El 28 de marzo, Página|12
publicó un artículo titulado “Elogio a la policía del
cuidado”, firmado por Gabriela Seghezzo y Nicolás Dallorso,
dos investigadorxs del CONICET que coordinan el Observatorio de
Seguridad de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de
Buenos Aires (UBA), donde también son docentes.
La tesis fundamental que
sostienen en su nota de opinión es que el aislamiento obligatorio
por la pandemia del COVID-19 es una situación excepcional que nos
permite visibilizar que “las tareas que llevan adelante
cotidianamente las policías se asemejan más a las tareas de cuidado
que a las de una persecución y represión penal”. La pandemia,
así, se convierte en una oportunidad única para cambiar el sentido
común securitario según el cual todas “las políticas que
involucran a las fuerzas de seguridad son fascistas o involucran
violencia institucional”.
Sin embargo, la
afirmación cae por su propio peso. Cada día, se acumulan de a
docenas las denuncias por las prácticas abusivas de policías y
gendarmes. El artículo de Seghezzo y Dallorso amerita, entonces,
debatir cuál es el rol de quienes investigan en este momento tan
crucial que estamos atravesando y qué discursos se legitiman desde
la academia. ¿Qué posición debería adoptarse en un momento en el
que las fuerzas represivas suman poderes?
1. Va de suyo que la
ciencia nunca es neutral y que las investigaciones muchas veces se
direccionan en función de los intereses de la clase dominante. Pero
también es una verdad evidente que muchísimxs investigadorxs pagos
por el Estado cuentan con la autonomía suficiente para sostener
tesis contrarias al espíritu general del gobierno de turno. Así lo
demuestran cuatro años de macrismo y una abundante cantidad de
trabajos producidos en el CONICET que antagonizan con la ideología
cambiemita.
2. “Elogio a la policía
del cuidado” parece un artículo hecho por encargo. Parece que se
trata de recurrir a “los que saben” para darle de comer al
público habitual de Página|12; para engrosar el menú de argumentos
progresistas para explicar por qué ahora la Policía (y la
Gendarmería y el Ejército) nos cuidan de verdad, aunque hasta hace
apenas dos semanas eran los actores fundamentales del delito
organizado. Apelar a investigadorxs del CONICET no debe ser mera
casualidad. A la mayoría de lxs lectores de Página|12, el
discurso bélico del ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos
Aires Sergio Berni frente a la Policía bonaerense seguramente le
haya parecido un exceso. ¿Qué mejor entonces, que recurrir a
docentes universitarixs e investigadorxs de instituciones de
prestigio para que repitan lo mismo que el castrense ministro, pero
con la fraseología del progresismo? Es un win-win.
3. Desde que el COVID-19
adquirió relevancia a nivel mundial, se ha desatado un conjunto de
debates filosóficos que ponen en cuestión, por ejemplo, si las
medidas de emergencia tomadas por los gobiernos implican la
instalación de un estado de excepción que habilita políticas
autoritarias; o si es este el momento para proponer una “biopolítica
democrática” al servicio de la salud de las mayorías populares,
tal como le contrapropone Pangiotis Sotiris a Giorgio Agamben.
En nuestro país, el
estado de excepción puede verse justamente en el sector del
progresismo y los intelectuales que encarnan su representación.
Quienes durante años entendieron el accionar cotidiano de las
fuerzas de seguridad como uno de los problemas más graves de nuestra
democracia ahora no dudan en endilgarles a ellas tanto el control
como el cuidado para evitar la propagación del virus. Ni siquiera se
lo cuestionan, y es esto lo más grave. Es decir: no se trata solo la
posición infantil de creer que quienes siempre nos reprimieron ahora
“se exponen para cuidarnos a todos y todas” y son garantes de
nuestras vidas, sino también de la obturación de cualquier
posibilidad de duda.
