muerte de otras células: las «infectan»
y matan. No existen más. Y si la infección es a gran escala, todo
el organismo puede morir, ya sea producto de la infección misma o
por consecuencias colaterales. Incluso si es la primera vez que
nuestro cuerpo se enfrenta a un virus o bacteria patógeno (que causa
una enfermedad), nuestro sistema inmune no estará preparado para
detenerlo: eso nos afecta de forma individual y poblacional, como
ocurre ahora con la pandemia de Covid-19 y otras pandemias históricas
causadas tanto por virus como bacterias y parásitos.
Las pandemias también
afectan a otras especies. De hecho, las pandemias que afectan a
especies de consumo humano han sido bien estudiadas y reportadas,
aunque siempre pueden existir otras que aún no conocemos. El hongo
Batrachochytrium dendrobatidis se ha extendido por el mundo
afectando a distintas especies de anfibios, lo que ha llevado a la
extinción a algunas poblaciones locales (8). ¿Podemos decir por
ello que los anfibios están «en guerra» con el hongo?
Probablemente, no.
Los humanos hemos
humanizado el planeta. Cultivamos vegetales para comer,
engordamos aves para las cazuelas, cortamos bosque nativo para
lápices grafito y madera aglomerada. Tratamos la naturaleza como una
simple proveedora de bienes. Nos comportamos como si el mundo nos
perteneciera. Y cualquiera que diga lo contrario es considerado un
enemigo del bienestar y la prosperidad. El problema es que este
enfoque utilitarista sobre el mundo y la naturaleza se basa en una
pobre comprensión de las relaciones entre seres vivos, clima y
ecosistemas: alterar de forma sostenida, masiva y prolongada estas
relaciones puede traer consecuencias catastróficas para los seres
vivos y ecosistemas del planeta, e incluso para la civilización
humana.
De forma análoga, si no
comprendemos las relaciones naturales que existen entre nuestro
cuerpo con los microorganismos, puede que no nos vaya bien pensando
que tenemos una «guerra» con enemigos invisibles. Somos humanos,
una de las tantas especies que habitan este planeta: sin naturaleza
no existimos. Es por ello que es fundamental generar una nueva forma
de relacionarnos con nuestro entorno y, en esto, las narrativas
juegan un rol crucial.
Las narrativas bélicas
nos desnaturalizan
A medida que las
fronteras se desdibujan y los límites entre naciones son cada vez
más ilusorios y nominales, la comunidad global, además de favorecer
el intercambio cultural y el enriquecimiento consecuente, también
facilita que animales, plantas, virus y bacterias puedan «viajar»
rápidamente conforme lo hacemos también los seres humanos.
El control de la
propagación de microorganismos nocivos para la salud de las
personas, a través de políticas nacionales e internacionales, con
frecuencia asumen metáforas militares de «guerra contra» y de
bioseguridad. Así es como se estableció la «guerra contra las
plagas» en los años 1960, la «guerra contra el cáncer» en los
años 1970 (narrativa que se mantiene adherida con fuerza a la
patología hasta el día de hoy) y la «guerra contra el SIDA» en
los años 1990 (9).
El descubrimiento de la
penicilina en 1928 y su producción masiva desde 1944 significó la
esperanza (y prácticamente la certeza) de que la humanidad había
logrado conquistar el mundo de las bacterias y, por ende, había
«ganado» la «guerra» contra las enfermedades infectocontagiosas.
Sin embargo, la capacidad
de las bacterias y otros microorganismos para resistir un antibiótico
que alguna vez pudo controlarlos derivó en la emergencia de
infecciones asociadas a contextos médicos, apareciendo las que
fueron llamadas superbacterias (algo así como bacterias con poderes
sobrenaturales). La idea de una humanidad libre de enfermedad (ligada
también a la fantasía de la no muerte) y la «guerra» contra los
microorganismos cobró nuevas fuerzas ante el temor de un futuro en
riesgo por el poder de las bacterias y microorganismos (10).
Los científicos tienden
a desarrollar una tipología de lenguaje y terminologías que les son
propias y que a veces permean al lenguaje común, lo que puede
generar confusión. La precisión semántica es fundamental en las
ciencias: permite el control de objetos científicos de muchas
maneras. De hecho, el lenguaje científico debe ser tan preciso que
se diferencia del habla común en un aspecto fundamental: para evitar
problemas de imprecisiones, prácticamente no utiliza metáforas.
Sin embargo, los
lenguajes no son compartimientos estancados y su intercambio con, por
ejemplo, el lenguaje político, ha sido una constante en la historia.
El darwinismo en el siglo XIX y XX es un buen ejemplo de este tipo de
intercambios entre las narrativas científicas y el dominio público.
Conceptos centrales de la teoría de la evolución como la
«supervivencia del más apto» o la «lucha por la existencia» se
adoptaron en el lenguaje popular y fueron utilizados como metáforas
tanto dentro como fuera del ámbito de la ciencia, influyendo a su
vez en los los discursos políticos de su época (11), a veces
incluso para justificar el racismo (12).
