El neoliberalismo como
ideología
Darwin no se daba
cuenta de qué sátira tan amarga escribía acerca de los hombres, y
en particular acerca de sus compatriotas, al demostrar que la libre
concurrencia, la lucha por la existencia que los economistas ensalzan
como la más alta conquista de la historia, es el estado normal
imperante en el reino animal.
(Engels, Dialéctica
de la naturaleza, Introducción)
La tarea del escepticismo
en la actualidad es más urgente que nunca. Vivimos en un mundo en el
que resulta más fácil dejarse llevar por supuestas opiniones
convertidas en dogmas por quienes detentan el poder que atender al
mero sentido común. Esto ocurre muy a menudo en el ámbito de la
“ciencia económica”, expresión que en la mayoría de los casos
enmascara lo que en realidad no es más que “ideología económica”.
Hoy, la ideología económica del neoliberalismo es el nuevo dogma
del mundo capitalista. Y la cuestión no es baladí, pues tiene
repercusión directa en la vida de las personas.
Resulta tan difícil como
necesario aplicar la duda escéptica a dogmas ideológicos tan
enquistados en la mentalidad colectiva que han llegado a considerarse
el último y más excelso estadio de la evolución social de la
humanidad. Esta es la famosa afirmación de Francis Fukuyama en su
controvertido libro de 1992 El fin de la historia y el último
hombre. Como su propio nombre indica, el neoliberalismo pretende
recuperar y reforzar las tesis del liberalismo económico del s. XIX,
al tiempo que declara la muerte del reducto socialista que latía en
el corazón del decadente Estado del Bienestar. Estado del bienestar
que no duda en declarar fallecido por causas naturales, mientras se
afana en asestarle las puñaladas que hagan falta por la espalda. Sin
embargo, ahora el contexto ha cambiado. Si el liberalismo económico
del siglo XIX se desarrollaba en el marco de un modo de producción
eminentemente industrial y nacional, ahora el nuevo caldo de cultivo
del neoliberalismo es el contexto financiero en el que se mueve el
capitalismo global. No obstante, los dogmas sobre los que se asienta
permanecen inalterados, para solaz de Francis Fukuyama y quienes se
adhieren hoy a su afirmación apocalíptica.
El neoliberalismo se
puede definir como una ideología de carácter economicista que
considera como primer y único objetivo del Estado el crecimiento
económico, bajo el presupuesto de que la solución a todo problema
social pasa por un sistema económico saneado. Identifica el
crecimiento económico con la acumulación capitalista, y considera
la iniciativa privada y la libre competencia como los únicos medios
rentables para generar crecimiento. Es importante recordar en este
punto que el crecimiento económico se refiere al porcentaje en el
que la producción de bienes y servicios de un país se incrementa
anualmente. El indicador para medir la producción es el PIB
(Producto Interior Bruto). Pero el PIB se refiere únicamente al
valor monetario de la cantidad producida, es decir, los precios de
los productos y la cantidad vendida en el mercado, sin tener en
cuenta otros factores vinculados al bienestar social o a la
sostenibilidad medioambiental. Cualquier traba o intervención del
Estado en los propios mecanismos reguladores del mercado es
considerada como una injerencia perjudicial para el interés general,
además de una inmoralidad en tanto que obstruye la libertad y la
iniciativa creadora de los individuos. El profesor de Harvard Robert
Nozick consideraba a este respecto que el Estado debe limitarse a ser
un “Estado mínimo”, cuya función se desmarca de cualquier
ficción intervencionista y se reduce a la mera salvaguarda del
derecho a la propiedad privada. Su función se limita a garantizar
que se cumplan los contratos privados(1). La receta neoliberal
consiste por tanto, entre otras cosas, en implementar políticas de
reducción salarial para abaratar el coste de producción, poner el
poder del Estado al servicio del capital en general y de las
inversiones financieras en particular, fomentar la iniciativa
privada, reducir al mínimo las subvenciones y ayudas públicas,
reducir la financiación pública de servicios e impulsar su
privatización, o contener el poder de los sindicatos.
Como corolario de la
consideración del Estado como Estado mínimo, desmarcado de la
función correctora del mercado que le atribuye el malogrado Estado
del bienestar, la ideología neoliberal tiende a considerar la
inversión pública, a la que intencionadamente se tiende a denominar
“gasto público”, como algo absolutamente improductivo, en tanto
que no genera crecimiento económico. La considera, en todo caso,
como un acto gratuito de caridad, no como un deber de justicia social
por parte del Estado. Incluso considera la redistribución de las
riquezas y la ayuda social como un gasto inútil y contraproducente
para los propios beneficiarios, aún en los casos de pobreza
extrema(2). En circunstancias de crisis económicas como la iniciada
en 2008, los gurús del neoliberalismo afirman que la reducción del
déficit público pasa por la eliminación del gasto público, y por
la desregulación radical del mercado. Así, considera que el primer
paso para salir de la crisis consiste en la externalización (término
cargado de intención, en tanto que encubre una simple y llana
privatización) de los servicios públicos, que entran
automáticamente en el juego de la rentabilidad económica y la libre
competencia.
El neoliberalismo va de
la mano del proceso de la globalización capitalista. Este proceso
viene definido por la idea de que el capital es el único criterio
normativo del mercado. La virtud por antonomasia en el capitalismo es
el oportunismo para saber invertir en el momento preciso y en el
sector preciso, con el único objetivo de maximizar el beneficio
financiero. El éxito se calcula en cifras. El capital se convierte
en principio y fin del juego capitalista. La economía deja de estar
al servicio de las necesidades humanas, para pasar a ser sierva del
capital. Este proceso de mundialización capitalista supone en muchos
casos la externalización de los costes humanos, ecológicos,
sanitarios y sociales, como condición para producir riqueza, lo cual
contradice la propia tesis del liberalismo económico según la cual
todo emprendedor debe asumir todos los costes de su iniciativa para
tener legítimo derecho a disfrutar de todos los beneficios sin tener
que rendir cuentas con el Estado mediante impuestos.
La ambición por el
beneficio erigida en meta de la economía de mercado parte de un
presupuesto antropológico según el cual el egoísmo y la
competencia son componentes intrínsecos a la naturaleza humana. El
afán de lucro individual se convierte así en el principal motor de
la economía. Incluso se acepta entre los economistas que la búsqueda
del beneficio para uno mismo se puede definir como un “comportamiento
racional”, considerando racional a quien actúa guiado únicamente
por su propio beneficio e irracional a quien actúa guiado por otras
motivaciones altruistas. Igualmente se reconoce como un principio
derivado de la propia naturaleza humana el principio de “no
saturación”, según el cual siempre es mejor más que menos. De
este modo, el neoliberalismo favorece que las políticas estatales
terminen apoyando a quienes más éxito han acreditado al buscar
incrementar sus beneficios particulares, pues son ellos quienes van a
conseguir aumentar el porcentaje del PIB de un país, a través del
cual se mide el crecimiento económico general.