4. La operación lógica
para pensar el rol protagónico de las fuerzas de seguridad en un
estado de excepción debería ser justamente la contraria. La
conclusión también lo será: si se amplían las facultades de las
fuerzas de seguridad, entonces también debe aumentarse el control
sobre ellas para que sea mayor que en épocas de normalidad. La
ampliación del poder policial y el mecanismo de vecinos convertidos
en denunciantes compulsivos son la base para legitimar cualquier giro
autoritario. Si naturalizamos las atribuciones ampliadas sin
cuestionamientos, este puede ser uno de los principales males que
heredemos de la crisis del COVID-19 y que más costará revertir una
vez que salgamos de ella.
5. Por último, nada más
miserable que la apelación a las políticas de cuidado para definir
el actual accionar policial. Años de trabajo de activistas e
intelectuales feministas que dieron lugar a la producción de teoría
y políticas públicas a partir del concepto de las ‘tareas de
cuidado’ y de su relación con la crisis de la reproducción
social, para que se bastardeé su uso en un elogio a la policía.
Sobre todo, en un país donde uno de cada cinco femicidios es
perpetrado por un integrante de las fuerzas de seguridad que utiliza
el arma reglamentaria (CORREPI).
6. Ante la propagación
del discurso que busca relegitimar el accionar de las fuerzas de
seguridad sin más, es preciso volver a apelar a las lógicas de
cuidado comunitario y de organización popular, evitando las vías de
escape facilistas de la militarización de la sociedad. En este
sentido, si ponemos la emergencia sanitaria en el centro, exigir que
las partidas presupuestarias para insumos, equipamientos y salarios
de lxs trabajadorxs de salud se incrementen por encima de lo que se
destina a la represión debe ser una demanda de primer orden.
Nuevas reflexiones - Giorgio Agamben
Artillería
Inmanente - 22/04/2020
Publicado en la columna
Una
voce de Giorgio Agamben el 22 de abril de 2020 y de una
entrevista publicada el mismo día en un periódico italiano.
¿Estamos viviendo,
con esta reclusión forzada, un nuevo totalitarismo?
En muchos aspectos se
está formulando la hipótesis de que en realidad estamos viviendo el
fin de un mundo, el de las democracias burguesas, basadas en los
derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está
cediendo el paso a un nuevo despotismo que, en lo que respecta a la
generalización de los controles y el cese de toda actividad
política, será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta
ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman Security State, es
decir, un estado en el que «por razones de seguridad» (en este caso
de «salud pública», término que hace pensar en los infames
«comités de salud pública» durante el Terror) se puede imponer
cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después
de todo, estamos acostumbrados desde hace mucho tiempo a una
legislación por decretos de emergencia por parte del poder
ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y abole
de hecho el principio de la división de poderes en el que se basa la
democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de
video y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos
celulares, excede con creces cualquier forma de control ejercida bajo
regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo.
En lo que respecta a
los datos, además de los que se reunirán por medio de los teléfonos
celulares, también habría que reflexionar sobre los que se difunden
en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o mal
interpretados.
Éste es un punto
importante, porque toca la raíz del fenómeno. Cualquiera que tenga
algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse
de que los medios de comunicación hayan difundido durante todos
estos meses cifras sin ningún criterio de cientificidad, no sólo
sin relacionarlas con la mortalidad anual del mismo período, sino
incluso sin especificar la causa de la muerte. Yo no soy ni virólogo
ni médico, pero me limitaré a citar fuentes oficiales fiables. 21.000 muertes para Covid-19 parecen y son ciertamente una cifra
impresionante. Pero si se comparan con los datos estadísticos
anuales, las cosas, como es correcto, adquieren un aspecto diferente.
El presidente del ISTAT (Instituto Nacional de Estadística de
Italia), el doctor Gian Carlo Blangiardo, anunció hace unas semanas
las cifras de mortalidad del año pasado: 647.000 muertes (1772
muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los
últimos datos disponibles para 2017 registran 230.000 muertes por
enfermedades cardiovasculares, 180.000 muertes por cáncer, al menos
53.000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero hay un punto que
es particularmente importante y que nos concierne de cerca.
¿Cuál?