Las metáforas, no
obstante, son una herramienta muy útil: favorecen la comprensión de
materias complejas y/o abstractas a través de estructuras y figuras
comunes, que facilitan su entendimiento entre el público no
especialista en dichas materias. El problema radica en la carga
valórica que dichas metáforas pueden conllevar a través del tipo
de figuras que utilizan en reemplazo de la explicación técnica, de
modo que dicho uso determina la construcción social de dicho objeto,
fenómeno o circunstancia, moldeando no solo el entendimiento, sino
las conductas de las personas. En otras palabras: debemos entender
que una metáfora no puede explicar por completo un fenómeno, aunque
puede ayudar a comprender uno o varios aspectos del mismo. Mucho
menos puede usarse una metáfora para atribuirle carga valórica a
dicho fenómeno.
Un ejemplo común del uso
de metáforas es la acepción de «enemigo natural» en la literatura
ecológica. Esta metáfora se utiliza para describir una amplia gama
de relaciones como depredación, parasitismo, infección por
patógenos, etc. Su uso permanente para describir procesos ecológicos
interaccionales diferentes implica que tal categoría («enemigo
natural») existe objetivamente en la naturaleza: el problema es que
en el lenguaje común el concepto «enemigo» se vincula a
intenciones y valoraciones morales («maldad», «crueldad»,
«alevosía», etc.), algo completamente ajeno a lo descrito por la
literatura científica (13). El parásito no es malvado, no daña a
otros seres vivos porque sea su enemigo y disfrute viéndoles sufrir:
el parásito simplemente busca sobrevivir y reproducirse.
Pero la metáfora es una
herramienta poderosa y fácilmente viralizable (mire ahí: una
metáfora sacada del mundo de lo microscópico). Es así como las
bacterias y virus pudieron explicarse al ser humano: a través de las
enfermedades, a través de pintura (lo invisible a través de lo
visible). Los «enemigos invisibles en el aire» fueron descritos
como los «enemigos mortales de los hombres» y, por supuesto, la
respuesta esperable ante un enemigo mortal es la guerra (11).
Los microorganismos no
son nuestros enemigos
Las metáforas bélicas
albergan imprecisiones que contribuyen a la generación de
percepciones erróneas de las especies en el público, además de
evocar una relación en clave militarista entre el ser humano y la
naturaleza. Una de las implicancias de la utilización de este
lenguaje para caracterizar la relación entre el ser humano y las
especies invasoras (además de que estas son consideradas per sé el
enemigo) es que la guerra supone dos bandos rivales y presume,
además, que podemos enfrentarnos a ellas, cuando lo cierto es que
nuestras existencias están tan complejamente imbricadas, que muchas
veces emergen como consecuencia de nuestros propias actividades de
consumo y desplazamientos globales (14).
Como señala Amy Haddad
en un reciente artículo, los líderes escogen las guerras y lo que
debemos recordar de ellas. Para ello, soslayan la complejidad de la
guerra y el conflicto construyendo una nostalgia militarizada
masculina y blanca basada en el sacrificio, el liderazgo y la acción.
Se asume que la guerra es algo que todos entendemos y a todos nos
inspira.
Una extensión de la
metáfora de la guerra es asumir que esta acabará con un bando
ganador y uno perdedor. Pero como plantea Larson (2005) en su
artículo «The war of roses» nunca ganaremos esta guerra, ni
volveremos a un ecosistema de estado inicial. Hoy es difícil poder
diferenciar entre especies nativas de las no nativas, e incluso han
emergido nuevas especies híbridas debido al cruce de estas, por lo
que es prácticamente inviable tanto científica como económicamente
contener a muchas de estas especies (14).
Diversos mandatarios del
planeta le han declarado la guerra al coronavirus (que ni se da por
enterado). Cada vez que alguien dice: «el virus es nuestro enemigo»
o sitúa la alegórica y fantasiosa guerra en una ciudad determinada
(«La Batalla de Santiago»), nos minimiza como humanos. Nos degrada
a un objeto bélico sin contexto natural o social. Nos quita
complejidad, nos «mata» en sí mismo.
La guerra es el lenguaje
de la desconexión. El lenguaje de guerra oculta las miserias que la
misma guerra oculta, por imaginaria que sea.
Considerando la
complejidad biológica, social y ecológica del planeta, determinar
que existe una guerra contra un virus, es también declararle la
guerra a la naturaleza, al planeta completo. ¿Es eso lo que se quiso
decir?
Somos parte de la
naturaleza, con o sin coronavirus. Nuevas pandemias vendrán. Es hora
de comprender sus orígenes, las prácticas humanas causantes y cómo
las enfrentaremos en el futuro. ¿Lo haremos desde la violencia, el
imaginario bélico y los valores de la individualidad? ¿Lo haremos
desde la solidaridad y los valores de la colectividad? ¿Lo haremos
basándonos en conocimiento científico contrastado o desde la
opinión de un puñado de expertos incuestionables? ¿Lo haremos
desde la humildad, reconociendo que podemos equivocarnos, o desde la
prepotencia del que cree tener todas las respuestas?
Responder a estas
preguntas no solo determinará el cómo viviremos esta pandemia y las
que vienen, sino también el cómo se configura nuestra sociedad.
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...y estos del Gobierno gastandose 2 mil millones de euros en unos tanques en plena pandemia. Ahora entiendo lo de matar mosquitos a cañonazos.
ResponderEliminarLa misión de los tanques es disparar capital hacia los paraísos fiscales.
EliminarNo son enemigos, pero si se rompe el equilibrio y no lo recuperamos vamos pal hoyo. Habría que usar más probióticos y microecología, pero hoy por hoy lo que hay son antibióticos y similares.
ResponderEliminarSalud!