La idea de que el egoísmo
particular no necesariamente es perjudicial para la sociedad se
erigió pronto en la piedra angular del liberalismo económico. La
expresión de la “Mano Invisible” y del “laisser faire, laisser
passer” fue acuñada por Adam Smith en La riqueza de las Naciones
(1776)(3). Si el mercado lo regula todo, el individuo no tiene más
que seguir sus intereses egoístas como hacen todos los demás. No
hacerlo puede resultar contraproducente, no solo para él mismo, sino
también para la sociedad en su conjunto.
Así es como se va
reforzando la idea de la atomización de las personas, que se
entienden en el ámbito económico como egoístas racionales, guiados
por una razón instrumental que calcula ventajas y beneficios, sin
importarle ya otros fines más allá del dinero. Los medios
sustituyen a los fines. El dinero sustituye al ser humano como
finalidad última de la actividad económica, y configura una imagen
de la sociedad en la que la competencia sustituye a la cooperación,
el egoísmo a la solidaridad.
Muchas veces es la
realidad empírica la que pone de manifiesto la falacia de ciertos
dogmas. Otras veces, la falacia se enmascara con argumentos de tipo
ideológico que desacreditan cualquier tipo de opinión heterodoxa.
El neoliberalismo se levanta hoy en día sobre una serie de dogmas
que es preciso analizar con sentido crítico (en muchas ocasiones
basta con el sentido común) y someter al examen de la experiencia. A
continuación analizaré lo que a mi juicio son los dogmas
principales de la “ciencia económica” actual, con el objetivo de
desenmascarar las falacias de la ideología neoliberal.
De la búsqueda
egoísta del interés particular surge el bien común
Los defensores del
liberalismo económico suelen afirmar que en el sistema capitalista
los emprendedores y las empresas buscan satisfacer las necesidades
de los consumidores antes que perseguir el beneficio privado.
Por eso, dicen, las empresas se definen por un impulso altruista más
que egoísta. De la misma manera, consideran que la propiedad privada
sin restricciones y la división del trabajo obligan a que los
empresarios deben preocuparse por satisfacer los fines de los demás
antes que los suyos propios (Rodríguez y Rallo, 2011: 30). El
egoísmo se disfraza de mezquino altruismo.
Para empezar, considerar
que la motivación principal de los emprendedores y de los
empresarios es altruista contradice la propia esencia del
“capitalismo”, cuyo nombre ya pone de manifiesto la finalidad
última del sistema económico. Evidentemente, quien crea una empresa
tiene como objetivo vender unos productos o unos servicios para
conseguir ganarse la vida y generar beneficios. Y por eso hará
estudios de mercado sobre la demanda y el precio de los productos que
pretende vender. Elegirá crear una empresa de un producto o servicio
que considere muy demandado, con coste lo más bajo posible y con el
mayor margen de beneficio posible. Esta es la lógica propia del modo
de producción capitalista mercantil o financiero (cuyo excedente se
obtiene a partir del intercambio de mercancías o de dinero):
C – M/Nec. – C+
Se invierte un dinero
inicial (C) con el que se compran los medios de producción, la
infraestructura y la fuerza de producción para producir una
mercancía que pueda satisfacer necesidades de la población lo más
rentables posibles (M/Nec.). Es en este punto donde aparece la
falacia: no importa qué tipo de necesidades sean, ni siquiera si son
reales. Ya existen mecanismos como la publicidad y el marketing que
permiten inocular nuevas necesidades –cuanto más perecederas
mejor, totalmente artificiales, y no necesariamente sostenibles ni
saludables- a los individuos, indefensos ante la presión que ejercen
las marcas en un espacio público cada vez más contaminado
comercialmente(4). No importa si los últimos modelos de telefonía
móvil que hay en el mercado se producen con coltán, extraído en
condiciones inhumanas y muy nocivas para la salud por niños
explotados en las canteras del Congo. Ni siquiera importa si son
realmente necesarios esos modelos de vida útil tan reducida,
existiendo la posibilidad de satisfacer esa necesidad de comunicación
de formas más sostenibles social y ecológicamente. Como dice el
economista estadounidense Harvey (2010: 94), “el perpetuo
surgimiento de nuevas necesidades es una condición crucial para la
continuidad de la expansión sin fin de la acumulación de capital”.
El objetivo último de la empresa no es satisfacer las necesidades
básicas del mayor número posible de seres humanos, sino la
acumulación de capital (C+), maximizar el margen de beneficio
empresarial. De ahí la defensa neoliberal de la desregulación del
mercado. Todo aquello que amenace el margen de beneficios (los costes
laborales, los impuestos destinados a financiar servicios públicos
y/o sociales, las trabas burocráticas, las restricciones
administrativas, etc.) debe ser eliminado para favorecer la
acumulación capitalista.
Sin embargo, hay que ser
cautos con este análisis. Como ya advertía Marx, no es al
empresario al que hay que convertir al enemigo. No necesariamente se
puede presuponer maldad y falta de escrúpulos al burgués
capitalista. Es el propio sistema capitalista el que le obliga a
actuar despiadadamente en esa lucha por la supervivencia económica.
Una empresa que no se proponga el objetivo de maximizar el capital
está condenada al fracaso en el seno de este sistema financiero. La
competencia obliga no solo a despreciar los fines altruistas y
desinteresados que pudiera motivar comportamientos más éticos y
sostenibles en el mundo empresarial, sino que favorece la práctica
de medidas abusivas que vulneran la dignidad de los seres humanos. No
se podría explicar de otro modo, si no es atendiendo a esta
inversión de medios y fines, el hecho de que en determinadas
circunstancias una empresa, si quiere sobrevivir, necesariamente se
vea abocada a almacenar o incluso destruir parte de su producción
para evitar una caída de precios (y consecuentemente una disminución
de ganancias), aunque tres cuartas partes de la población mundial,
incapaz de adquirirla, la necesite urgentemente por razones de mera
supervivencia.