Cito las palabras del
doctor Blangiardo: «En marzo de 2019 hubo 15.189 muertes por
enfermedades respiratorias y el año anterior hubo 16.220. Por
cierto, son más que el número correspondiente de muertes para Covid
(12.352) declaradas en marzo de 2020». Pero si esto es cierto y no
tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de
la epidemia debemos preguntarnos si ella puede justificar medidas de
limitación de la libertad que nunca se han tomado en la historia de
nuestro país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales. Existe
una duda legítima de que al propagar el pánico y aislar a la gente
en sus casas, la población se ha visto obligada a asumir las
gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero
desmantelaron el servicio sanitario nacional y luego, en Lombardía,
cometieron una serie de errores no menos graves al enfrentar la
epidemia.
Incluso los
científicos, en realidad, no han ofrecido un buen espectáculo.
Parece que no pudieron dar las respuestas que se esperaban de ellos.
¿Qué opinas?
Siempre es peligroso
confiar a los médicos y a los científicos decisiones que en última
instancia son éticas y políticas. Como ves, los científicos, con
razón o sin ella, persiguen de buena fe sus razones, que se
identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales
—la historia lo demuestra ampliamente— están dispuestos a
sacrificar cualquier escrúpulo de orden moral. No necesito recordar
que bajo el nazismo científicos muy estimados dirigieron la política
de eugenesia y no dudaron en aprovechar los lager para llevar a cabo
experimentos letales que consideraban útiles para el progreso de la
ciencia y el cuidado de los soldados alemanes. En el presente caso el
espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad,
aunque los medios de comunicación lo oculten, no hay acuerdo entre
los científicos y algunos de los más ilustres entre ellos, como
Didier Raoult, tal vez el mayor virólogo francés, tienen opiniones
diferentes sobre la importancia de la epidemia y la eficacia de las
medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de
superstición medieval. Escribí en otra parte que la ciencia se ha
convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la
religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declaraban
que no podían definir claramente qué es Dios, pero en su nombre
dictaban reglas de conducta a los hombres y no dudaban en quemar a
los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es
un virus, pero en su nombre afirman decidir cómo deben vivir los
seres humanos.
Se nos dice —como ha
sucedido a menudo en el pasado— que nada será igual que antes y
que nuestras vidas deben cambiar. ¿Qué crees que pasará?
Ya he intentado describir
la forma de despotismo que debemos esperar y contra la que no debemos
cansarnos de estar en guardia. Pero si, por una vez, dejamos de lado
la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de
vista del destino de la especie humana en la Tierra, recuerdo las
consideraciones de un gran científico holandés, Ludwig Bolk. Según
Bolk, la especie humana se caracteriza por una inhibición progresiva
de los procesos naturales de adaptación al medio ambiente, que son
sustituidos por un crecimiento hipertrófico de dispositivos
tecnológicos para adaptar el medio ambiente al hombre. Cuando este
proceso sobrepasa un cierto límite, llega a un punto en el que se
vuelve contraproducente y se convierte en autodestrucción de la
especie. Fenómenos como el que estamos experimentando me parece que
muestran que se ha llegado a ese punto y que la medicina que se
suponía que iba a curar nuestros males corre el riesgo de producir
un mal aún mayor. Incluso contra este riesgo debemos resistir con
todos los medios.
Coronavirus: contra
Agamben, por una biopolítica popular - Panagiotis Sotiris
La
Pluma net – 20/03/2020
La reciente intervención
de Giorgio Agamben, que caracteriza las medidas aplicadas en
respuesta a la pandemia de Covid-19 como un ejercicio de la
biopolítica del «estado de excepción», ha provocado un importante
debate sobre la forma de pensar la biopolítica.
La noción misma de
biopolítica, formulada por Michel Foucault, ha constituido una
contribución importante a nuestra comprensión de los cambios
vinculados a la transición a la modernidad capitalista,
particularmente con respecto a los modos de ejercer el poder y la
coerción. Desde el poder como derecho de vida y muerte que posee el
soberano, pasamos al poder como un intento de garantizar la salud (y
la productividad) de las poblaciones. Esto ha llevado a una expansión
sin precedentes de todas las formas de intervención y coerción
estatal. Desde las vacunas obligatorias hasta las prohibiciones de
fumar en espacios públicos, la noción de biopolítica se ha
utilizado en muchos casos como clave para comprender las dimensiones
políticas e ideológicas de las políticas de salud.
