Texto de Miquel Amorós
basado en la charla de título "Desarrollismo y Progresismo"
enmarcada dentro de las "Jornadas Crítica al Progreso"
organizadas por la Federación de Estudiantes Libertarios de la
Universidad Autónoma de Madrid (FEL-UAM) (2011).
Dialéctica del cenit
y el ocaso
El capitalismo ha
alcanzado su cenit, ha traspasado el umbral a partir del cual las
medidas para preservarlo aceleran su autodestrucción. Ya no puede
presentarse como la única alternativa al caos; es el caos y lo será
cada vez más. Durante los años sesenta y setenta del pasado siglo,
un puñado de economistas disconformes y pioneros de la ecología
social constataron la imposibilidad del crecimiento infinito con los
recursos finitos del planeta, especialmente los energéticos, es
decir, señalaron los límites externos del capitalismo. La ciencia y
la tecnología podrían ampliar esos límites, pero no suprimirlos,
originando de paso nuevos problemas a un ritmo mucho mayor que aquél
al que habían arreglado los viejos. Tal constatación negaba el
elemento clave de la política estatal de posguerra, el
desarrollismo, la idea de que el desarrollo económico bastaba para
resolver la cuestión social, pero también negaba el eje sobre el
que pivotaba el socialismo, la creencia en un futuro justo e
igualitario gracias al desarrollo indefinido de las fuerzas
productivas dirigidas por los representantes del proletariado.
Además, el desarrollismo tenía contrapartidas indeseables: la
destrucción de los hábitat naturales y los suelos, la
artificialización del territorio, la contaminación, el
calentamiento global, el agujero de la capa de ozono, el agotamiento
de los acuíferos, el deterioro de la vida en medio urbano y la
anomia social. El crecimiento de las fuerzas productivas ponía de
relieve su carácter destructivo cada vez más preponderante. La fe
en el progreso hacía aguas; el desarrollo material esterilizaba el
terreno de la libertad y amenazaba la supervivencia. La revelación
de que una sociedad libre no vendría jamás de la mano de una clase
directora, que mediante un uso racional del saber científico y
técnico multiplicase la producción e inaugurara una época de
abundancia donde todos quedaran ahítos, no era más que una
consecuencia de la crítica de la función socialmente regresiva de
la ciencia y la tecnología, o sea, del cuestionamiento de la idea de
progreso. Pero el progresismo no era solamente un dogma burgués, era
la característica principal de la doctrina proletaria.
La crítica
del progreso implicaba pues el final no sólo de la ideología
burguesa sino de la obrerista. La solución a las desigualdades e
injusticias no radicaba precisamente en un progresismo de nuevo cuño,
en otra idea del progreso depurada de contradicciones. Como dijo
Jaime Semprun, cuando el barco se hunde, lo importante no es disponer
de una teoría correcta de la navegación, sino saber cómo fabricar
con rapidez una balsa de troncos. Aprender a cultivar un huerto como
recomendó Voltaire, a fabricar pan o a construir un molino como
desean los neorrurales podría ser más importante que conocer la
obra de Marx, la de Bakunin o la de la Internacional Situacionista.
Eso significa que los problemas provocados por el desarrollismo no
pueden acomodarse en el ámbito del saber especulativo y de la
ideología porque son menos teóricos que prácticos, y, por
consiguiente, la crítica tiene que encaminarse hacia la praxis.
En
ese estado de urgencia, el cómo vivir en un régimen no capitalista
deja de ser una cuestión para la utopía, para devenir el más
realista de los planteamientos. Si la libertad depende de la
desaparición de las burocracias y del Estado, del desmantelamiento
de la producción industrial, de la abolición del trabajo
asalariado, de la reapropiación de los conocimientos antiguos y del
retorno a la agricultura tradicional, o sea, de un proceso radical de
descentralización, desindustrialización y desurbanización
debutando con la reapropiación del territorio, el sujeto capaz de
llevar adelante esa inmensa tarea no puede ser aquél cuyos intereses
permanecían asociados al crecimiento, a la acumulación incesante de
capital, a la extensión de la jerarquía, a la expansión de la
industria y a la urbanización generalizada. Un ser colectivo a la
altura de esa misión no podría formarse en la disputa de una parte
de las plusvalías del sistema sino a partir de la deserción misma,
encontrando en la lucha por separarse la fuerza necesaria para
constituirse.