Pero sin duda lo que
revela con más claridad la falacia de la finalidad altruista del
modo de producción capitalista se nos oculta deliberadadmente, y
generalmente se encuentra fuera de nuestras fronteras, fuera del
alcance de nuestros ojos, en una especie de limbo informativo del que
nadie habla ni quiere hablar. Y sin embargo las llevamos adheridas al
cuerpo. Se trata de las Zonas de Procesamiento de Exportaciones
(ZPE)(5). Basta con fijarnos en las etiquetas de las prendas que
vestimos: el famoso “Made in...”. Sri Lanka, Indonesia,
China, Vietnam, Filipinas, Taiwán son algunos de los lugares donde
se localizan estas ZPE. ¿Cómo es posible que todos los productos de
reconocidas marcas multinacionales como Nike, Adidas o Zara hayan
sido fabricados en esos lugares? La razón es sencilla. Las grandes
marcas multinacionales hace tiempo que dejaron de producir ellas
mismas sus propios productos, para centrar su inversión en la marca,
que es lo que vende. “Los productos se hacen en las fábricas; las
marcas es lo que compra el cliente”. Tal es desde hace varias
décadas el lema de las grandes empresas multinacionales que llenan
de mensajes publicitarios cada esquina por la que pasamos. Las
multinacionales (las triunfadoras si nos atenemos a los parámetros
de la sociedad capitalista) dejan literalmente de invertir sus
pingües recursos en fábricas que exigen mantenimiento físico,
máquinas y empleados caros, para dedicarse a expandir su marca, a
mejorarla, a ponerla al alcance de los niños, potenciales
consumidores de ideas y de estereotipos. En lugar de hacer sus
propios productos, “externalizan” su producción. Escarban el
mercado para localizar las fábricas capaces de manufacturar
productos tan baratos que les permita comprar a un precio irrisorio
para vendernos después sus productos con un incremento a veces del
2000% sobre el precio de coste. Esas fábricas están en las ZPE, que
son grandes terrenos situados a las afueras de las ciudades en países
subdesarrollados o en un estadio poco avanzado de desarrollo, a los
que se otorgan importantes incentivos para atraer la inversión
extranjera (exenciones impositivas, leyes tolerantes con la
contratación de trabajadores, servicios militares gratuitos por
parte del Estado). Dentro de las ZPE las fábricas no pagan
gravámenes de importación y exportación, los sueldos de los
trabajadores están por debajo del nivel de la supervivencia, la
jornada laboral ilimitada, la gestión de corte militar, las medidas
de prevención de riesgos laborales inexistentes. Reina el miedo
propio de un sistema donde la competencia atropella a seres humanos
sin remordimiento alguno. Los gobiernos de los países pobres temen
que cierre su industria, las fábricas temen perder sus
marcas-clientes, y los obreros temen perder sus inseguros pero
imprescindibles puestos de trabajo. Y en este panorama, las grandes
empresas multinacionales logran incrementar sus beneficios
desorbitadamente deshaciéndose al mismo tiempo de la incómoda idea
de que el fabricante es responsable de sus empleados. Los despidos
resultantes de este proceso de externalización de las fábricas son
solo una pequeña manifestación del gran despropósito moral que
entraña la globalización capitalista. Los grandes empresarios se
centran en las necesidades de las marcas, no en las de los obreros.
Las grandes marcas traspasan la responsabilidad social de la
producción a los contratistas, que se ven obligados a esclavizar a
los trabajadores de las ZPE si quieren no ahuyentar a la marca que
compra sus productos a precio irrisorio. Para ello los gobiernos de
esos países pobres miran para otro lado, temerosos de ahuyentar a
las grandes marcas que les hacen pedidos al por mayor.
Sin duda, hay empresas
que no siguen estos parámetros y además de buscar un margen de
beneficios aceptable intentan hacerlo de modo más sostenible y
aplicando políticas de empleo y producción más respetuosas con la
dignidad humana. Estas son generalmente las pequeñas y medianas
empresas. Pero son estas empresas las que tienen más dificultades
para competir con los bajos precios y las políticas intimidatorias
de las grandes multinacionales que terminan eliminando a sus humildes
competidoras mediante estrategias que solo están al alcance de las
empresas con gran volumen de capital. Algunas de esas estrategias son
la búsqueda de sinergias, la guerra de precios, los “precios
predatorios” (la reducción de precios de venta de un producto por
debajo de sus costes medios con el propósito de eliminar a la
competencia y, una vez que esta haya desaparecido, elevarlos a
niveles estratosféricos), o la “canibalización” del mercado
(consiste en saturar una zona con tiendas de un mismo segmento, hasta
que la competencia en ese segmento se haga tan feroz que las ventas
bajen incluso en las propias tiendas de la cadena caníbal, hasta que
desaparezca la competencia)(6).
Hay vías tanto a nivel
nacional como internacional para hacer la producción más sostenible
social, ecológica y éticamente. Por ejemplo, a través de lo que se
ha llamado la política de “responsabilidad social de la empresa”,
que considera que el Estado debería premiar o incentivar mediante
desgravaciones fiscales, leyes u otros mecanismos la creación de
empresas que abogan por una gestión cualitativamente más humana de
su actividad económica y penalice a aquellas que solamente tengan en
cuenta la búsqueda cuantitativa de mayor beneficio para sus
propietarios. Pero eso es precisamente a lo que se opone la política
neoliberal, pues supone justamente una intervención pública en la
economía, una regularización del mercado y una limitación de la
propiedad privada.
Por lo tanto, la
experiencia cotidiana y la práctica real de las empresas con las que
tratamos día a día nos ofrecen una prueba irrefutable de la falacia
que supone la fábula de las abejas de Mandeville y la teoría de la
mano invisible de Smith. Un mundo donde la única brújula de los
individuos es el afán de lucro, donde el crecimiento económico es
el único criterio del éxito estatal y empresarial, donde la
competencia se erige como el mejor mecanismo para extraer beneficios
del capital, en definitiva, un mundo donde cada cual persigue
únicamente su propio beneficio como fin supremo, es un mundo donde
se instaura la guerra hobbesiana del todos contra todos, donde se
convierte en norma la instrumentalización de los seres humanos
invirtiendo el imperativo categórico kantiano. Los daños se
extienden como una plaga hacia la vulneración de la dignidad humana
y la consecuente reducción de la libertad de muchos seres humanos,
paradójicamente bajo la coartada del mercado “libre”.
El mercado es el más
justo regulador y generador de bien público
Las falacias se sostienen
unas en otras. Para los paladines del neoliberalismo, un mercado
desregularizado (la “Mano invisible” de Adam Smith) es el único
mecanismo legítimo para no obstaculizar la libertad de los
individuos a la hora de fijarse sus propios objetivos y sus
prioridades. El mercado por sí solo, a través de la ley de la
oferta y la demanda, regula y tiende a equilibrar las posibles
distorsiones que se produzcan en las transacciones comerciales. En
este marco, los especuladores que operan en el mercado tienen un
papel claramente beneficioso para la sociedad, pues “evitan las
grandes fluctuaciones en los precios y redistribuyen los bienes
económicos a aquellas zonas o momentos en los que resultan más
valiosos” (Rodríguez y Rallo,
2001: 49). Este es probablemente el dogma más representativo, y a la
vez más falso, del neoliberalismo.
Nuevamente basta con
abandonar las alargadas pantallas de inestables números verdes y
rojos de las bolsas del mundo y asomarse a la realidad social que
muestra el panorama mundial para advertir su evidente falsedad. La
tesis de que el mercado es un mecanismo de autorregulación que
genera utilidad pública conlleva un juicio de valor implícito
injustificable, el consistente en considerar el equilibrio que surge
de la ley de la oferta y la demanda como un buen equilibrio.