Esto nos permitió al
mismo tiempo analizar diferentes fenómenos, a menudo reprimidos en
el espacio público, desde las formas en que el racismo intentó
darse una base «científica» hasta los peligros encarnados por
tendencias como la eugenesia. Y de hecho, Agamben utilizó estos
análisis de manera constructiva, en su intento de teorizar las
formas modernas del «estado de excepción», es decir, los espacios
en los que se ejercen las formas extremas de coerción, de los que el
campo de concentración es el ejemplo central.
Las cuestiones relativas
a la gestión de la pandemia de Covid-19 obviamente plantean
problemas relacionados con la biopolítica. Muchos comentaristas han
dicho que China podía haber tomado medidas para contener o frenar la
pandemia porque podía aplicar una versión autoritaria de
biopolítica. Esta versión incluía el uso de cuarentenas
prolongadas y prohibiciones de actividades sociales, todo lo cual fue
posible gracias al vasto arsenal de coerción, vigilancia y control,
así como por las tecnologías de que dispone el Estado chino.
Algunos comentaristas han
sugerido, incluso, que las democracias liberales, que no tienen la
misma capacidad de coerción o que dependen más del cambio
voluntario en el comportamiento individual, no pueden tomar las
mismas medidas, lo que dificulta los intentos de hacer frente a la
pandemia.
Sin embargo, sería un
error plantear el dilema entre la biopolítica autoritaria por un
lado y la confianza liberal en la propensión de los individuos a
tomar decisiones racionales por el otro.
Esto es aún más obvio,
ya que el hecho de considerar medidas de salud pública, como las
cuarentenas o el «distanciamiento social», solo bajo el prisma de
la biopolítica, lleva a perder su utilidad potencial. En ausencia de
una vacuna o un tratamiento antiviral eficaz, estas medidas, tomadas
del directorio de libros de texto de salud pública del siglo XIX,
pueden resultar de enorme valor, especialmente para los grupos más
vulnerables.
Esto es especialmente
cierto si uno piensa que incluso en las economías capitalistas
avanzadas, la infraestructura de salud pública se ha deteriorado y
realmente no puede resistir los picos pandémicos, a menos que se
tomen medidas para reducir sus tasas de expansión.
Se podría decir, contra
Agamben, que la «vida desnuda» tiene más que ver con el jubilado
en una lista de espera para un aparato de respiración o una cama de
cuidados intensivos, debido al colapso del sistema de salud, que con
el intelectual que debe hacer frente a los aspectos prácticos de las
medidas de cuarentena.
A la luz de lo anterior,
me gustaría sugerir un retorno a Foucault diferente. A veces
olvidamos que este último tenía una concepción muy relacional de
las prácticas de poder. En este sentido, es legítimo preguntar si
es posible una biopolítica democrática o incluso comunista. En
otras palabras: ¿es posible tener prácticas colectivas que
realmente contribuyan a la salud de las poblaciones, incluidos los
cambios de comportamiento a gran escala, sin una expansión paralela
de las formas de coerción y vigilancia?
El propio Foucault, en
sus últimos trabajos, tiende hacia esa dirección, con los conceptos
de verdad, parresía y autocuidado. En este diálogo muy original con
la filosofía antigua, propone una política alternativa del bios que
combina atención individual y colectiva de manera no coercitiva.
En esta perspectiva, la
decisión de reducir los desplazamientos o el establecimiento del
distanciamiento social en tiempos de epidemia, la prohibición de
fumar en espacios públicos cerrados o la prohibición de prácticas
individuales y colectivas perjudiciales para el medio ambiente, sería
el resultado de decisiones colectivas discutidas democráticamente.