Al final de la era
fordista, tras la subida de precios del petróleo como consecuencia
del cenit de la producción en Estados Unidos, conocemos la salida
que buscó la clase dirigente para preservar el crecimiento: un
desarrollismo de nuevo tipo, neoliberal, basado primero en el fin del
Estado-nación, la privatización de la función pública, el
abandono del patrón oro, la energía nuclear, la eliminación de las
trabas aduaneras, el abaratamiento del transporte, la globalización
de los mercados, la expansión del crédito y la desregulación del
mundo laboral. Una segunda fase, algo más keynesiana, rentabilizaría
la destrucción acumulada mediante un desarrollismo llamado
sostenible, integrando el punto de vista ecologista en un capitalismo
“verde”. El Estado recuperaría un tanto su papel de impulsor
económico que tenía en la época anterior de capitalismo nacional
financiando dicha modernización y forzando el reciclaje de la
población en el consumo de mercancía labelizada. También conocemos
las alternativas progresistas neokeynesianas que en el marco del
orden establecido reivindicaron “otra” globalización en donde
las cargas estuvieran mejor distribuidas, o lo que viene a ser lo
mismo, una mundialización tutelada por los Estados que respetara los
intereses de la burocracia obrerista y el estatus de las clases
medias. Esta propuesta descansaba en la falsa suposición de que el
Estado era un instrumento neutral frente al capitalismo, y no la
adecuada expresión política de sus intereses.
Como quiera que
fuera, ambas políticas –la neoliberal conservadora y la
neokeynesiana socialdemócrata– fracasaron al tropezar el
capitalismo con sus límites internos. La liquidación de las
economías locales arruinó poblaciones enteras que se fueron
acumulando en las periferias de las metrópolis, dando vida a
inmensos poblados de chabolas. Innumerables masas emigraron a los
países “desarrollados”, extendiendo las consecuencias de la
crisis demográfica a las zonas privilegiadas del turbocapitalismo.
Esta nueva mutación del capital creaba una nueva división social:
los integrados y los excluidos del mercado. La contención de la
exclusión quedó fundamentalmente en manos del Estado, en absoluto
neutro, obligado a desarrollar para la ocasión políticas represivas
de control de la inmigración y extenderlas a cualquier forma de
disidencia. Por otro lado, el carácter eminentemente especulativo de
los movimientos financieros internacionales y las políticas
estatistas clientelares, tras una década de euforia, condujeron a la
bancarrota general del 2008, agravada por las deudas que los Estados
no habían podido rembolsar, precipitando una vuelta al
neoliberalismo mucho más dura. Las medidas draconianas son
necesarias para traspasar la crisis provocada por los Bancos y los
Estados a la población asalariada, mayoritariamente hipotecada. La
pauperización material de un tercio de la población se suma a una
pauperización moral vieja de años, pero la incapacidad irremediable
de crecer lo suficiente de los Estados Unidos y la Unión Europea si
no es compensada con una demanda emergente, china o india,
proporcionará un marco crítico duradero donde podrá invertirse el
proceso de anomia. Potencialmente, y por mucho tiempo, el espectro de
Grecia –las condiciones griegas– asediará la conciencia de los
dirigentes. La venganza o la voluntad de desquite dominarán en los
primeros momentos con toda la secuela de conflicto y violencia, pero
para construir habrá de darse en las masas vapuleadas un sentimiento
de dignidad a la par que el desarrollo de una conciencia
verdaderamente subversiva.
Paradójicamente, en la
fase actual de descomposición del sistema dominante, las
contradicciones internas ocultan las externas. El drama de la
exclusión, el paro, la precariedad, los recortes, los desahucios y
el empobrecimiento de las clases medias asalariadas, al poner por
delante sus intereses inmediatos todavía ligados al mantenimiento de
un estilo de vida urbano, artificial y consumista, han oscurecido
momentáneamente la cuestión esencial, el rechazo del credo del
progreso, y, por consiguiente, el del modelo social y urbano que le
es inherente. En consecuencia, la creciente “huella ecológica” y
la insostenibilidad intrínseca de la supervivencia bien o mal
abastecida bajo el capitalismo no se han tenido en consideración,
por lo que las exigencias desindustrializadoras y desurbanizadoras
parecen fuera de lugar. La protesta urbana, obrera o populista,
rechaza pagar la factura de la gestión desarrollista anterior y así
se contenta con exigir “otra” política, “otra” banca u
“otro” sindicalismo, a lo sumo, “otro” capitalismo, pero
jamás se planteará seriamente la ruralización o la desaparición
de las metrópolis, es decir, otra manera de convivir, otra sociedad
u otro planeta. La mayoría de los habitantes de las conurbaciones
solamente busca o aspira a encontrarse con la naturaleza los fines de
semana, en tanto que consumidores de relax y paisaje, por lo que una
crítica antidesarrollista tiene serios problemas para darse a
conocer fuera de estrechos círculos, ya que la mentalidad urbana es
incapaz de asumirla y los desertores del asfalto son todavía pocos.