La gran desigualdad a nivel mundial es el resultado de un mercado que
a falta de regulación favorece la acumulación capitalista de unos
pocos y condena a la miseria a la mayor parte de la población
mundial. La idea de la desigualdad creciente como consecuencia
inmediata de la desregularización y la privatización neoliberal la
han demostrado numerosos economistas –Basu (2013), Harvey (2010),
Piketty (2013) y Felber (2012)– sobre la base de diferentes
estudios empíricos y datos estadísticos que no podemos reproducir
aquí. Es esta la “gran mentira” de nuestro mundo actual que ha
sabido muy bien denunciar el profesor J. A. Pérez Tapias (2007: 95):
“la de un mercado global que solo cínicamente se puede llamar
mundial, cuando centrifuga a la marginalidad más absoluta a millones
de personas de nuestra humanidad”.
Pero antes de analizar
las motivaciones ocultas y las consecuencias de la desregulación en
nombre de las leyes del mercado, es preciso analizar a qué nos
referimos cuando hablamos del mercado.
El 17 de septiembre de
2012 la canciller alemana Angela Merkel hacía unas declaraciones que
se han convertido en el leitmotiv de todos los gobiernos liberales
del mundo desarrollado: “La Eurozona no puede decepcionar a los
mercados”. De entrada, sorprende la facilidad con la que se
tiende a humanizar a los mercados, al tiempo que se instrumentaliza y
se deshumaniza a las personas. “No hay que asustar a los mercados”;
“conviene seducir a los mercados”; “los mercados ven con buenos
ojos las medidas del gobierno X”; “los mercados no se fían de
las medidas X. Son solo algunos de los tópicos que escuchamos en los
telediarios o que leemos día tras día en los periódicos, al lado
de otras noticias sobre desahucios de personas en paro, pateras de
inmigrantes, o tragedias en fábricas textiles del Tercer Mundo (en
alguna de las ZPE). ¿Pero quiénes son los mercados? Es
importante aclarar que en el contexto actual, cuando hablamos de los
mercados nos referimos a los mercados financieros. Ya no estamos en
el mismo contexto en el que Adam Smith desarrollaba la idea de la
búsqueda del propio interés. Por aquel entonces la economía aún
tenía un carácter local y las empresas eran pequeñas y carentes de
poder. No había sociedades anónimas ni globales, ni un movimiento
libre de capital, ni billonarios fondos de inversión. Hoy aquel
liberalismo económico en ciernes se ha convertido en neoliberalismo,
cuyo signo distintivo es la deslocalización del mercado, así como
la inmaterialidad y la volatilidad de los valores con los que se
especula en él. Los mercados ya no están compuestos por gente que
quiere comprar o que quiere vender productos o servicios.
Ahora los únicos mercados que importan a nivel macroeconómico y
político son los centros donde confluyen quienes quieren comprar o
vender dinero. Por un lado, acuden a ellos quienes necesitan
dinero para financiar sus actividades económicas, y por otro,
quienes están dispuestos a prestarlo si ven una oportunidad de
rendimiento segura sin que ello suponga asumir un riesgo excesivo a
perder su dinero. En resumen, solo dos tipos de personas o entidades
confluyen en los mercados: los financiados y los financiadores.
Cuando la canciller
alemana advierte de la imperiosa necesidad de no decepcionar a los
mercados, en realidad no se está refiriendo a todos los componentes
que acuden a él, ni siquiera a la mayor parte de ellos. La dignidad
y el respeto incondicionado quedan reservados a una parte: solamente
a los financiadores. Prestamistas con holgura económica,
particulares ricos, y sobre todo, entidades financieras, son los
potenciales financiadores en los mercados, y a los que hay que mimar
y rendir pleitesía para poder acceder a un préstamo o un crédito
que en ningún caso se concede, de hecho, de forma altruista o
solidaria, sino bajo la condición ineludible del beneficio económico
que ha de generar para quien lo concede. Particularmente irrisorio
para el sentido común es el caso de los bancos, que se erigen como
meros intermediarios en los mercados de capitales: captan el capital
que ahorran unos agentes para proporcionárselo a otros que lo
necesitan para llevar a cabo sus actividades, y se lucran con altos
intereses por traficar y especular con un dinero que ni siquiera les
pertenece(7). De esta forma, quienes viven únicamente gracias a su
trabajo asalariado, que como mucho pueden acceder a formar parte del
grupo de los financiados, quedan vendidos ante el frenesí por el
lucro económico que genera la especulación (no el trabajo) de los
financiadores. Los gobiernos neoliberales de los distintos Estados se
imponen como primera obligación atender a los deseos y peticiones de
aquellos que tienen suficiente dinero para poder prestarlo. Se
endiosa así a los financiadores, que pasan a ser valores en sí
mismos, de modo que se impone como primer deber común de toda la
ciudadanía impedir que tengan pérdidas o que se topen con algún
obstáculo en la carrera por la acumulación del capital que solo
ellos libran, aunque suponga un coste social alto.
La recapitalización del
sector financiero con enormes cantidades de dinero público pone de
manifiesto la contradicción interna de esta suerte de
fundamentalismo del mercado, contradicción que consiste en criticar
la financiación por parte del Estado de los servicios públicos, que
a pesar de ser justamente de interés general son considerados por el
neoliberalismo como un lujo carísimo, y aceptarla implícitamente
para reparar los daños inducidos por las más inverosímiles
especulaciones financieras de empresas o intermediarios de capital
privados. Peña-Ruiz (2010: 54) ha denunciado esta contradicción
interna entre los principios del neoliberalismo y la realidad
visible: “La externalización de ciertos costes es una forma de
hacerse asistir por la colectividad pública y el Estado, mientras se
está rechazando el principio mismo de la intervención de este en la
vida económica. […] La economía capitalista globalizada es, por
tanto, una economía asistida”.
El mercado “libre”,
lejos de ser un mecanismo mágico de autorregulación de las
transacciones económicas y financieras, es el marco en el que se
impone una nueva dictadura, la dictadura del capital. Se genera un
sistema en el que el capital llama al capital. Las grandes fortunas
gozan cada vez de mayores oportunidades de enriquecerse a través de
la simple especulación, a costa de quienes dependen de su trabajo
para ganarse la vida. El mercado se pone al servicio tan solo de
aquellos que lo utilizan para sacar beneficio privado, en ningún
caso contempla la promoción de la utilidad pública. En definitiva,
el mercado “libre” solo es libre para algunos (Felber, 2012:34),
los que pueden participar en él activamente y retirarse indemnes de
cualquier transacción comercial. En cambio, muchas personas no
disfrutan de tanto margen para decidir si comprar alimentos hoy o
esperar a que las condiciones del mercado sean más favorables, o
para alquilar o comprar una casa donde vivir. Muchas pequeñas
empresas no pueden decidir si pueden renunciar a las transacciones
como otros, porque son en gran medida dependientes, de la misma
manera que muchas personas no pueden decidir si quieren aceptar un
crédito hoy o mañana. La urgencia de la insolvencia cae sobre ellos
como la espada de Damocles, y se ven obligados a asumir las
condiciones que se le imponen al solicitar el crédito.