Esto significa que desde la simple disciplina nos movemos hacia la
responsabilidad, hacia los demás y luego hacia nosotros mismos, y
desde la suspensión de la socialidad hasta su transformación
consciente. En tales condiciones, en lugar de un miedo individual
permanente, capaz de romper cualquier sentimiento de cohesión
social, destacamos la idea de esfuerzo colectivo, coordinación y
solidaridad dentro de una lucha común, elementos que en este tipo de
emergencias sanitarias pueden resultar tan importantes como las
intervenciones médicas.
Se perfila así la
posibilidad de una biopolítica democrática. Esta también puede
basarse en la democratización del conocimiento. Un mayor acceso al
conocimiento, combinado con las campañas de extensión necesarias,
posibilitaría procesos de toma de decisiones colectivos basados en
el conocimiento y la comprensión y no solo en la autoridad de los
expertos.
Biopolítica popular
Tomemos el ejemplo de la
lucha contra el VIH. La lucha contra el estigma, el intento de dejar
en claro que esta no es una enfermedad reservada para «grupos de
alto riesgo», la exigencia de una educación en materia de prácticas
sexuales saludables, la financiación del desarrollo de medidas
terapéuticas y el acceso a los servicios de salud pública no
hubieran sido posibles sin la lucha de movimientos como ACT UP. Se
podría decir que este es realmente un ejemplo de biopolítica
popular.
En la coyuntura actual,
los movimientos sociales tienen mucho margen de maniobra. Pueden
exigir medidas inmediatas para ayudar a los sistemas de salud pública
a soportar la carga adicional causada por la pandemia. También
pueden destacar la necesidad de solidaridad y auto organización
colectiva durante esta crisis, en oposición a los pánicos
individualizados propios de la ideología de la «supervivencia».
También pueden insistir en que el poder estatal (y la coerción) se
utilicen para canalizar los recursos del sector privado hacia las
direcciones socialmente necesarias. Finalmente, pueden hacer de la
transformación social un requisito vital.
(Mentira y ley)
ResponderEliminarLa policía es el portillo imposible de tapiar –salvo sofismas ad hoc– del «Estado de Derecho». Ya la acción física (violenta), al moverse en el continuo espacio-temporal, se hace irreductible a la noción jurídica de «regla» (discontinua, de «sí o no») y sólo admite ponderaciones prudenciales (estimativas, de «más o menos»), tal como reconoce el concepto policíaco de «discrecionalidad». Pero además, el policía es el único funcionario con facultad legal para mentir: la legalidad –o impunibilidad, si se prefiere– del mentir del policía en el interrogatorio, en cuanto correlato de la impunidad del sospechoso que miente en defensa propia, es como una fractura que la Razón de Estado produce en el Estado de Derecho. Tal entredicho debería turbar la confianza en éste, al suscitar esta perplejidad: ¿Es la mentira la que es metida dentro del Estado de Derecho o es el policía el que es autorizado a salirse de él, para poder ir a buscar al delincuente en su terreno? Ambas respuestas van a dar en aporías. La policía es, así pues, también en la palabra, dúctil, viscosa, tanteadora del terreno y a cada instante reajustable al movimiento de su objeto, y se nos muestra por segunda vez, ahora en sentido translaticio, inmersa en el «más o menos» de un continuo deformable, y, en fin, irreductible a la discontinuidad de lo jurídico. El instrumentalismo físico y verbal de esta souplesse abre las fauces de la «injusticia conveniente» para otras más graves formas de discrecionalidad y más crudos arbitrios de excepcionalidad, desde el que prolongan el género de la mentira, como el encubrimiento protector de un prestigio necesario para no demostrar debilidad ante el delincuente, hasta los de la violencia física secreta. Tan evidente es la heteronomía entre Estado de Derecho y Policía que sólo la ignorancia más supina puede aceptar la aberración de haber fundido en uno los ministerios de Justicia y de Interior.
Rafael Sánchez Ferlosio. La hija de la guerra y la madre de la patria. Destino, 2002.
Qué oportuna y acertada cita. Leí ese libro hace algunos años, pero no recordaba este extraordinario párrafo (lo cual me incita a releerlo).
EliminarSalud, y gracias, Conrado.