Por otra parte, la población campesina, residual, sufre un deterioro
mental aún peor, fruto de su suburbanización, y las más de las
veces reproduce estereotipos ideológicos urbanos.
La crítica
antidesarrollista no cuaja pues, ni en el medio rural, que debía ser
el suyo, ni en el medio urbano, mucho menos propicio. Por eso la
materialización en la práctica del antidesarrollismo como defensa
del territorio se ve sometida a multitud de inconsecuencias y
limitaciones. El carácter específicamente local de dicha defensa
juega en su contra. Apenas se conforma una oposición contra una
nocividad particular, surgen acompañantes municipalistas, verdes o
nacionalistas, que tratan de confinarla como “nimby” en la
localidad, exprimirla políticamente y empantanarla en marismas
jurídicas y administrativas. Solamente en los casos en que ha
conseguido aliados de las conurbaciones gracias precisamente a los
irregulares de la post ciudad, ha podido formularse un interés
general y desarrollarse un conflicto de envergadura (p. e. contra
trasvases, contra las líneas MAT, contra el TAV, contra autopistas,
centrales eólicas, etc.). Resumiendo, la defensa del territorio está
lejos mostrarse como el único conflicto realmente anticapitalista,
ya que, debido a las condiciones hostiles que debe afrontar, no
consigue constituir una comunidad de lucha estable y suficientemente
consciente que contribuya con eficacia a incrementar el número de
renegados de la urbe. Todavía no ha logrado transformar la
descomposición urbana en fuerza creativa rural, ni la oposición al
desarrollismo territorial en barrera contra la urbanización total.
Será necesaria otra
vuelta de tuerca en la crisis para que la cuestión urbana –el
problema de desmontar la conurbación– aparezca en el centro de la
cuestión social. En efecto, la conurbación es la forma ideal de la
organización del espacio por el capitalismo; una gran concentración
de consumidores hecha posible por la abundancia hasta ahora ilimitada
de combustible fósil barato y de agua potable. Es de suponer que un
encarecimiento del combustible conduciría a una crisis energética
que pondría en peligro la agricultura industrial, el sistema de vida
urbano y la existencia misma de las conurbaciones. Igual sucedería
con una sequía prolongada que exigiera la construcción de numerosas
desaladoras funcionando con petróleo. Ese es el horizonte que
perfila a corto plazo la gran demanda de los países emergentes y el
cenit de la producción petrolífera a medio: el fin de la era de la
energía barata. No hay remedio posible puesto que la energía
nuclear y las llamadas “renovables” son caras, necesitan
igualmente para su puesta en marcha ingentes cantidades de
combustible fósil cada vez menos al alcance y el ritmo de su
producción nunca podrá satisfacer las exigencias de un consumo
creciente.