En la nueva dictadura que
viene de la mano de la ideología neoliberal, la ética y la política
quedan al servicio del capital. La economía monetaria o
financiera, en la que se mide el medio (valor de cambio) en vez
de la meta (utilidad social), ha fagocitado a la economía real, en
la que los intercambios comerciales deberían ir orientados a
satisfacer las necesidades de la población mundial, es decir, a
maximizar la utilidad social. El neoliberalismo se constituye así
como una ideología económica que defiende los intereses de aquellos
que acumulan más capital, sin ningún tipo de repercusión en el
bienestar de la sociedad en su conjunto. Los valores monetarios
sustituyen a los valores sociales, las necesidades humanas se ponen
al servicio del capital. Según Felber (2010: 19), “la medición
unilateral del rendimiento mediante indicadores monetarios es una
causa importante de la deshumanización de la economía científica”.
Así, puede darse el caso de que un país con un alto PIB albergue
más pobreza que otros con menor PIB, de la misma forma que puede
ocurrir que en épocas de crisis económicas aumente el porcetaje de
población que vive por debajo del umbral de la pobreza al mismo
tiempo que aumentan los beneficios de los más ricos. Tal es el caso
de España desde que comenzó la crisis económica de 2008(8).
Diversos ejemplos de
medidas neoliberales que se han convertido en habituales estos
últimos años ponen de manifiesto esta tergiversación de medios y
fines. El 11 de noviembre de 2012 el ministro de exteriores español
García-Margallo anunció una serie de medidas que servirían para
atraer la inversión en España de capital extranjero. La medida
estrella consiste en importantes ventajas fiscales para las grandes
multinacionales que se asienten en España. Si las grandes
multinacionales en España tributaban ya al 5%, ahora se les permite
no tener que pagar impuestos, mientras que los ciudadanos tienen que
pagar un 21% de impuestos por la barra de pan que compran todos los
días para comer, o las pequeñas y medianas empresas, que tributan
algunas de ellas por encima del 30%. “Ahora España tiene un
régimen fiscal de los más competitivos de la UE”, anunciaba
orgulloso el ministro. Esta medida es otro ejemplo de una regulación
al servicio del capital, no de las necesidades de la sociedad. España
se convierte así en un paraíso fiscal para las grandes empresas
multinacionales, que ni mucho menos están en las mismas condiciones
que los ciudadanos y las pequeñas y medianas empresas, cada vez con
más dificultades para competir con los grandes monstruos del mercado
global.
El economista Enrique
Lluch ha desvelado el componente discriminatorio de otras medidas de
carácter neoliberal, entre las que destaca la subida de impuestos a
los ciudadanos, bajo la doble coartada de la imperiosa necesidad de
ganar la confianza de los mercados cumpliendo con los objetivos de
reducir el déficit público, a la vez que se eliminan derechos
sociales. Dice Lluch (2012: 50): “Es evidente que estos [impuestos]
son los que mayor capacidad recaudatoria tienen, pero también lo es
que sigue manteniéndose así un trato privilegiado a aquellos que
tienen mayores ingresos ya que, ni se suben los impuestos a las
rentas más altas ni se plantean nuevos impuestos sobre los
movimientos de capital”. Especialmente sangrante para el sentido
común es este segundo aspecto que destaca Lluch: “Mientras que
cada vez que compramos una barra de pan para comer tenemos que pagar
un porcentaje en concepto de impuestos, no sucede lo mismo cuando
adquirimos una acción, o un bono del tesoro o cualquier instrumento
financiero”. Es evidente que quienes tienen capacidad para comprar
productos financieros o para especular con su dinero en la bolsa no
son precisamente los que se ven acuciados por las urgencias del
presente. Se da así una situación rocambolesca. Aquellos que viven
de su trabajo sufren mayor presión fiscal que quienes no necesitan
trabajar para engordar sus arcas particulares o quienes ganan dinero
especulando a través de movimientos de capital, que están libres de
impuestos.
Estas dos pinceladas de
la gran falacia del mercado desregularizado (que como hemos visto
solo lo es para algunos, en beneficio de otros) muestra la doble
moral que lleva asociada la ideología neoliberal: las obligaciones
éticas y las virtudes públicas se exigen solo a los ciudadanos,
mientras que el libre albedrío se reserva a las grandes fortunas.
Los poderosos no se cansan de predicar la misericordia y la
solidaridad desde púlpitos de oro, del mismo modo que la clase
política impone la austeridad sin renunciar en ningún caso a
sueldos y sobresueldos vitalicios.
Como apuntábamos más
arriba, la consecuencia inevitable que se deriva de esta falacia del
mercado “libre” es el incremento de las desigualdades. Al
convertir la maximización del beneficio en un fin en sí mismo, el
neoliberalismo se convierte en una ideología económica rentable a
corto plazo para los más ricos, despreciando el coste ético, social
y ecológico que supone a largo plazo para la ciudadanía en general.
Definitivamente, el capitalismo neoliberal es alérgico a valores
éticos de carácter universalista. Pérez Tapias (2007: 108) ha
resaltado esta contradicción evidente de la política neoliberal:
“El capitalismo neoliberal es una solución regresiva –esto es,
no es solución– a las crisis de la postmodernidad, y no aporta
salidas positivas ni para lo urgente, que es la supervivencia
amenazada, ni para lo importante, que radica en la defensa
incondicional de la dignidad quebrantada”.
La lógica de la
desregulación es neutral y aséptica, respeta la libertad de todos
Veamos ahora otro dogma
de la ideología neoliberal que tiene que ver con su propia
nomenclatura, en tanto que encierra un significado falaz del término
“libertad”. La libertad de todas las personas para perseguir sus
propios fines solo es preservada en un contexto donde no se les
impongan restricciones de ningún tipo ni se beneficie a unos a costa
de otros. La redistribución de las riquezas que defienden las
teorías socialistas del Estado es una clara imposición coactiva por
parte del Estado que coarta la libertad de los individuos. Quitarle a
las personas lo que poseen en contra de su voluntad no es digno, ni
tampoco crea riqueza. La libertad y la propiedad privada son la
condición indispensable de la prosperidad. Sin el respeto
incondicionado de las primeras tampoco se da la segunda. Este es el
tercer dogma del neoliberalismo. Pero también este se revela
esencialmente falaz cuando desenmascaramos la lógica de la
dominación que lleva asociada la idea de la privatización de los
servicios públicos.
Privatizar servicios
públicos significa abandonar a muchas personas a su suerte, desde el
momento en que el acceso a determinadas necesidades básicas
(educación, sanidad, transporte...) dependen exclusivamente de su
capacidad económica. Los derechos sociales dejan de estar
garantizados por el Estado, con el grave riesgo que supone para la
equidad y la igualdad de oportunidades, así como para la libertad de
conciencia y de pensamiento. Desde mi punto de vista, es esta
relación de proporcionalidad inversa entre marginalidad social y
libertad uno de los principales riesgos que entraña la ideología
político-económica del neoliberalismo. A mayor marginalidad social,
menor libertad, y viceversa.
Un libro ya clásico de
T. Marshall publicado bajo el título Ciudadanía y clase social
en 1949 expuso la idea de que el ejercicio genuino por parte de toda
la ciudadanía de los derechos cívico-políticos (los derechos y
libertades de primera generación) no es posible en un sistema donde
no se garantizan los derechos económico-sociales (derechos de
segunda generación). Dicho de otra forma, los derechos sociales son
la condición real de posibilidad del ejercicio efectivo,
autónomo y responsable de los derechos de primera generación. Un
ejemplo puede ilustrar esta tesis: a un minusválido cuya movilidad
queda reducida a lo que le permite su silla de ruedas le sirve de muy
poco que se le reconozca el derecho a la libertad de movimientos, si
no hay de hecho transportes públicos con acceso adecuado para
personas en su situación o si todos los bordillos de la vía urbana
levantan un palmo del suelo. ¿Puede considerarse justo desde el
punto de vista de la dignidad humana apelar a la libre iniciativa
particular de los ciudadanos para cargar a esa persona con todos los
gastos que suponga el efectivo ejercicio de su derecho? De la misma
manera, la libertad de opinión, de pensamiento, de conciencia, el
derecho al voto, y todos los demás derechos de primera generación
quedan en papel mojado si el Estado no garantiza la igualdad de
oportunidades protegiendo a los más desfavorecidos, pues la
ignorancia (efecto inmediato de la ausencia de un sistema de
educación público, laico y gratuito) y la miseria (consecuencia de
la ausencia de una vida digna en el ámbito más elemental, el de la
supervivencia) anulan de raíz cualquier posible beneficio que puedan
reportar tales derechos, tanto a nivel individual como a nivel
colectivo. En otras palabras, el derecho de implica el derecho
a. Kant (1986: 38) ya había adelantado que los ciudadanos no
son meros depositarios pasivos de derechos, sino que tienen que
hacerse “capaces de poder ejercerlos”, y en ello radica la
responsabilidad de un buen gobierno No se puede entender que a un
individuo se le reconozca solo legalmente un derecho si no se le
ofrecen los medios necesarios para ejercer ese derecho.
Privatizar servicios
públicos significa eludir la responsabilidad que el Estado tiene con
la dignidad de las personas en tanto que se desentiende del
irrenunciable coste social y humano que conlleva. Se impone la
versión liberal de la ley del más fuerte, la versión más salvaje
y deshumanizadora, aquella que discrimina en función de las
capacidades económicas de cada cual. Y es entonces cuando la teoría
de la irresponsabilidad en materia social, tal y como queda
instituida a través de la externalización de los costes sociales,
deja de ser neutral y aséptica y se convierte en un instrumento
ideológico al servicio del capital, en tanto que se constituye como
el resorte más efectivo de la búsqueda del beneficio económico de
unos pocos.
El ejemplo paradigmático
lo encontramos en el ámbito de la educación. La educación pública
se caracteriza esencialmente por la independencia ante los grupos de
presión de la sociedad, la neutralidad valorativa y la universalidad
de la enseñanza. Cuando la educación se privatiza se convierte en
mercancía, y entonces queda a merced de los intereses vigentes en la
sociedad del momento. Este proceso solo puede desembocar en una
perversión del ideal emancipatorio que define a la Escuela, pues
despoja a la educación de su carácter universal, humanista y
desinteresado, que es lo que define a la escuela pública, laica,
democrática y gratuita.
La privatización de los
servicios públicos es otra forma de clientelismo, más capciosa y
falaz en cuanto que aparece disfrazada de neutralidad y beneficencia,
pero muy eficaz. Que el acceso a la educación, o a la sanidad, o al
transporte, o a la justicia dependa exclusivamente de la capacidad
económica de quienes pretenden hacer uso legítimo de derechos que
emanan directamente de la dignidad humana es una forma de violar los
derechos humanos, además de una vía directa hacia la
institucionalización de una jerarquía de poder en la sociedad
marcada por una evidente deriva ideológica.
En definitiva, frente al
dogma neoliberal que pretende hacer depender la prosperidad general
de la libertad del mercado y la propiedad privada, está demostrado
que las sociedades que han sabido articular medidas para asistir a
los más necesitados y garantizar un nivel aceptable de igualdad de
oportunidades para toda la ciudadanía han logrado unos niveles de
paz y de confianza mayores, que han redundado incluso positivamente
en el propio mercado. Estos estudios demuestran que las desigualdades
crecientes en una sociedad minan la confianza y la sostenibilidad del
mercado, ese bien tan preciado para el neoliberalismo (Hargreaves
Heap, Tan, Zizzo, 2009; Kumhof y Rancière, 2010). No asumir como una
responsabilidad pública el coste humano o social que supone un
determinado modo de producción, o lo que es lo mismo, no incluirlo
dentro de lo que se considera el “coste contable”, el único que
se registra en clave económica, contribuye a generalizar una serie
de injusticias y problemas colectivos de los que ya nadie se hace
cargo, los afectados por imposibilidad y los causantes por
irresponsabilidad. La fatiga nerviosa y la depresión fruto de una
forma precaria y alienante de trabajo, la devastación de los
recursos naturales y la perturbación del entorno natural, el coste
social del desempleo, o la contaminación son figuras de esta
irresponsabilidad que tienden a suscitar formas patógenas de
violencia y desconfianza en la sociedad9. Todas esas peligrosas
consecuencias de la desregulación son las que curiosamente el
neoliberalismo atribuye a la intervención del Estado (o de los
organismos internacionales vinculantes) en la economía, como si el
derecho que asiste a los trabajadores a un sueldo mínimo fuera la
causa de la miseria, o como si la limitación legalmente impuesta por
el Estado a las empresas más contaminantes para la emisión de gases
tóxicos a la atmósfera fuera la causa de la contaminación.
"No hay alternativa"
Esta frase de Margaret
Thatcher sigue siendo hoy el arma más poderosa de quienes tienen el
poder para impedir cualquier cambio en las relaciones de fuerza
económicas y sociales que mantienen a gran parte de la población
mundial en la miseria. Con el pretexto de la crisis económica se nos
pretende convencer de que la única salida es la receta neoliberal, y
para ello se sirven de una serie de instrumentos que conviene
analizar.