El capitalismo verde es una falacia y la globalización
está entrando en su fase terminal; las innovaciones tecnológicas no
podrán salvarla. La perspectiva de un declive de la producción
industrial de energía pinta de negro el futuro de las conurbaciones,
puesto que un encarecimiento del transporte paralizará los
suministros y las volverá inviables. Los bloques de viviendas, los
rascacielos, los centros comerciales, los adosados residenciales, los
polígonos logísticos, las autopistas y demás se deteriorarán a
gran velocidad. Entonces, los sofisticados materiales de
construcción, el aire acondicionado, los electrodomésticos, los
ordenadores, la calefacción central, la telefonía móvil y los
automóviles serán cosas del pasado. Además, el calentamiento
global es imparable puesto que el consumo de energías contaminantes
es imposible de aminorar, y, en pocos años, cuatro o cinco,
desbocará el cambio climático y entonces los daños provocados
serán irreversibles. El decaimiento de la agricultura industrial
–esclava del fuel, de los abonos y herbicidas petroquímicos–
junto con las secuelas del calentamiento –incremento del efecto
invernadero, deforestación, erosión, salinización y acidificación
de los suelos, desertificación, sequías e inundaciones–
desembocarán en una crisis alimentaria de graves consecuencias. La
mayoría de la población urbana quedará desabastecida, viéndose
impelida violentamente a buscar comida y combustible fuera,
desperdigándose por un campo esquilmado. El que este proceso de
expulsión del vecindario se efectúe de forma caótica y terrorista
o transcurra positivamente dependerá de la capacidad integradora de
las comunidades de lucha surgidas de la deserción y la defensa del
territorio. Si éstas son débiles no podrán enfrentarse a la
avalancha de una población hambrienta y transformar su desesperación
en fuerza para el combate por la libertad y la emancipación. La
desagregación del turbocapitalismo daría lugar entonces a un
reguero de formaciones capitalistas primitivas defendidas por poderes
locales y regionales autoritarios. Será inevitable que la sociedad
se contraiga y se vuelva intensamente localista, pero lo pequeño no
siempre es hermoso. Puede ser horrible si la necesaria ruralización
que habrá de afrontar las consecuencias de una superpoblación
repentina y brutal, no discurre por vías revolucionarias, es decir,
si se limita a una producción centralizada y privilegiada de comida
y energía en lugar de orientarse hacia la creación de comunidades
libres y autónomas capaces de resistir a la depredación post
urbana. En definitiva, si el proceso ruralizador no respira esa
atmósfera de libertad que antaño se atribuía a las ciudades.
A fin de no caer en
profecías apocalípticas y evitar que la ciencia ficción se adueñe
de los análisis futuristas postulando retornos al paleolítico o a
la barbarie de género cinematográfico, conviene considerar la
crisis energética como un marco general y un horizonte temporal que
condicionará cada vez más el acontecer social con el chantaje
consabido de ‘o la energía o el caos’ sin por lo tanto
determinarlo completamente. La especulación novelesca es deudora de
la actitud contemplativa frente a la catástrofe, típica de la
religión –o de su equivalente secular, la ideología historicista– que considera lo que adviene como resultado forzoso y no como una
posibilidad entre muchas, un desenlace en el tiempo fruto de
múltiples variables: la conciencia del momento, la inteligencia de
los cambios, la configuración de fuerzas independientes, la
habilidad en captar las contradicciones que se manifiestan y en
aprovechar las ocasiones que se presentan... Ni el resultado explica
enteramente el proceso, ni el proceso, el resultado. El cenit no
precede necesariamente a la extinción. Entre los dos interviene el
juego dialéctico de la táctica y de la estrategia entre
contrincantes con fuerzas desiguales, a corto y medio plazo. El juego
de la guerra social. Las esperanzas de los sectores aferrados a la
conservación del capitalismo de Estado en un decrecimiento
paulatino, pacífico y voluntario serán prontamente desmentidas por
la brutalidad de las medidas de adaptación a escenarios de escasez y
penuria y la dinámica social violenta que van a originar. Si bien el
colapso catastrófico no va a producirse en fecha fija, inminente,
tampoco va a ser inevitable la entronización de un régimen
ecofascista; sin embargo, la probabilidad más o menos cercana de
ambos fenómenos puede servir para llevar la acción por derroteros
consecuentes, lográndose así en las sucesivas confrontaciones una
salida favorable al bando de los partidarios de un cambio social
radical y libertario. Nada está decidido, por lo que todo es
posible, incluso las utopías y los sueños.
Desurbanización. Mejor que no sea una desbandada.
ResponderEliminarLa guillotina termina con el dolor de cabeza, pero claro...
EliminarLos grados de libertad se van reduciendo conforme los recursos y la energía necesarios para sostenerlos dejen de estar disponibles.
ResponderEliminarEso no les preocupa a los ricos. Lo que les podría preocupar es lo que podríamos hacer pero no estamos haciendo.
EliminarEl lo vio perfectamente desde 2011. Todos sabíamos que esto iba a dar un pepinazo tarde o temprano. Que haya sido así es lo de menos. Tal vez es lo más benigno que nos ha podido pasar. Pero los hechos son los hechos, los mercados están saturados, el baneficio es menguante y sin beneficio por más que se estimule no hay inversión. El sistema capitalista está simplemente roto desde 2008 con las expansiones cuantitativas.
ResponderEliminarSalud!
Ha llegado vestida de virus, pero lo que acaba de estallar es la más inflada burbuja financiera de la historia. No se avecinan, los tiempos terribles ya están aquí. A ver si el tremendismo hollywoodense es capaz de superarlos.
EliminarSalud!