Por un lado la frase de
Margaret Thatcher tiene como objetivo inocular en la mente de los
ciudadanos el discurso del miedo, para que la ciudadanía no solo
perciba como un mal menor la situación de desamparo propiciada por
las relaciones de fuerza establecidas, sino para que renuncie
resignadamente a los derechos que han constituido el resultado de
conquistas históricas. La periodista canadiense Naomi Klein, en su
obra La Doctrina del Shock: el auge del capitalismo del desastre,
desenmascara la falacia del fatalismo neoliberal. Demuestra que las
doctrinas neoliberales (representadas por Milton Friedman y la
Escuela de Chicago) se han convertido en hegemónicas en países con
libre mercado no por su popularidad ni mucho menos por su necesidad,
sino solo a través de instrumentos mediáticos que han aprovechado
desastres u otras contingencias que provocan confusión y conmoción
social, muchas veces inducidas o con la colaboración de regímenes
dictatoriales (como el de Pinochet en Chile), para provocar impactos
en la psicología social que permitieran aplicar medidas impopulares
sin reacción por parte de la población atemorizada. El miedo es el
arma más eficaz de la clase capitalista para perpetuar la
explotación y la coacción de la fuerza de trabajo. Harvey (2010:
90) ha mostrado cómo en realidad el que tiene la sartén por el
mango en la relación de producción capitalista es el trabajador, y
por eso “es el capitalista el que tiene que esforzarse por someter
a los trabajadores allí donde son potencialmente todopoderosos”, y
no al revés. Con tal fin utiliza el capitalista el miedo para
someter a los trabajadores y enfrentarlos entre sí. Desgraciadamente
en épocas de crisis como la que vivimos actualmente la resignación
se constituye como ingrediente principal en el discurso cotidiano de
la gente, que se alegra “al menos” de tener trabajo, por indignas
que sean las cláusulas de su contrato. La táctica maquiavélica
del divide y vencerás es hoy una de las más
rentables para la clase capitalista, que mientras tanto aprovecha la
situación para aumentar beneficios gracias a la reducción del coste
del trabajo.
Los medios de
comunicación suponen un buen instrumento de condicionamiento social.
La propaganda, la publicidad y el entretenimiento se convierten en un
sector estratégico de inversión de capital (y pierden así su
independencia y neutralidad). La televisión genera así una
ciudadanía sumisa, escasamente reflexiva y con pocos recursos para
formar una opinión propia de las cosas. Los medios de información
se convierten a menudo en medios de desinformación, muy útiles para
las clases poderosas. No extraña desde esta perspectiva que el
fútbol, desgraciadamente convertido en el único desahogo de la
mayor parte de la población asfixiada ante la situación de sus
vidas cotidianas, se haya convertido en el nuevo opio del pueblo. Los
poderosos lo saben, y utilizan todos los medios a su alcance para
mantener a la población sometida a los dictados del capital. ¿A
alguien le sorprende que desde hace varios años, precisamente los
años del gran auge del neoliberalismo en España, se haya
institucionalizado el fútbol todos los días?(10).
Mediante estos
instrumentos de condicionamiento psicológico y social se legitima
sibilinamente una lógica de la dominación que es a su vez una
lógica de la exclusión, en tanto que reduce el campo del “nosotros”
a los económicamente más rentables, y presenta a “los otros”
(mujeres, inmigrantes, dependientes, enfermos, etc.) como un lastre
para los intereses generales. Así, por ejemplo, se difunde el odio a
lo extranjero, pero no a cualquier extranjero, solo a aquel que viene
con más necesidades que dinero. Se difunden proclamas ofensivas y
discriminatorias contra los más necesitados, sin reparar en el hecho
de que son los grandes defraudadores y los que se sirven de paraísos
fiscales para eludir su responsabilidad fiscal quienes arruinan los
servicios públicos, y no los que necesitan de su asistencia.
El neoliberalismo se
nutre así de un discurso primario, populista, cortoplazista,
embaucador de masas acríticas, en tanto que ensalza las pasiones más
bajas del ser humano (egoísmo, codicia, envidia, avaricia, falta de
consideración y de responsabilidad). Esto explica en parte el éxito
de esta ideología en momentos de crisis: cuanta más ignorancia y
primitivismo mental, más vulnerable se vuelve la población a los
cantos de sirena de la carrera por el capital. La sociedad del
hiperconsumo, tal y como la define el sociólogo francés Lipovetsky,
erigida sobre la base de la teoría de la acumulación capitalista,
ha fabricado un individuo que identifica el tener más con el estar
mejor. Y en la medida en que nunca logramos la satisfacción de los
deseos, que se incrementan constantemente al tiempo que vamos
satisfaciéndolos –lo que he llamado en algún otro lugar “el
síndrome de Tántalo” (Tejedor de la Iglesia, 2010)–, vamos
amoldándonos a los dictados que nos imponen los grandes monstruos
que manejan los hilos del capitalismo mundial. Se crea una sociedad
dependiente, pero con la ilusión de la máxima libertad. Cuando lo
único valioso es la acumulación del capital (el crecimiento
económico), se genera un sistema perverso de exclusión, competencia
y falta de solidaridad. Mientras que los defensores del
neoliberalismo siguen alimentando la falacia de que los mercados
tienen que ser libres para crear riqueza, y que lo contrario de los
mercados es la coacción o el intervencionismo, la realidad nos
muestra que en un mercado libre solo unas pocas transacciones o
intercambios son voluntarios. A mayor mercado, menor libertad para la
mayor parte. Y es que la carrera por el capital de unos pocos solo es
posible pisoteando a muchos, del mismo modo que la industria del
armamento solo es rentable si sigue habiendo guerras en el mundo, ya
sean “frías” o descarnadamente infernales.
Conclusión: hacia un
proyecto económico-político alternativo
Frente a este discurso
artificialmente fatalista, se alza una voz discordante: “There
is always an alternative” (Siempre hay una alternativa). Es la
frase que el economista austriaco Christian Felber dedica a Margaret
Thatcher y Ángela Merkel en el prólogo a la nueva edición (2012)
de su obra La economía del bien común, en la que presenta un
nuevo modelo económico que en dos años han asumido ya más de 500
empresas en Europa y Latinoamérica.
Felber parte de un juicio
de hecho: la evidente contradicción entre los valores que triunfan
en nuestras relaciones cotidianas (la confianza, la sinceridad, el
aprecio, el respeto, la empatía, la cooperación, la ayuda mutua, la
voluntad de compartir) y los valores que encarna la economía
capitalista del libre mercado, que al ensalzar como fin prioritario
la búsqueda de beneficios a través de la competencia, incentiva
justo lo contrario. La disyuntiva se hace evidente: “¿Debemos ser
solidarios y cooperativos, ayudar a los demás y estar constantemente
pendientes del bien de todos? ¿O debemos tener siempre en cuenta
primero nuestro propio beneficio y al resto, como competidores,
atarles en corto? Lo incomprensible de esta discrepancia es que el
legislador prefiere la guía falsa. La confirma y con ello incentiva
valores que todos sufrimos” (Felber, 2012: 30). A partir de esta
constatación, Felber diseña un modelo económico mucho más
coherente para las empresas, basado en una premisa: dada la evidencia
de que el ser humano valora más en su vida cotidiana los valores
asociados a la cooperación y la ayuda mutua, igualmente se
encontrará más motivado en un marco económico y empresarial donde
los incentivos no provengan de la competencia y el egoísmo. Para
ello es imprescindible instaurar un cambio esencial, por el cual el
éxito económico deje de medirse a través de indicadores de valores
de cambio para medirse mediante indicadores de utilidad social, lo
que llama el bien común. “La economía del bien común quiere
medir sólo aquello que cuenta, lo que el ser humano necesita
primordialmente, aquello que le hace sentirse satisfecho y feliz. El
producto del bien común de una economía nacional y el balance del
bien común de una empresa reemplazan respectivamente al PIB y a los
beneficios financieros” (Felber, 2012: 19). Se trata en definitiva
de reenganchar la economía a la filosofía moral, de la cual se
separó con el surgimiento del liberalismo económico hace más de
dos siglos. De esta forma, el beneficio económico, dice Felber, deja
de ser un fin en sí mismo, para convertirse en lo que realmente debe
ser, un medio para la verdadera finalidad de una economía realmente
humana: maximizar el bienestar de toda la población (mundial). La
democracia y la participación conjunta de todas las personas es la
esencia del bien común. Por tanto, la gestión autocrática y
jerárquica de las empresas dejaría paso a un modelo económico
donde los puntos de referencia y las decisiones se tomen por
múltiples personas en una amplia asamblea participativa. La lógica
de la inclusión sustituiría a la lógica de la exclusión. El
objetivo final es que mediante la nueva organización legal de las
empresas, aumente la libertad del individuo, además del bienestar de
todos. No es cuestión aquí de desentrañar cada uno de los puntos
que constituyen el modelo de la economía del bien común, para lo
que es mejor acudir directamente a la fuente. Pero es importante
señalar que lejos de ser una utopía irrealizable, el balance del
bien común se ha convertido ya en la brújula de numerosas empresas
que se han adherido a este modelo, a través del movimiento Attac en
Austria, Alemania, norte de Italia y Suiza, y comienza tímidamente
en España y Latinoamérica. “Con la economía del bien común
nadie será nunca más desmesuradamente rico ni poderoso, pero sí
será posible un estado de bienestar material incluso lujoso. Los
beneficios son: más igualdad de oportunidades, calidad de vida y
democracia, una situación en la que todos ganan, perder resulta
imposible. Por este motivo ya se han unido al movimiento muchas
empresas y gente adinerada” (Felber, 2012: 26).
De entre todas las
consecuencias que trae consigo este nuevo modelo, que ya ha empezado
a dar sus frutos en términos de balance del bien común en numerosas
empresas, destaca una que evita una eventual recaída en las falacias
del neoliberalismo: “No se volverán a crear normas para la
economía basándose en dogmas no probados, sino que éstas se
elaborarán democráticamente” (Felber, 2012: 22).
1. El libro de C.
Rodríguez Braun y J.R. Rallo titulado El liberalismo no es pecado,
publicado en 2011, se ha convertido en el referente de los defensores
del neoliberalismo en España en la actualidad. Considera que
cualquier intervencionismo estatal es “infantil” y ajeno a los
intereses reales de los ciudadanos, en tanto que coarta la libertad
de los individuos: “El marco de las instituciones es un pilar de la
creación de riqueza, pero lo es en la medida en que protege y
consolida la libertad de los ciudadanos, su propiedad y sus
contratos, y no lo es en la medida en que los restringe o avasalla”
(p. 224). Así, por ejemplo, consideran los impuestos como una
intromisión intolerable de los Estados en el derecho de los
ciudadanos, que ven conculcado su derecho a disfrutar de toda la
utilidad y rentabilidad de sus negocios.
2. Mientras
escribo estas líneas, el señor Manuel Pizarro, recientemente
nombrado presidente adjunto de El Corte Inglés en España, hace unas
declaraciones (24/09/2014) que revelan claramente el credo
neoliberal, contrario a todo tipo de función social del Estado: “Lo
gratis no funciona”.
3. La idea no era
originaria de Adam Smith. Ya había sido formulada más de medio
siglo antes por Bernard Mandeville en su magna obra La fábula de las
abejas o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública
(1714).
4. Naomi Klein ha sabido
analizar este proceso de invasión de las marcas en la sociedad mejor
que nadie, en su obra ya clásica No Logo, de 1970 (Edición
española, 2011). Allí dice: “A medida que la privatización se
desliza en todos los resquicios de la vida pública, incluso estos
espacios de libertad y estos restos de espacios sin marcas
comerciales están desapareciendo […] Esta pérdida de espacios se
produce dentro de las personas; ya no es una colonización solo del
espacio físico, sino del mental” (p. 94-96)
5. La Organización
Internacional del Trabajo también las denomina “Zonas francas
industriales” o “Zonas económicas especiales”.
6. Se trata de una
estrategia de competencia minorista muy agresiva, que sólo pueden
aplicar las grandes cadenas. Son las únicas que están en
condiciones de sacrificar algunos de sus establecimientos para lograr
un beneficio económico más importante a largo plazo. La marca
Starbucks o McDonald‘s son ejemplos de grandes cadenas que han
aplicado este tipo de estrategias (Klein, 2011: 172-176).
7. Antiguamente
esta función era la que tenían solo los llamados “bancos de
inversión”, que se diferenciaban de la “banca comercial”, cuya
función era la de acreditar las promesas de pago de mayor calidad,
las menos sospechosas de incumplimiento. Hoy esta distinción ya no
se mantiene, pues todos los bancos, atraídos por la posibilidad de
lucro que les ofrecían los mercados financieros, han asumido la
función de mero intermediario. Hoy cualquier banco financia un
préstamo a cuarenta años a través de un depósito a la vista, por
ejemplo.
8. Según el
informe de Intermón Oxfam “Iguales: acabemos con la desigualdad
extrema. Es hora de cambiar las reglas” (octubre 2014), España es
el país con la mayor brecha entre ricos y pobres de la OCDE.
9. El 10 de mayo
de 2013 aparecía en el periódico El País (versión digital) una
noticia inquietante: “El CO2 en la atmósfera alcanza su máximo
histórico”. El cuerpo de la noticia pone de manifiesto el fracaso
de las políticas ecológicas impulsadas por el Tratado de Kioto. Es
fácil imaginar este fracaso en el contexto liberal en el que
vivimos, donde la codicia y la carrera por la acumulación de capital
necesariamente tiende a despreciar lo que se han llamado los “males
públicos”, otra forma de denominar a lo que venimos denominando el
coste social del modo de producción capitalista.
10. Es interesante
a este respecto el documento recientemente publicado y difundido por
el filósofo Noam Chomsky Las diez estrategias de manipulación
mediática (2012), disponible en
http://www.slideshare.net/matsmadrid/n-chomski-diezestrategiasdemanipulacionmediatica.
Muy recomendable es igualmente el libro publicado por Grupo Marcuse,
De la miseria humana en el medio publicitario (2009).
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¡Qué gran artículo! Lástima que hoy día se lea tan poco.
ResponderEliminarHabría que ponerlo en las televisiones, naturalmente en dosis muy cortas, en las horas de máxima audiencia.
¿Para cuándo educar en las escuelas?